Pathfinder (61 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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Se enderezó. Y volvió a esconderse al momento. A pocas manzanas de distancia, la vanguardia de una multitud avanzaba sigilosamente por el cruce. Eran los exploradores del grupo, que se adelantaban para ver con qué se encontraban para poder avisar al resto si se acercaban los soldados.

«No vengáis hacia aquí, por favor.»

No lo hicieron, pero era una multitud muy numerosa y parecía que tardaría una eternidad en cruzar la calle.

Seguía aún pasando ruidosamente cuando los rastros volvieron a cambiar. A Rigg no le quedaba otra alternativa que salir de su escondrijo, no demasiado, pero sí lo suficiente para hacerse visible. Puede que el gentío no se fijara en él. Puede que cambiasen de dirección y se le echasen encima. En cualquier caso, tenía que darse prisa.

Se disponía a salir a la calle solo, dejando a Param allí dormida, pero entonces el deseo de encontrar un escondite para ella reapareció en su mente, sólo que esta vez acompañado de un plan. ¿Sería posible llevarla al pasado, con Umbo y Hogaza? Entonces estaría en un lugar donde nadie la esperaba, donde nadie la estaría buscando aún.

Había sustraído cosas del pasado, pero ¿habían llevado Umbo o él alguna vez algo al pasado? Aunque fuese así, puede que sólo funcionara con cosas y no con personas. Cuando Rigg viajaba hacia atrás en el tiempo, seguía existiendo en el presente, donde Umbo podía verlo, podía ver cómo hacía lo que fuera que hiciese para ralentizar los rastros y encontrar a la gente que los dejaba.

Pero al mismo tiempo, también estaba de verdad en el pasado. Volvió a acordarse de aquel terrible momento en las cataratas, cuando trató de alcanzar a Kyokay pero no pudo por culpa de aquel hombre. Su cuerpo era real, había podido tocarlo, así que el de Rigg estaba físicamente presente desde el punto de vista del otro.

¿Y si Umbo hubiera dejado de hacer lo que hacía mientras Rigg estaba tocando al hombre? ¿Se habría quedado en el pasado con él? ¿Habría desaparecido?

Y aunque no hubiera desaparecido, ¿y si le hubiera dado algo al hombre, o le hubiera puesto algo en la mano? ¿Se habría quedado esa cosa o esa persona en el pasado?

El único modo de averiguarlo era probar.

Cogió a Param de la mano y tiró de ella.

—Arriba, ven conmigo.

—Déjame dormir —respondió ella—. Hazlo tú.

—Vamos —insistió él—. ¿Quién sabe por cuánto tiempo podrá mantener Umbo el efecto a esta distancia?

Rezongando, tambaleándose y con los ojos entreabiertos, Param fue con él.

Rigg buscó el rastro de Umbo. No podía concentrarse en el de Hogaza y el suyo a la vez, aunque estuvieran caminando juntos. Allí estaba, volando por delante de su rastro, momento tras momento. Entonces, a medida que Rigg se concentraba, Umbo comenzó a moverse más despacio, hasta que apareció caminando a paso vivo, pero en tiempo real.

Rigg se le puso delante.

—Alto —dijo.

Umbo se detuvo. Y también Hogaza, que se hizo visible porque Rigg estaba viendo el tiempo de Umbo además del suyo, y el veterano estaba con él en ese momento.

—¿Podéis verla? —les preguntó.

Umbo miró a Param y asintió, lo mismo que Hogaza.

—Nos encontraremos una hora después del mediodía en el puesto de los fideos —dijo Rigg—. Ahora, cógela de la mano.

Param, que acababa de ver cómo aparecía Umbo de la nada, en medio de la calle, tenía miedo de tocarlo, pero Rigg la obligó a hacerlo.

—¡No te sueltes! —dijo—. ¡Quién sabe dónde podrías terminar si lo haces!

Param quedó cogida a la mano de Umbo. Hogaza la cogió también.

