Pathfinder (63 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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Los prescindibles no hablaban entre sí. Sus dispositivos de comunicación analógicos estaban reservados para su uso con los humanos. Ellos mantenían una conversación constante a nivel digital en la que compartían experiencias y conclusiones como si cada uno de ellos estuviera dentro de la mente de los demás.

A los ordenadores de las naves no les molestaba —ni tampoco lo contrario— que la última orden de Ram hubiera sido que obedecieran a los prescindibles. A ellos no les importaba la identidad de quien diese las órdenes. Ni tampoco a los prescindibles. Pero la programación profunda de éstos les imponía una misión que ni siquiera Ram podría haberles obligado a abandonar y, para llevarla a cabo, no podían estar sometidos al razonamiento mecánico de los ordenadores de las naves.

No era un problema de ego. Ninguna de las entidades mecánicas llamadas ordenadores o prescindibles tenía el menor interés en «salirse con la suya». No tenían opiniones ni deseos. Sólo tenían una programación, unos datos y unas conclusiones basadas en ellos.

Las diecinueve naves abandonaron sus órbitas cercanas a Jardín y se alejaron casi una unidad astronómica hasta situarse en una posición óptima. Luego configuraron sus campos de colisión con los niveles precisos de absorción, disipación, rigidez y almacenaje, y comenzaron a acelerar en dirección a Jardín.

No chocaron con el planeta simultáneamente. No, lo alcanzaron a intervalos y con ángulos cuidadosamente calibrados para que, una vez concluida la serie de colisiones, el eje de Jardín se inclinara lo suficiente para generar variaciones estacionales y su tiempo de rotación quedase reducido a poco más de veintitrés horas.

A diferencia de los meteoritos, que se vaporizaban parcial o completamente al chocar contra un planeta, las naves no resultaron gravemente afectadas en modo alguno por las colisiones, sólo notaron una brusca detención. E incluso esto quedó mitigado por los campos internos de cada una de ellas, que absorbieron la energía de la pérdida de inercia y la transmitieron más allá del campo magnético de Jardín.

Las colosales rocas arrancadas de la superficie por cada impacto regresaron enseguida a ella, pero ninguna logró atravesar dichos campos, que se alzaban como columnas justo encima de cada nave. El resultado fue que, al cobrar forma la nueva superficie de Jardín, había diecinueve cilindros de suaves lados que apuntaban desde cada nave hacia el cielo, en un ángulo que les permitía mantenerse constantemente alineados con una serie de satélites en órbita geosincrónica.

Entre tanto, un denso polvo había bloqueado por completo los rayos del sol y acabado con toda la flora de Jardín que había sobrevivido a la onda expansiva y las oleadas de calor provocadas por las colisiones. La mayoría de los animales que no habían muerto en el primer instante ni se habían asfixiado en los minutos siguientes, perecieron de hambre. En cuevas y en determinados valles aislados algunas especies de plantas y animales sobrevivieron. En el océano, muchas plantas y animales que podían sobrevivir con elevados niveles de luz y gran densidad de sedimentos siguieron viviendo.

Jardín no estaba muerto. Pero la mayor parte de su superficie había quedado despojada de vida visible.

—Lo primero que tenemos que hacer —dijo Olivenko— es conseguir mejor ropa. O peor, según se mire.

—Que lo hagan los príncipes —dijo Umbo—. Hogaza y yo vamos vestidos como es debido.

—No nos llames eso, por favor —dijo Rigg.

—Tiene razón —dijo Hogaza—. Quítate esa costumbre o nos causarás problemas.

—Perdón —dijo Umbo, un poco resentido.

—Vestís como privos —dijo Olivenko—. Lo digo en el mejor sentido de la palabra.

—Se supone que debemos parecer privos —respondió Hogaza—. Somos privos.

—Pero nunca podremos hacer que ella parezca una de vosotros —dijo Olivenko—. Podemos vestirnos como sus criados.

Rigg observó detenidamente a los demás, prestando atención a su lenguaje corporal.

—Escuchad —dijo Rigg—. Olivenko no se ha puesto al mando, simplemente nos está explicando cosas que ninguno de nosotros está en condiciones de saber.

—¿Quién ha dicho que me había puesto al mando? —preguntó Olivenko, inquieto.

—Nadie —dijo Rigg—. Todos contribuimos con lo que sabemos y hacemos lo que podemos. Olivenko conoce la ciudad mejor que cualquiera de nosotros.

—¿Tenemos suficiente dinero? —preguntó el soldado—. Porque yo no tengo ni para comprarle zapatos a un cojo.

—Tenemos suficiente —respondió Hogaza.

Param se limitaba a permanecer junto a Rigg, con los ojos en el suelo y expresión tímida. Ésa había sido su estrategia de supervivencia en la casa de Flacommo. Y Rigg pensó que seguía siendo el mejor de los disfraces. Nadie sabía qué aspecto tenía la princesa. Nadie la había visto en público desde hacía mucho, mucho tiempo. Y nadie esperaría que una princesa se comportara con tanta timidez.

