Authors: Orson Scott Card
—Tu don es mejor que el mío, Umbo —dijo Rigg—, es la verdad. Pero los dos poseemos dones mejores que los de mi hermana. El de ella es muy útil cuando quiere desaparecer y cuando lo usa no envejece a la misma velocidad que los demás, porque no vive la mayoría del tiempo cuando está… así.
La camarera no les prestaba la menor atención. Tampoco ninguno de los demás clientes. Claro que, un buen espía sabría disimular que los estaba espiando, ¿no? Así que trataban de ser un poco crípticos al hablar.
—Pero también se mueve muy despacio —dijo Rigg—. Es como si estuviera medio congelada. Y es peligroso. Cuando la gente pasa a través de ella… le hace daño. Y cuando atraviesa objetos sólidos, puede llegar a ponerse enferma.
—Pues que no lo haga —dijo Hogaza.
—No lo hace —dijo Rigg—. Sólo digo que… su don no es tan útil como pensáis. Pero ésa es la auténtica pregunta, Umbo. Tú siempre has podido transmitirme el tuyo, aunque no estuviéramos en contacto físico. ¿Sólo puedes hacerlo conmigo? ¿O también has retrocedido en el tiempo con Hogaza?
—Es más difícil —dijo Umbo—. Bueno, no es que sea más difícil, pero hace falta más concentración y me canso más.
—Entonces, ¿sí que lo has intentado con él? —preguntó Rigg.
—Cuando volvimos para robarnos uno de los objetos… a nosotros mismos —dijo Hogaza— me llevó consigo. Sí, puede hacerlo.
—¿Robaros a vosotros mismos? —preguntó Rigg—. ¿Y para qué?
—Pregúntaselo a Maese Graciosillo —dijo Hogaza—. Yo nunca lo he entendido.
—No finjas ahora que no te divertiste —le dijo Umbo.
—Tenemos que intentar una cosa —dijo Rigg—. Cuando usaste tu lo-que-sea conmigo para que pudiera ver a la gente de los rastros y trasladarme hasta su tiempo, iba solo.
—Porque aún no sabía hacerlo conmigo mismo —respondió Umbo.
—Pues lo que tenemos que ver es si puedes colocarnos a los tres en ese estado y luego tratar de remontarnos a una época mucho más antigua. No meses, sino siglos.
—¿Siglos? ¿Como cuando cogimos la daga?
—Milenios —respondió Rigg.
Hogaza se inclinó hacia Umbo.
—Eso quiere decir miles de…
—Ya sé lo que quiere decir —dijo Umbo—. ¿Estás pensando en alguna fecha concreta?
—Sí —dijo Rigg—. Hace once mil doscientos años.
Umbo y Hogaza permanecieron sentados en silencio mientras reflexionaban sobre las implicaciones de aquello.
—Antes del comienzo del calendario —dijo Hogaza al fin.
—Antes de que existieran los humanos en este planeta —dijo Rigg.
Umbo sintió que la cabeza comenzaba a darle vueltas.
—¿Estás diciendo que no somos de aquí?
—Cuando dispongamos de más tiempo —dijo Rigg—, tengo que contaros muchas cosas. Cosas que he descubierto en la biblioteca y hablando con los sabios. Estudiando las investigaciones de Knosso y con un guardia llamado Olivenko, que fue su aprendiz durante algún tiempo.
—¿Te fías de un guardia? —preguntó Hogaza.
—Tú no lo conoces y yo sí, de modo que no nos hagas perder el tiempo —dijo Rigg—. Tengo que volver a la casa de Flacommo y pronto, antes de que me echen de menos. Si registran la casa y no me encuentran, ¿qué les diré cuando vuelva a aparecer? «He ido a ver si podía viajar en el tiempo con unos amigos.»
—Bueno —dijo Umbo—, pues vamos a hacerlo.
Rigg hizo ademán de levantarse. Al instante, Hogaza le puso una mano en el hombro y lo obligó a volver a sentarse.
—¿Adónde crees que vas?
—A un lugar más privado —dijo Rigg.
