Fueron días inolvidables. «¿Qué tal la pista de tenis? ¿Qué tal el director? ¿No pasabas mucho frío? ¿Te gustaba leer en el comedor? ¿No te cortaste nunca los dedos con el cuchillo del pan? ¿No te ha invitado ninguno de los internos a ir a Barcelona?»
Le obligaron a sentarse en el comedor, presidiendo la reunión en torno a la mesa. El muchacho contestaba a todas las preguntas como si cada una fuese la primera. Cada vez inclinaba todo el cuerpo hacia el interlocutor de turno. En realidad, estaba un poco aturdido y aun asombrado de que se interesaran por los detalles más prolijos de su estancia en el Collell. «¿No te han salido manchas de humedad en el techo de la celda? ¿A qué horas dices que os levantabais los domingos?»
César, que tenía una obsesión: «He subido el primer peldaño de la escalera», se dio cuenta entonces de que era terriblemente distraído. Muchas de las cosas que le preguntaban no podía contestarlas. No se acordaba, no se había fijado. «¿Habían salido o no habían salido manchas de humedad en su celda?»
En cambio, cuando una cosa le era conocida, contestaba con rara precisión y con el menor número posible de palabras. Ignacio pensó:
«El latín se le nota». Matías más bien lo atribuía a herencia de estilo telegráfico.
La alfalfa continuaba cosquilleándole, y Carmen Elgazu dijo:
—¿Sabes qué? Ignacio te acompañará a tomar un baño.
César no vio ninguna razón para negarse. Aquel brusco cambio de ambiente le tenía algo desorientado. Por la mañana había ayudado aún la misa del padre Director, como todos los días. Y al barrer la inmensa terraza había visto aún aquellos árboles, robustos, aquella tierra amarillenta, los barrancos; ahora se encontraba en un pequeño comedor, rodeado de los suyos. Y dentro de poco se encontraría dentro de una bañera.
Ignacio le acompañó, resolviendo los detalles administrativos con el encargado del establecimiento. Le abrió incluso la puerta del cuarto de baño. Luego permaneció fuera y por los ruidos fue siguiendo mentalmente las operaciones de César. Sonrió porque, a juzgar por la catarata de agua que se oía, debía de estar luchando a brazo partido con la ducha. No se atrevió a llamar porque le supuso desnudo y que aquello le azoraría más aún. Finalmente, la tromba de agua se calmó y César salió colorado y sonriente.
—Limpio de cuerpo —dijo.
Al regresar a casa y encontrar todo su equipaje cuidadosamente clasificado en el armario, se sintió repentinamente más adaptado. Un hecho quedó patente a la hora de cenar: la presencia de César elevaba el tono de todos y cada uno. Pilar adoptó posturas más correctas ante el plato y se dio cuenta de lo difícil que era sorber la sopa sin hacer ruido. Matías Alvear dudó mucho rato entre sentarse a la mesa en mangas de camisa, como siempre, o no. Finalmente no lo hizo: «Por un día tengamos paciencia». Carmen Elgazu se bajó las mangas hasta que éstas alcanzaron decentemente las muñecas.
Y en cuanto a Ignacio, fue, tal vez, quien más se afectó. No sólo aquel día, sino en los siguientes. Sin querer se encontró observando a César en forma casi enfermiza. No se le escapaba detalle de él. ¡Su hermano constituía un mundo tan distinto al del Banco! Se halló como planchado entre los dos. La cortesía de César le evidenciaba que él había adquirido varios gestos vulgares. La voz de César le pareció una invitación a moderar el tono de la suya, que a veces le salía disparada con violencia. La concisión del lenguaje de César, además de recordarle el latín, le descubrió que él intercalaba vocablos e interjecciones innecesarias. En resumen, se encontró ante una especie de juez, cuya originalidad consistía en que lo era sin saberlo. Que con frecuencia le miraba y le sonreía: «¿Y pues, Ignacio…? ¿Estás bien en el Banco? ¿Estás bien…?»
