Authors: Orson Scott Card
Al día siguiente no dijo nada a Hogaza sobre sus sueños y sus preocupaciones y menos aún sobre sus planes. Por la tarde birló un poco de pan y queso de la cocina y los guardó en su cuarto, porque no pensaba cenar con ellos aquella noche. Para no confundirse a sí mismo con la cuestión de si podía enviar un mensaje al pasado sin haber asistido antes a su recepción, decidió no estar presente en el sitio en el que se recibiría.
Así que, con la excusa de tener una pequeña jaqueca que sólo necesitaba un poco de sueño para curarse, se fue a su cuarto. Mientras se comía el pan y el queso lamentó no haberse llevado algo de agua o de cerveza. Pero mantuvo su propósito de no abandonar el dormitorio y esperó a que se hiciera el silencio en la casa. Cuando el silencio y la oscuridad fueron totales, bajó por la escalera a la tenue luz de las estrellas y el plateado Anillo, que se colaba por las ventanas y claraboyas, y luego atravesó el pasillo a oscuras sin guiarse más que por el tacto.
Entró en el cuartillo contiguo a la cocina donde Hogaza y Goteras debían de haber tomado la cena a solas —tarde, como siempre, una vez servidos todos los huéspedes—. No había nadie y la habitación estaba totalmente a oscuras, aparte del parpadeo del fuego de la cocina.
Sólo entonces, al pensar dónde estarían sentados Goteras y Hogaza, comenzó a comprender la cantidad de problemas que tenía su plan. Porque aunque se hubiera ausentado durante la cena, lo que estaba absolutamente claro era que si hubieran recibido el mensaje —el que tenía pensado transmitir al pasado en aquel momento—, habrían subido a su dormitorio y lo habrían despertado para decirle que lo había conseguido.
«Salvo que les diga que me dejen dormir hasta mañana por la mañana. Ése debe ser mi mensaje, que se vayan a dormir con normalidad y no me despierten hasta por la mañana.»
Contento de haber resuelto las contradicciones, Umbo cerró las puertas de la habitación y entró en el trance de la aceleración.
—No me despertéis hasta mañana —susurró con tono suplicante, mirando en dirección a la silla vacía donde Goteras solía sentarse. Luego lo repitió, pero esta vez sumido en el trance de manera más superficial. Al menos ésta fue su intención. Lo repitió una y otra vez. En ningún momento vio el menor rastro de Hogaza y Goteras, ni oyó absolutamente nada, pero aun así lo intentó en todos los niveles del trance, pensando que era posible que la profundidad de éste determinase lo mucho que se remontaba en el tiempo.
Exhausto y con la cabeza embotada por la falta de sueño y la concentración, ya susurraba más por agotamiento, que por deseo de hablar bajo. Se le ocurrió la idea de variar ligeramente el mensaje para saber en qué nivel del trance lo habían visto, pero al final la abandonó, porque ¿cómo iba a recordar a qué «profundidad» se encontraba en el momento de transmitir un mensaje en particular?
Pero cuando pensó que había terminado y podía volver a su cuarto, no lo hizo. Lo que hizo fue sentarse en una silla y frotarse los ojos. Y supo, sin saber cómo ni por qué, que había fracasado. Había estado hablando solo.
Allí sentado, cada vez más cerca del sueño, pero sin dejar aún de tratar de acelerarse, se sumió en un trance aún más profundo —o soñó que lo hacía— y, esta vez, al decir su mensaje, al hablar desde el otro lado de la mesa a sus dos amigos, alargó las manos y soñó —¿o no fue un sueño? — que sentía sus manos en las suyas y oía sus voces cuando le decían que harían lo que les pedía.
—Entonces venid aquí después de que anochezca —dijo— y llevadme a la cama, porque estoy agotado. —Dicho lo cual, cerró los ojos y se sumió, no en un trance mayor, sino en un sueño tan profundo que se dejó caer sobre la mesa y durmió con la cabeza sobre los brazos.
