Authors: Orson Scott Card
—¿Acaso no sois mayor que yo, señor? —preguntó Rigg—. Mi padre me enseñó que debía llamar a mis mayores «señor» y «señora», en señal de respeto a la sabiduría y la fortuna de la experiencia de su edad.
—Sabiduría y fortuna… —repitió Flacommo riéndose, como si se tratara de una broma—. Sólo un niño podría pensar que los viejos somos afortunados, con nuestras articulaciones, nuestra calvicie y nuestros problemas digestivos.
—Yo me consideraré muy afortunado y muy sabio, mi señor, si llego a vivir lo bastante para que me crujan las articulaciones, me escasee el cabello y las tripas me mantengan despierto de noche.
Flacommo volvió a reírse, como si también aquellas palabras fueran una broma. Pero Rigg reparó —con su visión periférica— en que su madre asentía de manera casi imperceptible. ¿Era posible que al fin hubiera entendido su juego y aprobara su manera de jugar?
—Nosotros nos encargaremos de dar de comer al mozo, señor —dijo el cocinero a Flacommo—. Y uno de los pinches puede enseñarle su habitación. Todos sabemos la que le estaban preparando.
—¿Una habitación? —preguntó Rigg—. ¿Para mí? Después de un viaje tan largo, será maravilloso. Sí, iré enseguida. No necesito comer mucho. Con un poco de pan y un trozo de queso curado me doy por más que satisfecho, así que me iré a la cama en cuanto haya terminado de sacarles el corazón a estas manzanas para los pasteles.
Pero a pesar de sus palabras, tenía la intención de no entrar en ningún cuarto que hubieran preparado expresamente para él. Si le habían tendido alguna trampa, estaría allí. Lo más prudente sería ir a dormir a alguna parte que no se esperara nadie, con el mínimo número de testigos posible.
—¿Vas a hacer esperar a tu madre? —preguntó Flacommo.
—Hay un banco vacío allí, ¿lo veis? —dijo Rigg—. Puede sentarse ahí y hablar conmigo mientras yo acabo con las manzanas.
La sugerencia alarmó en no poca medida a los demás criados, pero Rigg los miró con una sonrisa.
—¿Qué sucede, sus quehaceres la obligan a permanecer en otra parte de la casa? ¡Así tendremos todos la ocasión de conocerla mejor!
—Me temo que nuestra querida señora Hagia no puede ayudar en las cocinas, como sugieres —dijo Flacommo—. Por ley, se le prohíbe tocar hoja alguna, aunque se trate de un simple cuchillo de cocina.
Rigg levantó el instrumento que estaba utilizando para sacarles el corazón a las manzanas.
—Pero esto no es una hoja —dijo.
—Se clava en la fruta, muchacho —replicó Flacommo—, y eso lo convierte, a los ojos de la ley, en una daga.
—Sería un arma realmente cruel —dijo Rigg, riéndose—. Monstruosa… ¡Imaginaos qué muerte! —Apretó el despepitador contra su propio pecho—. ¡Qué fuerza haría falta para abrirse camino entre las costillas!
Algunos de los criados se echaron a reír, a pesar de sus esfuerzos por mantener la gravedad. Otra anécdota que se conocería en toda la ciudad por la mañana.
—Madre, ya es muy tarde. Os suplico que os vayáis a la cama y durmáis para que podamos hablar mañana. Yo he tenido la ocasión de dormir de sobra en el barco y en el palanquín. Los dos se balanceaban de manera deliciosa. —Y era cierto que solía estar despierto a esas horas de la noche. Una de las razones por las que se había acostumbrado a dormir a horas tan extrañas era que de ese modo no estaría indefenso e inconsciente en las horas más predecibles.
Flacommo y Madre permanecieron todavía allí un rato y estaba claro que Madre se habría sentado para hablar con él, incluso en presencia de los demás mozos de cocina, de no habérselo impedido su anfitrión.
—Bueno, bueno —dijo éste al fin—, no se puede negar que sois un joven impredecible, maese Rigg.
—¿De verdad? En el pueblo de Vado Otoño me tenían por una persona aburrida. Nunca hacía nada extraordinario.
—Me cuesta creer eso —dijo Flacommo.
—Oh, estoy seguro de que aquello os parecería también impredecible, señor. La vida en el curso alto es muy distinta. Por ejemplo, cuando allí la gente se reúne para pelar las verduras y la fruta, siempre canta. ¡Pero parece ser que en esta cocina nadie conoce ninguna canción!
—Oh, conocemos algunas canciones, joven señor —dijo una mujer entrada en años.
—Podemos hacer que se os pongan los pelos de punta con canciones de miedo y pesar —dijo otra con voz cantarina.
Rigg reconoció la frase. Era un verso de una canción popular y respondió con el que lo seguía:
—Y a vos, mi querida señora, mis dulces y hermosos cantos os enseñarán a soñar.
Todos los criados rieron con aprobación.