A Ignacio le ocurría una cosa extraña: a los pocos días advirtió que el resquemor hacia su hermano no había muerto. Le fatigaba el examen de conciencia a que la presencia de César le sometía. ¿Cómo adoptar, en la cama, la postura que le fuera más cómoda, con César tendido en la cama contigua, impecablemente, sin respirar apenas…? Y más con el bochorno de aquellas noches. Por suerte, el seminarista tenía detalles entrañables, que le llegaban al corazón. Por ejemplo, aparecer en el Banco inesperadamente, a media mañana, con pan y una tortilla, si Ignacio había olvidado tomarla en casa. La manera de pasar el brazo por la ventanilla para que Ignacio pudiera alcanzar el paquete sin necesidad de levantarse del sillón, era un prodigio de buenos deseos… y de equilibrio. La Torre de Babel se preguntaba si César no era en potencia un campeón de alguna especialidad atlética que exigiera más destreza que fuerza.
En el fondo, los empleados del Banco tomaban al seminarista en broma, por sus orejas, por su cabeza al rape, por los pantalones, entre los que a veces se le enredaban los pies. «Tu hermano es un tipo muy pintoresco —le decían a Ignacio—. Será de esos curas que no llegan nunca a canónigos. Que el obispo manda a un pueblo y ale, hasta que se pudran.»
Fuera de estos empleados, la persona que menos se dio por enterada del ascetismo de César fue mosén Alberto. Mosén Alberto estaba muy familiarizado con el ansia de perfección de los seminaristas en los primeros cursos de la carrera. «A partir del tercer año —decía—, ya es otro cantar.»
Mosén Alberto le dijo: «Bien. Vamos a ver si ponemos un poco de orden en tus vacaciones. Mira, vamos a hacer una cosa, si te parece. De momento, todas las tardes te vienes aquí y me ayudas en el Museo. Luego veremos por las mañanas qué se puede hacer».
¡Válgame Dios! ¿Qué otra cosa deseaba César? En el Museo había tallas de la Virgen, un cuadro que representaba el martirio de San Esteban…
Fue al Museo. Por un momento había imaginado que haría cosas importantes. ¡Cuánto podía dar de sí el estudio de un retablo! Pero la realidad se impuso pronto. Todo aquello no era para su edad. ¿Qué sabía el chaval de la transición del gótico o de la influencia bizantina en tal o cual cruz de cobre hallada en una ermita de la Diócesis? Lo que hizo fue, más o menos, barrer, quitar polvo, soplando también de vez en cuando; montar guardia por si llegaban visitantes, frotar metales y llevar muchos, muchos recados al Palacio Episcopal.
La única diferencia con el Collell estribaba… en el chocolate. Cuando menos lo esperaba, estando sentado entre una gigantesca armadura y la cama del beato Claret, aparecían ante él las dos sirvientas, que le trataban con una deferencia que le abrumaba, y le ponían en las manos una taza de chocolate y picatostes. César, al principio, se opuso ¡No, no, no faltaba más! Pero en seguida leyó en los ojos de las sirvientas una tal pena que con ademán de autómata tomó la taza. «¿Es que no le gusta? ¿Quiere que le preparemos otra cosa?» César movió la cabeza. Se dio cuenta de que las dos sirvientas de mosén Alberto eran las únicas personas en el mundo que le trataban de usted. «Sí, sí me gusta. Claro, claro. Muchas gracias.»
Algunas tardes, las sirvientas eran las únicas visitantes del Museo porque de la ciudad no iba casi nunca nadie, excepción hecha de algunos arquitectos —un tal Massana, un tal Ribas—. El resto eran, en todo caso, turistas extranjeros, gente extraña. César tenía orden de echar escaleras abajo al primero que se presentara con calzón corto. «¡Dios mío —rezaba, al oír que llamaban a la puerta—, que no sea un inglés o un francés con calzón corto!»