Y entonces despertó, porque Goteras estaba sacudiéndolo suavemente mientras le decía:
—Despierta, Umbo, vete a la cama. ¿Por qué duermes sentado a la mesa?
Por un momento, Umbo pensó que esto significaba que su sueño había sido cierto.
—¡Has venido, como te pedí! —dijo con una voz que era aún un susurro ronco.
—¡Pareces una rana croando! —dijo Goteras con tono alegre—. Pobrecito, estás realmente malo. Como mínimo es un resfriado y tienes la nariz y la garganta llena de mocos, que es lo que pasa cuando bajas la escalera y te quedas dormido en una casa fría sin una manta y sin apenas una mala camisa encima.
No había recibido ningún mensaje, ninguno en absoluto.
«Tendré que volver a intentarlo», pensó.
Pero a la noche siguiente no intentó nada. Pasó todo el día atareado, no tratando de retroceder en el tiempo, sino ayudando a Hogaza a reparar cosas diversas en la posada y yendo al mercado a comprar la comida que necesitaban para alimentar a los huéspedes, y haciendo cualquier otro recado que le pidieran, mientras trataba de no quedarse dormido por culpa de la falta de sueño.
Nada más terminar de cenar, subió a su habitación y cayó dormido casi al instante.
Y como la noche anterior, las manos de Goteras lo despertaron.
No. Las manos de Goteras y las de Hogaza. Estaba en su cuarto y seguía siendo la misma noche, porque se oía el ruido de los invitados en el salón, cantando canciones con sus voces cascadas y lubricadas por la cerveza.
—¡Lo has conseguido! —dijo Hogaza—. ¡Has aparecido en la mesa, allí sentado, con las manos estiradas hacia nosotros! Y te las hemos estrechado, muchacho.
Umbo sintió un cálido acceso de satisfacción.
—¿Qué he dicho? ¿No os dije que no me despertarais?
—No, dijiste que debíamos despertarte y llevarte a la cama.
—Eso es —dijo Goteras.
—Pero como ya estabas aquí… o bueno, nosotros creíamos que estabas, al menos, hemos subido a comprobarlo. ¡Y teníamos que decirte que ha funcionado!
Pero no lo había hecho.
—Ese mensaje lo dejé anoche. Por eso estaba sentado en la mesa de la cocina. Así que no he ido al pasado, sino al futuro. A esta noche. Anoche dejé el mensaje que habéis recibido esta noche. —Embargado por la desesperación, Umbo se dio la vuelta y se quedó mirando la pared.
—Serás tonto… —dijo Hogaza, no sin afecto—. ¿Crees que eso es un fracaso? Ahora mismo da igual que hayas ido al futuro o al pasado. ¿Has saltado unas cuantas horas hacia el futuro? ¡Eso quiere decir que has conseguido viajar en el tiempo!
Y ahora que lo pensaba, expuesto de aquel modo por Hogaza, era un signo alentador.
—De acuerdo —dijo Umbo mientras se volvía de nuevo, pero con los ojos todavía cerrados—. Como me habéis visto sentado a la mesa y me habéis tocado las manos, sé exactamente cuál de mis intentos es el que ha funcionado. Era distinto a los otros. Estaba aturdido por la falta de sueño y tan profundamente sumido en el trance que me sentía como si no fuese a encontrar nunca el camino de regreso. No sabría decir cuándo crucé la frontera entre ese estado y el sueño. Pero los demás intentos no dieron el menor fruto.
—Como no sea así, nos vamos a seguir encontrando fantasmas tuyos dejándonos absurdos mensajes el resto de nuestras vidas —dijo Goteras.
—Tengo que aprender a enviar mensajes al pasado… y en el momento justo.
Hogaza se echó a reír.
—Ni siquiera estás despierto. Pero mañana seguiremos intentándolo hasta que consigas mandar uno en la dirección correcta. Quizá podríamos elegir un sitio donde puedas escribir mensajes en la tierra.
—No creo que funcione —dijo Umbo—. No pudisteis oír mi voz, ¿verdad? Sólo pudisteis verme.