—¡Así que las canciones son las mismas río arriba y río abajo! —exclamó Rigg—. Bueno, pues vamos a acabar ésta y luego cantaremos dos o tres más. Sólo hay que trabajar duro y cantar en voz baja, para que nuestros señores no puedan decir que somos ruidosos en el trabajo.
Flacommo levantó las manos y salió a grandes zancadas de la cocina. Entonces se permitió Rigg mirar directamente a su madre. Vio que la sombra de una sonrisa pasaba por un instante por sus labios. A continuación, también ella se volvió y siguió a Flacommo fuera de la cocina.
Tras terminar con el montón de manzanas —con un sonrisa de agradecimiento del pinche al que acababa de salvar de un castigo—, Rigg engulló el pan y el queso sin otra cosa que agua para beber. Era un pan de mejor calidad que las toscas hogazas que Nox les daba cuando Padre y él salían a la campiña a poner y recoger sus trampas, pero esto también significaba que Rigg tenía que comer más para quedar saciado. El queso estaba bueno, aunque el sabor le resultaba desconocido.
—Gracias por la comida —le dijo a la mujer que se la había preparado—. ¡He probado el mejor pan y el mejor queso de O, una ciudad famosa en el río por su gusto refinado y creo que puedo decir con toda justicia que los criados de esta casa comen mejor que los señores de O!
Como es natural, estaba adulando descaradamente a los cocineros, panaderos y criados de la casa, pero estaba convencido de que poca gente se tomaba la molestia de hacerlo. ¿Con qué frecuencia entraba Madre en la cocina? ¿A cuántos de los criados conocía por su nombre? Al cabo de una hora en la cocina, Rigg conocía los nombres de todos, así como la historia y la manera de comportarse y de hablar de la mayoría de ellos. Aún no se había ganado su lealtad, pero sí su simpatía, lo que era un primer paso.
—Dejad que os lleve a la habitación que os han preparado —dijo el aprendiz del panadero, un joven que se llamaba Largo a pesar de que no era especialmente alto.
—Con mucho gusto —dijo Rigg—, aunque seguro que no es tan calurosa y confortable como ese rincón detrás del hogar en el que duermen los mozos de la cocina.
—Es un lecho de paja vieja sobre la piedra —dijo Largo—. ¡No es tan cómodo!
—Yo he dormido en cuevas húmedas y bajo las copas de los árboles en plena lluvia, sin otra cosa que la nieve para mantenerme caliente. ¡Desde mi punto de vista, ese sitio es el mejor de la casa! —Lo dijo en voz tan alta que lo oyeron hasta los mozos del turno de día, que aún fingían estar dormidos en el mentado rincón y algunos de ellos, para su satisfacción, asomaron la cabeza desde allí para comprobar quién podía decir algo tan absurdo.
—¡La nieve no te mantiene caliente! —dijo el más joven de los mozos.
—Te entierras en un montón de nieve, como un conejo, y la nieve que te rodea mantiene el calor corporal y contiene el azote del viento.
—¡Se fundiría y te ahogaría o se te caería encima y te asfixiaría! —exclamó otro muchacho.
—No si has elegido el montón más profundo y antiguo. Ésos mantienen la forma noche tras noche y cuando he terminado con alguno de éstos, lo utilizan animales pequeños, que os aseguro que nunca habían tenido mejor sitio para dormir. Puede que aquí estéis en el norte, pero no conoces la nieve de verdad hasta que no has invernado en lo alto de las montañas.
Y con estas palabras se volvió y siguió a Largo, que lo llevó al comedor y luego a los pasillos de la casa. Rigg le pidió que no corriera y le fue preguntando para qué se utilizaba cada sala grande y adónde conducía cada puerta. Tal como le había enseñado Padre, comenzó a trazar un mapa en el interior de su cabeza. Al comparar las dimensiones de las habitaciones, se dio cuenta de que las medidas no encajaban. Una vez que supo dónde debía buscarlos, no le costó localizar los pasadizos secretos construidos en aquellos espacios, porque podía ver los rastros de quienes los habían utilizado. Los rastros no revelaban cómo se abrían las puertas secretas, pero al menos le ayudaban a encontrarlas. La casa era un laberinto: escaleras y pasillos para los criados, que eran los más transitados de la casa; pasillos públicos, los únicos que verían nunca los visitantes de mayor alcurnia; y pasadizos secretos, rara vez hollados pero presentes por toda la casa. Apenas había una sola habitación que no tuviera al menos una entrada secreta.
Y no sólo estaba estudiando las habitaciones. Pudo ver el rastro de su madre con la suficiente frecuencia como para saber por dónde se movía. Pronto supo qué habitaciones eran las que visitaba con mayor frecuencia y en cuáles no entraba más que en raras ocasiones. Su rastro sólo se adentraba en uno de los pasadizos secretos y sólo en unas cuantas ocasiones. ¿Se debía esto a que era el único que conocía o a que no se atrevía a desaparecer de la vista de los demás con frecuencia, para que nadie pensara que se había fugado?
Lo que sorprendió a Rigg fue que no podía ver el rastro de Flacommo en ninguno de los pasillos secretos. ¿Era posible que conociera la casa aún menos que Madre?
