Authors: Orson Scott Card
A Rigg le han enseñado a guardar secretos. Sólo su padre conoce el extraño don que le permite ver los rastros del pasado de las personas. Pero cuando éste muere, Rigg descubre que su propio padre le había ocultado secretos mucho más importantes, secretos acerca del pasado de Rigg, su identidad y su destino. Y cuando Rigg descubre que no sólo tiene el poder para ver el pasado, sino también para cambiarlo, de repente su futuro se vuelve incierto. El último deseo de su padre llevará a Rigg a la antigua capital imperial. Allí se verá envuelto en el enfrentamiento entre dos facciones: una que quiere coronarlo y otra que sólo desea matarlo. Rigg tendrá que cuestionarse todo aquello en lo que creía, elegir con cuidado en quién confiar, y poner a prueba su don... o perder el control de su destino.
Orson Scott Card
Pathfinder
ePUB v1.0
jubosu10.11.11
Autor: CARD, ORSON SCOTT
Editorial: MINOTAURO
Año de la Edición: 2011
Género: Fantástica, ciencia ficción
ISBN: 9788445078402
A Barbara Bova
cuya audacia lo hizo todo posible:
Te echo de menos cada día
SI CAE UN ÁRBOL
Salvar a la raza humana puede ser un trabajo frenético. O tedioso. Todo depende de la fase del proceso en la que participes.
Rigg y Padre solían poner las trampas juntos, porque era Rigg el que poseía el don para ver los rastros que dejaban los animales que buscaban.
Padre no podía ver las estelas, delicadas y brillantes, que marcaban el paso de los seres vivos por el mundo. Era como si fuese ciego para esos rastros. Pero para Rigg era, y siempre había sido, una parte más de lo que podían ver sus ojos, sin que tuviera que hacer ningún esfuerzo. Cuanto más reciente fuese el rastro, más azulado era su brillo. Los más antiguos eran verdes o amarillos. Los realmente viejos tendían al rojo.
Ya de niño, Rigg había aprendido lo que significaba el resplandor, porque veía que todo el mundo dejaba aquellos rastros al caminar. Además del color, cada uno de los rastros poseía una especie de firma, y con el paso de los años Rigg aprendió a reconocerlas. De un vistazo podía identificar las diferencias entre un humano y un animal, o entre dos especies distintas, y si miraba con mucha atención, era capaz de distinguir tan claramente los rastros que habría podido seguir la senda de una persona o un animal concreto.
Una vez, cuando Padre comenzó a salir con él a poner las trampas, Rigg cometió el error de seguir un rastro de color verde. Al llegar a su final, no había más que unos cuantos huesos esparcidos.
Padre no se había enfadado. De hecho, parecía divertido.
—Tenemos que encontrar animales con las pieles aún frescas —le dijo—. Y a los que todavía les quede un poco de carne, para que podamos comer. Pero si coleccionara huesos, éstos me vendrían de perlas. No te preocupes, Rigg.
Padre nunca criticaba a Rigg en nada que tuviera que ver con su don para encontrar los rastros. Se limitaba a aceptar su habilidad y a alentarle a perfeccionarla. Pero siempre que Rigg comenzaba a contarle a alguien lo que sabía hacer, Padre lo hacía callar al instante.
—Es tu vida —decía—. Hay gente que te mataría por eso. Y otros que te arrebatarían de mi lado y te obligarían a vivir en un sitio horrible y a seguir los rastros para ellos, para poder asesinar a los que encontraras. —Y para asegurarse de que Rigg entendía lo serio que era aquello, añadía—: Y no serían animales, Rigg. Tendrías que ayudarlos a matar gente.
Es posible que Padre no hubiera debido decirle aquello, porque la idea le rondó por la cabeza durante los meses siguientes en forma de pesadillas, pero no sólo por eso. La idea de que su habilidad podía ayudar a otros hombres a encontrar criminales y forajidos le había hecho a Rigg sentirse muy poderoso.