—Y cogerte las manos —dijo Goteras—. ¿No sentiste que te cogíamos las manos?
—Sí, así es —admitió Umbo—. Y pude oler la cocina.
—Claro —dijo Hogaza—. Como que estabas en la cocina.
—Me refiero a que pude oler la cena como si estuviera recién hecha. Ahora lo recuerdo, aunque pensé que era un sueño.
—Sabemos que puedes escribir un mensaje en la tierra, Umbo —dijo Hogaza— porque pudiste desenterrar cierta bolsa que yo me sé y luego volver a enterrarla sin que nadie se diera cuenta de lo ocurrido.
—¿De qué bolsa estás hablando? —preguntó Goteras.
—De la de las piedras —dijo Hogaza—. Cuando arrestaron a Rigg, volvimos y la sacamos. Sólo que, según parece, nuestro amigo Umbo había vuelto desde el futuro para hurgar en mi pequeño escondite y sacar la más grande de ellas de la bolsa.
—Eso podría haberlo hecho cualquiera —dijo Goteras.
—Una persona en sus cabales se habría llevado la bolsa entera —dijo Hogaza.
—No puedo haberlo hecho yo —dijo Umbo con tono lastimero—. Sólo puedo viajar en el tiempo en dirección al futuro. Cosa que no sirve de nada, dado que todo el mundo termina en el futuro de todas maneras.
—Todas las historias de fantasmas… —dijo Goteras—. Probablemente se trate de gente como tú. Caminan junto a una casa y están tan cansados que, accidentalmente, entran en ese trance del que hablas y, sin darse cuenta, dejan detrás una imagen de sí mismos… o incluso la realidad de ellos mismos, dado que se puede tocar y se puede oler, que se proyecta hacia el futuro, de modo que la gente de dentro de varias décadas verá al fantasma haciendo sus cosas. Puede que lo hagan sin darse cuenta.
—Si son como yo —dijo Umbo—, entonces saben lo que están haciendo.
—Oh, ¿conque ahora sabes lo que estás haciendo? —preguntó Hogaza—. ¿No eras tú el que pensaba que estaba enviando mensajes al pasado, pero en realidad los ha mandado al futuro sin darse cuenta?
—Dejadme volver a dormir —dijo Umbo—. Estoy tan cansado que podría morirme.
—Pero recuerda esto cuando despiertes, Umbo —dijo Hogaza—. Lo has conseguido. Has conseguido viajar en el tiempo.
—Sí, lo he hecho, ¿verdad? —dijo Umbo. Y entonces volvió a quedarse dormido y soñó, pero esta vez con su hermano, de pie al borde de las cataratas.
Sintió entonces que, en la parte de él que sabía que aquello era un sueño, se formaba una pregunta insistente: «¿Por qué no puedo volver atrás en el tiempo y salvar la vida a mi hermano? Si puedo hacerlo para salvar el dinero de Rigg, ¿no podría volver, hablar con Kyokay y salvarlo antes de que se caiga por las cataratas?
»Puede que lo hiciera —pensó mientras volvía a sumirse en el sueño—. Puede que lo haga, pero dentro de varios años, cuando sea mayor. Puede que sea el hombre al que Rigg creyó haber empujado.
»Imposible.
»Ojalá.»
Volvió a quedarse dormido.
LOS GRILLETES
El prescindible y los ordenadores realizaron los cálculos en una o dos horas.
—Si tus extravagantes e inverificables deducciones resultaran ciertas —dijo el prescindible—, entonces sí, la turbulencia del espacio-tiempo podría haber provocado que las diecinueve versiones de la nave se remontaran once mil años en el pasado al cruzar el pliegue, pero con la diferencia de tiempo justa entre cada tránsito para no solaparse y no destruirse unas a otras.
—Así que podría haber, no una sino diecinueve versiones de esta nave, su tripulación y su equipo, incluidos vosotros, con todos vuestros encantos, y yo mismo, su piloto, avanzando hacia el planeta objetivo para colonizarlo.
