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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (12 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Ignacio no insistió. Se encogió de hombros y se encerró en su cuarto.

Nadie se atrevió a mirar al seminarista, que permanecía inmóvil, como si le hubieran asestado un golpe. Todos creyeron que estaba afectado por lo intempestivo de la acusación de Ignacio; la realidad era muy otra. Lo estaba porque desde el primer momento pensó que la acusación era justificada.

Al oír la palabra «pobre», César se había dado cuenta de que todo aquello era cierto, de que su ansia de perfección hasta entonces carecía de valor, pues no se inspiraba en la caridad. En sus sacrificios no buscaba otra cosa que la paz del alma, y en ello pensaba y no en el prójimo cuando daba el mejor pan al interno que le tratara peor. Intercambiaba buenas acciones por alegría, eso era todo. ¿Por qué olía la yedra de los conventos de clausura, sino para su satisfacción interior?

Consideróse a sí mismo dominado por un egoísmo feroz. Recordó escenas de miserias entrevistas en su infancia, y más recientemente en el barrio de Pedret, al llegar del Collell en el camión de alfalfa. No comprendía cómo podía buscar las catacumbas y aceptar chocolate y picatostes sentado al fresco en el Museo, mientras Gerona hervía, muchas familias comían arenques, cargadas de chiquillos que en vez de bañarse, como él, en un establecimiento de azulejos blancos, se remojaban en las pequeñas playas pantanosas del Oñar.

Le pareció estar en pecado. Su madre quería tocarle y él, sin darse cuenta, la rechazaba. Tenía húmedos sus grandes ojos, abrumados de culpabilidad. Se levantó, miró un momento a todos y luego, cruzando el pasillo, salió.

Nadie sabía qué hacer, y todos pensaban que sufría por Ignacio, y la indignación contra éste aumentó. Entretanto, César se arrodillaba ante mosén Alberto, en el despacho donde el sacerdote redactaba sus catecismos.

Mosén Alberto le ordenó que se levantara:

—¡Te prohíbo que tengas esos escrúpulos! ¡Te prohíbo que te tortures de esa forma, y a partir de ahora daré orden de que te sirvan más chocolate! Te prohíbo incluso que vuelvas al cementerio.

Fueron días terribles para César. Por obediencia llegó a casa sonriendo. Y con su presencia tranquilizó a la familia. Pero las sirvientas de mosén Alberto cumplieron —¡hasta qué punto!— el mandato, y cada vez él hubiera querido esconderse en el interior de la gigantesca armadura, ya que no bajo las sábanas del beato Padre Claret. Y el no poder ir al cementerio le angustiaba como quien ha de faltar a una cita, que en este caso era con personas conocidas, pues se sabía de memoria las fechas de nacimiento y muerte de muchos antepasados gerundenses, y había conseguido lo que nadie antes que él: hablar diez minutos con el sepulturero, el cual le dijo que no era cierto que el espectáculo de la muerte no le afectara.

Fueron días de prueba para el seminarista, que se hallaba en la rara situación del hombre que peca con sólo proponerse hacer el bien.

Lo que más sentía era no poder demostrar a Ignacio que le agradecía el aviso. Decirle: «¿Ves…? Ahora me acuerdo de los pobres. He hecho esto y aquello. Todo gracias a ti». Mosén Alberto se lo había prohibido. «Te prohíbo que halagues ni una pulgada la vanidad de ese necio que es tu hermano.»

Ignacio leyó en el semblante de César todo cuanto ocurría. A veces tenía ganas de decirle: «Bueno, mira. No iba por ti, ¿sabes?» Pero no lo hacía.

La sutileza de la situación escapaba a Matías Alvear; en cambio, Carmen Elgazu vio la cosa clara. En primer lugar, tenía que dar una lección a Ignacio; en segundo lugar, tenía que tranquilizar a César.

Ambas cosas eran difíciles y urgentes. ¿Qué hacer? ¿Cómo dar con las palabras justas?

