Pathfinder (60 page)

Read Pathfinder Online

Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
9.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

«No puedo seguir pensando en esto. Y, desde luego, no puedo dejar que me afecte de este modo.»

Pero es que sentía casi tanto pánico, tanta rabia y tanta tristeza por aquella traición como poco menos de un año antes, tras la muerte de Padre. Y, al igual que entonces, se veía enfrentado a la acuciante necesidad de permanecer con vida cuando había gente que lo quería muerto. Entonces, cuando quisieron matarlo por no haber podido salvar a Kyokay, había pensado que los aldeanos, incluido el padre de Umbo, representaban una gran amenaza. Ahora aquella amenaza parecía risible, comparada con lo que Madre había intentado y el general Ciudadano pretendía conseguir. Pero si los aldeanos de Vado Otoño lo hubieran matado, habría estado tan muerto como si el brutal plan de Madre con las barras de hierro hubiera acabado con Param y con él.

Se forzó a sí mismo a explorar la ciudad con la mirada en busca de Hogaza y Umbo. No le costó encontrarlos. El general Ciudadano conocía, porque Madre se lo había contado, el don de Rigg para encontrar a la gente, así que no se había molestado en tratar de ocultarlos. Además, quería que Rigg los encontrara para que pudiera acudir a salvarlos.

«Sabe que iré a salvar a mis amigos. Sabe que, al contrario que ellos, tengo honor.

»Un honor que me va a llevar a la tumba, por cierto.»

La muchedumbre seguía en las calles y cada vez más soldados acudían a la ciudad para restaurar el orden. Aquellos rastros grandes y entrelazados eran fáciles de ver y seguir. Pero para no perder los de Umbo y Hogaza, fáciles de confundir en medio de otros muchos y a gran distancia de allí, Rigg tuvo que recurrir a todo su poder de concentración.

Finalmente se detuvieron. Los tenían en una habitación de gran tamaño, con un extraño patrón de rastros en su interior. Era una sala grande, llena de asientos, muy parecida a uno de los teatros de la ciudad, pero con mucha menos gente. En la parte delantera, en lugar de los rastros de los actores o los músicos propios de un escenario, había una zona grande y despejada y, a su alrededor, varios lugares a los que regresaban siempre las mismas personas para permanecer allí durante varias horas, una vez tras otra.

Sólo al reconocer el rastro de Erbaldo, el secretario del Consejo de la Revolución, comprendió dónde tenían a Umbo y Hogaza: en la sede del propio consejo. Estaban sentados a la mesa, como si formaran parte del gobierno. Y el resto del consejo estaba a su alrededor, con soldados apostados en las paredes. Ninguno de los presentes abandonaba la mesa, aunque iban y venían criados, quizá para llevarles comida.

Entonces, uno de los miembros del consejo se levantó de la mesa y los guardias lo acompañaron a un lugar cuya función reconoció Rigg. Era el baño del edificio. Y si los guardias escoltaban a los consejeros, es que también ellos estaban bajo custodia.

Rigg podía imaginarse la historia que estaba circulando. El Consejo de la Revolución estaba bajo la «protección» del Ejército de la Revolución. ¿O habría ido más allá el general? ¿Habría anunciado que habían sido agentes del Consejo los que habían asesinado a Flacommo y tratado de hacer lo mismo con los miembros de la realeza? ¿Habría proclamado la restauración de Hagia Sessamin como reina?

No, aún no. Porque no podía hacer anuncio alguno sobre los miembros de la realeza hasta poder acusar al consejo de haber asesinado a Rigg y a Param sin correr riesgos. No le convendría anunciar que estaban muertos para que, de repente, aparecieran en cualquier parte.

