En cuanto al juego, fue otro descubrimiento del muchacho. En seguida comprendió que, de tener dinero, se aficionaría a él como algunas personas que estaban allí día y noche, con la baraja en las manos. A veces, encontrándose en el salón del billar, se le acercaba Un limpiabotas y le decía: «Mira en aquella mesa. A duro y a poner todos». A Ignacio aquello le atraía cuando la apuesta era importante. Sufría tanto como los propios jugadores.
Su padre le había advertido muchas veces: «Lo que quieras, pero las cartas no». Por eso le ocurrió lo que le ocurrió. El día en que el director del Banco le comunicó que iba a proponer a la Central, a Barcelona, que le admitieran como meritorio, con aumento de sueldo, no sólo pensó que las seis pesetas que dio a la vieja le eran devueltas con creces, sino que no pudo resistir la tentación de decirle al limpiabotas: «Ahí van tres pesetas. Juega por mí». Le pareció que, no teniendo él las cartas, no desobedecía tan gravemente a su padre.
Y no obstante, el dinero ganado —once pesetas en menos de diez minutos— le produjo tal emoción, tal desconcierto, que comprendió que aquello no era bueno. Los dos duros y la peseta le tintineaban en el bolsillo como si fuesen campanillas. Llegó un momento en que le pareció que todo el mundo las oía, especialmente los obreros parados. Entonces salió del café incrustándose las monedas en el fondo de la mano cerrada.
* * *
Carmen Elgazu, que no cesaba de observar a César, veía que el seminarista estaba contento. Contento primero por el cambio que estaba dando Ignacio; y luego porque había tenido una idea que, expuesta a la familia —fue excluido Matías Alvear— mereció la aprobación más entusiasta, especialmente por parte de Pilar.
Fue un pequeño complot, que Ignacio dirigió con arte consumado. Ocurrió un domingo por la mañana, el último domingo de agosto, próximas a su fin las vacaciones.
A las diez, Matías, en pijama y silbando, según su costumbre, salió de su cuarto y colgó el espejo en la ventana que daba al río, dispuesto a afeitarse. Su rostro expresaba la mayor felicidad.
Apenas dio media vuelta en dirección a la cocina para recoger sus enseres, cuando César salió de ella triunfalmente blandiendo una navaja, jabón y brocha, en tanto que Ignacio retiraba el espejo y la propia Carmen Elgazu preparaba una silla de cara a la luz, y con ademán cortés invitaba a Matías a sentarse en ella. Detrás de César, por encima de su hombro, sonreían Pilar… Nuri, María y Asunción.
—Pero… ¿qué pasa? —barbotó Matías, horrorizado al ver la navaja en manos de su hijo—. ¿Qué complot es éste?
—¡Nada, nada! ¡Que César va a afeitarte! —explicó Pilar.
—¿A mí…?
—¡A ti, sí! —rubricó César—. ¡Tengo que aprender!
Tal jolgorio se armó que Matías, aun sin comprender los verdaderos motivos, entendió que no podía defraudar a aquel pequeño mundo y, levantando los hombros, exclamó:
—¡Un momento! Me dejaré afeitar con una condición.
—¿Cuál?
—Que por la tarde salgamos todos juntos a dar un paseo por la Dehesa.
—¡Hurra…!
Se sentó. César le llenó de jabón la boca, las orejas, los ojos. De vez en cuando Matías estallaba en una carcajada y entonces salpicaba a todo el mundo. Sin embargo, la navaja empezó a deslizarse por la mejilla derecha con sorprendente facilidad. Luego la izquierda, luego el cuello. Nadie osaba respirar.
—¿Te hago daño?
—¡Adelante!
—¡Espera! ¡Ponle un poco de jabón ahí!
¡Una maravilla! Sólo hacia al final, entre el labio inferior y el mentón, el barbero pareció tropezar, a juzgar por las muecas que hizo, con un pequeño bache que se las traía.
