Entretanto, Pilar iba creciendo. Trece años. Todavía llevaba trenzas, que encuadraban con mucha gracia sus pómulos alegres y sonrosados. De la familia era la que mejor hablaba catalán. Matías, a quien en Telégrafos habían obligado a estudiar la gramática de aquel idioma nuevo para él, decía siempre: «La pequeña es la que me toma la lección. Y más de una vez me saca de apuros».
Pilar contaba de las monjas del Corazón de María cosas que a Cosme Vila le hubieran puesto la carne de gallina. A las alumnas internas les prohibían totalmente pintarse los labios y depilarse las cejas. «Hay que respetar lo que Dios ha hecho.» Les censuraban la correspondencia y si una de ellas pasaba ocho días seguidos sin comulgar, la Superiora la llamaba y con discreción le preguntaba «si había incurrido en falta grave».
Sin embargo, el clima era más que alegre, pues algunas de las monjas eran, de corazón, unas chiquillas. Pilar quería especialmente, entre las amigas, a Nuri, María y Asunción, que vivían también en la Rambla y que la llamaban todos los días a la misma hora pegando un aldabonazo escalofriante en la puerta de abajo; entre las monjas prefería a la Madre Caridad. Esta monja era sorda y se paseaba por el convento con una trompetilla en la oreja. Por la trompetilla y porque tocaba el armonio, una de las internas empezó a llamarla Sor Beethoven. Este apode tuvo poco éxito entre las pequeñas. Pero, a medida que crecían comprendían el significado y entonces la llamaban también Sor Beethoven. Dejar de llamarle Madre Caridad a la monja sorda era un poco el diploma de mayoría de edad.
En cuanto Matías Alvear se enteró de que su hija había conseguido este diploma, advirtió a Carmen Elgazu: «Prepara a la chica, que de un momento a otro va a ser mujer y no quiero que se lleve un susto». Carmen Elgazu le contestó: «Tú no te metas en cosas de mujeres. Tiene mejor vista que tú».
* * *
Matías era un hombre liberal, equilibrado, que huía de los fanáticos en la medida de lo posible. Por ello, antes de elegir el café al que iría todos los días, tarde y noche, y la barbería en la que haría tertulia tres veces a la semana, lo pensó mucho. No era cosa de pasarse media vida rodeado de cerebros unilaterales, cuya fuerza motriz fuera el odio al adversario.
Por eso, en cuanto al café, eligió, después de múltiples tanteos, el Neutral. Porque, salvo excepciones, los habituales del establecimiento hacían honor a su nombre. Pesaban el pro y el contra, y cuando alguien se encabritaba le rociaban con humor de buena ley. Los grandes espejos del Neutral multiplicaban a diario corros sonrientes, puros enormes y palmadas en la espalda. La atmósfera era de benignidad y al poner a secar el alma del prójimo contaba lo humano de las gentes, no su filiación.
Por idénticas razones eligió Matías la barbería «Raimundo», porque Raimundo el barbero sentenciaba siempre: «Aquí lo mismo afeitamos a Alfonso XIII que a Largo Caballero». Era una barbería en que sólo era mal visto quien hablara en contra de los toros. Las paredes estaban empapeladas con carteles de toros, cuyos cuernos apuntaban al techo o a los ojos de los clientes. Raimundo, el patrono, dirigía, navaja en ristre, las conversaciones. Su bigote se le sostenía increíblemente horizontal, y aquella línea era el símbolo del sosiego que reinaba en el establecimiento.
Matías se sentía bien allí, hojeando revistas y escuchando, o metiendo baza si se terciaba, si se le pedían, por ejemplo, datos de Madrid. Raimundo no dejaba nunca de advertirle si veía pasar por la calle a Pilar, cuando salía de las monjas, o a Ignacio. El barbero captaba sin olvido todo el rumor del barrio. Los clientes tenían la seguridad de que serían avisados si algo ocurría que les afectara de algún modo.
El Neutral, la barbería de Raimundo y, por supuesto, Telégrafos eran los tres observatorios ideales para vivir al día, las tres mejores antenas de Matías. Una hora en el café, otra en la barbería y luego el trabajo bastaban para tomarle el pulso a la ciudad y al mundo.
Gracias a tales observaciones, Matías creía entender que en la ciudad se operaban grandes cambios, que penetraban en ella elementos nuevos, de momento en estado embrionario, pero que acaso un día sentaran plaza. Siempre hablaba de ello con Julio y con don Agustín de Santillana. Minúsculos detalles que demostraban que unas cosas iban muriendo y que, por el contrario, otras nacían a la vida con fuerza biológica.