A veces le entraba miedo al sentirse guardián de aquellos tesoros. «¿Qué haría, pobre de mí, si ocurriera algo?» Había tardes en que se entretenía leyendo crónicas antiguas sobre la ciudad, enterándose de mil detalles que le apasionaban y que fortalecían el gran respeto que había sentido siempre por la parte antigua, por las piedras y los monumentos religiosos.
Puesto que las mañanas, de momento, se las dejaba libres, se dedicó a sus correrías de siempre. Volvió al cementerio. Y su reencuentro con los hombres retratados con el uniforme de la guerra de África y el niño del rincón sosteniendo un pato de celuloide, el hallarlos a todos en el mismo sitio y en idéntica posición, le recordó la cosa definitiva que había en la muerte, a pesar de los bailoteos del esqueleto de la clase de Historia Natural.
De regreso a la ciudad, sudaba. Sentía un poco de vértigo, solo en la carretera bajo el sol que caía. Pensaba en lo que le había dicho su profesor de latín, que la religión era la única potencia que había creado edificios vencedores del clima: las iglesias. Entonces se decía: «Es cierto. En el Museo no hace calor». También pensaba en los claustros de la Catedral, con el surtidor murmurando.
La Catedral: subía a ella con frecuencia. ¿Cómo era posible que brazos humanos hubieran erigido aquel monumento? Aquellos bloques inmensos unos sobre otros. Los de la base eran comprensibles… Pero, por ejemplo, ¿aquel ya cerca del campanario…? En el Collell, un interno le había dicho: «Pues no era difícil, ¿sabes? A base de esclavos». César no lo creería jamás. Tal vez hubiera intervención de manos humanas. Seguro, claro está, que hubo mano de obra. Pero el arranque de aquel monumento, el grito espiritual que él simbolizaba, obedecía a algo maravilloso. «Y si no, a ver… ¿por qué no se construían ya catedrales?»
Volvió al camino del Calvario, a las catorce capillas que jalonaban la colina. Siempre había una mujer arrodillada ante la última estación…
Un día, remontando el río Galligans hacia el valle de San Daniel, hizo un descubrimiento: el convento de clausura. ¡Santo Dios! Aquello le atrajo de una manera especial, pues le habían dicho que albergaba dos monjas que llevaban más de cincuenta años sin salir de él. Ello significaba que si les pusieran los auriculares de la galena en las orejas, se llevarían un susto… Se detuvo ante la tapia y acercándose a la yedra, respiró hondo, respiró olor de santidad.
* * *
Ignacio no perdía detalle de las correrías de su hermano. Sabía que éste, estimulado por las crónicas antiguas que leía en el Museo, y por mosén Alberto, se dedicaba a estudiar el barrio antiguo de Gerona, convencido más que nunca de que ocultaba tesoros de todas clases. Trozos de muralla, extrañas rejas, losas que retumbaban… todo excitaba su imaginación. Con frecuencia, a la hora de comer, el seminarista llegaba sudoroso y contaba que con la ayuda de unos compañeros estaba sobre la pista de tal o cual capilla, o de las catacumbas… ¡Las catacumbas! Esta palabra obsesionaba a César, pues se decía que San Narciso, patrón de la ciudad, había sido martirizado en ellas.
Ignacio era su aguafiestas.
—Es perder el tiempo —le decía—. No hallaréis nada. Se ha edificado encima, ¿comprendes? La Catedral está encima de la antigua basílica; con San Félix ocurre algo parecido. ¡Las catacumbas eran una pieza de seis metros de largo, no más!
Un día, Carmen Elgazu, mientras arrancaba la hoja del calendario para leer la historieta del dorso, comentó:
—Bueno, ¿y qué? Déjale. ¿En qué mejor emplear las vacaciones?
E Ignacio contestó, inesperadamente:
—En pensar en los pobres.