Pero todo esto sucedió cuando Rigg era aún muy pequeño, a los siete u ocho años. Ahora tenía trece y por fin le estaba cambiando la voz, y Padre se pasaba todo el día dándole consejos sobre cómo tratar a las mujeres. Que les gustaba esto, que detestaban aquello, que nunca se casarían con un chico que hiciera esto o no hiciera lo otro…
—Lo más importante es lavarse —le decía con frecuencia—. Porque no puedes oler mal. A las chicas no les gustan los chicos que huelen mal.
—Pero hace frío —contestaba Rigg—. Ya me lavaré luego, cuando volvamos a casa.
—Te lavarás a diario —decía entonces Padre—. A mí tampoco me gusta que huelas mal.
Pero Rigg no le creía. Las pieles de los animales que caían en sus trampas apestaban mucho más que Rigg. De hecho, la peste de esas pieles era el olor principal de Rigg. Se adhería a su pelo y a su cabello como los cadillos. Pero Rigg no discutía con Padre. No servía de nada.
Por ejemplo, aquella mañana, antes de separarse, estaban charlando mientras caminaban por los bosques. A Padre le gustaba hablar.
—No somos cazadores, somos tramperos —dijo—. No importa que los animales huyan de nosotros ahora, porque los cogeremos luego, cuando no puedan vernos, oírnos y ni siquiera olernos.
Padre utilizaba sus interminables caminatas para enseñarle cosas.
—Padeces un grave caso de ignorancia, chico —decía a menudo—. Dedico todos mis esfuerzos a combatir ese mal, pero parece que cuanto más te enseño, más cosas ignoras.
—Ya sé todo lo que necesito saber —contestaba siempre Rigg—. Tú te empeñas en enseñarme un montón de cosas que no tienen nada que ver con nuestro modo de vivir. ¿Para qué necesito aprender astronomía o finanzas, o todos esos idiomas que me obligas a hablar? Yo encuentro los rastros de los animales, luego colocamos nuestras trampas y vendemos las pieles. Y sé todo lo que hay que saber sobre eso.
A lo que Padre siempre replicaba:
—¿Ves lo ignorante que eres? Ni siquiera sabes para qué necesitas saber las cosas que aún ignoras.
—Pues explícamelo tú —decía Rigg.
—Lo haría, pero eres demasiado ignorante para entender las razones por las que tu ignorancia es una enfermedad mortal. Tengo que educarte antes de que empieces a entender por qué merece la pena tratar de curtir tu cerebro. —Así es como llamaba él sus lecciones: curtir el cerebro de Rigg.
Aquel día estaban siguiendo el rastro de un pencho especialmente esquivo, un animal cuya piel valía diez veces más que la de una nutria debido a su grosor y a la intensidad de sus colores. Durante una breve interrupción en las interminables clases de Padre, que presumiblemente emplearía para inventar un nuevo problema para Rigg («Si una cerca de tablones tiene nueve manos de altura y ciento veinte metros de longitud, ¿cuántas tablillas de diez centímetros debes comprar en el aserradero, sabiendo que las hay de veinte y de catorce manos de longitud?» Respuesta: «¿De qué sirve una cerca de nueve manos de altura? Cualquier animal que merezca la pena guardar en su interior podría saltarla o derribarla.» Y luego un pescozón en la cabeza para que buscara la respuesta correcta), Rigg comenzó una conversación intrascendente.
—Me encanta el otoño —dijo—. Sé que significa que se acerca el invierno, pero el invierno es la razón por la que la gente necesita nuestras pieles, así que no puedo lamentarme por eso. Es por los colores de las hojas antes de caer y el crujido de las que ya han caído bajo nuestros pies. El mundo entero parece distinto.
—¿El mundo entero? —preguntó Padre—. ¿No sabes que en la mitad meridional del mundo ni siquiera es otoño?
—Sí, lo sé —dijo Rigg.
