Pathfinder (62 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—La gente comenzará a salir de sus casas y tiendas dentro de poco —dijo Hogaza.

—Exacto —dijo Rigg.

—Si nos hubieras advertido antes —dijo Umbo—, podríamos haber salido de la ciudad ayer.

—Vosotros tres sí —dijo Rigg—. Pero yo seguiría encerrado aquí.

Caminaron con normalidad hasta el recodo y lo doblaron. Mientras, Param bostezaba repetidamente.

—No había estado tan cansada en toda mi vida —dijo.

—Rigg provoca ese efecto en la gente —dijo Hogaza—. Los deja agotados.

—¿Y por qué no dejamos la ciudad ayer? —preguntó Rigg.

Lo miraron como si estuviera loco.

—¿No acabas de decir que era imposible? —preguntó Hogaza.

—Pero ¿y si no lo fuera? —replicó Rigg—. Dejé a Param en el pasado, haciendo que te cogiera la mano. Independientemente de cómo funcionen nuestros dones, cuando los seres humanos se dan la mano pasan a comportarse como una unidad y se mueven por el tiempo juntos. ¿Quién dice que no podría haberme quedado en el mismo tiempo que Param y vosotros si hubiera seguido sin soltarle la mano?

—Pero eso no ha sucedido. Nunca has viajado al pasado —respondió Umbo—. Al menos del todo. Una parte de ti se quedó en el presente.

—Nunca toqué a nadie —dijo Rigg—. Cogí el cuchillo, pero no al hombre que lo llevaba. ¿Alguna vez has entrado en contacto con alguien del pasado?

Umbo lo pensó.

—Nunca he tocado a nadie, salvo a Hogaza, y me lo llevé conmigo.

Rigg reflexionó detenidamente.

—Creo que será mejor que no tratemos de buscar a nuestras versiones anteriores. Sé que se mantiene la continuidad, pero si podemos impedir que el flujo temporal entero se enrede como una madeja, tanto mejor. No conocemos bien cuáles son las reglas, así que mejor no complicarse demasiado.

—O sea que… escogemos a alguien del pasado al azar y le decimos: «Disculpe, ¿le importa si mis tres amigos y yo nos agarramos a su cuerpo durante unos minutos?»

—Al azar no —dijo Rigg—. Alguien en quien podamos confiar.

—Ah, vale —dijo Hogaza—. Aressa está llena de desconocidos dignos de toda confianza.

Entonces, Rigg se acordó de alguien en quien sí podía confiar. Alguien que no formaba parte en absoluto del mundo de Madre.

—Tengo un amigo —dijo.

Olivenko salió de su pequeña habitación y bajó por la chirriante escalera en dirección a la calle. Era hora de tomar un buen desayuno antes de incorporarse a su unidad y comenzar la guardia.

Al llegar al último descansillo antes de la puerta de la calle, se encontró allí con Rigg Sessamekesh.

—Rigg —dijo—, ¿cómo has salido de…?

Rigg sacudió la cabeza.

Olivenko asintió al instante. Bastaba con pronunciar en voz alta el nombre de Rigg para llamar la atención. Por suerte, no lo había dicho muy alto y poca gente se levantaba tan temprano como él.

—Olivenko —dijo Rigg—, ¿recuerdas todo lo que hablamos? ¿Recuerdas el peligro que corro?

—Sí —respondió el soldado.

—Bueno, pues sé, y no se trata de una especulación, ni de una deducción lógica, ni siquiera de información conocida a través de un espía, sé con total certeza que dentro de dos días asesinarán a Flacommo, asaltarán su casa, arrestarán a mi madre, y mi hermana y yo tendremos que ocultarnos como fugitivos junto con otros dos amigos míos.

—¿Y quieres que os ayude a escapar?

—Así es —dijo Rigg.

—Pero estarán buscándoos.

—No —dijo Rigg—. Porque ya saben dónde estamos.

—¿Cómo?

—Param y yo, en este mismo momento que estás viviendo, nos encontramos en la casa de Flacommo, bajo vigilancia.