—¡Servidor!
—¡Hurra!
César ni siquiera se dio cuenta de que todos le felicitaban, de que todo el mundo se reía y de que Carmen Elgazu exclamaba: «¡Y pensar que él siempre se corta un par de veces!» El seminarista no cesaba de contemplar la navaja y luego su mano.
—¿Qué te ocurre?
Le ocurría algo extraño, que no se atrevió a contar. En el momento de empezar, le había parecido que alguien, invisible, que estaba a su lado, le guiaba la mano.
Todos se dieron cuenta de que, prácticamente, César había dejado de pertenecerles. Apenas llevaba dos meses en su compañía y ya el autobús destartalado volvía a esperarle para conducirle al Collell. Apenas la maleta había sido colocada encima del armario, tenían que bajarla de nuevo. Otra vez los calcetines, las camisas, la pasta dentífrica, el Misal Romano entre dos pijamas, misal que Ignacio le había comprado con aquellas once pesetas.
Carmen Elgazu hubiera preferido no leer las historietas del calendario con tal que los días se hubieran detenido. César se llevaba consigo el afecto de todos, una docena de pañuelos con iniciales bordadas por Pilar, la advertencia del médico: «En cuanto notes cansancio, te sientas», y la orden de mosén Alberto: «Si el director del Collell me dice que has terminado con tus escrúpulos, el verano próximo te daremos menos chocolate».
Matías le había acompañado al doctor, un amigo del director de la Tabacalera, para que diagnosticara sobre las ojeras del chico. «No sé, no sé, no le noto nada. Es su complexión. Que coma mucho.» Carmen Elgazu le recomendó: «Ya lo oyes. Diles a las monjas que te den ración doble». Era deseo de Matías que antes de marcharse fuera a despedirse de Julio García y doña Amparo Campo. César le dio satisfacción. Julio, al verle, le puso la mano en la rapada cabeza y le preguntó: «¿Qué, te ha dado buena propina mosén Alberto por tanto recado?» Doña Amparo Campo le contemplaba como si fuera un bicho raro.
Cuando el seminarista subió al autobús y éste arrancó, dirigió una última mirada a los suyos y luego a los dos campanarios de San Félix y la Catedral. Y fue pensando que en el Collell no encontraría otros padres de su sangre, como Matías Alvear y Carmen Elgazu, otros hermanos de su sangre, como Ignacio y Pilar; en cambio, encontraría una capilla hermana de aquella que se cobijaba debajo de los campanarios. Y el mismo Dios.
* * *
Partió el 10 de septiembre. El 15, Ignacio se examinó del cuarto curso de Bachillerato. En los últimos días había hecho un notable esfuerzo, y aprobó. Matías le regaló una corbata, Carmen Elgazu puso en la mesa cuatro velas… El 20 se recibió la noticia de que la Central del Banco Arús había aprobado la propuesta del director, en virtud de la cual Ignacio pasaba a meritorio, con un sueldo de cien pesetas mensuales. El día 1 de octubre otro botones le sustituía, y él quedaba adscrito a la sección de Impagados, frente por frente del empleado que no se decidía a llevar su novia al altar.
Luego, el otoño llegó a la ciudad, montado en la tramontana. Y con él la lluvia. Desde el Banco se oía llover fuera, monótonamente. Las murallas, la ermita del Calvario, sin el sol… y sin César, debían de estar desiertas.
El otoño pareció reagrupar las fuerzas que con el verano se habían dispersado en playas y montañas. Los obreros en paro del bar Cataluña buscaron en el interior un sitio donde molestaran lo menos posible. En la barbería de Raimundo el agua era puesta a calentar antes de remojar con ella a los clientes.