—E incluso en nuestro hemisferio, cerca de los trópicos no hay otoño y las hojas nunca llegan a caer, salvo en lo alto de las montañas, como aquí. Y en el lejano norte no hay árboles, sólo tundra y hielo, así que las hojas no se caen. ¡El mundo entero! Querrás decir el pequeño trocito de mundo que has visto con tus propios e ignorantes ojos.
—Es el único mundo que he visto —dijo Rigg—. Si no sé nada sobre el resto, la culpa es tuya.
—No es que no sepas nada sobre el resto, es que no lo has visto. Pero yo, desde luego, te he hablado de él.
—Oh, sí, Padre, he memorizado y almacenado toda clase de cosas en mi cabeza, pero mi pregunta es: ¿cómo sabes todas esas cosas sobre partes del mundo que están al otro lado del Muro y que por tanto nunca podremos ver?
Padre se encogió de hombros.
—Yo lo sé todo.
—Cierto profesor me dijo una vez que el único hombre realmente estúpido es el que no sabe que es un ignorante. —A Rigg le encantaba ese juego, en parte porque, más tarde o más temprano, Padre acabaría por perder la paciencia y le diría que cerrara la boca. Lo que significaba que Rigg habría ganado.
—Sé que lo sé todo, porque no hay ninguna pregunta de la que no conozca la respuesta.
—Excelente —dijo Rigg—. Pues respóndeme a esto: ¿sabes las respuestas a preguntas en las que aún no has pensado?
—Ya he pensado todas las preguntas —dijo Padre.
—Eso sólo significa que has dejado de pensar en otras nuevas.
—No hay nuevas preguntas.
—Padre, ¿qué voy a preguntarte a continuación?
Padre resopló.
—Todas las preguntas sobre el futuro son hipotéticas. Y todas las respuestas se pueden conocer.
—Eso es lo que yo pensaba. Pero tú siempre dices que afirmar que uno lo sabe todo es una fanfarronada carente de significado.
—Cuidado con cómo le hablas a tu padre y maestro.
—He elegido mis palabras con la máxima precisión —dijo Rigg, imitando una frase que Padre usaba con frecuencia—. La información sólo es importante si nos permite hacer elucubraciones atinadas sobre el futuro. —Chocó contra una rama baja. No era la primera vez. Tenía que mantener la mirada alta porque su presa se movía de rama en rama—. El pencho ha cruzado el arroyo —dijo. Y luego bajó gateando a la orilla.
El hecho de que hubiera un arroyo que había que vadear no interrumpió la conversación.
—Como no puedes saber qué información necesitarás en el futuro, debes conocerlo todo sobre el pasado. Como yo —dijo Padre.
—Que sepas qué es la lluvia no significa que sepas cuándo va a llover, y mucho menos si va a nevar. Creo que eres casi tan ignorante como yo.
—Cierra el pico —le contestó Padre.
«He ganado», se dijo Rigg en silencio.
Pocos minutos después, el rastro del pencho ascendió de repente en el aire y continuó subiendo hasta perderse de vista.
—Lo ha atrapado un águila —dijo Rigg con pesar—. Sucedió antes de que comenzáramos a seguir el rastro. Ha ocurrido en el pasado, así que supongo que tú ya lo sabías.
Padre no se molestó en contestar y dejó que Rigg regresase por el arroyo y el bosque hasta el lugar donde había visto por primera vez el rastro del pencho.
—Sabes poner las trampas casi tan bien como yo —dijo Padre—. Así que ve a hacerlo y luego vuelve a buscarme.
—A ti no puedo encontrarte —dijo Rigg—. Ya lo sabes.
—No sé tal cosa, porque nadie puede saber una cosa falsa. Sólo podemos creerla hasta que la realidad la contradice.
—No puedo ver tu rastro —dijo Rigg— porque eres mi padre.
—Es cierto que soy tu padre y también lo es que no puedes ver mi rastro, pero ¿por qué das por hecho que existe una conexión causal entre ambas cosas?
—Bueno, no puede ser al revés. No es posible que seas mi padre porque no puedo ver tu rastro.