Y entonces, Rigg se dio cuenta de que quizá Param y él no tuvieran que temer una búsqueda tan concienzuda como había esperado. Ciudadano no podía decir a centenares de soldados que estuvieran alerta y buscaran al hijo y a la hija de la reina. Se correría la voz muy deprisa. Los soldados no sabían mantener la boca cerrada. No tardaría en haber otros grupos buscándolos por otras razones: algunos para acabar con la vida de uno de los dos, pero otros para salvarlos e incluso puede que algunos de ellos para proclamar rey a Rigg.

Una pesadilla que el general Ciudadano haría todo lo posible por evitar. No, a buen seguro había revelado a poca gente a quién estaban buscando en realidad. Seguramente, ni siquiera los soldados que habían capturado a Hogaza y a Umbo sabían por qué los buscaban y a los que los estaban esperando a ellos dos les habrían dicho que detuvieran a cualquiera que saliera al parque por una puerta secreta.

En las calles llamarían la atención sólo por la espléndida calidad de su atuendo, pero como ni Rigg ni Param eran de naturaleza extravagante, vestían con bastante más modestia de la que la mayoría de la gente esperaría en personas de su condición.

Entonces, allí sentado, repentinamente, el rastro que estaba observando comenzó a moverse más despacio. Al concentrarse en él, pudo ver a un hombre: un anciano que avanzaba tambaleándose por el túnel. Tropezó y cayó al suelo. No se levantó. Rigg se dio cuenta de que estaba herido. Bajó corriendo la escalera sin apartar su atención del anciano.

Cuando llegó a su lado, el hombre levantó las manos como para protegerse de un golpe.

—No voy a hacerte daño —dijo Rigg. Habló con un tono refinado, formal, con la esperanza de que la lengua del anciano, a pesar de su antigüedad, fuera inteligible para él. Lo era.

—Huye y sálvate —dijo el anciano—. Seas quien seas, sálvate. Están matando a todo el mundo.

Y entonces, tan rápidamente como había aparecido, el hombre se esfumó sin dejar tras de sí más que su rastro. Un rastro que no terminaba en aquel punto, pues, al parecer, había seguido su camino hasta su época, fuera la que fuese. En cuanto a «ellos», los que estaban «matando a todo el mundo», no podían tener nada que ver con la Revolución, puesto que todos los rastros de aquel túnel eran mucho más antiguos. Puede que fuese un agente del gobierno de una época anterior a cuando los Sessamoto conquistaron Aressa y le cambiaron el nombre por Aressa Sessamo.

Después de tanto tiempo tratando en vano de retroceder en el tiempo por sí solo, ¿por qué de repente lo había conseguido ahora?

«Idiota —se dijo—. Idiota, ¿cómo no te has dado cuenta al instante? No lo he hecho solo. Umbo puede hacerlo desde lejos. Allí sentado, en la mesa de la sede del consejo, está, de algún modo, acelerándome para que pueda ver la gente que hay detrás de los rastros. Me está diciendo que puede hacerlo a distancia.

»Quiere que siga su rastro hacia atrás y le advierta, antes de que los arresten a Hogaza y a él, de que no acudan a nuestra cita.

»¿Sabe que ha conseguido alcanzarme? ¿Puede sentir, a pesar de la distancia, que ha hecho la conexión? ¿Y si piensa que no lo ha logrado?»

Subió corriendo la escalera. Tropezó una vez en la oscuridad, pero ni siquiera se detuvo al golpearse la espinilla en uno de los escalones.

—Param —dijo—. Param, tenemos que irnos.

Param despertó casi al instante.

—¿Viene alguien?

—No —dijo Rigg—. Aquí estamos a salvo. Pero Umbo está… Te dije lo que podía hacer, ¿verdad? Que podía hacerme volver atrás en el tiempo, hasta los rastros, hasta la gente…

—Ralentizarte —dijo Param.

—Acaba de hacerlo, desde la sede del Consejo de la Revolución.

—¿Está allí?

—Allí es donde los tiene el general Ciudadano. Pero eso da igual, no es allí adonde vamos. Voy a interceptarlos, quiero ir a un sitio en el que estuvieron antes de que los arrestaran, para advertirlos. Acordar un punto de encuentro distinto.

