Authors: Orson Scott Card
—En absoluto —dijo Madre—. Pero lo amaba, así que escuchaba sus teorías y trataba de servirlo como te sirvo a ti ahora, presentando objeciones.
—Entonces dime, ¿cómo creía que podía resolver el problema?
—Su idea era atravesar el Muro inconsciente —dijo Madre—. Los cirujanos conocen ciertas hierbas para eso. Pueden preparar destilaciones y concentraciones, que inyectan a los pacientes antes de intervenirlos. De este modo, ningún dolor los despierta. Y al cabo de una hora, al recobrar la consciencia, no recuerdan nada sobre la operación.
—Había oído que tales cosas eran posibles en el pasado —dijo Rigg—. Pero también oí que los secretos de esas hierbas se habían perdido.
—Se han encontrado de nuevo —dijo Madre.
—¿En la Gran Biblioteca? —preguntó Rigg.
—Los encontró Knosso, tu padre —respondió Madre—. Como ves, no eres el primer miembro de la familia que piensa en convertirse en erudito.
—¡Pues mira! —exclamó Rigg—. ¿Dejaron que mi padre accediera a la biblioteca?
—Así es —dijo Madre—. En persona. Iba caminando desde aquí. No está lejos.
—Y ahora los cirujanos de Aressa Sessamo, y del cercado entero… es decir, de la República, se han beneficiado de ello.
—Colocaron a tu padre en un pequeño barco, que dejaron a merced de una rápida corriente que atraviesa el Muro, al norte, mucho más allá de la costa occidental. Se administró a sí mismo una dosis de las hierbas que, según los médicos, era suficiente para mantener a un hombre de su peso sumido en un profundo sueño durante tres horas. La embarcación tenía unos flotadores a ambos lados, así que era imposible que zozobrase, aunque chocara con unas rocas antes de que él despertara. Y llevaba consigo más dosis, para poder ir remando hasta una corriente en sentido contrario y repetir el proceso para regresar.
—¿Lo logró? —preguntó Rigg.
—Sí… aunque no sabemos si cruzar el Muro lo volvió loco. Porque murió sin llegar a despertar.
—¿Y eso lo sabemos porque nunca regresó?
—Eso lo sabemos porque en cuanto atravesó el Muro, su embarcación se hundió en las aguas.
—¡Se hundió!
—Unos científicos que tenían fe en su proyecto lo vigilaban con catalejos a pesar de que se encontraba a cinco kilómetros de distancia. Los flotadores se soltaron y se alejaron en la corriente. Luego, el bote se hundió en el agua. Knosso flotó en la superficie durante unos segundos y luego también él se hundió.
—¿Y por qué razón iba a hundirse un bote como ése? —preguntó Rigg.
—Algunos dicen que alguien lo había manipulado, que los flotadores estaban diseñados para soltarse o que abrieron un agujero y luego lo cubrieron con un tapón soluble.
—Así que lo asesinaron —dijo Rigg.
—Eso dicen algunos —respondió Madre—. Pero uno de los sabios que estaba observándolo, el astrónomo Tokwire, utilizaba un catalejo de su propia invención, todo lleno de espejos, por lo que los demás sabios no se fiaban de sus observaciones. Pero él jura que vio el hundimiento de la embarcación de tu padre con mucha más claridad que los demás, y que vio que unas manos salían del agua. Esas manos arrancaron los flotadores y luego sumergieron el bote bajo el agua.
—¿Unas manos? ¿Manos humanas?
—Nadie lo creyó. Y al poco tiempo dejó de insistir en ello, por miedo a arruinar su reputación entre sus colegas.
—Pero tú crees en él.
—Creo que no sabemos lo que hay al otro lado del Muro —dijo Madre.
—¿Crees que hay gente allí, que vive bajo el agua? ¿Gente que puede respirar cuando está sumergida? —preguntó Rigg.
—No creo nada. No digo «posible» ni «imposible« a nada —dijo Madre.