—O podría no haberlas —respondió el prescindible.
—Oh, pero es demasiado delicioso para no ser cierto.
—La poesía no influye en la realidad —dijo el prescindible.
—Pero la elegancia de la realidad sí que es poética —dijo Ram.
—Supongamos que tienes razón —dijo el prescindible—. ¿Y entonces?
—Entonces me sentiré mejor mientras paso el resto de mi vida sin poder hacer nada que tenga sentido.
—Tendrás tiempo para leer todos esos libros que nunca has podido leer.
—Creo que no tendré tiempo de leer nada —dijo Ram—. Creo que sólo viviré hasta llegar al lugar en el que se construyó la nave. Sólo la estructura que vemos ahora a nuestro alrededor está retrocediendo en el tiempo. Cuando lleguemos al lugar en el que se construyó, será deconstruida.
—Y podremos salir.
—¿Cómo? —preguntó Ram—. Tendríamos que subirnos a una lanzadera que nos llevara a la superficie de la Tierra. Pero no hay ninguna que se mueva en el mismo sentido temporal que nosotros.
—Tampoco hay ninguna estrella que se mueva en nuestra dirección —dijo el prescindible— y aun así podemos ver las estrellas.
—Interesante dilema —dijo Ram—. Es crucial que te quedes a ver lo que sucede.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Continuaré el viaje hasta encontrar una manera de mandarles un mensaje a las versiones de mí que crucen el pliegue hacia el pasado para que se ocupen de su decimonovena duplicación.
—¿Y cómo pretendes hacerlo? —preguntó el prescindible.
—Grabándolo en el metal de la nave, en algún lugar que vayan a ver con toda certeza, pero no hasta después de haber cruzado el pliegue.
—Al margen del lugar en el que decidas grabar tu mensaje —dijo el prescindible—, el hecho de que no esté ya allí cuando comiences a hacerlo demuestra que no puedes hacer nada que cambie los objetos que se desplazan en el sentido normal del tiempo.
—Lo sé —dijo Ram—. Por eso lo vas a hacer tú.
—Eso no cambiará nada.
—Con los ojos cerrados —dijo Ram—. Para que no puedas ver con antelación que no ha funcionado.
Rigg y el Gritos, maniatados por las muñecas y los tobillos, estaban sentados en sendos taburetes del camarote mientras el barco descendía por el río. La corriente los transportaba, así que el barco no se balanceaba por los empujones de las pértigas. Sólo cabeceaba en un sentido u otro cuando las pértigas entraban en acción para apartarlo de algún obstáculo, un escollo, un banco de arena, un islote u otra embarcación. Incapaces de ver nada, Rigg y el Gritos no podían prepararse para estos cambios de dirección, así que lo que hacían era permanecer preparados en todo momento, para no chocar entre sí ni caerse de los taburetes.
Durante las primeras horas, el Gritos no pronunció palabra, cosa que no incomodó en modo alguno a Rigg. Tenía práctica en guardar silencio y obligar a los demás a hablar primero. Y a juzgar por el odio crudo que podía ver y percibir en la rigidez de la expresión corporal y facial del Gritos, los latidos de su corazón y el calor que emanaba a pesar de estar empapado de la cabeza a los pies, cuando el hombre rompiera el silencio, no lo haría de manera amistosa.
Pero puede que sí de manera reveladora. El general Ciudadano poseía un autocontrol fruto de la práctica, que le permitía revelar sólo lo que deseaba. El Gritos, a juzgar por su nombre, no poseía tal virtud, salvo quizá delante de sus superiores. De no ser así, nunca habría llegado a oficial. Sin embargo, con él, Rigg podía averiguar más cosas sobre el general Ciudadano, y quizá hacerse una idea de cuáles de las cosas que había dicho eran ciertas. Hasta existía la posibilidad de que pudiera topar con algún dato que lo ayudara a escapar, si en algún momento decidía hacerlo. Y quizá pudiera convertir al Gritos en un aliado, o al menos en una herramienta.