Comprendió que lo más urgente era tranquilizar a César, pues éste sufría demasiado. Decirle que obedeciera a mosén Alberto, que obedeciendo cumplía «como si visitara a diario a los muertos y como si acariciara las pústulas de los pobres de la ciudad».

Muchas veces estuvo a punto de parar a su hijo y hablarle, pero siempre le estorbaba alguien: Ignacio, Matías o Pilar, la cual continuaba deslizándose por los pasillos. Y además, aquello no era una solución. Nadie le quitaría de la cabeza al seminarista que su obligación era darse entero a los necesitados. ¡Y mosén Alberto no pensaba levantarle la condena hasta el verano próximo!

Carmen Elgazu vio ante sí y ante César todo el invierno. Todo un invierno con su hijo en el Collell, roído aquél por los escrúpulos. Era preciso inyectarle una esperanza, dar con algo que llenara su mente y saciara su hambre de misericordia.

¡Qué fácil le resultó, a la postre, dar con la solución! ¡Y cómo se arquearon de alegría sus cejas al ver que César, vencida la primera perplejidad, le tiraba del delantal y le decía: «¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Eso haré!»

Carmen Elgazu dio con algo inesperado y sencillo: le sugirió a César que durante el invierno, en el Collell, aprendiera el oficio de barbero.

—Mosén Alberto me ha prometido que si para mayo llegas aquí sabiendo afeitar y cortar el pelo, te comprará un estuche con todo lo necesario y podrás hacer uso de él cuanto quieras en la calle de la Barca.

¡Viejos, enfermos; tomar entre las manos la cara y el cráneo de viejos y enfermos y afeitarlos, cortarles el pelo, lavarles luego la cabeza… y besársela! «¡De acuerdo, de acuerdo, eso haré!»

¡Cuánta alegría aleteó en la casa! Y, sin embargo, Carmen Elgazu no cantaba victoria aún. Siempre tuvo confianza en que lo de César se arreglaría. A ella los ángeles no le daban miedo; en cambio, los diablos…

¿Cómo darle a Ignacio su merecido sin herirle, pues bien claro se veía que se estaba arrepintiendo? ¿Y dejar sentada su autoridad?

De momento había pasado dos días mirándole con extraña dureza. Varias veces estuvo a punto de pegarle un bofetón tremendo, pero siempre se contuvo, y se alegraba de ello… ¿Qué hacer? Tal vez lo más sutil fuera darle una lección de serenidad…

Ésta fue la decisión que tomó. El instinto le decía que adivinaba, que sería lo eficaz. La misma noche en que convenció a César para que se hiciese barbero llevó a Ignacio, a la cama, un tazón de leche humeante y le dijo:

—Ignacio, sabes mejor que yo lo que te mereces, ¿verdad?

Al ver que el chico tomaba la taza sin decir palabra, añadió:

—Bueno, sólo quería hacerte una advertencia. En esta casa sólo hay una persona que pueda hablar de los pobres: tu padre, pues él sí ha pasado hambre, lo mismo que sus hermanos. Pero tú has tenido siempre un tazón de leche, lo mismo que yo. Así que hablar de ese asunto es tontería. En todo caso, lo único que cabe es salir a la puerta y darlo todo.

Capítulo VI

Las palabras de Carmen Elgazu fueron certeras. «Lo único que cabe es salir afuera y darlo todo.» Cuando, a la mañana siguiente, Ignacio despertó, sintió que algo le quemaba en el pecho. Se desayunó sin decir nada y bajó las escaleras en dirección al Banco. Al llegar a la esquina de la Plaza Municipal, miró el monedero. Llevaba seis pesetas; se las dio íntegras a la vieja que formaba parte de aquellos muros.

Suponía que su rasgo era ingenuo, que acaso no tuviera valor, que su madre debía de haberse referido a una acción periódica; pero hecho estaba. Y en todo caso, las seis pesetas tendrían valor para la vieja.