—Pero atravesó el Muro.
—Y nunca despertó.
—¿Por qué no se conoce esta historia en… toda la República?
—Porque no queríamos que un millar de idiotas intentaran lo mismo y terminaran igual —dijo Madre.
—¿Y si realmente hubiera gente submarina en el siguiente cercado? —preguntó Rigg—. ¡Ellos tampoco han cruzado nunca el Muro! ¿Cómo iban a saber lo que son nuestros barcos? ¿Qué clase de criatura era Knosso? Tal vez creyeran que, como tenía la misma forma que ellos, podía respirar bajo el agua, como ellos.
—No sabemos qué forma tienen —dijo Madre.
—Sabemos que tienen manos.
—Sabemos que Tokwire llamó «manos» a lo que vio.
—Madre, me doy cuenta de que no habría que repetir ese plan —dijo Rigg—. Pero si Knosso dejó algo escrito, me encantaría verlo. O, de no ser así, leer todo lo que leyó en la biblioteca. Para así poder saber lo que él sabía, o al menos suponer lo que él suponía. Pero te juro solemnemente que no soy tan tonto como para tratar de atravesar el Muro, y menos estando inconsciente y a bordo de un bote. Si soy tan estúpido como para no aprender de las experiencias de otros, es que no tengo nada de sabio.
—Es un gran alivio oír eso. Aunque debes saber que mi corazón se aterra al ver que, sólo un día después de tu llegada, ya empiezas a hablar de continuar con la fatal investigación de tu padre.
—Ya me interesaba el Muro antes de que me contaras la historia de Knosso, Madre. Repetir sus investigaciones podría ahorrarme tiempo, pero tengo ideas propias.
—Le preguntaré a Flacommo si se puede hacer algo respecto a la biblioteca. Pero debes prometer que me permitirás servirte como hice con tu padre. Vendrás y me contarás todo lo que descubras, todo lo que te preguntes y todo lo que supongas.
—¿Aquí? —preguntó Rigg—. Éste es tu refugio, Madre. Me siento incómodo incluso ahora, sabiendo que no debería estar en este sitio.
—¿Qué sitio mejor puede haber, si no queremos aburrir a toda la casa de Flacommo con tediosas conversaciones sobre temas eruditos?
—El jardín —dijo Rigg—. Mientras paseamos entre los árboles, los matorrales y las flores. Sentados en los bancos. ¿No es maravilloso poder estar entre las plantas vivas?
—Te olvidas de que está abierto a los elementos y ya casi tenemos el invierno encima.
—Yo he pasado muchos inviernos en las montañas más altas del Escarpalto, durmiendo al raso noche tras noche.
—¿Y eso me servirá para no pasar frío en el jardín? —preguntó Madre.
—Sólo saldremos a pasear los días soleados. Quizá mi hermana decida unirse a nosotros y podamos sentarnos juntos los tres en un banco, contigo entre los dos. Así no pasarás frío.
—Si es que tu hermana consiente en abandonar su reclusión…
—Una reclusión que excluye a su único hermano, perdido durante tanto tiempo y recién vuelto a casa, es excesiva, creo yo.
—Lo que cuenta es lo que crea ella —dijo Madre.
—¿Es que no escucha tus consejos? —preguntó Rigg.
—Escuchar no es lo mismo que obedecer —dijo Madre.
—¡Ven conmigo y enséñame la casa, Madre! —dijo Rigg—. Creo que está construida a la manera antigua.
—¿También estudias arquitectura? —preguntó Madre.
—¡Soy un erudito! Al menos en mi interior. Me intrigan las cosas antiguas. ¡Y especialmente los edificios! ¡Ya imaginarás lo que me gustó la Torre de O!
—No —dijo Madre—. No la he visto nunca.
—Pues te haré dibujos de ella.
—Ya he visto dibujos —respondió ella malhumorada.
—¡Pero no los míos! —dijo Rigg—. Vamos, ven conmigo, déjame ver la casa.