¡Santo Dios! Toda la familia le miró. La respuesta le salió en tono desorbitado. En realidad, el ataque tenía mucha amplitud en la mente del muchacho. Y el origen era antiguo: se remontaba a los tiempos en que Ignacio hacía aquellas visitas a la calle de la Barca; ahora su gran curiosidad por la miseria se había despertado en él de nuevo, con brío insospechado. Las causas eran muchas, algunas sutiles, otras vulgares; las más recientes, el comportamiento estúpido de un cliente del Banco y unas novelas de Baroja que le prestó Julio.
Cierto, en el Banco se hablaba mucho de la injusticia del mundo, pues las cifras que arrojaban los libros de contabilidad daban que pensar al menos impresionable. Había familias que guardaban en él sumas enormes, dinero sobrante que permanecía allá años enteros sin convertirse en pan para nadie; y el jefe de una de estas familias era don Jorge de Batlle, rentista del que se contaba que poseía ochenta masías en la provincia y que cuando las visitaba les decía a los colonos: «Si no me robáis, tenéis casa hasta la muerte». ¡Hasta la muerte!
Ignacio acababa de conocer a don Jorge… y de ahí el ex abrupto del muchacho en el santo almuerzo familiar. Don Jorge: mediana estatura, sombrero hongo, guantes, su hijo menor al lado, en protección simbólica. El encuentro entre el propietario e Ignacio no pudo ser más desafortunado. Ocurrió en el Banco. Había caído un chaparrón enorme, veraniego, e Ignacio, que continuaba siendo el último del escalafón, había olvidado sembrar serrín en la entrada. Don Jorge abrió la puerta del Banco y al sortear los charcos que habían formado los paraguas al escurrir, enrojeció, llamó al director, y con el índice iracundo le fue señalando el curso del agua y las salpicaduras en sus botines.
El director, con la pipa apagada, llamó a Ignacio y le reprendió con hipócrita severidad. Ignacio enrojeció como la grana y la sonrisa de Cosme Vila le sulfuró más aún. Miró a don Jorge. Dio media vuelta. Fue en busca del serrín y llenó un cubo, sintiendo que no fuera materia más resistente para hundir en ella las manos, arañándola. Regresó vaciando su contenido, luego fue por otro cubo y luego por otro, con la evidente intención de levantar un parapeto de serrín. El director le dijo:
—Cuando hayas terminado, entra en mi despacho.
El segundo toque de alarma fue Baroja. Los personajes de Baroja le parecieron víctimas de don Jorge, o almas que se rebelaban contra él y sus semejantes. Golfos, mujeres malolientes, aventureros, anarquistas, con un punto de crueldad, trágicos, fugaces, sin Dios, cerebros sin esperanza. Ignacio había leído tres libros consecutivos de Baroja,
La Busca
,
Mala hierba
,
Aurora Roja
, y sin saber por qué se había sentido proyectado violentamente contra una serie de cosas en que creía. Todas las bromas anticlericales de los empleados del Banco le parecieron menos gratuitas, como si Baroja les hubiera proporcionado justificación psicológica. Vagas intuiciones de que la vida era un desorden afloraban a su piel, y de que en realidad el mundo estaba lleno de peces grandes que se comían a los chicos, de índices que señalaban los charcos de agua.
Todo ello le llevó a pensar, cuando veía a mosén Alberto en su casa oliendo el café que le había preparado Carmen Elgazu, que el sacerdote haría mucho mejor, en vez de pasarse la tarde allí, invitando a hombres pobres a merendar en el Museo; y en cuanto a César… menos civilizaciones subterráneas y más acción, más obras de misericordia.
Carmen Elgazu le salió al paso diciendo que censurar a César en el aspecto que fuere, era un acto rastrero, indigno de él. Y el propio Matías recordó a Ignacio que su hermano estaba en el Collell haciendo trabajos bastante más duros y miserables que los que a él pudieran ordenarle en el Banco.