Entonces los partidos políticos se alinearon. Izquierda Republicana, el mejor local de la ciudad, preparó su colosal estufa y celebró Asamblea General: presidentes, los hermanos Costa, industriales importantes, gemelos e inseparables. La Liga Catalana adquirió unos cuantos volúmenes para la biblioteca y renovó la Junta: presidente honorario, don Jorge de Batlle; vicepresidente, el notario Noguer. En el salón del fondo, la juventud del Partido fue autorizada para organizar bailes los domingos y fiestas de guardar. La CEDA adquirió dos
pings-pongs
, y don Santiago Estrada, reelegido, propuso que las señoras tuvieran voz y voto en las decisiones internas. El partido socialista quedó prácticamente unificado con la UGT; en el Banco Arús se dijo: «Eso está bien, pero harían falta dirigentes jóvenes. En Barcelona, el Sindicato pita mucho, pero aquí somos unos borregos». La CNT cobraba auge, y los limpiabotas se habían afiliado a ella en bloque. Se reunían en el mayor de los tres gimnasios de la localidad. La FAI estaba compuesta de menores de edad, que no sabían si eran de la FAI o de las Juventudes Libertarias, pero que obedecían ciegamente al jefe de la CNT. El partido comunista era embrionario como agrupación. Un tal Víctor, encuadernador en los talleres del Hospicio, hombre ya mayor, canoso y aficionado a la fotografía, era el jefe, y había conseguido reunir en una barbería unos cuantos admiradores de Rusia. Víctor tenía una cabeza venerable y era muy respetado. Se le escuchaba con fervor. Siempre decía: «Es lástima que seamos tan individualistas. Si todos los comunistas de corazón y de instinto vinieran… La labor en este invierno tiene que consistir en eso: en agruparnos y encontrar un local». Los monárquicos se reunían en la redacción de
El Tradicionalista
, donde los partidarios de Alfonso XIII hacían buenas migas con los que todavía guardaban la boina roja… Estat Català abrió un local coquetón, con chimenea de ladrillos rojos y arcos decorativos. El arquitecto Ribas era el jefe. Los militares se reunían en un café de la Rambla, muy cerca del Neutral, y quien llevaba la batuta era el comandante Martínez de Soria.
Los partidos políticos se alinearon porque se esperaban acontecimientos. Y, en efecto, llegaron: en Madrid se promulgaron simultáneamente el Estatuto Catalán y la Ley de Reforma Agraria.
La Ley Agraria fue muy bien recibida. Todo el mundo estaba de acuerdo: el problema del campo en España era pavoroso. La Torre de Babel decía: «Todavía se trabaja como en tiempo de los romanos».
Don Agustín Santillana, descendiente de grandes propietarios, discutió acaloradamente los términos de la Ley. «Expropiar es muy bonito, repartir la tierra, etcétera… Pero luego hay que conceder créditos, conseguir maquinaria, abonos. Será un fracaso espantoso. ¡Con las pocas ganas que hay de trabajar…!» Matías Alvear casi se indignó. «Es el primer esfuerzo serio que se hace desde muchos años. Usted, como empleado de Hacienda, tendría que saberlo. No me va usted a decir que sea justo que Romanones posea casi toda la provincia de Guadalajara.»
—Yo no digo eso, Matías. Pero lo que pueda hacer este Gobierno… ¿No se da cuenta de que se dedican a la demagogia? Prometer, prometer… A mí me gusta estar en la mesa con mi mujer, ¿comprende? A la sirvienta, pagarla bien y hasta buscarle un novio soldado, con bigote; pero en la cocina, ¿comprende?
Matías Alvear se encogió de hombros. «¡Tres doble! ¡Paso!» Se encogió de hombros porque sabía que nunca convencería a don Agustín.
