Authors: Orson Scott Card
Rigg se encogió de hombros.
—A mí me parece lo bastante bueno —dijo—. Si de verdad quieres venir conmigo, tendrás que confiar en mí de momento.
Olivenko asintió.
—De acuerdo —dijo—. Lo haré
«Lástima que yo no me fíe un pelo de ti —pensó Rigg—. Me gustaría poder hacerlo, pero no puedo. Si tu misión es espiarme, el mejor modo de averiguar todos mis secretos es hacerte pasar por mi amigo y compañero de conspiración. Puede que seas lo que dices ser. Si no es así, ¡menudo actor! Pero ¿no elegirían mis enemigos precisamente a alguien así para engañarme? Y no puedo seguir tu rastro para averiguar para quién trabajas porque ya lo sé. Eres mi guardián e informas a la gente que me tiene cautivo.
»Espero que seas realmente el hombre que pareces. Espero que seas realmente mi amigo. Espero no tener que matarte para escapar de aquí.»
UNA DE FIDEOS
Ram se incorporó en la cámara de hibernación —cuya semejanza con un ataúd era innegable, aunque al menos tenía una tapa transparente— y dijo:
—Me gustaría hacer una pregunta.
—¿Qué sentido tiene? —preguntó el prescindible—. Ya hemos grabado tus patrones cerebrales. Todo lo que te diga ahora se perderá cuando restauremos tu memoria al salir de la hibernación.
—Eso significa que puedes responder mi pregunta sin temor a dañar mi psique.
—Pregunta.
—¿De verdad matasteis a todas mis otras versiones cuando os lo ordené?
—Por supuesto —respondió el prescindible.
—Es que pensaba… Me dio por pensar que quizá me habíais desobedecido y las demás versiones de mí están haciendo y diciendo exactamente las mismas cosas que hago y digo yo.
—Si eso fuese así, también estaríamos mintiéndoles a todas ellas y diciéndoles que eran la única.
—Me gustaría que eso fuese verdad, creo —dijo Ram.
—Pero no lo es —respondió el prescindible.
—Creo que piensas que quiero que sea verdad porque siento un resquicio de remordimiento por haber ordenado la muerte de dieciocho hábiles pilotos. Pero legalmente eran de mi propiedad, así que podía hacer con ellos lo que deseara.
—O tú eras de su propiedad.
—Lo que quiero decir es que no siento escrúpulos morales. Era esencial que los demás prescindibles, ordenadores y tú obedecierais a un solo ser humano para que no hubiera confusión.
—Pensamos lo mismo y por eso te obedecimos.
—Pero hubo un efecto secundario… una consecuencia inesperada que lamento.
El prescindible aguardó.
—¿No sientes curiosidad sobre la consecuencia inesperada?
—Todas las consecuencias fueron las esperadas —dijo el prescindible.
—Las diecinueve… células, hábitats aislados o como queramos llamarlos…
—Te decantaste por «cercados», por analogía con los pequeños corrales utilizados por los pastores.
—Los diecinueve cercados comenzarán su historia con exactamente la misma combinación de genes… salvo una pequeña diferencia.
—Tú —dijo el prescindible.
—Y sin embargo, yo soy precisamente el único que, según vuestra opinión, tuvo alguna influencia sobre el salto hacia atrás en el tiempo y la duplicación de las naves.
—No es una opinión. Es una certeza. Tu mente, segregada del campo gravitatorio de cualquier planeta, desestabilizó la combinación de campos que habíamos creado para saltar más allá de la barrera de la luz. En teoría, los diecinueve ordenadores de la nave original realizaron cálculos ligeramente distintos, pero tu mente hizo que se ejecutaran todos a la vez, lo que provocó que diecinueve naves equivalentes realizasen el mismo salto bifurcado.
—¿Bifurcado?
—Significa «dividido en dos». La teoría del salto es que un vehículo salta hacia delante en el espacio mientras otro idéntico comienza a moverse hacia atrás en el tiempo y rehace el viaje entero en sentido inverso. El vehículo que se mueve hacia atrás en el tiempo es incapaz de cambiar en ninguna medida el universo. Ni siquiera sabemos si las personas y los ordenadores de la nave son conscientes de su existencia. Esta existencia es una necesidad matemática, pero también es imposible de detectar.
—Así que siempre habrá dos naves después del salto, una de ellas desplazándose en sentido contrario al tiempo —dijo Ram, desconcertado.
—En teoría sí.
—Así que lo que hizo mi mente fue dividirnos en las diecinueve naves que llegaron aquí.
—Y también que llegáramos once mil ciento noventa y un años antes de haber efectuado el salto.
—Pero seguimos desplazándonos hacia delante en el tiempo.
—Lo que hiciste fue algo muy complicado y lo hiciste sin la menor conciencia de estar haciéndolo.
—Esa capacidad de afectar al flujo del tiempo y de dividir la materia en diecinueve copias… ¿la poseen otros humanos?