Madre dejó que la levantara y juntos salieron a los pasillos cogidos de la mano. Rigg sabía que estaban dejando atrás a Param, pero no se podía hacer nada.
Cuando sentía que el rastro de alguien estaba lo bastante cerca como para oírlos, se apartaba un paso de Madre y dejaba que sus manos entrelazadas ocuparan el espacio intermedio, pero cuando sabía que estaban solos y que nadie podía oírlos, le cogía la manos con las dos suyas e inclinaba la cabeza hacia ella.
En esos momentos le hablaba de Umbo, de Hogaza, de los saltos en el tiempo, de la piedra preciosa —incluso entonces, sólo mencionó aquélla—, del viaje en barco con el general Ciudadano, del intento de asesinato llevado a cabo por el Gritos y de su fracaso en remontar el tiempo sin la ayuda de Umbo. Ella lo escuchaba todo sin interrumpirlo.
A cambio, ella le contaba pocas cosas y se disculpaba diciendo que ese poco era lo único que sabía. El don de Param era algo que no comprendía: simplemente, a veces no podían encontrarla, incluso de pequeña, y luego, de pronto, aparecía en otro punto de la casa, hambrienta y helada. Habían despedido a varias amas de llaves por no poder controlarla y finalmente se habían mudado a la casa de Flacommo precisamente porque estaba amurallada y era imposible que escapara de allí.
—Creo que habéis venido aquí por todos esos pasadizos secretos —dijo Rigg—, así pueden vigilarla y ver lo que hace.
—Pues entonces seguro que saben lo que yo sé. Cuando era niña, sólo sucedía cuando se asustaba por algo. Echaba a correr y entonces se desvanecía y desaparecía antes de haberse alejado mucho.
—Entonces, ¿aprendió a controlarlo? —preguntó Rigg.
—Ahora no es el miedo lo que lo desencadena, sino la aversión. Detesta la compañía de todo el que no sea yo.
—Pero no siempre ha sido así.
—Hubo una época en que tenía muchos amigos. Cortesanos, estudiosos, hombres de negocios… Mucha gente visitaba a Flacommo y entre ellos, algunos le cogieron mucho cariño a Param. Me contó que uno de los sabios la ayudó inadvertidamente a comprender su invisibilidad. Gracias a él aprendió a controlarla, a desaparecer sólo cuando lo deseaba y durante el tiempo que quería y no más.
—Pues entonces debía de ser un hombre muy sabio.
—Fue algo casual —dijo Madre—. Es posible que fuese sabio, pero no tenía ni la menor idea de que las cosas que decía le fuesen útiles a ella, porque era imposible que conociese su invisibilidad. Nadie la conoce. La servidumbre y los cortesanos creen que Param es terriblemente tímida y se oculta cuando no quiere compañía. Tienen prohibido buscarla, aunque, evidentemente, tampoco podrían encontrarla si ella no quisiera.
—Por favor, dile que le suplico que nos acompañe en nuestros paseos por el jardín.
—Será perder el tiempo —dijo Madre—. Hará lo que le parezca.
—Dile que siento haber pasado a través de ella en el jardín.
—¡Cómo! —dijo Madre—. ¿Que hiciste qué?
—Sabía que estaba allí y pasé a través de ella.
—No sabía que tal cosa fuera posible.
—Oh, estoy bastante seguro de que sucede con alguna frecuencia. Estaba en el comedor con nosotros esta mañana, mientras desayunábamos. Al salir, me aseguré de que pasábamos a su alrededor, pero cuando es invisible no puede moverse lo bastante deprisa para quitarse de en medio. Suele permanecer pegada a las paredes, pero no creo que no le haya sucedido alguna que otra vez.
—Nunca me lo ha contado.
—No querrá preocuparte. Y, desde luego, no querrá que estés todo el rato tratando de averiguar dónde está y rodeándola —dijo Rigg.