Olivenko no era tonto, así que esperó a que le diera una explicación.

—Crees que voy a explicártelo, y así es, pero no ahora mismo, porque dentro de cinco minutos alguien bajará por esa escalera y no quiero que te vea hablando conmigo.

—Pues vamos a buscar a tus amigos —dijo Olivenko.

—Muy bien —dijo Rigg—. Pero no es tan sencillo como crees. Aunque será mucho más rápido. Lo único que tienes que hacer es quedarte ahí, sin dar ni un paso. Quizá sea mejor que cierres los ojos. Pero si los abres, tienes que prometerme que no gritarás, ni echarás a correr ni nada de eso. Tómatelo con calma. Créeme cuando te digo que hay una explicación perfectamente racional.

—¿Para qué? —preguntó Olivenko, desconcertado y un poco irritado por tanto misterio.

—Para esto.

Rigg desapareció. Se esfumó sin más.

Y entonces, unos diez segundos después, reapareció de la mano de Param Sissaminka, la heredera de la casa real, y dos desconocidos, uno de ellos alto y entrado en años, y el otro un muchacho menudo de la edad del propio Rigg, o puede que un poco menos.

Olivenko no emitió ni siquiera un jadeo. Lo que hizo fue quedarse allí parando, pensando: «Ay, si Knosso hubiera podido ver esto…»

—Rigg —dijo al fin—, si puedes aparecer y desaparecer así, ¿para qué necesitas mi ayuda?

—Porque lo que hacemos no es saltar en el espacio, sino en el tiempo. Y no estamos del todo aquí, aún seguimos en el futuro, dentro de dos días, con las calles de Aressa invadidas por los alborotadores y los soldados, y perseguidos por los hombres del general Ciudadano. Ahora mismo no estamos viendo ese tiempo, pero nuestros cuerpos siguen en él y pueden suceder cosas muy malas, así que tenemos que darnos prisa.

—¿Para hacer qué? —preguntó Olivenko.

—Vamos a cogernos todos a ti… Tenemos que tocar tu piel. Servirá la de la muñeca o la del cuello. Todos a la vez. Para anclarnos en este tiempo. Dos días antes de que todo se vaya al infierno.

Olivenko no vaciló. Se remangó la camisa y se quitó el gorro.

—Adelante.

Los dos de los lados —el veterano y el muchacho— lo agarraron de un brazo, primero con una mano y luego, tras soltar a Rigg y a Param, con las dos.

—Seguimos aquí —dijo Umbo.

—Y sigues anclándome a mí al pasado —le dijo Rigg—. Aunque ya no estés en el futuro. Quizá podríamos…

—Cierra el pico y acabemos de una vez —dijo el viejo soldado.

Param y Rigg se agarraron al otro brazo de Olivenko, pero no se soltaron el uno al otro.

—Sé que va a resultar incómodo, pero quiero que comprobemos si podemos bajar la escalera juntos —dijo Rigg—. Es posible que todos salvo yo permanezcan contigo, Olivenko. Si eso sucede, te pido que me hagas el favor de sacarlos de la ciudad… de algún modo que no deje rastros. No en un barco, por ejemplo, porque llevan registros del pasaje. Algo que no llame la atención y no se pueda localizar después.

—¿Y dónde estarás tú?

—Tratando de seguiros, en la medida de mis posibilidades —dijo Rigg—. Pero probablemente me será más fácil hacerlo si estoy solo que si vamos los cuatro… o los cinco. Y puede que no desaparezca. ¿Listos?

—Por mi parte, más que listo —dijo el viejo soldado—. Hablas demasiado, muchacho, y no es el momento.

Casi sin darse cuenta, Olivenko sintió el deseo de abofetear al veterano por aquello, por haberle hablado de aquel modo al hijo de Knosso Sissamik. Pero no sabía qué relación le unía a él. Sólo conocía a Rigg, y a Param la había visto alguna que otra vez a lo largo de los años. De los demás tendría que fiarse.