—Pero no puedes sacarlos de la sede del consejo, hay demasiada gente…

—No, Param —dijo Rigg—. Nunca llegarán a la sede del consejo.

—Pero si están allí —dijo ella.

—Pero no lo estarán. Nunca lo habrán estado.

—¡Pero si los has visto! —exclamó su hermana.

—He visto su rastro —dijo Rigg— y tú no, así que tampoco será como si de pronto, de manera espeluznante, un recuerdo se volviera falso. Confía en mí. No sé por qué funciona así, pero lo hace.

—Así que vamos a advertirlos —dijo Param— para que no los arresten. Pero ¿quién va a advertirnos a nosotros y a decirnos cuál es el nuevo punto de encuentro?

—No será necesario, nosotros… —Pero entonces, al pensarlo, Rigg se dio cuenta de que tal vez tuviera razón. Si impedía que Umbo y Hogaza fueran al lugar que habían acordado, entonces, cuando Param y él escaparan por el túnel, no vería cómo los arrestaban y no sabría por qué no estaban allí. No, posiblemente lo deduciría, pero luego ¿cómo sabría dónde tenía que encontrarse con ellos?

Tenía que escoger un punto de encuentro secundario que pudiera ocurrírsele solo, un lugar en el que podían esperarle si por alguna razón —una razón que él desconocería— no aparecían en el lugar acordado.

Había asumido sin más, hasta la intervención de Param, que después de advertirles, iría al nuevo punto de encuentro con el recuerdo intacto de todo lo que había ocurrido. Pero Umbo y Hogaza le habían hablado de sus discusiones sobre el tema: la persona del futuro que volvía al pasado para advertir alguien de que hiciera algo desaparecía y lo único que quedaba de ella era el recuerdo de sus palabras. Quienes transmitían la advertencia desaparecían cuando los que la recibían se adentraban por una senda diferente.

Al menos eso era lo que pasaba cuando alguien volvía al pasado para advertirle sobre algo a él. Puede que cuando él hacía lo que hacía y advertía a otro, él —el que daba la advertencia— no cambiara y continuara hacia donde pretendía.

O puede que no.

—Te está volviendo loco, ¿verdad? —dijo Param.

—Es un completo disparate —dijo Rigg.

—Pues haz lo que tengas que hacer y luego ya veremos lo que sucede —dijo ella.

Salieron del túnel por una puerta secreta que había en el muro exterior de un banco. De hecho, el pasillo daba a tres salidas: una en el interior del banco, una dentro de la cámara donde se guardaban los fondos y una última a la calle. Pero a Rigg no le interesaba robar el dinero del banco ni hacer negocios. Nadie los vio salir por la puerta que daba a la calle.

La luz era deslumbrante, a pesar del humo que cubría el cielo.

Sintió que comenzaban a llorarle los ojos, lo mismo que Param.

—La ciudad está ardiendo —dijo esta—. De vez en cuando estallan incendios, pero las brigadas de bomberos derriban los edificios y anegan las ruinas con agua bombeada del Stashik. Todo el mundo lo sabe y es una de las principales razones que impide que la gente se amotine y comience a quemar las cosas. Apagar los incendios es el mejor modo de acabar con una revuelta. La turba hace pedazos a cualquiera que se atreva a interferir con la brigada contra incendios. Sus casas están en juego. Allá adonde van las brigadas antiincendios, terminan los disturbios.

Tenía sentido, pero para Rigg suponía un nuevo problema. ¿Y si, al concertar un nuevo encuentro con Umbo y Hogaza, los enviaba a una parte de la ciudad que se incendiaba? Aunque no estuviera ardiendo ahora, podía hacerlo en el futuro.

«En tal caso, improvisaremos. Pero primero tengo que encontrar sus rastros.»