—¿Ni siquiera la conoces y ya estás diciéndome lo que hace y lo que no quiere que haga yo?
—Sí —dijo Rigg—. Porque es una deducción obvia. Y además explica los giros y desvíos de sus rastros y el hecho de que permanezca pegada a las paredes.
Finalmente habían visto la casa entera, con todos sus pisos, sus habitaciones, sus rincones y sus vistas, a excepción de los aposentos privados de Flacommo, las pocas salas que estaban cerradas con llave y los pasadizos secretos. Pasaron por delante de varias de las entradas a los pasadizos, pero Rigg se limitó a tomar nota de su ubicación en silencio, decidido a volver en otro momento. Si lo sorprendían merodeando cerca de una de las entradas, quería ser el único sospechoso.
Madre volvió a su cuarto y él a la cocina, donde el turno de día estaba preparando los pasteles y bizcochos de la tarde. Lo cierto era que le gustaba el hecho de que cada pastelera tuviera que cocinar lo que había preparado la otra. Y también le gustaba el hecho de que Lolonga, al parecer, estuviera compitiendo con su hermana para ver cuál de las dos podía darle a Rigg el pan más exquisito. Una cosa estaba clara: allí no iba a morirse de hambre.
Comenzó a ejercer de aprendiz de cocinero, aunque sin hacer lo que hacían los ayudantes de los pasteleros para no provocar catástrofes culinarias, sino otro tipo de trabajos: les hacía los recados. Aprendió el nombre, el aspecto, el olor y el uso de todas las hierbas de la cocina y del jardín; y recibía tantos gritos por sus errores como cualquier otro mozo de la cocina. Al poco tiempo, los muchachos que dormían detrás del hogar lo habían aceptado y hablaban con él como uno más. Y con ellos empleaba el lenguaje de un privo de Vado Otoño, dejando que se burlaran de su acento.
—¿Y cuál es la verdadera voz de Rigg? —preguntó Largo un día, al oírlo con los mozos de cocina.
—Si sale de mi boca, es que es mi voz —respondió Rigg.
—Pero ¿cómo puede decir el chico deslenguado del curso alto, con sus chistes obscenos y sus graciosas historias sobre la vida en el campo, que es el mismo que habla con tal elegancia e ingenio que, en su presencia, la mayoría de los cortesanos quedan eclipsados?
—¿Eso hago? —preguntó Rigg—. No recuerdo haber agredido a nadie.
—Cuando se ríen de ellos, es su ruina —dijo Largo—. Y tú has provocado la ruina de varios, que no se han atrevido a volver.
—¿Y alguien los echa de menos?
Largo se echó a reír.
—Un cazador que sólo lleva un arma ya ha decidido que los animales a los que no puede alcanzar están a salvo de él.
—Vaya ¿tienes el ingenio campestre y el ingenio cortesano? —repuso Largo.
—Podría decirse que sí… Mitad y mitad.
—Dos medios ingenios hacen un ingenio entero, creo —dijo Largo.
—¡Y ahora tú también te sumas a la fiesta! —exclamó Rigg y, tras pelear amistosamente unos momentos en el jardín de la cocina, recordaron sus respectivas obligaciones y volvieron al trabajo antes de que alguien les gritara.
La respuesta no llegó hasta una semana después. Flacommo la anunció en la mesa.
—Joven Rigg —dijo su anfitrión—. He presentado vuestro caso ante el Consejo de la Revolución y han decidido que para los bibliotecarios sería un engorro excesivo tener que responder a interminables peticiones y enviar sus libros desde allí hasta aquí y viceversa.
Rigg no se permitió sentir decepción, porque la manera de hablar de Flacommo evidenciaba que sólo fingía estar triste. Tenía buenas noticias.
—Sin embargo, si un tribunal de sabios os encuentra digno de contaros entre ellos, se os permitirá visitar la biblioteca una vez al día, aunque podréis quedaros allí todo el tiempo que queráis, o al menos hasta la cena.