—Hagámoslo aquí mismo —dijo Hogaza—. Aquí sentados. Cuando viajamos a… cuando retrocedemos no desaparecemos del tiempo actual, ¿verdad? Estamos en ambos lugares al mismo tiempo, ¿no?
—Sí —dijo Rigg—. O al menos así es como era antes, cuando Umbo ponía el poder y yo era el único que viajaba.
—Pues entonces escoge el rastro más antiguo que puedas encontrar y a ver si Umbo puede conseguir que los tres lo veamos a la vez.
—Pero este lugar no es tan antiguo… No habrá banquillos —dijo Rigg.
—Pero si nuestros traseros se quedan en el presente —dijo Hogaza—, no nos caeremos en la ciénaga, o lo que sea que haya aquí.
Rigg asintió.
—Muy bien, Umbo. Voy a concentrarme en un rastro concreto… Ya lo tengo. Ahora ralentízame… y también a Hogaza y a ti mismo. —Los tres agarraron sus cuencos de fideos, mientras Rigg clavaba la mirada en la distancia, en un punto situado ligeramente más bajo, concentrado al parecer en un rastro.
Umbo nunca había tratado de ralentizar a dos personas aparte de sí mismo. Tuvo que concentrarse de verdad. Y sintió como si Rigg tirara de él del mismo modo que él tiraba de Hogaza. Rigg estaba llevándolo más lejos de lo que nunca había ido. Como la vez en que el padre de Umbo lo subió al caballo de un buhonero y el animal se lanzó al galope y se alejó varias varas. Estuvo a punto de perder la concentración varias veces y apenas era capaz de mantener el vínculo con Hogaza. Pero al cabo de un rato logró hacerse con el control de la situación.
Dejó de ver el establecimiento… aunque seguía sentado sobre algo. No había ciudad a su alrededor, ni edificios. Sólo un hombre con una pértiga que maniobraba con lentitud su bote entre los largos juncos de un pantano a la luz del atardecer.
El hombre y su bote estaban mucho más abajo que Umbo, como si éste se encontrara en la cima de una colina y no sobre un banquillo en el suelo de un puesto de fideos. Al parecer, Aressa Sessamo se levantaba a bastante altura respecto al delta original.
—¿Lo veis? —susurró Rigg—. ¿Veis el bote? ¿Los juncos, el agua?
Puede que el hombre lo oyera, porque el pantano estaba muy silencioso a esa hora del día. Levantó la mirada hacia ellos y los vio. Menuda visión debían de ser, un hombre y dos adolescentes sentados en el aire, con cuencos de fideos en las manos.
Sorprendido, el hombre trastabilló y retrocedió un paso, lo que provocó que el bote volcara y él diera con sus huesos en el agua.
Umbo soltó mentalmente a Rigg y a Hogaza y se dejó llevar hasta el presente. Estaba mareado. Exhausto, aunque no físicamente.
—Antes de que existiera Aressa Sessamo… —susurró Hogaza.
—Ésta no es ni siquiera la ciudad más antigua del cercado —dijo Rigg—. Y además, cuando se fundó, se levantaba a unos ocho kilómetros de aquí. Las inundaciones han obligado a trasladarla varias veces a lo largo de los años.
—Lo siento por ese barquero —dijo Umbo.
—Sólo ha sido un chapuzón… Se recuperará —dijo Hogaza.
—Una visión de tres hombres en el aire, comiendo fideos —dijo Rigg antes de echarse a reír—. ¿Creéis que habrán levantado una ermita aquí con esa imagen? Los Tres Comedores de Fideos. —Se rió.
La camarera lo miró.
—Estaba mucho más abajo que nosotros —dijo Umbo.
—Era el nivel original del delta —dijo Hogaza.
—Entonces, ¿los constructores de la ciudad tuvieron que traer montones de tierra para levantar tanto el terreno? —preguntó Rigg.
—No les hizo falta —dijo Hogaza—. El río arrastra sedimentos constantemente. Comienzas por construir un islote sobre el agua y luego, después de cada época de crecidas, drenas los sedimentos de los canales para que los botes puedan seguir pasando. ¿Y qué haces con los sedimentos? Los vas apilando alrededor de la isla sobre la que se levanta la ciudad. Al cabo de varios miles de años tienes una isla muy grande y bastante elevada.
