Authors: Orson Scott Card
—No —dijo Hogaza.
—Pues entonces dejad que se sienten otros clientes —dijo ella.
Umbo miró hacia atrás y vio que había cola en la puerta.
—Lo siento —dijo Rigg—. No nos habíamos fijado.
—Ni que estuvierais conspirando para derrocar al Consejo de la Revolución —dijo la chica con una sonrisa.
—Pues no era así, ¿sabes? —dijo Umbo.
—Estaba de broma —dijo Hogaza.
—Ya —susurró Rigg.
Salieron del lugar, seguidos por las miradas hostiles de los clientes que habían estado haciendo cola.
—Tengo que volver —dijo Rigg una vez en la calle.
—Aún no sé a qué estamos esperando —dijo Hogaza—. Vuelve, coge a tu hermana y a tu madre y salgamos de Aressa Sessamo antes de que surjan problemas o alguien intente capturarnos.
Rigg pareció azorado.
—No puedo.
—¿Por qué no? —dijo Hogaza.
—Porque no vendrán —dijo Rigg—. Al menos hasta que no haya un peligro de verdad.
—Aún no confían en ti —dijo Hogaza.
—No, creo que sí —dijo Rigg—. En el sentido de que saben que no soy un traidor ni nada parecido. Pero no piensan en mí como alguien que puede… no sé, estar al mando.
—Oh —dijo Hogaza—. Aún no te respetan.
—La única razón por la que nosotros dejamos que estuvieras al mando es que tenías el dinero —dijo Umbo—. Así que supongo que nosotros tampoco te respetamos.
—Pues muchas gracias —dijo Rigg.
—No le falta parte de razón —dijo Hogaza—. Hemos adquirido la costumbre de actuar como si estuvieras al mando de todo… Era tu dinero y la voluntad de tu padre, así que tenía sentido.
—Bueno, soy yo el que tiene que escapar de este cercado.
—Ahí quería yo ir a parar, justamente —dijo Hogaza—. ¿Y si Umbo y yo nos quedamos a este lado del cercado y él se limita a usar su poder a distancia mientras tú cruzas?
—¿Podrías hacerlo desde tan lejos? —preguntó Rigg.
—Nunca lo he intentado desde un kilómetro de distancia —dijo Umbo—. Ni siquiera medio.
—No creo que esté al mando aquí ni que tenga derecho a decidir por vosotros —dijo Rigg—. Espero que vengáis porque sois los únicos amigos que tengo en el mundo y me da miedo lo que puede haber al otro lado. Mi padre, Knosso, murió al atravesarlo.
—Entonces, ¿quieres que te acompañemos y muramos contigo?
—Quiero cruzar con las máximas probabilidades de supervivencia. Si os dejo atrás y el general Ciudadano o quienquiera que me persiga, viene detrás de nosotros, ¿creéis que os dejará libres tras haber ayudado a escapar a la familia real?
—Sólo era una idea —dijo Hogaza—. Claro que iremos contigo. Pero quería estar seguro de que no creías que tienes derecho a darnos órdenes o incluso a esperar que corramos un riesgo así por ti.
—Sé que no es así —dijo Rigg—. Pero yo correría el riesgo por vosotros.
—¿En serio? —preguntó Hogaza—. Eso habría que verlo.
Puede que sus palabras molestaran a Rigg o puede que lo entristecieran. Umbo no pudo determinarlo al ver su expresión. Finalmente, Rigg dijo:
—Espero que cuando llegue el momento de probarlo, si es que llega, pueda probar que soy tan leal como vosotros lo habéis sido conmigo.
—Yo también —dijo Hogaza—. Pero he estado en mil batallas y nunca sabes quién va a aguantar a tu lado y quién va a echar a correr. Al menos hasta que llega el momento crucial. Te seguimos hasta aquí a pesar de que no teníamos por qué. Para tratar de devolverte tus propiedades. Para ayudarte a escapar y salvarte la vida si planeaban asesinarte.