Tocante al Estatuto Catalán… la cosa le pareció menos clara. La explosión de entusiasmo fue tal en la región, que Matías le dijo a don Emilio Santos: «¿Qué cree usted que va a pasar?» En Gerona se hubiera dicho que lo que estaba pasando era un huracán. Banderas por todas partes, sardanas lanzando al viento las notas de sus tenoras, Estat Català emitiendo por la radio local parabienes a Barcelona, Lérida y Tarragona; insignias en las solapas, ¡cinturones y calcetines con las cuatro barras de sangre! El notario Noguer hizo un discurso desde el balcón de la Liga Catalana, el propio mosén Alberto dio orden a la imprenta de catecismo de que retiraran los textos castellanos y esperaran el envío inmediato de un Catecismo en catalán. «Hay que rezar en el idioma materno», sentenció. Pilar, al enterarse, repuso: «¡Estaría bueno! Yo tendría que rezar en vascuence». Julia García se dirigió hacia el único establecimiento de música de la localidad, situado en la calle Platería, y compró seis discos de canciones catalanas de Navidad.
Matías Alvear no veía claro… Le daba miedo presentarse en Telégrafos. «¿Qué va a pasar?»
—No te echarán del Cuerpo —le dijeron, apenas entró—. Pero te trasladarán, desde luego. A Madrid, o tal vez a Soria.
Matías perdió la respiración. No es que Soria le asustase, y mucho menos Madrid. Pero estaba ya harto de traslados, además de que en Gerona tenía un buen piso y había encauzado como Dios manda los estudios y la educación de sus hijos.
—¿No os parece grotesco llevar las cosas a ese extremo? ¿No somos de la misma raza?
Sus compañeros de trabajo se encogieron de hombros… Matías no podía con aquello. A gusto hubiera salido a la escalinata de Correos y gritado a Cataluña entera: «¡No tantos humos!» Pero al pensar en la boina vasca de su mujer se diluyeron los suyos.
Julio García le dio esperanzas. «No tengas miedo. Te quedarás.»
Y así fue. De diversas oficinas partieron hacia otras regiones muchos funcionarios, con sus familias. Extraño éxodo en el interior de una misma nación. ¡El filósofo don Agustín Santillana fue uno de ellos!; pero Matías pudo quedarse, no sin antes haber demostrado que conocía al dedillo la gramática catalana. Julio le dijo: «Agradécelo a los seis discos de canciones navideñas».
Matías continuaba haciendo turno de noche. Su compañero habitual era un hombre pacífico, más joven que él, Jaime, a quien el Estatuto pareció transformar en un ser agresivo. Quería a Matías, pero estaba exaltado. No hacía más que hablarle en tono irónico de lo atrasadas que eran las gentes de Segovia, Badajoz o Cuenca.
—¿Usted ha viajado por allí? —le preguntó Matías.
—No, jamás.
—Entonces ¿se lo han dicho?
—Quizá.
—Ya… De todos modos, le aconsejo que si un día tiene ocasión, vaya por esos sitios. Tendrá una sorpresa.
—No creo.
—¡Ya verá! Y en cuanto a atrasados… yo estuve unos días en Canet de Mar, y luego también en la provincia de Lérida… ¡En fin, para qué hablar!
—¿Es que pretende comparar Cataluña al resto?
—¿Comparar en qué?
—En nivel social, en producción, en… manera de vivir. En todo.
—En nivel social… no. En cuanto a manera de vivir… ustedes se parecen mucho a Francia, claro.
—A mucha honra.
—Pues un castellano no se lo envidiaría, Jaime, se lo aseguro.
—¡Claro! Allí, diciendo todo eso del Cid están más que satisfechos.
—Usted lo cree. Lo que pasa es que no admiten que tener unas cuantas fábricas de tejidos signifique ser más hombre.
—¡Vamos!
—¡Natural! ¿A qué tanto Cuenca y Badajoz porque allí hay menos cuartos de baño que en Barcelona? ¿Es que creen ustedes que son más felices?
—Ni más felices ni menos felices. Simplemente, somos distintos. Por eso queremos separarnos.
—¿Y si los de Segovia y el resto les declaran el boicot y no les compran nada?