Y para él. Porque, en el fondo, fue la base de su reconciliación. De su reconciliación con César, con sus padres, con todo el mundo. Incluso con el director del Banco. El director del Banco, a raíz del incidente con don Jorge, le dijo que era la segunda vez que le avisaba. «A la tercera, te quedarás en la calle.» Pero luego el hombre se rió, Quería mucho a Ignacio, no podía disimularlo. «El cliente siempre tiene razón, ¿comprendes?», terminó diciendo.

Carmen Elgazu se sintió satisfecha de su intervención. Cuando ocurrían aquellas cosas se asustaba mucho. Nada podría contra los cambios que se operaban en la ciudad; pero, por lo menos, que la familia se sostuviera intacta.

Carmen Elgazu se asustaba porque sabía que la edad de Ignacio era crucial y porque entendía que sus ex abruptos eran fruto de los malos ejemplos. A la corta o a la larga, ella se enteraba de todo e iba pensando: «Mal asunto para Ignacio». De la quema de iglesias y conventos en Madrid acabó enterándose primero por los periódicos de Bilbao, que Matías no consiguió ocultar, y luego porque mosén Alberto se lo contó. Y se afectó extraordinariamente, tanto como César. Desde entonces la República le daba un miedo inexplicable, que el tiempo no conseguía mitigar. Cuando leía que en Andalucía había estallado un movimiento comunista libertario decía: «No me extraña, no me extraña». Cuando veía los modelos de traje de baño que se exhibían en los escaparates se horrorizaba. «No me extraña, no me extraña.» Y siempre pensaba que aquello podía abrir brecha en Ignacio. «Ver quemar una iglesia es comprobar que una iglesia puede ser quemada», filosofó a su manera, hablando con mosén Alberto. «Claro, claro —contestó el sacerdote—. Por ahí se empieza.»

En cuanto a Ignacio, salió de aquel incidente como César del baño después del viaje: limpio, con sólo el vago recuerdo del escozor de la alfalfa. Y se dijo que, en realidad, lo que más le impresionó de la advertencia materna fue lo primero: «En esta casa sólo hay una persona que puede hablar de los pobres: tu padre». El origen humilde de su padre le causaba siempre gran respeto. Cualquier gesto de su padre, cualquier acto y el desarrollo de sus costumbres tenían para él un significado especial cuando pensaba en su origen humilde. A no ser por el recuerdo del «ta, ta, ta; ta, ta, ta» del aparato telegráfico, los puros que encendía Matías Alvear le hubieran sabido amargos. Ignacio se dijo: «Lo que tengo que hacer es llevar una vida normal y no complicar la de los míos». Por un momento casi deseó ser rico: hubiera querido hacerle un regalo a su madre, otro a César, otro a Pilar. En esta disposición de ánimo entró en agosto, viendo que las vacaciones de César pasaban de prisa, de prisa…

Carmen Elgazu hubiera querido hacer una cura radical. Que aquello no fuera un baño, sino una purga. Y, al efecto, le había dicho: «Puesto que no puedes impedir los movimientos comunistas libertarios de Andalucía, ni que los empleados del Banco sean como son, ni que sea como es Julio García, por lo menos hazme un favor: obedece por una vez a mosén Alberto y no vayas ni a esa barbería ni al café Cataluña».

¡Ah! Por ahí no había nada que hacer… A Ignacio le ocurría como a Matías Alvear: tenía sus costumbres. Siempre decía que los chicos que cambian de barbería es que no tienen estabilidad; y en cuanto al café Cataluña…

A Carmen Elgazu no le gustaba la barbería de Ignacio —tampoco le gustaba mucho la de Raimundo, pero ¡qué hacer!— porque sabía que el patrón y los dependientes eran muy extremistas y estaban abonados a todas las revistas pornográficas. «Dios sabe lo que oirás mientras te cortan el pelo, hijo mío.» Ignacio no tenía ninguna intención de cambiar. No encontraba nada especial en el establecimiento, pero ya le conocían; y, además, uno de los dependientes tenía un hermano casado con una malagueña. Aquel detalle le fue simpático.