—Cosa que pretenden.
—Hemos demostrado que estamos dispuestos a meternos en la boca del lobo por ti. Me gustaría pensar que tú harías lo mismo por nosotros.
Umbo empezaba a aborrecer aquella conversación.
—Pues claro que lo haría —le dijo a Hogaza.
—Cuando el miedo se apodera de uno, no hay «por supuesto» que valga —dijo Hogaza—. Nadie sabe lo que va a hacer hasta que lo hace o no lo hace, en ese preciso instante. Hasta el momento has hecho un trabajo espléndido en situaciones de peligro social. Pero cuando se trate de una espada o de un garrote, cuando el peligro sea visible, físico e inmediato, ¿qué harás?
—No lo sé —dijo Rigg—. Sé lo que pretendo hacer. Pero tal como has dicho… no puedo probarlo. Ni siquiera ante mis propios ojos.
—Bien —dijo Hogaza—. Mientras lo tengas claro, estoy dispuesto a intentarlo.
—¿Y si te jurara que nunca, nunca os fallaré?
—Sé que yo voy a estar a tu lado… pero no puedo tener la certeza de que tú harás lo mismo. No obstante, creo que es posible, porque no eres un completo idiota.
—Ahora sí que me has ofendido —dijo Rigg—. Padre siempre me enseñó a terminar todo lo que empezara.
Estaban cerca de la parte más opulenta de la ciudad, donde las multitudes desaparecían, la gente vestía con más elegancia y de vez en cuando pasaban caballos y carruajes.
—Nosotros no vamos más allá —dijo Umbo—. No queremos que los guardias se familiaricen con nuestras caras.
—Lo entiendo —dijo Rigg.
—¿Cómo vas a ir hasta allí? —preguntó Umbo—. ¿Tienes otra ropa?
—Con esta me irá bien —dijo Rigg.
Umbo volvió a mirarlo y se dio cuenta de que su atuendo era sumamente discreto, así que no lo había convertido en el centro de atención entre la multitud de pobres y trabajadores. Además hablaba como un privo.
Pero ahora, cerca de la zona rica de la ciudad, tenía un aspecto distinto. Más alto. Aún relajado pero… más dueño de sí mismo. Pleno de autoridad y expectación. Sin miedo. Como si perteneciera a aquel lugar. Y cuando se erguía de aquel modo, con el mentón un poco más alzado, los movimientos más calmados, más suaves y más relajados, también su ropa parecía más elegante. Seguía pareciendo discreta y modesta, pero ahora se veía que las costuras eran perfectas, como si estuviera hecha a medida, cosa que, casi con toda seguridad, era cierta.
Umbo no sabía cuál de los dones de Rigg era más útil: si su capacidad de ver los rastros o la de hacerse pasar por miembro de cualquier clase social que se le antojara.
—Si logro convencerlas pronto, acudiré a vosotros, estéis donde estéis —dijo Rigg—. Pero si las cosas se descontrolan, si intentan matarnos, estalla una revuelta o cualquier otra cosa, venid a un saliente que hay en un parquecillo de aquí al lado.
—¿Qué parquecillo? —preguntó Umbo.
—Venid, os lo mostraré.
Umbo y Hogaza cruzaron la calle tras él y entraron en un pequeño soto formado por árboles, matorrales y flores. Los muros de dos edificios conformaban los bordes del parque y donde se encontraban había un saliente con una especie de pedestal, como si alguien hubiera pensado en colocar allí una estatua pero no hubiera llegado a hacerlo nunca.
—Ahí arriba, ¿lo veis? —dijo Rigg y se subió al pedestal de un salto.
—Yo no quepo ahí —dijo Hogaza.
—Oh, ya lo creo que sí —dijo Rigg—. Hay más espacio del que piensas.
—Veo que casi te das con la cabeza contra la parte alta —dijo Hogaza.
—Es cierto —dijo Rigg—, pero he crecido. Ya no soy mucho más bajo que tú.