Por suerte, parecía que habían tenido algo que hacer en el banco, porque sus rastros pasaban muchas veces por allí. No le costó apenas encontrar el camino que seguían para volver al sitio en el que se alojaban y, desde allí localizó su rastro más reciente, el que llevaba al lugar donde los habían apresado. Ése era el rastro que tenía que interrumpir.

—Vamos —le dijo a Param.

Saltaba a la vista que seguía agotada. El tiempo que había pasado durmiendo no había aliviado mucho el cansancio acumulado en sus piernas por la caminata y ahora él le exigía aún más.

Por suerte, los disturbios estaban produciéndose en otra parte. Pudieron oír los gritos de la multitud, pero nunca llegaron a verla, y la mayoría de la gente se movía tan furtiva y rápidamente como ellos. Nadie quería verse atrapado en mitad de toda aquella violencia: los soldados, al encontrarse con el gentío, no se preocuparían de asegurarse de que sólo los alborotadores eran alcanzados por sus espadas, sus palos o sus hachas.

Quince minutos después se encontraban junto al rastro de Hogaza y Umbo, al menos seis manzanas antes del parque. Rigg vio que al pasar por allí, caminaban pegados al borde de la calle. Bien, de modo que los disturbios ya habían comenzado para entonces. Sin embargo, también era posible que sólo fuese gente que huía porque sabía que iba a estallar la revuelta. Al cabo de un instante, encontró un escondrijo cerca de un carromato volcado. No le hacía falta ver físicamente el rastro. Cuando la influencia de Umbo lo alcanzara, él lo sentiría y podría salir al sitio desde donde el rastro sería visible a sus ojos y al resto de sus sentidos. Param se sentó en el suelo, aliviada.

—Esperaré aquí mientras tú buscas los rastros de tus amigos —dijo.

—Esperaremos los dos —dijo Rigg—. Porque no sé cuándo va a intentar Umbo acelerarme de nuevo.

—Despiértame cuando hayas terminado —dijo ella. Y una vez más, se durmió en cuestión de segundos.

A Rigg le preocupaba lo mucho que se había cansado su hermana con lo que, a fin de cuentas, tampoco había sido una caminata tan terrible. ¿Y si los espías de Ciudadano los veían y tenían que darse a la fuga? Antes, Param tenía el recurso de hacerse invisible, pero ahora que Madre les había contado lo lentamente que se movía y cómo podían hacerle daño en aquel estado, la invisibilidad no la salvaría.

«Si pudiera ocultarla, como se ocultaba ella en los pasillos de la casa, sin tener que hacerse invisible, sin tener que recurrir a esa increíble división del tiempo que hace que el mundo pase volando mientras ella se mueve a paso de caracol…»

Estaba acercándose el mediodía. A Rigg comenzaba a entrarle sueño. Se había acostumbrado a dormir tres horas por la tarde, para así poder despertarse sólo cinco horas después de haberse metido en la cama y disponer de buena parte de la noche. Pero en los años pasados en el bosque con Padre había aprendido a combatir el sueño cuando era necesario y eso fue lo que hizo entonces.

Sin embargo, no lo logró del todo, porque dos veces se sorprendió a sí mismo al despertar. Cosa que era imposible, porque no se había quedado dormido. Pero tenía que haberlo hecho. ¿Había sido un segundo, un minuto o una hora? ¿Habría tratado Umbo de alcanzarlo de nuevo con su don y habría fracasado porque lo había encontrado durmiendo?

No. Las sombras seguían en la misma posición que cuando se quedó dormido. Así que sólo había sido un instante.

Other books

Bella's Wolves by Stacey Espino
Clubbed to Death by Elaine Viets
Ragtime Cowboys by Loren D. Estleman
Slow Hand by Michelle Slung
Cinnamon Toasted by Gail Oust
Did The Earth Move? by Carmen Reid
Unsevered by Traci Sanders
Blizzard of Heat by Viola Grace