—Por eso puede haber tantos túneles y alcantarillas bajo la ciudad —dijo Rigg—, a pesar de que estamos en medio del delta.
Umbo levantó la mirada y vio algo en la pared. Alargó el brazo, le tocó una mano a Rigg y luego volvió a mirar una repisa que había en la pared del establecimiento, a bastante altura. Una estatuilla de un hombre y dos niños, con cuencos de fideos en las manos.
—Por el codo izquierdo de Ram —murmuró Rigg.
Hogaza se tapó la cara.
—Somos el origen de los Comedores de Fideos.
—No conozco la historia —dijo Umbo.
—¿Cómo es que no reconocí lo que estaba pasando cuando el barquero nos ha mirado? —preguntó Hogaza.
—Porque aún no había sucedido —dijo Rigg—. Yo sigo sin recordar ninguna leyenda, pero… parece que siempre que hacemos algo que cambia las cosas en el pasado, surge una nueva historia sobre héroes.
—La fertilidad de la tierra —murmuró Umbo, mientras el «recuerdo» de la leyenda de los Comedores de Fideos iba apareciendo en su cabeza. Igual que el «recuerdo» de la leyenda del Santo Vagabundo se le había aparecido en el santuario, al poco de comenzar su viaje en compañía de Rigg—. Simbolizan una cosecha abundante, ahora lo recuerdo —dijo Umbo.
—Y éramos nosotros —dijo Hogaza—. ¿Cuántas de esas leyendas… se deben a nosotros?
—Si no nos andamos con cuidado —dijo Rigg—, todas ellas. Pero tenía que saber que podíamos hacerlo.
—Hemos ido los tres juntos —dijo Umbo—. ¿Verdad?
—Había como una vibración —dijo Hogaza—. Al principio podía ver al barquero, pero luego dejé de verlo.
—Pero la vibración cesó cuando nos vio, ¿verdad? —preguntó Umbo.
Hogaza asintió.
—Quiero ir hasta un tiempo anterior a la existencia del Muro —dijo Rigg—. Y atravesarlo. Pero si estamos en los dos tiempos a la vez, ¿qué pasa si… la influencia, lo que sea, la repulsión generada por el Muro en el presente…? ¿Qué pasa si nos afecta al pasar?
—Puede que sea menos intensa —dijo Umbo.
—Eso espero —dijo Rigg—. Pero puede que necesitemos también a mi hermana. Para no existir en ningún momento o lugar durante más de una minúscula fracción de segundo.
—¿Ella también puede… extender su talento a otras personas? —preguntó Umbo.
—Tenía que estar en contacto conmigo, pero sí, lo hemos hecho.
—¿Y a mí para qué me necesitáis? —refunfuñó Hogaza.
Rigg sacudió la cabeza.
—No te necesitamos… para cruzar el Muro. Pero vamos a necesitar tu experiencia, y puede que tu destreza con las armas, al llegar al otro lado. Cuando Knosso lo atravesó, inconsciente por efecto de un narcótico y subido a un bote, unas criaturas marinas del otro lado lo arrastraron al agua para que se ahogara.
—Buf —dijo Hogaza—. No tengo mucha experiencia luchando contra criaturas marinas.
—No cruzaremos por el mismo sitio que mi padre —dijo Rigg—. No sabemos lo que podríamos encontrarnos. Umbo, mi hermana y yo somos muy listos, muy importantes, muy poderosos y todo lo demás, pero también somos pequeños, débiles y no especialmente imponentes. Tú, en cambio… tú haces que adultos se echen a llorar con sólo mirarlos mal.
Hogaza soltó una carcajada breve y ronca, similar a un ladrido.
—Hemos recibido varios mensajes del yo futuro de Umbo que demuestran que también nos pueden dar nuestro merecido.
—Pero sólo cuando nos superan ampliamente en número —dijo Umbo.
—Cosa que podría suceder treinta segundos después de haber llegado al otro lado del Muro —replicó Hogaza.