Ahora, o se quedaba con ellos, o no.

—¿Qué estás haciendo? —inquirió Umbo.

—Si funciona…

Pero en ese momento, el efecto generado por el Umbo de la sede del Consejo de la Revolución se esfumó, y el Umbo del pasado se desvaneció en su rastro. Lo mismo que Hogaza.

Y que Param.

Ya no estaba con él. Su rastro se había trasladado al pasado. Se alejaba por la calle en el presente, y continuaba ininterrumpido, sólo que ahora se encontraba junto a los de Umbo y Hogaza en otro periodo de tiempo.

Así que ya no estaban limitados a extraer cosas del pasado, como el cuchillo o las piedras preciosas en su escondite. También podían llevar cosas allí, cosas y personas, mientras hubiera alguien en ese pasado dispuesto a recogerlas.

Pero no tenía tiempo para reflexionar sobre las consecuencias de su experimento. Se encontraba en medio de la calle, solo, a poca distancia de una multitud. Y aunque su ropa no parecía principesca, sí que se notaba que era de calidad y en las multitudes siempre había saqueadores dispuestos a cometer un pequeño robo o a sembrar el caos cuando se presentaba la ocasión.

Y en efecto, al volverse en su dirección, había media docena de hombres —algunos de ellos andrajosos, otros no— que se acercaban caminando a largas zancadas. El resto de la multitud seguía su camino, pero ya estaba terminando de cruzar. Si lo agarraban ahora, no habría demasiados testigos. Y no es que llevara encima nada digno de ser robado, a excepción de la ropa.

Rigg sabía que, en cuanto echara a correr, comenzaría la persecución. Si no hubiera logrado enviar a Param al pasado, sólo habría podido correr tanto como corriera ella.

Claro que, de haber seguido ella allí, podría haberle cogido la mano y desaparecer junto con él hasta que aquellos ladrones aficionados se cansaran de buscarlos y se marcharan.

«Oh, bueno —pensó—. Todo tiene sus consecuencias.»

Echó a correr.

La vida en la casa de Flacommo no lo había debilitado tanto como temía. O puede que los días que había pasado ejercitándose con Olivenko hubieran dado su fruto. El caso es que no le costó mantenerlos a distancia hasta llegar al banco y la entrada secreta. Se introdujo en el escondrijo, cerró la puerta y esperó allí a que se cansaran. Vigiló sus rastros y, aunque algunos de ellos trataron de buscarlo, no tardaron en abandonar. Nadie se acercó siquiera al punto del muro donde se escondía.

Como tenía tiempo, aprovechó para buscar de nuevo la sede del consejo. Allí estaban los consejeros, todavía bajo custodia. Pero Hogaza y Umbo no.

Así que la advertencia había dado resultado. No habían acudido a la primera cita y no los habían arrestado.

Su pasado había cambiado, pero el de Rigg no. Aún recordaba con claridad haberlos localizado en la sede del consejo, haber visto cómo los arrestaban y haber atravesado los túneles en compañía de Param.

Al enviarla al pasado, no sólo la había sacado de las calles y alejado del peligro. También había impedido que el rastro dejado por Rigg en su paso por el tiempo se borrase a partir del punto de cambio.

«Es la causalidad —pensó—. Param está en el pasado con Umbo y Hogaza, y yo sigo siendo la misma persona, en el mismo flujo temporal, que la dejó allí. Así que no he perdido ni olvidado mi pasado.»

Desde el interior del pasadizo secreto del banco, comenzó a buscar el camino seguido por sus amigos aquella mañana. Allí estaban, dirigiéndose al parque. Y allí estaba el punto donde sus rastros se detenían y los de Rigg y Param se unían a los de ellos. Luego el rastro de Rigg saltaba en el tiempo, mientras que los de Umbo, Hogaza y Param cambiaban de dirección y volvían por donde habían venido.