Poder entrar en la barbería y preguntar: «¿Qué, qué tal su cuñada?, ¿qué cuenta de Málaga?», le traía a la memoria mil recuerdos de infancia.

Y en cuanto al café Cataluña, la cosa era más seria. Poco a poco el ambiente había ido penetrando en él. Carmen Elgazu detestaba aquel café porque le parecía ordinario: futbolistas, limpiabotas, tratantes de ganado que jugaban al julepe y por la noche al bacará…; pero Ignacio tenía sus razones.

La primera era el billar. Continuaba jugando al billar, especialmente los domingos, sacando la lengua y levantando la pierna derecha cuando la bola pasaba rozando, lo cual le ocurría con machacona frecuencia. Su padre siempre le decía: «En el billar, mientras no se domina el "retroceso" no hay nada que hacer». E Ignacio no acertaba con él. En cambio, su compañero de juego, Oriol, poseía taco propio, el cual le permitía hacer retroceder su bola cuanto le daba la gana.

Y luego le gustaba, porque entendía que aquel café era un gran campo de experiencia. Ignacio creía que había hecho en él dos descubrimientos claves: el de que los limpiabotas eran, entre el pueblo, una institución tan importante como el clero entre la clase media y alta, y el de que los obreros en paro eran seres muy desgraciados y fácilmente infalibles.

Los limpiabotas eran prácticamente el centro en torno al cual giraba la vida del bar Cataluña. Todos los de la ciudad se reunían en él, por turno, y entre todos lo sabían todo e informaban de todo a todo el mundo.

Había algo en su cara —o tal vez en su faja y en sus pantalones de pana— que les confería autoridad. Muchos clientes del café los escuchaban como a un oráculo, y los rodeaban como los muchachos jóvenes rodeaban a los ases del fútbol. Entonces, sin gesticular, ellos hablaban lentamente, y poco a poco iban vertiendo opiniones de una violencia inaudita, eficaces porque por su forma de expresión no parecían exageradas, sino al contrario. Hasta el punto que, excepción hecha de un tal Blasco, anarquista militante que alardeaba de serlo, Ignacio no conocía la filiación exacta de ninguno de ellos. Aunque era evidente que eran mucho más extremistas que Raimundo y el barbero de Ignacio juntos. Ignacio, a veces, había pensado que en el oficio de aquellos hombres, en tener que arrodillarse ante el cliente, estaba el origen de su resentimiento.

En todo caso, exaltaban sistemáticamente a todo el mundo, incitando a uno y otro a esto o aquello y tratando de vender piedras de mechero y postales pornográficas. En opinión del compañero de billar de Ignacio, algunos futbolistas se habían convertido en desechos de hombre —bebiendo y jugando— a causa de los limpiabotas. Éstos siempre decían: «Hay que ayudar a la República a hacer la revolución. Encuentra muchos enemigos». El 10 de agosto, cuando Sanjurjo se sublevó en Sevilla, los limpiabotas fueron los que pidieron en el Cataluña, con más sangre fría, la cabeza del general y de los demás militares comprometidos.

Ignacio había notado que sus víctimas más fáciles eran los segundos seres motivo de su observación: los obreros en paro. Obreros silenciosos muchos de ellos, que se sentaban en la acera fumando o dejándose caer la gorra sobre los ojos, para protegerse del sol. Los limpiabotas les daban tabaco y aun les pagaban alguna copa de anís, a cambio de que les oyeran lentas y complicadas segregaciones oratorias. «Dile a tu mujer que vaya a ver al obispo para que te dé trabajo. Por lo menos, podrá sentarse en un buen sillón mientras espera.» Ignacio viendo aquellos obreros sentía por ellos una gran pena. Deseaba que las cosas se arreglaran para sus familias, que la República llevara a cabo, en efecto, la revolución. Los futbolistas se lamentaban: «Los ricos no vienen ni siquiera al fútbol. Si nosotros cobramos alguna prima, es gracias a la clase media y a los obreros».

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