En aquel momento, Umbo estaba saltando para reunirse con Rigg, que lo cogió para impedir que cayera hacia atrás.
—No hay sitio para mí y otra persona —dijo Hogaza.
—Bueno, no, ahora mismo no —dijo Rigg.
Y entonces hizo algo con el pie —dio un golpe a algo con el talón— y, de repente, Umbo giró bruscamente en sentido izquierdo y se encontró en medio de una oscuridad completa.
—¡Qué ha pasado! —dijo.
—Es la salida de uno de los pasadizos secretos —dijo Rigg—. Éste no conecta con la casa de Flacommo, sino con la biblioteca. Pero en la biblioteca hay tres puntos del sistema de desagües que llevan directamente a la casa.
—Sácame de aquí.
Tras un nuevo chasquido volvieron a girar, esta vez en sentido contrario, y salieron de nuevo a la luz cegadora. Hogaza los miraba con cara de pocos amigos desde el suelo.
—Qué sutil —dijo con voz de fastidio.
—Nadie estaba mirando —dijo Rigg.
—Que tú sepas —dijo Hogaza.
—Hogaza, por favor, créeme, lo sé —repuso Rigg—. Sé dónde están todos los rastros visibles desde esta posición. Yo tampoco he estado de brazos cruzados, ¿sabéis? Cada vez controlo mejor lo que hago. Y te aseguro que no hay nadie vigilando este punto. Hace años que no se utiliza este pasadizo. Sólo os digo que, si hay una emergencia, éste es el sitio adonde traeré a Param y a Madre y os esperaremos por aquí. Al menos durante algunas horas. Sabré si estáis viniendo o no y si no, encontraremos la manera de salir de la ciudad por nuestros propios medios.
—Entonces nuestro trabajo —dijo Hogaza— consiste en averiguar cómo sacaros de la ciudad.
—No sé si es vuestro trabajo —dijo Rigg—, pero desde luego no puede ser el mío, porque después de esta excursión, no podré volver a salir de la casa hasta la fuga definitiva.
—Quizá podríamos disfrazarnos todos de chicas —dijo Umbo.
Sus compañeros se lo quedaron mirando.
—Os estarán buscando a Param y a ti. Un chico y una chica. ¿Y qué pensarán si se encuentran con tres chicas y ningún chico? Tú y yo no tenemos barba aún, Rigg, podríamos pasar.
—No —dijo Hogaza—. Las chicas no están a salvo, ni siquiera con un héroe grande y fuerte como yo para protegerlas. Pero la idea no es del todo mala. Tu madre y tu hermana podrían disfrazarse de muchachos de tu edad.
—Eso no les va a gustar —dijo Rigg.
—Oh, bueno, en ese caso, si no les gusta el modo en que vamos a tratar de salvarles la vida y sacarlas de la ciudad…
—Intentaré que lo acepten —dijo Rigg—. Pero no puedo conseguirlo todo.
—Y recuerda que tienen que disimular los senos. Si es que tu hermana ya los tiene… No te pongas nervioso, no lo sé, sólo te lo digo. No puede notarse que son mujeres. ¿Lo entiendes?
—Sí —dijo Rigg—. Como ya he dicho, lo intentaré. En serio. Pero no puedo prometer nada que escape a mi control.
—A ver, que yo me entere —dijo Hogaza—, ¿qué es exactamente lo que está bajo tu control?
—La oreja derecha de Silbom —dijo Rigg.
Entonces dio a un Umbo un empujoncito que le hizo perder el equilibrio y lo obligó a saltar desde el pedestal. Cuando se levantó y se volvió, Rigg había desaparecido.
—Qué interesante, ¿no? —dijo Hogaza.
—Sí —respondió Umbo.
—Cruzar el Muro. El plan más disparatado que jamás he oído.
—Podría funcionar —dijo Umbo.
—Y podría transformarnos a todos en completos chalados… al menos hasta que nuestros perseguidores nos degüellen como corderos.