Rigg siguió sus rastros a lo largo de toda la mañana hasta el momento presente. No estaban en el puesto de los fideos. Aún no había llegado la hora de la cita. Rigg sabía dónde se encontraban en aquel momento y podía encontrarlos con facilidad.

Siguiendo una ruta que sorteaba las multitudes y los soldados, se encaminó hacia la zona donde estaba el puesto de los fideos y luego se desvió en dirección a los rastros más recientes.

Se vieron desde lejos. Hogaza lo saludó discretamente con la mano y luego hizo que los demás se detuvieran y esperaran a Rigg. Era una decisión inteligente: una persona sola llamaría menos la atención que tres. Al llegar a las sombras de la entrada de la tienda en la que aguardaban, vio que Umbo y Param seguían cogidos de la mano.

—Ya podéis soltaros —dijo.

—¿Cómo lo sabes? —dijo Umbo mientras Param asentía—. ¿Cómo sabes que no va a volver al futuro del que procede?

—Primero —dijo Rigg—, ese futuro ya no existe, porque ella viene de una versión de los acontecimientos donde a vosotros dos os arrestó el general Ciudadano y se os llevó prisioneros a la sede del consejo. Eso ya no ha ocurrido, así que no puede volver allí.

—Pero sí que ha ocurrido, porque tú lo recuerdas —dijo Param.

—¿Y tú? —preguntó Rigg.

—Sí, claro —respondió ella.

—Y sin embargo, estás aquí y ahora, conmigo, en esta versión del tiempo en la que no te han arrestado.

—Así que no puedo volver. Pero ¿y si tampoco puedo quedarme aquí contigo? —dijo Param—. ¿Y si al soltarme, desaparezco sin más?

—Eso no puede suceder porque, segundo, esto ya es el futuro. Soy la misma persona que puso tu mano en la de él. He seguido existiendo sin ti, hasta que nos hemos reunido de nuevo. Dame la mano.

Ella lo hizo.

—Suelta la suya.

—Para ti es fácil decirlo. No vas a desaparecer —murmuró Hogaza.

—Ni ella tampoco —dijo Rigg—, porque procedemos los dos del mismo tiempo y yo no he desaparecido, ¿verdad? ¿Estamos todos de acuerdo en que existo?

—Por muy fastidioso que resulte, sí —dijo Hogaza.

Param soltó la mano de Umbo. No desapareció. Umbo comenzó a frotarse la mano con una mueca.

—Siento haberte apretado tanto —dijo Param—. Pero estaba aterrada.

—Si queréis ver algo aterrador, muéstrales cómo desapareces —dijo Rigg.

Param lo fulminó con la mirada un instante pero luego, al parecer, se lo pensó mejor e hizo lo que le había pedido: desaparecer.

Hogaza se enfureció.

—¡Te dije que no le soltaras la mano! —le dijo a Umbo—. Mira lo que has…

Param reapareció a escasa distancia del lugar en el que se había esfumado.

—En realidad no desaparezco cuando lo hago —dijo.

—Vaya, pues a mí me has engañado —dijo Hogaza.

—Sigo siendo visible para mí misma —dijo ella.

—Y ahora que todo el mundo le coja la mano —dijo Rigg.

—Sólo tiene dos —respondió Umbo con tono paciente.

—Con «todo el mundo» me refiero a vosotros dos —dijo Rigg—. Cogedle la mano.

Lo hicieron.

—Umbo, extiende la otra mano —dijo Rigg—. Extiéndela sin más. Ahí. Ahora, cuando ella haga… lo que hace… no te muevas. Sólo deja la mano ahí.

—¿Por qué? —preguntó Umbo.

—Ya lo verás.

Param puso cara de escepticismo.

—Esto no me gusta —dijo.

—Tienen que saber lo que puedes hacer y éste es el modo más fácil.

Param apartó la mirada con expresión huraña, pero al tiempo que lo hacía, desapareció. Y con ella, los otros dos.