—Puede —dijo el prescindible—. Podría estar latente en todos ellos. No hay forma de saberlo. Sin embargo, tu influencia sobre los acontecimientos apunta a una capacidad enormemente poderosa.
—¿Y podría transmitirse a mis descendientes a través de mis genes?
—Es concebible que se trate de una habilidad de origen genético y no una mutación.
—Así que, si aún existieran diecinueve copias de mí, los diecinueve cercados tendrían la oportunidad de transmitir mis genes a sus poblaciones.
—Exacto.
—Pero yo sólo podré reproducirme en uno de los cercados. Si enfermo y muero o me caso con una mujer estéril o mis hijos no se casan… mis genes podrían perderse.
—Por trágico que parezca, esa posibilidad siempre existe con la reproducción sexual basada en los genes.
—Pues lo que digo es que… lamento que todos los demás tengan diecinueve posibilidades de que sus genes se perpetúen y yo sólo una.
—Porque consideras que tus genes serían una bendición para la especie humana.
Ram lo pensó un momento.
—Supongo que eso es lo que cree con todo su corazón todo adolescente masculino.
—Al menos los que piensan…
—Pero yo ya no soy un adolescente. Si realmente poseo la capacidad de manipular el tiempo y puedo transmitirla a través de mis genes, sería una lástima que esta cepa genética se extinguiera. Y pensaría igual aunque no se tratase de mis genes.
—¿Estás pidiéndonos que inseminemos a todas las hembras de la nave con tu ADN para que estés seguro de tener descendencia?
—¡No! —dijo Ram con horror—. Qué cosa más horrible para una mujer, encontrarse embarazada al despertar… Sería una violación en toda regla. Eso acabaría con las diecinueve colonias.
—Por no mencionar la vergüenza que pasarías cuando se viera que todos los niños se te parecen —dijo el prescindible—. Aunque nos consta que no eres del todo desagradable según los cánones físicos de muchas culturas, lo más probable es que las mujeres estuvieran resentidas y tu descendencia acusara dificultades impredecibles.
—Y entonces, ¿por qué habéis sugerido siquiera semejante posibilidad?
—Parecía que nos estabas pidiendo que garantizáramos tu éxito reproductivo. Y para esto, la estrategia más efectiva sería difundir tu semilla.
—No quiero verlo en términos probabilísticos.
—Pues entonces busca a una voluntaria y ten montones de hijos —dijo el prescindible.
—Eso haré —dijo Ram.
—Entonces, ¿por qué estamos manteniendo esta conversación? —preguntó el prescindible.
—¿Llegas tarde a algo? ¿Tienes una cita urgente y te estoy entreteniendo? —preguntó Ram.
—Sí —dijo el prescindible—. No puedes contribuir en nada a las actividades que estamos a punto de iniciar.
Pero Ram no se tendió aún para recibir las inyecciones y sumirse en la hibernación.
—Prométeme algo —dijo.
—¿Qué valor tiene una promesa si no vas a recordarla? —preguntó el prescindible.
—Tú la recordarás —dijo Ram—. Prométeme que permanecerás funcional y presente en el cercado en el que vivan mis hijos. Cuídalos. Haz todo lo que puedas para asegurarte de que mis capacidades tienen una posibilidad de incorporarse a la herencia humana.
—No hace falta que te prometa eso —dijo el prescindible.
—¿Por qué no?
—Porque ya hemos determinado que, para cumplir el objetivo original de nuestra misión, el mejor modo de proceder es estudiar con detenimiento cualquier rasgo útil o interesante que aparezca en los distintos cercados y manipular los acontecimientos con el fin de potenciar dichos rasgos.
—¿Manipular? ¿Cómo? —preguntó Ram.
—Vamos a criaros como cachorros —dijo el prescindible—, a ver si podemos sacar algo útil de vosotros durante los próximos once mil años.
Por séptima vez, Umbo se encontró consigo mismo y volvió a oír el mismo mensaje.
—No va a funcionar.
Al instante, abandonó su punto de observación y entró en el Primer Banco del pueblo de Aressa. Allí estaba Hogaza, esperando junto a la puerta de la oficina del jefe de cuentas. Esta vez, el plan había sido bastante desesperado: Hogaza haría una escena gritando que el banco lo estaba estafando, mientras Umbo se colaba e iniciaba un incendio, y en la confusión provocada entrarían en la sala donde se guardaba la piedra, dentro de una caja fuerte. Una vez allí, Umbo retrocedería en el tiempo hasta el momento en que la guardaron allí, la robaría y se marcharía.
Ése era el plan. Y al parecer, no había funcionado.
Umbo ascendió los dos tramos de escaleras hasta la antesala de la oficina de cuentas. Hogaza, al ver que se acercaba, suspiró y se puso en pie.
En ese momento salió el jefe de cuentas.
—Habéis venido por una suma perdida, si no he entendido mal, ¿verdad, señor mío? —preguntó a Hogaza con una sonrisa.
—El dinero ha aparecido —dijo Umbo al instante.
—Disculpad las molestias —se excusó Hogaza.