Comenzaron a bajar la escalera como mejor pudieron. Olivenko caminaba en el centro, seguido lentamente por los demás, que lo agarraban por el brazo con incomodidad.

Unas botas comenzaron a bajar la escalera mucho más arriba.

—Vamos a darnos un poco de prisa —dijo Olivenko—. Esto no va a ser fácil de explicar.

Para cuando llegaron abajo, el veterano y Param lo habían soltado del todo y ambos seguían allí.

Luego lo soltó Umbo.

Estaban en la calle y Rigg seguía aferrado a su brazo con las dos manos. Los otros tres los observaban y Olivenko se dio cuenta de que estaban realmente preocupados. La locura a la que Rigg le tenía miedo, fuera la que fuese, los asustaba también a ellos.

—Bueno, allá vamos —dijo Rigg—. O vuelvo a la ciudad donde me están buscando o me quedo aquí con vosotros. Pero en cualquiera de los casos, a vosotros no os pasará nada y seguramente a mí tampoco. Tampoco voy a explotar ni nada parecido. —Sonrió a Param al decir esto, aunque Olivenko no entendía por qué.

Rigg lo soltó.

Y permaneció allí.

—Si has desaparecido —dijo Olivenko—, estoy sufriendo una alucinación en la que aparece una imagen exacta de ti, en el mismo sitio donde estabas antes.

Rigg asintió.

—Siempre existe la posibilidad de que mi cuerpo siga en el futuro y cuando alguien me toque allí mientras camino de acá para allá como un pájaro ciego, me devuelva a ese momento. Pero ahora mismo lo veo poco probable, la verdad. Creo que acabamos de descubrir el modo de viajar al pasado.

—Estoy realmente impresionado —dijo el viejo soldado.

—Pero no debemos olvidar que es algo irrevocable —dijo Rigg—. Ahora que estoy aquí en el pasado, con vosotros, sólo puedo ver los rastros que han existido hasta este momento. No nos veo a Param y a mí caminando por el túnel ni el momento en que la dejé con vosotros. Esas cosas no han sucedido aún.

—¿No se trataba precisamente de eso? —preguntó Umbo.

El viejo soldado miró en derredor.

—¿Estamos seguros de que nadie os va a reconocer? —preguntó a Rigg y a Param.

—Nadie sabe qué aspecto tienen —dijo Olivenko—. Salvo unos pocos, y ésos no estarán buscándolos en las calles. Al menos hoy.

—Lo que quiero decir —continuó Rigg con sus explicaciones sobre el viaje en el tiempo— es que no podría volver al futuro aunque quisiera. Sólo puedo ver los rastros pasados. Eso significa que si alguna vez repetimos esto, no podemos soltar nuestra ancla en el futuro. Que no puedo ser yo. Podría ser Umbo o ambos a la vez. Mientras él y yo sigamos existiendo en ambos lugares a la vez, sin estar vinculados a ningún ser del pasado, podremos volver al futuro. ¿Qué pensáis vosotros?

—Yo pienso que puede que tengas razón —dijo Param—, o puede que no. Lo que no sé es qué importancia tiene.

—Porque así es como vamos a cruzar el Muro —dijo Rigg—. Vamos a cruzarlo en un tiempo anterior a su existencia. Pero una vez al otro lado, querremos volver a nuestra época.

—¿Hubo un tiempo en que no existía el Muro? —preguntó Umbo.

—Hace doce mil años —dijo Rigg—. Y cuando no existía, tampoco había humanos aquí. Si nos quedamos atrapados allí, seremos las únicas personas del mundo.

—¿Así es como piensas hacerlo? —preguntó Olivenko.

—Creo que funcionará —dijo Rigg—. Seguro que mejor que darnos un porrazo en la cabeza y cruzar el Muro en bote mientras estamos inconscientes.

—Al menos no habrá nadie esperando al otro lado para matarnos —dijo Olivenko.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó el veterano.