Y a Rigg, Padre le había enseñado a actuar en función de las circunstancias. Sabía cómo llamar la atención e imponer su presencia a los demás. Y podía desaparecer, hasta el punto de que era difícil fijarse en él aunque estuviese solo con otra persona en una habitación. «La gente te trata como esperas que te traten», le decía Padre. Rigg había replicado en su día que, como trabajaban sobre todo con animales, esto no tenía demasiada importancia. Ahora se preguntaba si Padre lo habría previsto y planeado todo desde el principio.

—Nos vendría bien un mapa —dijo.

—Yo conozco el camino al Muro —replicó Hogaza.

—Tampoco es muy complicado —dijo Olivenko—. Vayas en la dirección que vayas, acabarás encontrándote con él.

—Pero dentro de poco saldrán en nuestra persecución —dijo Hogaza—. Tenemos que salir de la ciudad hoy mismo. Cuando se enteren de que nos hemos marchado, ¿cuánto tardarán los hombres del general Ciudadano en localizarnos en el camino? No parece que la señorita esté lista para una larga persecución.

—Lo que necesito —dijo Rigg— es un sitio en el que la superficie no haya cambiado de nivel en los últimos once mil años.

—Oh, ¿existen mapas con esa información? —preguntó Hogaza.

—Necesito un terreno sin ríos y llano. Cubierto de hierba y sin árboles, si puede ser. Con tan pocos árboles como sea posible.

—Se me ocurren algunos sitios que podrían servir —dijo Hogaza.

—¿Cuál es el más cercano? —preguntó Rigg.

—Está muy al sur de aquí.

—¿Recordáis Umbo o tú las fronteras que vimos en aquel globo de la Torre de O? —preguntó Rigg—. No queremos terminar en el mismo cercado en el que mataron a Knosso.

Hogaza se detuvo y cerró los ojos unos instantes.

—Está muy al sur de los límites del siguiente cercado. No será el mismo.

—Bien —dijo Rigg—. Sus habitantes no son… amistosos.

—No quieran los santos que vayamos a un sitio donde la gente no sea amistosa —dijo Umbo.

—Nos basta con que sean lo bastante amistosos como para no matarnos nada más vernos.

Habían reanudado la marcha y al poco tiempo llegaron a la tienda que estaba buscando Olivenko.

—Nunca he comprado nada aquí —dijo—. Pero la ropa es buena… aunque no esté hecha a medida. No tenemos tiempo para encargarla.

Explicaron al tendero lo que querían. «Ropa de viaje, resistente y práctica, para todos nosotros».

El tendero los miró de arriba abajo, prestando especial atención a las diferencias entre Hogaza y Umbo, por un lado, y Rigg y Param, por otro.

—No queremos llamar la atención en los caminos —dijo Rigg—. Ellos dos se han pasado un poco, en mi opinión. —Señaló a Umbo y a Hogaza.

—Y vosotros os habéis ido al lado contrario —respondió el tendero.

—No queremos parecer tan pobres como para que los posaderos se nieguen a alojarnos ni tan ricos como para tentar a los ladrones.

El tendero soltó una risotada parecida a un ladrido.

—Con dos soldados como ésos con vosotros, habría que ser muy valiente para intentar robaros.

—Tampoco queremos parecer soldados —dijo Olivenko.

El tendero volvió a mirar a los dos adultos arriba y abajo.

—Pues os deseo suerte. No tengo ropas mágicas que hagan parecer elegantes y sofisticados a sus propietarios.

—¿Y algo que me haga parecer más alto? —preguntó Umbo.

—Para eso sí tengo algo… si no te importa utilizar unos zapatos con mucha suela.

Tardaron una hora, pero salieron de allí con ropa razonablemente bien confeccionada y cómoda. Parecían gente acomodada, pero tampoco en exceso. Una familia de mercaderes, quizá.

—Bueno, ¿quiénes somos? —preguntó Olivenko una vez en la calle—. Soy demasiado joven para pasar por padre de ninguno de vosotros. Y tú, amigo, no te ofendas, pero eres demasiado viejo.

—Pues hasta ahora nos ha ido bastante bien —dijo Hogaza.

—Hogaza es mi padre y el de Param —dijo Rigg—. Y Umbo es tu sobrino del curso alto, a quien mandaron a Aressa Sessamo para recibir educación bajo tu supervisión.

—Oh, sí, seguro que engaño a todo el mundo con eso —dijo Umbo.

—He dicho que ibas a recibir una educación, no que la hayas recibido —dijo Rigg, sonriendo. Pero la sonrisa no obró el efecto deseado. Umbo parecía un poco enfadado y Param estaba volviéndose más taciturna por momentos. Puede que estuvieran incómodos con su nueva ropa. O puede que aterrados por lo que los esperaba.

—Mirad —dijo Rigg—, sé lo que os estoy pidiendo. Sólo dos de nosotros estamos realmente en peligro. Pero no podemos ponernos a salvo, si es que tal cosa es posible en este lugar, sin el resto de vosotros. Especialmente sin ti, Umbo.

—¿Acaso me he quejado? —preguntó éste.

—Sólo estaba pensando que quizá preferirías…

—Deja de disculparte por estar vivo —dijo Umbo—. ¿No sabes quiénes son tus amigos? ¿No sabes lo que es la amistad?