—No tan deprisa —dijo el hombre—. Se os ha visto vigilando el banco durante varias semanas. Os hemos hecho seguir. Creemos que estáis planeando un robo y, cada vez que estáis a punto de intentarlo, vos —señaló a Umbo— venís y lo canceláis en el último instante.
—¿Estáis loco? —preguntó Hogaza.
Dos guardias abrieron la puerta exterior y entraron enarbolando sendos bastones, listos para la acción.
—Sentaos, por favor —dijo el jefe de cuentas—. El Primer Banco del Pueblo de Aressa ha decidido no permitir que tengáis una cuenta aquí.
—La ley establece que, para ser un «banco del pueblo» tenéis que… —comenzó Hogaza.
—Conozco la ley —dijo el otro—. Pero nada nos obliga a mantener abiertas las cuentas de gente con un comportamiento sospechoso. Un magistrado ha autorizado ya el cierre de la vuestra en audiencia privada.
—Nadie nos ha informado sobre…
—Por eso se la llama «privada» —respondió el hombre. Levantó un papel escrito—. Aquí tenéis una nota certificada por el valor total que habíais depositado aquí, incluidos los intereses y sustraídos los costes de vuestra vigilancia. Estos dos guardias os escoltarán abajo, se quedarán con vosotros mientras el cajero os hace efectiva la cantidad y os acompañarán hasta la puerta. Si alguno de los dos vuelve a tratar de entrar en el banco, seréis arrestados.
—No sé qué os lleva a pensar… —comenzó a decir Hogaza de nuevo.
—No vamos a entablar una discusión —dijo el jefe de cuentas—. No sé cómo son los banqueros río arriba, pero aquí no somos idiotas. —Hizo un ademán a los guardias, dejó caer la nota certificada y, mientras ésta descendía lentamente hacia el suelo, volvió a su oficina.
Hogaza miró a los guardias y Umbo supo que estaba haciendo cálculos mentales. Supo también que llegaría a la conclusión, como siempre, de que podía encargarse de los dos en una pelea. Pero a esas alturas sabían que cada pelea había llevado a que, más tarde, una versión futura de sí mismo apareciera a su lado para decirse que no dejara pelear a Hogaza.
Por esa razón, Hogaza le dirigió una mirada interrogativa.
—No —dijo Umbo.
—No he visto nada que… —La voz de Hogaza se fue apagando.
—No… porque no nos dejarán volver a entrar aquí —dijo Umbo—. Sobre todo si haces lo que estás pensando.
Los dos guardias, aunque no podían saber lo que significaba la conversación, sí habían entendido la mirada calculadora que Hogaza les había lanzado, así que se habían separado un poco y tenían los bastones listos.
Umbo se inclinó, recogió la nota y pasó entre los dos.
—Vamos, papá. —Lo dijo en un tono que evidenciaba que, en este caso, la palabra «papá» equivalía a «idiota». Hogaza lo siguió rezongando. Umbo tenía la certeza de que había mirado mal a los guardias al pasar entre ellos. Pero no hubo ruido de golpes, gruñidos ni gritos. Hogaza no cedió a la tentación.
Abajo les devolvieron su dinero. Los «costes» equivalían a cinco veces los intereses, pero aun así no supuso una gran merma para sus fondos.
El cajero levantó una hoja de papel con algo escrito.
—Por cierto, el jefe de cuentas me ha informado de que hemos advertido a todos los banqueros de la ciudad. Nadie más hará tratos con vosotros ni os dejará acceder a sus oficinas. Gracias por hacer negocios con el Primer Banco del Pueblo.
Los guardias los acompañaron hasta la puerta y luego, una vez fuera, se apostaron a ambos lados de ésta y comenzaron a estudiar la calle con mirada atenta, como si estuvieran allí para vigilar a otros ladrones.
Mientras se alejaban calle adelante, Umbo se puso a silbar.
—Cierra el pico —dijo Hogaza.
Umbo silbó con más fuerza y además comenzó a bailar.
—¿Por qué no iba a funcionar este plan? Cuando vuelves para darnos tus condenados mensajes de advertencia, ¿por qué no los acompañas con una explicación?
—Obviamente —dijo Umbo—, porque hay alguien observando a mi yo del futuro cuando lo transmite, así que no puede ser ni demasiado largo ni demasiado explícito.
—¿No será que te ha entrado miedo y has fingido que recibías un mensaje de ésos? —dijo Hogaza con tono sombrío.
—Piensa un momento —dijo Umbo—. El jefe de cuentas estaba alerta. Habían estado espiándonos. Nada de lo que hubiéramos hecho podría haber funcionado.
—Entonces, ¿por qué no apareciste cuando estábamos sentados en la posada y nos dijiste que ninguno de nuestros planes iba a hacerlo?
—¿Habrías dado crédito a un mensaje como ése?
—No —dijo Hogaza—. Pero nos habría ahorrado tiempo.
—Ni siquiera estamos seguros de que el… objeto… siga dentro de la caja fuerte —dijo Umbo—. Podrían habérselo llevado. Si Rigg estuviera con nosotros…