A la menor ocasión, buscaría entre los rastros más antiguos para tratar de dar con el que hubiera dejado él mismo cuando, de niño, se lo llevaron de allí. Sería interesante descubrir quién era el responsable y qué ruta había seguido.
Entonces se dio cuenta de algo: lo más probable era que su familia no viviese allí cuando nació. Sin duda, para mantener la ficción de que no poseía nada y no pertenecía a ninguna parte, la familia real iría de casa en casa. Bueno, con el tiempo suficiente para seguir su propio rastro, no sería complicado, una vez que dispusiera de alguna libertad.
Llegaron a la puerta de un aposento de grandes dimensiones, con una cama que tenía un dosel, postes y cortinajes. Había un escabel a un lado para que Rigg pudiera subir y bajar de ella.
Se quedó en la puerta, fingiendo asombro y admiración para que lo viera Largo, mientras lo que en realidad hacía era explorar la habitación en busca de los rastros más recientes. No había nadie escondido allí, eso habría sido demasiado evidente. Pero alguien había estado debajo de la cama hacía una hora o dos y había pasado algún tiempo allí. Habían colocado alguna trampa y al ver los rastros borrosos de seis akses —el reptil más venenoso—, supo de qué trampa se trataba. Cuando el peso de su cuerpo doblara la cama, ésta rompería el frágil recipiente en el que estaban metidos los lagartos, que a continuación, atraídos por su calor corporal, lo matarían.
—Qué bonita —dijo Rigg, tratando deliberadamente de parecer infantil e ingenuo—. Pero no podría dormir en una cama tan alta. Tendría miedo de caerme y no pegaría ojo. ¡Venga, volvamos a la cocina, dormiré junto al fuego! —Se volvió y echó a correr por donde había llegado.
Largo trató de protestar, pero Rigg se volvió, se llevó un dedo a los labios y susurró:
—¡Hay gente durmiendo! No los despiertes.
CONFIANZA
—Lo siento mucho —dijo el prescindible—. Una de las versiones de Ram no ha utilizado la palabra «inmediatamente», así que su orden se ha completado una fracción de segundo antes que las de los demás. Él es el verdadero Ram Odín.
Ram esbozó una media sonrisa.
—Qué irónico. Al especificar que debíais actuar al instante…
El prescindible alargó los dos brazos, retorció la cabeza de Ram y le partió el cuello. La frase quedó sin terminar, pero eso no importaba, porque la persona que la estaba diciendo no era el auténtico Ram Odín.
Rigg se quedó dormido prácticamente en el mismo instante en que se tendió entre los muchachos que descansaban en el espacio de detrás de la chimenea. Una de las paredes estaba muy caliente, gracias al fuego del otro lado. La opuesta estaba fría por el aire de finales de otoño del exterior. Rigg eligió un sitio cerca de la pared fría, en parte porque allí era donde había más espacio disponible, pero, sobre todo, porque estaba acostumbrado a dormir con frío y lo prefería a pasar calor durante el sueño.
Despertó apenas cuatro horas después, tal como se había acostumbrado a hacer, en el silencio de las horas previas al alba. El rincón estaba más abarrotado que antes. Los mozos del último turno también se habían echado a dormir. La mayoría de ellos tenían el pelo sudoroso, porque aunque el fuego se iba apagando durante la noche, su propio calor corporal los mantenía calientes. Hasta Rigg, a pesar de tener la espalda apoyada en la pared fría, estaba un poco sofocado, así que salió al patio para refrescarse.
En el jardín no había nadie de guardia. ¿Qué crimen podía cometer alguien allí, salvo que fuese un ladrón de hierbas y flores? Pero Rigg sabía que si se acercaba al portón de entrada o a la puerta de los criados, encontraría centinelas. Incluso paseando por el jardín podía llamar la atención. Así que escogió un sitio cerca de la puerta de la cocina —la puerta de las especias, la llamaban, porque los cocineros enviaban a los mozos por ella para coger hierbas frescas— y se sentó en el suelo. El ambiente era ya bastante frío. En poco tiempo moriría la albahaca y luego, al llegar las nieves, el tomillo. Sólo el romero, con su tallo leñoso, lograría sobrevivir al invierno.
A Rigg, el jardín le parecía casi tan artificial y antinatural como el interior de suelos de madera de la casa. Allí no había formas de vida más complicadas que unas pocas aves, a las que tampoco permitían anidar allí. Los insectos dejaban sus rastros, pero eran muy tenues, y por mucho que lo hubiera intentado, no habría podido diferenciarlos. Pero en realidad era una suerte, porque, por cada rastro dejado por un vertebrado, había diez mil rastros de insectos y si todos hubieran brillado con la misma intensidad, los de los insectos habrían tapado todo lo demás en la mente de Rigg.
Sólo mantenía los ojos abiertos para averiguar adónde iban los rastros en relación con el edificio. Podía sentir la presencia de todos, por muchas paredes que se interpusieran entre ellos. Los muros exteriores de la casa estaban limpios: durante al menos seiscientos años, nada había atravesado aquellas barreras.