Según Julio —¡Raimundo estaba inconsolable!—, moría la afición a los toros. Tal vez fuera cierto. Por de pronto se decía que los ingleses consideraban el espectáculo cruel e inhumano. Por su parte, don Agustín Santillana asistía estupefacto a la irrupción del
jazz
. El
jazz
surgía en todas partes, llevándose por delante las polcas y similares, y amenazando incluso al vals. Matías no se imaginaba a sí mismo siguiendo aquellos nuevos ritmos con Carmen Elgazu pegada a su cintura. Moría —en ello todos estaban de acuerdo— el silencio en las orillas del Ter, que todas las tardes quedaban abarrotadas de atletas. El deporte, sobre todo el boxeo, el atletismo y la natación, tomando como base la gimnasia. Se decía que dos antiguos almacenes habían sido habilitados para gimnasios obreros y en los escaparates de las librerías había profusión de manuales de cultura física, todos de autores extranjeros. Todo ello era notorio y cada cual lo interpretaba a su manera. Se había fundado un orfeón —moría el canto individual— y un enjambre de bicicletas había penetrado en la ciudad. Orfeón y Peña Ciclista, dos flamantes instituciones, cuyos reglamentos Julio había visto aprobar en Comisaría. Ya el paseo dominguero por la Dehesa, con la esposa del brazo, iba haciéndosele difícil a Matías y a muchos matrimonios como el que éste y Carmen Elgazu formaban. Difícil sentarse en un banco, mirando las ramas de los árboles, o a los jugadores de bochas, que delimitaban el campo con un cordel, no sin que por detrás se les acercaran hombres con visera y les gritaran: «¡Eh, eh, cuidado, apártense! ¡Que llegan los corredores!»
Ignacio, muy ocupado con el trabajo y los estudios, apenas advertía estos cambios, y al oír hablar de ellos les concedía poca importancia. Julio, que consideraba superficial la actitud del muchacho, procuraba abrirle los ojos. Las visitas de Ignacio al piso del policía eran periódicas, y Julio las aprovechaba para iniciarle en lo que él llamaba la sociología.
—Cometerías un grave error suponiendo que se fundan orfeones porque sí, como podrían fundarse clubes de coleccionistas de cosas raras. Son movimientos que tienen su ley.
Julio entendía que aquellos desplazamientos obedecían a una rebelión instintiva de la masa, rebelión que el nuevo clima político facilitaba. Según él, el deporte era una declaración de voluntad de poder que lanzaba la gente modesta —«fíjate en que la mayor parte de los que van al Ter son trabajadores»—; el
jazz
era el punto de evasión, los cuerpos buscando posturas menos rígidas que las adoptadas en las ceremonias religiosas; la bicicleta era la primera negativa rotunda que daba el pueblo a continuar marchando a pie. Y todo llegaba a través del cine y del prestigio de Norteamérica.
Ignacio acabó por pensar que el policía tenía razón. En el Banco, la Torre de Babel se especializaba en triple salto para impresionar al director, y en vísperas de competición le pedía permiso para salir más temprano. El empleado bajito, Padrosa de apellido, estudiaba el trombón porque decía que el clavicémbalo había pasado de moda. El de Cupones alardeaba de que con su bicicleta siempre dejaba atrás a los coches en el casco urbano.
Todo ello se lo contaba a Julio y éste lo gozaba. Gozaba sintiéndose comprendido por Ignacio. Julio había pedido permiso a Matías para retener a Ignacio incluso dos noches a la semana, y Matías había accedido a ello. El resultado de este contacto era visible: a Ignacio le ocurría lo que a la ciudad: unas cosas morían en él, otras germinaban en su pecho.
Moría definitivamente la posibilidad de juzgar de prisa y a rajatabla. Nunca tuvo esa tendencia, pues presentía que el corazón y las circunstancias son complejos: ahora el sentido crítico del policía le llevaba a pesar y medir, lo cual, dada su edad, no le resultaba cómodo ni añadiría a su cuerpo un gramo de grasa. Ignacio cruzaba las calles, miraba las banderas y leía los anuncios de los periódicos con la convicción de que unas y otros escondían mundos. Porque Julio le decía que todo es síntoma, que nada existe pequeño ni gratuito. ¡Los anuncios de los periódicos! Especialmente los económicos constituían, según el policía —compraventa, peticiones de empleo— una excelente piedra de toque para comprender la sociedad en que se vivía. «Observa que muchas chicas de pueblo se ofrecen para servir en Gerona. Es la desbandada, el triunfo de la curiosidad.» «Observa que los libreros de lance quieren comprar, comprar. Especulan sobre la evolución del pensamiento. Saben que materias ahora corrientes serán muy pronto joyas arqueológicas.»
Nacían en Ignacio dudas y sentimientos, y su piel se llenaba de granos. Julio, de pronto, daba un bajón y le hablaba de cualquier cosa, creando un clima de sencillez y naturalidad. Con frecuencia, para con seguir esto, utilizaba los discos. Una sesión de discos.
—¿Qué quieres oír? —le preguntaba, acercándose al mueble del rincón.
Ignacio parpadeaba como despertando de un sueño y contestaba:
—Lo de siempre.
Y lo de siempre no era precisamente
jazz
. Ignacio prefería malagueñas, seguidillas, coplas, saetas. Guitarra, mucha guitarra y
cante jondo
. Aquella música le llegaba al alma; por otra parte Julio era un erudito en la materia y tocaba incluso las castañuelas.