—No parecías muy feliz.

—No estoy feliz —dijo Umbo—. No me fío de este sujeto. Trabaja para la guardia urbana y le estamos confiando nuestras vidas.

—Ya llega tarde a su puesto… Mañana será un desertor —dijo Rigg.

—Salvo que esté de servicio en este mismo momento —dijo Umbo.

—Sois vosotros los que habéis acudido a mí —dijo Olivenko, poniéndose tenso.

—Mi padre se fiaba de él… Mi padre de verdad.

—Y mira cómo terminó —dijo Umbo—. Muerto y bien muerto.

Rigg observó a Olivenko mientras trataba de calmarse. Decidió no intervenir y dejar que Olivenko se encargara de ello por sí solo.

—No me conoces —dijo Olivenko—, pero quería a su padre y lamenté su muerte más que nadie.

—No más que yo —dijo Param en voz baja.

—Pero nadie te vio llorar —dijo Olivenko—. De modo que, ¿cómo puedo saberlo? Lo único que puedo decir es que con el tiempo veréis quién soy y yo quiénes sois vosotros. Ahora mismo me fío de vosotros porque Rigg lo hace. Estoy arriesgando la carrera y el cuello, el futuro entero, por vosotros. Rigg os pide que hagáis lo mismo por mí. ¿Se ha equivocado en otras ocasiones al juzgar?

—Sí, me he equivocado —dijo Rigg—. Confié en mi madre.

—No, no lo hiciste —dijo Param.

—Bueno, no del todo. Pero quería creer en ella.

—¿Y te pasa lo mismo con Olivenko? —preguntó Hogaza—. ¿Quieres creer en él?

—No —dijo Rigg—. Nunca se me ocurrió que uno de mis guardias podía ser alguien… una persona con la que pudiera hablar. Pero nos hicimos amigos durante el tiempo que pasé en la biblioteca. Y no porque él intentara ganarse mi confianza.

—Eso sólo significa que se le da realmente bien su trabajo —dijo Umbo.

—No se puede ser tan cínico a tu edad —dijo Hogaza.

—Cuando lleguemos al otro lado del Muro —dijo Rigg— voy a necesitaros a todos. Todos nos necesitaremos mutuamente. Pero si no podemos trabajar juntos, no creo que tengamos muchas probabilidades de conseguirlo.

Se miraron unos a otros, luego miraron al suelo y al fin volvieron a mirarse a los ojos.

—Vamos a salir de la ciudad —dijo Param—. Ya habrá tiempo de sobra para aclarar las cosas entre nosotros una vez en el camino.

En las afueras, contrataron un cochero y un coche con un tiro de cuatro caballos.

—El bolsón no es inagotable —refunfuñó Hogaza, pero Rigg vio que quedaba dinero suficiente. También compraron algunas cosas que necesitaban: provisiones, tiendas, pellejos de agua, herramientas, algunas armas… Nada raro para un grupo de viajeros que pensaba adentrarse en tierra inhóspita. Uno de los vendedores les advirtió que si iban a un lugar en el que el gobierno no se encargaba del mantenimiento de los caminos, les convenía llevar ruedas y ejes de repuesto.

—Y un quinto caballo para el tiro, atado detrás del carromato —dijo—. En un mal camino, ni el mejor carruaje dura para siempre y podría ocurrir que tengáis que dejarlo en algún momento. Si llega el caso, necesitaréis un quinto caballo.

—Y ahora querrás vendernos las sillas de montar.

—Son vuestras nalgas y vuestros muslos los que sufrirán las consecuencias —dijo el hombre con crudo cinismo—. Lo que necesitáis no es tanto las sillas como los estribos. Sobre todo si los caballos deciden ir al trote, que es lo que más les gusta hacer a los buenos caballos de tiro.

Rigg no sabía muy bien de qué estaba hablando. Apenas había cabalgado en toda su vida, salvo la vez en que lo subieron a un viejo penco cuando era un niño.

—Ojalá pudiéramos ir por el río —dijo.

—El río no llega al sitio adonde vamos —dijo Hogaza.

Y entonces los dos se dieron cuenta de que posiblemente habían hablado de más delante de un desconocido. Un día o dos más tarde, los hombres del general Ciudadano lo interrogarían y sabrían que no volvían a su tierra.

Y lo que es peor, el hombre vio la mirada que intercambiaban y que revelaba que se arrepentían de lo que habían dicho, así que las palabras quedarían grabadas a fuego en su memoria. Lo único que podrían hacer para empeorar las cosas era pedirle que no se lo contara a nadie. Casi con toda certeza, así conseguirían que fuese a buscar a la guardia en cuanto se hubieran marchado.

Pero quizá pudieran darle otra razón para aquella mirada.

—Lo que nos estamos preguntando —dijo Rigg— es si tenéis un mapa. Vamos a un país que no conocemos.

—No vendo mapas —respondió el hombre—. La mayoría de la gente sabe adónde va. Los mercaderes se intercambian los mapas y la información entre sí. Los demás van a sus casas. Conocen los caminos y saben por dónde pasan.

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