Authors: Orson Scott Card
—Te alegrará saber —dijo el general mientras cerraba la puerta tras de sí— que tu amigo «Hogaza», si es que realmente se llama así, ha sido capturado y lo han traído aquí de nuevo, así que nuestra pequeña compañía vuelve a estar completa.
Rigg no permitió que las emociones afloraran a su rostro. Lo cierto era que no sabía qué sentir, salvo decepción. Y ni siquiera del todo, porque cabía la posibilidad de que Hogaza se hubiera dejado capturar. Le costaba creer que hubieran podido detenerlo si él no lo deseaba.
Para cambiar de tema y no hablar de nada importante, Rigg dijo:
—Conozco vuestra graduación, señor, pero aún no vuestro nombre.
Estaba sentado a la mesa frente al general, en la estrechez del camarote del capitán. En el exterior se oía el ruido que hacía la tripulación al preparar el barco para la partida.
El general se volvió hacia él con una sonrisa.
—Ah, de modo que cuando estás solo, observas las normas de la buena educación.
—Al contrario que vos, que continuáis sin decirme quién sois.
—Pensaba que guardabas silencio casi todo el rato porque estabas aterrorizado. Ahora veo que, como miembro de la realeza, lo que pasa simplemente es que no te dignas hablar con gente de baja estofa.
—No he sucumbido a la arrogancia al convertirme en un hombre de dinero y en cuanto a ser miembro de la realeza, no tengo ni la menor idea de cómo se comportarían este tipo de personas si aún existieran bajo la República Popular.
—Sabes perfectamente que la Revolución no fue cruenta. La familia real continúa con vida.
—Creía que habíais dicho que yo estaba muerto y que los que no están muertos ya no forman parte de la realeza.
—Ya no tienen el poder, si te refieres a eso —dijo el general—. En cuanto a mí, puedes llamarme por mi rango militar, que es «general», o por mi condición como civil, que es «ciudadano».
—Si la familia real ya no es real —dijo Rigg—, ¿qué ganaría yo haciéndome pasar por uno de sus miembros?
—Eso es lo que pretendo averiguar —dijo el general—. Por otro lado, puede que seas el necio ignorante que finges ser. Aunque también te has comportado con bastante astucia, tanto antes de conocernos como después, lo que quiere decir que has recibido una educación muy esmerada.
—Mi educación fue muy esmerada, sí —dijo Rigg—. Yo mismo no sabía hasta qué punto, puesto que la mayor parte de ella me pareció inútil hasta que descubrí que no lo era… pero mi padre insistía siempre en que aprendiera un montón de cosas.
—¿Te enseñó finanzas y no Historia?
—Me enseñó mucha Historia, pero ahora me doy cuenta de que descartó la mayor parte de la Historia reciente del mundo dentro del Muro. Estoy seguro de que tenía una buena razón para proceder así, aunque en este momento lo encuentro muy inconveniente.
—Hablas de manera muy elegante, como corresponde a un miembro de la realeza.
—Padre me enseñó a hablar así, aunque nunca utilicé esta forma de hablar con nadie que no fuese él. Ahora la utilizo porque vos lo hacéis y porque me sirvió para intimidar a Tonelero.
—No lo bastante, según parece —dijo el general.
Rigg no quería seguir hablando de Tonelero.
—Alguien me dirá vuestro nombre más tarde o más temprano, si vivo lo suficiente. Y si no, me iré a la tumba sin conocer tan terrible secreto.
—No pretendía ser esquivo —dijo el general—. En tiempos de la Revolución, mi familia decidió renunciar a su apellido, demasiado preeminente, y adoptar el de «Ciudadano». Así que realmente soy el general Ciudadano. Sin embargo, parece que lo que quieres saber es mi nombre de pila, aunque te advierto que sería una grosería utilizarlo si no eres de sangre real. Soy Haddamander Ciudadano.
—Es un placer conoceros, señor —dijo Rigg—. Y, salvo que mi padre fuese un embustero, yo soy Rigg Sessamekesh.
—Pero ya habíamos decidido que tu padre era un embustero, puesto que si en verdad te llamas Rigg Sessamekesh, el hombre que te lo dijo no era tu padre. Y si era tu padre, entonces tu nombre no puede ser ése.
Al parecer, el general estaba repitiendo las mismas preguntas que durante su anterior paseo hasta el puerto, para ver si las respuestas de Rigg cambiaban. Pero como todo lo que le había contado era la pura verdad —salvo el número de las piedras— no era difícil ceñirse a la misma historia.
—No sé cuál de las dos cosas es verdad.
—Siento la tentación de creerte —dijo el general—. Pero debes ver el compromiso en el que me pones. Si de verdad eres Rigg Sessamekesh, eres de sangre real, hijo único de la mujer que, si aún tuviéramos una casa real, sería la reina, y de su fallecido consorte, Knosso Sissamik, que encontró la muerte en el Muro.
—En cualquier caso, pues, mi padre está muerto —señaló Rigg—. Aunque si soy de sangre real, es ilegal que posea nada de valor.