A estas reuniones en casa del policía asistía un tercer personaje: la mujer de Julio. Y su presencia era lo único que molestaba a Ignacio. Porque éste la aborrecía. Nunca llegaría a explicarse cómo un hombre como Julio había elegido por compañera aquel ser fatuo —doña Amparo Campo— que se paseaba en bata roja por el piso. Regordeta, le parecía tener derecho, porque su marido era policía, a colgarse media docena de brazaletes y a embadurnarse la cara con harinas de primera calidad.
En cambio, doña Amparo Campo le tenía a él mucha simpatía. Le alababa el pelo negro y encrespado, el bigote que apuntaba, la voz varonil que se le iba definiendo. «Hay que ver lo bien que te sienta el traje azul marino ese que tienes.» Y siempre le advertía a Julio: «¿Ves? Deberías llevar brillantes los zapatos como Ignacio».
Ignacio no le hacía el menor caso. Cortaba sus peroratas y, volviéndose hacia Julio, le interrogaba de nuevo sobre algo que le interesase.
Las sesiones no se prolongaban nunca hasta más allá de medianoche. A las doce, Julio despedía al muchacho, el cual invariablemente se lanzaba escaleras abajo con la sensación de haber aprendido algo.
Muchas veces su excitación era tal que al llegar a su casa le resultaba imposible estudiar. Sentado en la cama, el libro de texto se le caía de las manos y se quedaba pensando en la teoría de la evasión o en la influencia de Norteamérica.
Por suerte, su padre estaba allí. Ignacio quería a su padre cada día más y se sentía incapaz de defraudarle. Además, sabía que en cualquier momento Matías llamaría a su puerta, entreabriéndola, y asomando en pijama y zapatillas, le diría: «Recuerdos a Newton». O: «Los ángulos de un triángulo…» ¿Cómo no tener la luz encendida hasta una hora avanzada de la noche?
Sí, muchas cosas nacían y morían en Ignacio. A veces el muchacho barría de su mente a Julio y el resto, y se dedicaba a pensar en la ciudad en que le tocaba vivir. Pensaba que Gerona le gustaba. No concebía la vida en un pueblo más pequeño; pero tampoco en una gran ciudad. Era muy hermoso seguir la evolución de los seres. Uno tenía la sensación de tocar la vida con la mano. Algunas de las parejas que había visto desde el balcón cuando lo del Seminario… ya tenían hijos. No conocía al hombre ni a la mujer, pero había asistido al proceso de su expansión. Los había visto cuando no eran nada, cuando eran simples dedos entrelazados a mediodía, bajo el sol; y ahora habían creado un nuevo ser. Los veía llevándolo en brazos o paseándole por las aceras en un cochecito. En una gran ciudad todo aquello no se vivía, los seres venían al mundo sin que se supiera de dónde ni de quién. La población aumentaba, aumentaba como si en ello intervinieran las máquinas; los pueblos pequeños ofrecían otras dificultades, Gerona se le antojaba la medida exacta. En un pueblo, los animales domésticos cobraban demasiada importancia y ello a Ignacio le causaba también verdadero espanto.
Estas cosas las echaba de menos en los libros de texto, especialmente en los de Ciencias. Mucho Newton y demasiados ángulos y triángulos.
Aquello le llevaba a pensar que nunca sería ingeniero ni químico. Tal vez abogado. La idea de defender a alguien le atraía poderosamente. Por desgracia, don Agustín Santillana le dijo un día que en todos los pleitos defender a una de las partes implica atacar a la otra. Y aquello le había desconcertado.
Mosén Alberto había nacido en un pueblo de la provincia, Torroella de Montgrí, de matrimonio modesto y sólido, pequeños propietarios. Era la gloria de la familia. Más bien alto, siempre impecable, su tonsura eclipsaba las demás de la localidad. Y, no obstante, todo el mundo al evocar su imagen le veía con sombrero de pelo liso, cuello almidonado, manteo cayéndole con autoridad, zapatos de horma chata.
Lo más claro que había en él era la sonrisa. Cuando sonreía, inspiraba súbita confianza, y más de una persona que le tenía prevención, al verle sonreír pensó que a lo mejor era más sencillo de lo que la gente andaba diciendo.
Fue vicario de Figueras, pero pronto obtuvo del Palacio Episcopal el nombramiento de conservador del Museo Diocesano. Vivía en el mismo Museo, en unas habitaciones inmensas, servido por dos hermanas que parecían gemelas, mujeres silenciosas, solícitas hasta lo inverosímil, que le trataban como si ya fuera canónigo. Él las deslumbraba con sus libracos.
Era muy intolerante. Siempre hablaba «de los enemigos de la Iglesia». Distribuía el tiempo entre la misa, el Museo, la redacción de catecismos y las visitas a diversas familias gerundenses. La única familia no rentista y no catalana con la que hacía buenas migas era la familia Alvear.
Debía de tener mucha personalidad, pues, a pesar de contar con muchos adversarios dentro del mismo clero, siempre se salía con la suya. Con frecuencia, en el momento de la verdad, los adversarios se abstenían de perjudicarle y aun se ponían de su parte.