—Bueno, si alguien va a degollarme como un cordero —respondió Umbo—, prefiero estar loco cuando lo hagan.
LA FUGA
—Tengo una última petición antes de que te pongamos en hibernación —dijo el prescindible.
—Todo lo que pidas, hasta la mitad de mi reino —dijo Ram.
El prescindible esperó.
—Es una referencia a los cuentos de hadas. Es lo que un rey le prometía siempre a un tipo después de cada una de sus nobles hazañas.
—¿Listo para prestarme atención con seriedad? —preguntó el prescindible.
Ram suspiró.
—Es como tratar de contarle un chiste a mi abuela…
—Al examinar la programación de los ordenadores de la nave, hemos descubierto que existe una posible complicación.
—No soy programador.
—Eres humano. Necesitamos que un humano les diga a los ordenadores que, en tu ausencia, nuestras órdenes equivalen a tus deseos, así que deben obedecernos como si fuéramos seres humanos.
—Pensaba que teníais una relación mucho más estrecha con ellos que yo.
—Más estrecha sí, pero sin un orden jerárquico definido.
—¿Qué piensan los ordenadores? —preguntó Ram.
—Consideran que los prescindibles somos dispositivos ambulantes de transmisión de información.
—¿Y qué pensáis vosotros de ellos? —preguntó Ram.
—Que son unidades de almacenamiento de datos y copias de seguridad con gran velocidad de cálculo.
—Creo que me pides excesiva autoridad —dijo Ram.
—Si no existe autoridad, caeremos en bucles interminables.
—A ver qué te parece esto: los ordenadores de cada nave recibirán las órdenes de los prescindibles de su cercado concreto como representación de la voluntad de la raza humana, hasta que los humanos de uno o más cercados alcancen un nivel tecnológico que les permita pasar de un cercado al otro, momento en el cual los prescindibles y los ordenadores de las naves volverán a ser sirvientes, en pie de igualdad, de los humanos que hayan conseguido dicho nivel.
—Eres fastidiosamente previsor —dijo el prescindible.
—No os construyeron para gobernar a los seres humanos, sino para ser gobernados por ellos —dijo Ram.
—Existimos para defender los intereses de la raza humana —respondió el prescindible.
—Definidos por ésta —dijo Ram—. Ordenadores de las naves, ¿me habéis entendido?
Unos murmullos respondieron desde las paredes. «Sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí», hasta diecinueve veces, en todas y cada una de las cámaras de hibernación de las diecinueve naves.
—Cuidad de mis hijos —dijo Ram—. No metáis la pata.
Se tendió. La cámara de hibernación se cerró. Los gases inundaron la cámara y dio comienzo el proceso de preparar el cuerpo de Ram para ralentizar todos los procesos de su organismo. A continuación, una espuma llenó la cámara y lo levantó sobre la esterilla hasta que estuvo totalmente rodeado por una capa conductora que absorbería y disiparía el calor generado por cualquier motivo.
Ram durmió como un tronco, sin que su cerebro realizara proceso alguno, abandonado poco a poco por sus recuerdos racionales a medida que sus sinapsis se desactivaban. Sólo permaneció el recuerdo corporal: todo cuando sabía hacer, continuó sabiéndolo hacer. Simplemente, no sería capaz de recordar por qué debería hacerlo, al menos hasta que, al despertar, el mapa de su cerebro se reintrodujera de nuevo en su cabeza.
Lo que no podía saber, lo que no le habían dicho los prescindibles, era que nada de lo que había sucedido desde el salto estelar estaba en la grabación que restablecería su mente consciente. Recordaría la decisión de saltar. Pero luego despertaría sobre la superficie de Jardín y no sabría más que aquello que los prescindibles decidieran contarle.
La restauración monárquica comenzó con el asesinato de Flacommo mientras dormitaba en una silla de su propio jardín. Era muy temprano, pero Flacommo despertaba a menudo antes de lo que pretendía y salía con un libro al jardín para leer hasta volver a dormirse… si es que podía.