—No, lo ilegal es que los miembros de la familia real posean cualquier cosa, al margen de su valor, incluida la ropa que llevan o incluso su propio cabello. Si lo dudas, te contaré que, de vez en cuando, se admite que algunos ciudadanos les afeiten la cabeza y se lleven su pelo.
—¿Y también su ropa?
—Todo lo que deseen —dijo el general—. Al menos en teoría. Sin embargo, en los últimos años, tras el escándalo sucedido la vez en que Param Sissaminka fue desnudada por el vulgo al poco de haber entrado en la pubertad, los tribunales han establecido que, dado que la ropa que llevan los miembros de la llamada realeza es prestada, sólo el propietario legítimo de ésta tiene derecho a exigir su entrega. Cualquier otro que lo haga es un ladrón y debe ser castigado como corresponde. Esto contradecía la jurisprudencia anterior, según la cual, la indumentaria de los miembros de la realeza les pertenecía a ellos, por lo que se les podía arrebatar. Los tiempos cambian. El Consejo de la Revolución responde, aunque sea con lentitud, a la voluntad de la gente.
Rigg pensó en lo que le había dicho.
—La ropa que llevo es, con toda certeza, mía y, sin embargo, aún no me habéis despojado de ella.
—Como tu dinero y tus demás posesiones, tu ropa está temporalmente bajo nuestra custodia, así que de momento te permito utilizarla. Pero si no eres miembro de la familia real, la posesión de la piedra preciosa que querías vender es sumamente cuestionable, por lo que lo más probable es que se te acuse de posesión y venta de propiedad robada, así como de intento de suplantación de una persona de sangre real. El castigo combinado de estos delitos podría ser la pena de muerte, pero como eres joven y lo más probable es que hayas sido engañado en este asunto, lo lógico sería que se conmutara la condena por unos cuantos años de prisión… siempre que nos reveles quién te ha inducido a cometer los crímenes.
Rigg suspiró ante la repetición de la pregunta.
—Ya os lo he dicho. Encontré el nombre al mismo tiempo que conseguí la piedra, cuando la amiga a la que mi padre le había dejado la carta la abrió y la leyó. Ella no sabía nada sobre su contenido, aunque evidentemente sí sobre la piedra. Pero no conocía su valor ni su importancia histórica. Nadie los conoció hasta que intervino el señor Tonelero. Así que, si hay un engaño, ¿no forma el señor Tonelero parte de él?
—Él insiste en que está entre los engañados.
—Lógico, ¿no?
—Sí… pero desde luego la piedra era auténtica, así que él no ha timado a nadie.
—General Ciudadano —dijo Rigg—, he estado pensando en el resumen que habéis hecho de la situación y me he dado cuenta de que, pase lo que pase, perderé hasta el último penique que poseo. En un caso, lo perderé porque soy miembro de la familia real y estoy sometido a las leyes que se aplican a mi familia. En otro, lo perderé porque no soy miembro de la familia real y por tanto he cometido un crimen y como además no puedo denunciar a ningún conspirador, lo más probable es que me sentencien a muerte.
—Si te sirve de consuelo —dijo el general—, lo más probable es que a tus compañeros los torturen hasta la muerte primero, para averiguar la verdad. Si ninguno de ellos revela quiénes son vuestros compañeros de conspiración, ni nos ofrecen ninguna prueba que demuestre que no eres Rigg Sessamekesh, lo más probable es que, si no confiesas, insisto, te salven la vida.
Rigg se puso en pie de un salto.
—¡No! Eso es… eso es una maldad. ¡No puede ser legal! Ellos no han hecho nada malo. Umbo es un amigo de la infancia y ha venido conmigo porque su padre lo echó de casa. Y Hogaza sólo es un buen hombre, antiguo soldado y ahora posadero, que nos acompañó para protegernos durante el viaje. ¿Y van a morir a causa de eso?
—Pero muchacho, ¿es que no lo ves? La única prueba que tenemos de su inocencia es tu insistencia sobre ella… y aquí se trata precisamente de determinar si se puede dar crédito a tus palabras o no.
Sin decir una palabra más, Rigg saltó hacia la puerta del camarote, pero al tratar de abrirla, se encontró con que la mano del general, por encima de su cabeza, la mantenía cerrada.
—No pensarías realmente que iba a dejar que los advirtieras, ¿verdad? —preguntó.
Rigg volvió a sentarse y permaneció en silencio. Al menos, el dilema de su propia situación legal lo conocía. Pero lo que no sabía era cómo salvar a sus amigos. No podía ponerlos sobre aviso. Y aun así… sabía que Umbo tenía que vivir, al menos el tiempo suficiente para volver desde el futuro y advertirlo junto al carruaje, cerca de la Torre de O. ¿Acaso no significaba eso, no sólo que iba a sobrevivir, sino que estaría cerca de la Torre? Y Hogaza también debía estar vivo y con él, porque si no, ¿por qué el futuro Umbo iba a decirle que Hogaza debía ocultar el resto de las piedras?
No era posible que torturaran a Hogaza y a Umbo hasta la muerte. Y si lo era, entonces lo más factible era que lograran escapar en aquel mismo momento, mientras el barco seguía en el puerto.