Rigg constató —una vez más— que no era fácil recordar en qué punto exacto del espacio estaba un objeto, ni siquiera un momento antes. Por suerte, podía ver el rastro de Umbo y así deducir con cierta precisión dónde debía de estar su brazo extendido.

Alargó la mano y la pasó por el espacio donde tenía que estar el brazo de Umbo. Luego repitió el gesto, sólo que en dirección contraria.

Casi al instante reaparecieron todos. Umbo estaba mirándose la mano y Hogaza se encontraba en pleno proceso de sentarse muy bruscamente.

—No vuelvas a hacerlo —dijo Param.

—No hará falta —dijo Rigg—. A juzgar por sus reacciones, yo diría que están convencidos.

—Es peligroso superponer dos objetos en el espacio de ese modo —dijo Param—. ¿Y si hubiera tropezado? Habríais perdido el brazo los dos.

—Ay —murmuró Umbo.

—¿Y qué pasa cuando te atraviesa una mosca? —preguntó Hogaza.

—O un mosquito, o una mota de polvo —dijo Rigg—. Habrá sucedido una y mil veces. Al parecer, su cuerpo es capaz de repelerlos o de absorber pequeñas cantidades de masa. ¿Quién sabe? Ha pasado horas enteras en esa forma. Seguro que alguna vez ha salido de ese estado con una de ellas dentro.

—Me mareo —dijo Param.

—Tenemos que hablar de ello —dijo Rigg—. Estamos tratando de entender cómo funciona.

—Lo que quiero decir —respondió Param— es que cuando salgo de ese estado con una mosca dentro, me mareo, literalmente. Me da fiebre. Y el sitio donde estaba la mosca sufre daño. Me duele y está caliente durante horas. Pero el polvo no es problema. Ni siquiera un grano de arena. Las únicas cosas que me causan problemas son los seres vivos, los muros gruesos, el metal y la piedra.

—Así que soy el único —dijo Hogaza— que no saber hacer una sola cosa interesante.

—Acabas de desaparecer —dijo Rigg—. Aunque no lo controlaras, eras invisible y eso es algo interesante, sobre todo para alguien de tu tamaño.

Hogaza le lanzó una mirada hostil, pero luego se echó a reír.

—Es cierto.

—Y puede que seas capaz de hacer algo realmente importante.

—¿De qué se trata? —preguntó el hombretón.

—De sacarnos de la ciudad —dijo Rigg—. Hay soldados por todas partes y las multitudes están dispersándose salvo allí donde están combatiendo los incendios. Además, todos los caminos y el río están abarrotados de gente que huye.

Hogaza reflexionó sobre el problema, lo mismo que todos los demás. Pensó en descender por el río un trecho antes de subir a un barco que fuese en sentido contrario, pero él mismo encontró objeciones a su propia idea.

—No saben adónde nos dirigimos, así que nos buscarán río arriba y río abajo, si es que quieren encontrarnos de verdad.

Param volvió a quedarse dormida mientras hablaban. Umbo sugirió que la llevaran a la posada para que pudiese hacerlo en una cama, pero Hogaza le recordó que aquél era el único lugar al que no podían ir bajo ningún concepto.

—Si el general Ciudadano ha estado espiándonos desde el principio, seguro que tendrá a alguien vigilando el lugar.

Finalmente se sumieron en un silencio sombrío que dio paso a una siesta a la sombra hasta que, al cabo de poco más de una hora, Rigg dijo:

—Vienen soldados hacia aquí. Tenemos que marcharnos.

—No estarán buscándonos a nosotros, ¿verdad? —preguntó Umbo.

—No —dijo Rigg—. Pero están de patrulla y es un grupo pequeño, así que no creo que estén buscando alborotadores. Seguramente buscan un grupo como el nuestro.

—¿Y no podemos desaparecer sin más? —preguntó Hogaza.

—Si es necesario, sí —dijo Rigg—. Pero como ya ha dicho Param, si hay otro modo de impedir que te vean, es mejor no recurrir a la invisibilidad. Ahora mismo, bastará con doblar ese recodo.

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