Así que, mientras caminaban por las bulliciosas calles de Aressa Sessamo, Rigg y Olivenko le contaron la historia de Knosso, el verdadero padre de Rigg, que había cruzado el Muro para encontrar la muerte al otro lado.

—He estado pensando. Y quiero decirte una cosa. ¿De verdad quieres que crucemos el Muro, sabiendo que al otro lado pueden matarnos? —preguntó Hogaza.

—Las criaturas que mataron a mi padre, Knosso —dijo Rigg—, vivían en el agua. Nosotros no cruzaremos por un sitio donde haya agua.

—Pero podría haber otros seres que nos quieran muertos —dijo Param.

—Podría haberlos. Pero de una cosa puedes estar segura: en este cercado hay gente que nos quiere muertos y son unos expertos en el arte del asesinato.

—Bueno, pues en tal caso —dijo Hogaza—, vamos a intentarlo, a ver si lo conseguimos.

—Una cosa —dijo Rigg—. Yo también he estado pensando. No tienes por qué venir, Hogaza.

—Y yo te digo que no tengo por qué hacer nada que no quiera.

—Piensa en Goteras —dijo Rigg—. Te espera en casa. Una vez que crucemos al otro lado, no sé si podremos regresar.

—Goteras es como mi corazón o mi cerebro —dijo Hogaza—. No me imagino la vida sin ella. Pero también me conoce. Sabe que siempre que me marcho de casa existe la posibilidad de que no vuelva. Lo sabía cuando me envió aquí con vosotros. Así que si os acompaño y, si por cualquier razón, no puedo regresar, llorará y se preguntará qué ha sido de mí, pero seguirá adelante. Construirá una vida para sí misma en ese pueblo que lleva su nombre. Uno de los dos debe morir antes que el otro. Así es la vida. ¿Entiendes a qué me refiero?

Olivenko entendía lo que estaba diciendo, pero le costaba creer que un hombre dijera una cosa así en serio. Simplemente, no pensaba dejar que sus sentimientos por la mujer que amaba le impidieran hacer lo que estaba decidido a hacer.

Como un verdadero soldado.

«Como yo», pensó Olivenko.

—Yo también voy con vosotros —dijo Olivenko.

—No, de verdad —dijo Rigg—. Lo único que necesitamos es que nos ayudes a salir de la ciudad.

—Dentro de media hora, aproximadamente, me declararán ausente sin permiso —respondió Olivenko—. Para cuando estéis a salvo fuera de la ciudad, será mejor que yo esté con vosotros y no regrese nunca, porque seré un desertor. Y a los desertores los cuelgan.

—Pues entonces no puedes venir con nosotros —dijo Rigg—. Sólo dame algunos consejos para…

—¿Estás de broma? —respondió Olivenko—. Vi morir a tu padre tras cruzar el Muro, joven Rigg. Y desde aquel día, sólo he deseado una cosa: haberlo acompañado. Tal vez hubiera podido salvarlo.

—No eras más que un niño entonces, el pupilo de un sabio —dijo Rigg—. ¿Qué podrías haber hecho?

—¿Por qué crees que me hice soldado? —dijo Olivenko—. Para estar preparado si alguna vez volvía a ser necesario.

—Nunca me han gustado los desertores —dijo el viejo soldado.

—Pues por mí puedes meterte tu opinión donde te quepa —dijo Olivenko—. Porque no estoy desertando. Simplemente, ellos lo pensarán así.

—¿Y qué es lo que estás haciendo, entonces? —preguntó Param.

—Seguir al príncipe y la princesa de la casa real al exilio —dijo Olivenko.

—Ah —dijo Hogaza—. En ese caso está bien.

23

EL CARROMATO

Tres años después de que se sellara la cámara de hibernación sobre el cuerpo inerte de Ram, la recopilación de un amplio catálogo de ADN de las formas de vida nativas de Jardín estaba completa. Y también su hibernación. La fauna y la flora del planeta se reintroducirían en los océanos y los pequeños continentes aislados tras la extinción.

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