Con una sacudida, la embarcación comenzó a moverse.
«Muy bien, entonces Umbo y Hogaza deben saltar y nadar hasta la costa.»
—Curiosamente, no pareces preocupado por la partida del barco —dijo el militar—. ¿Es que sabes algo que yo no sé?
—La partida del barco —dijo Rigg— no supone ninguna sorpresa. Había asumido que se produciría desde el mismo momento en que subí a bordo. Para eso sirven los barcos.
—Pero seguro que habías calculado que tus amigos tratarían de fugarse mientras estuviéramos en los muelles.
—¿Por qué estáis tan convencido de que había calculado eso?
—Porque el muelle es el único sitio en el que podrían confundirse entre la multitud, el único en el que podrían correr. Y a pesar de que se te da muy bien ocultar tus emociones, algo has revelado. Lo bastante para que lo detecte un jugador avezado de piedra negra.
—Pues entonces no se os da muy bien —dijo Rigg—. Porque os puedo asegurar que me he sorprendido cuando el barco ha empezado a moverse. Y si sabéis detectar emociones en una mesa de juego, habréis detectado ésa.
—Sorpresa, sí, pero no preocupación. Tu preocupación se ha disipado al instante.
—No creo que vayáis a matarlos realmente.
—Oh, puedes creerme, no lo haré.
—Me alegro —dijo Rigg, permitiéndose sentir un leve alivio.
—No intentes engañarme aparentando que estás aliviado. No puedes sentir alivio si no sentías tensión y tú no la sentías. Además, no voy a matarlos ni a torturarlos porque ése no es mi trabajo. El Consejo de la Revolución tiene especialistas que se encargan de la tortura judicial. Voy a llevarte allí y ellos te someterán a examen.
Rigg no permitió que las implicaciones de esta última frase —la posibilidad de que también a él pudieran torturarlo— lo alteraran demasiado.
—Me he estado preguntando por qué enviarían a un general a arrestarme. ¿Tan poco valor os atribuye el Consejo de la Revolución que os manda a encargaros de tareas triviales como ésta?
El general Ciudadano rompió a reír.
—Eres realmente ingenuo. Empiezo a creerlo de verdad. Porque si estás fingiendo, las cosas que finges no entender están… muy mal elegidas.
—De nuevo he de expresar mi ingratitud hacia mi padre por mi deficiente educación.
—La razón por la que me han enviado a buscarte es que he he hecho todo lo posible para conseguirlo. Y eso se debe a que existen controversias acerca del Imperio Sessamoto más antiguas y más profundas que el mero hecho de la deposición de la familia real y la toma del poder en el Mundo intramuros por parte del Consejo de la Revolución.
—No tengo ni la menor idea de lo que estáis hablando —dijo Rigg.
—Un decreto de Aptica Sessamin, abuela de la reina depuesta, establecía que sólo las mujeres podían gobernar el Imperio Sessamoto. Para dar mayor fuerza a su decreto, ordenó la ejecución de todos sus parientes masculinos. Esto acabó de raíz con numerosas conspiraciones para expulsarla a ella, una mujer, de la Radiante Tienda.
—¿La Radiante Tienda? —preguntó Rigg.
—Oficialmente, cualquier residencia real es la Radiante Tienda cuando el monarca legítimo se encuentra en ella. Aptica Sessamin asesinó a todos sus hijos varones, como ya te he dicho, y su hija y sucesora, Mutash Sessamin, sólo tuvo una hija, Hagia Sessamin.
—Hagia… La que podría ser mi madre, si es que lo es.
—Veo que sí conoces los nombres de la familia real…
—Claro que sí. Ahora —dijo Rigg—. Se lo he oído susurrar a la mitad de la gente con la que nos hemos encontrado. «Asegura que es el hijo de Hagia Sessamin.»
—Una respuesta inteligente —dijo el militar—. He tenido mucho cuidado de no mencionar su nombre, por si alguna vez se te escapaba. Pero sí, yo he oído los mismos comentarios, aunque no pensaba que tú lo hubieras hecho… No importa, no debo subestimar tu astucia ni tu capacidad de observación.
Rigg no respondió a esto de ninguna manera visible, pero a esas alturas ya sabía que para el general Ciudadano, el no mostrar ninguna respuesta era de hecho una respuesta.
—Así que cuando nació Rigg Sessamekesh, el primer vástago varón de sangre real desde la muerte de Aptica Sessamin, el mero hecho de que recibiera el sufijo «ekesh» ya fue objeto de honda controversia. Era el sufijo que se asignaba al primogénito varón en los tiempos en que los varones aún gobernaban. Hagia Sessamin aseguró que sólo significaba que era su primogénito. Como para entonces la Revolución se había asegurado de que no hubiera nada que pudiera heredar un vástago real, y menos aún uno masculino, el nombre no tenía ninguna relevancia desde este punto de vista. Pero otros pensaron que utilizó el nombre para fomentar las revueltas y restaurar el poder real. Y otros que lo que pretendía era repudiar la ley instaurada por su abuela, por la que la Tienda y la Piedra deben pasar de madres a hijas.