—Si pasa, pasa —dijo Rigg—. Pero hay una cosa que sé con certeza: si no vamos a un lugar donde nadie de este cercado pueda seguirnos, mi vida, y también las vidas de mi madre y mi hermana, no valdrán nada.
—¿Y tu madre puede… hacer algo? —preguntó Umbo.
—Si es así, no me lo ha confiado —dijo Rigg.
—Si no nos gusta el otro cercado —dijo Hogaza—, siempre podemos volver.
—Tú has estado destinado en el Muro —dijo Rigg—. ¿Alguna vez has visto… una persona o algo parecido a una persona, al otro lado?
—No con mis propios ojos —dijo Hogaza—. Pero cuentan historias…
—¿Historias de miedo? —preguntó Umbo.
—Historias sin más —dijo Hogaza—. Pero sí, parecen las típicas consejas que la gente se inventa. Como: «Un amigo mío vio a un hombre al otro lado del Muro y estaba encendiendo una fogata. Pero entonces le echó agua encima y pisó las cenizas, y luego señaló a mi amigo tres veces. Como si fuese una especie de aviso. Al día siguiente, la casa de mi amigo ardió por los cuatro costados.»
—Siempre le pasa a un amigo —dijo Rigg.
—A un amigo de un amigo —dijo Umbo.
—Pero cuando piensas en lo que hemos hecho… lo que habéis hecho…
—Tú también has participado —dijo Umbo.
—Todo parece posible.
—¿Y alguna de esas historias habla de seres peligrosos? ¿O de gente que se come a los niños, o algo por el estilo? —preguntó Umbo.
—No —dijo Hogaza—. ¿Qué iban a hacer, aunque fuesen devoradores de niños? ¿Acercarse al Muro para que los viéramos mientras organizaban un picnic? El Muro los repelería como nos repele a nosotros. Y el efecto se deja sentir mucho antes de que te acerques. Aleja a la gente. Tienes que esforzarte de verdad para acercarte a menos de cuatro o cinco kilómetros.
—¿Cómo lo sabes cuando estás acercándote? —preguntó Rigg.
—El aire comienza a temblar —dijo Hogaza—. Es como las ondas de calor, pero más definido y despide algo así como pequeñas chispas. Tienes que mirar con atención y durante un buen rato, pero se puede ver.
—Bueno… Yo creo que merece la pena intentarlo —dijo Rigg—. Y os necesito a todos.
—Me ha costado bastante con vosotros dos —dijo Umbo—. Si añadimos a tu madre y a tu hermana…
—Por no hablar de ese guardia del que tanto te fías… —dijo Hogaza.
—Y de un ejército entero detrás de nosotros, lanzándonos flechas e insultos desagradables a voz en grito… —dijo Rigg—. Lo sé. Será difícil. También lo ha sido para mí. Y no es que sea yo el que tiene el poder, Umbo, eso es todo mérito tuyo, pero podía sentir la inercia, como un peso muerto. Me costaba más concentrarme, permanecer tras el rastro que estaba siguiendo. Y puede que sea aún más difícil hacerlo en movimiento.
—No lo había pensado —dijo Umbo.
—Pero puedes practicar, ¿no? —dijo Rigg—. Hasta que llegue el momento de la fuga.
—¿Cómo? ¿Quieres que… escoja a unos desconocidos al azar y me los lleve conmigo al pasado?
—¿Por qué no? —preguntó Rigg—. No sabrán quién es el responsable ni lo que está sucediendo en realidad. Y si se lo cuentan a alguien, los tomarán por locos.
—Es cierto —dijo Umbo—. Pero no estaría bien hacerles eso.
—Pues no practiques entonces —dijo Rigg.
—Y sólo podría llevármelos conmigo unos pocos días o semanas al pasado, no como lo que acabamos de hacer…
—¿Más fideos? —La camarera se encontraba delante de ellos, esperando una respuesta. Umbo no se había dado cuenta de que había aparecido. Y, a juzgar por las expresiones de Rigg y Hogaza, tampoco ellos. Menuda vigilancia la suya.