Authors: Orson Scott Card
—¿Crees que si, de verdad se trata de otros cercados —dijo Umbo—, podría haber gente en ellos?
—Hay puntos rojos, puntos blancos y líneas azules en todos ellos —respondió Rigg.
—Muchachos —dijo Hogaza—, no os hacéis una idea de lo ilegal que es esta conversación.
—Tú has estado en el Muro —dijo Rigg—. ¿Había gente al otro lado?
—Nadie llega hasta el Muro —dijo Hogaza—. Cuanto más te acercas, más crecen tu miedo, tu congoja y tu desesperación. Tienes que alejarte. Si no lo hicieras, te volverías loco. Nadie se acerca. Hasta los animales permanecen alejados… a ambos lados.
—Entonces, ¿sólo lo viste desde lejos? —preguntó Rigg.
—Patrullábamos por el borde, porque es un lugar en el que suelen refugiarse criminales, traidores y rebeldes: lo bastante cerca del Muro como para que nadie se les acerque, pero no tanto como para volverse locos. En cierto modo, es un castigo apropiado para ellos, vivir con el miedo, el pesar y la desesperación. Pero nuestro trabajo consistía en entrar en la zona del dolor y expulsarlos de allí. Para que no pudieran usarla como base de operaciones para aprovisionarse, realizar incursiones o reclutar más partidarios.
—Si al otro lado es igual —dijo Rigg—, la gente de allí tampoco se acercará al Muro. Así que no verán a nadie desde su lado y nosotros tampoco desde el nuestro.
Hogaza los obligó a acercarse agarrándolos por los hombros.
—Estáis hablando demasiado alto. Creo que ya sé por qué tu yo del futuro ha vuelto para advertiros.
—No —dijo Umbo—. Si nos hubieran arrestado por hablar, sólo habría tenido que decirnos a Rigg y a mí que mantuviéramos la boca cerrada.
—Bueno, eso ya os lo estoy diciendo yo —dijo Hogaza—. Lo más probable es que tu maestro viniese aquí y memorizara el mapa lo mejor que pudo. Seguro que fue así. Porque cualquier soldado, o al menos cualquier sargento u oficial superior, podría reconocer que se trata de un mapa. Y luego podría memorizarlo. Pero un soldado sabría que debía mantener la boca cerrada. Y nunca, jamás, hacer una copia sin autorización.
—¿Por qué? —preguntó Umbo.
—Porque —dijo Rigg, juntando las piezas, tal como Padre le había enseñado— el ejército no quiere que ninguno de sus enemigos tenga un mapa fidedigno del mundo.
—Exacto —dijo Hogaza—. Y ahora salgamos de aquí antes de que alguien se fije en que llevamos demasiado tiempo mirando el globo.
Pero Rigg no estaba dispuesto a marcharse, aún no. Observó los mapas de los otros dieciocho cercados y trató de imaginarse las ciudades. En uno de ellos, el que se encontraba justo al norte del suyo, se encontraban en medio del azul, el color que debía representar el océano y los ríos que lo alimentaban. Éste cubría una parte mayor del globo de la que Rigg había creído posible, a pesar de que Padre le había dicho que en el mundo había más mar que tierra. Nunca se había preguntado cómo podía saber Padre tales cosas. Padre lo sabía todo, Rigg daba esto por supuesto, pero ahora tenía que preguntarse: ¿cómo podía haber sabido cuánto mar había en el mundo, cuando era imposible atravesar el Muro?
Padre había atravesado el Muro.
«No —pensó—. Padre sólo vino aquí, a la Torre de O, y llegó a la misma conclusión que nosotros.»
Pero alguien tenía que haber atravesado el muro o, de lo contrario, el mapa no podría existir.
Hasta aquel día, Rigg ni siquiera se había parado a pensar en el Muro. Sabía que estaba allí, como todo el mundo. ¿Y qué? Era el borde del cercado, lo que significaba que era el fin del mundo. Nadie pensaba en eso. Pero entonces, en aquel momento, al descubrir que había otros dieciocho cercados, rodeados cada uno de ellos por un Muro invisible, Rigg sintió que lo invadía el deseo de visitar uno de ellos para ver a sus habitantes y descubrir cómo eran.
Y lo único que se lo impedía era un muro invisible, un muro que, según decían, te volvía loco si te acercabas demasiado. Pero que la vista era capaz de atravesar. Así que tenía que ser posible cruzarlo.
Finalmente cedió a los empujones de Hogaza y comenzaron a bajar por la rampa.
—Voy a ir al Muro —dijo Rigg en voz baja.
—No, de eso nada —dijo Hogaza—. Salvo que seas un criminal y un rebelde, en cuyo caso alguien como yo irá a darte caza.
—Quiero ir allí a ver los rastros —dijo Rigg—. Si alguien lo ha atravesado alguna vez, veré por dónde. Y si me acompañas, Umbo, podré volver atrás en el tiempo y preguntarles cómo lo hacen. Justo antes de que lo crucen se lo preguntaré.
—Salvo que sea alguien como tu padre —dijo Umbo—, que no dejaba rastro.
—Cierto. Si Padre hubiera cruzado el Muro, yo no lo sabría.
—O alguien como él.
—No hay nadie como mi padre —dijo Rigg.
—Que tú sepas —dijo Umbo—. Porque si hubieran existido otros antes de él que no dejaran rastros, no lo sabrías.
—Ése es un importante defecto en tu talento, Rigg —dijo Hogaza—. Es como decir: «Tenemos una red de espías que ve a todos nuestros enemigos… salvo a los que no ve.» ¿Cómo crees que dormiría el sargento de noche?
—Podría haber cientos de personas como tu padre —dijo Umbo.
—Padre no era invisible —dijo Rigg—. Si alguna vez nos hubiéramos cruzado con alguien más que no dejara rastro, yo lo habría visto.
—Pero nunca has visto demasiada gente —dijo Umbo—. Sólo salías del bosque de vez en cuando y visitabas Vado Otoño. ¿Cuántas ciudades más viste en aquella época?
—Unas cuantas. Pequeños pueblos de la zona alta de Escarpalto, en su mayoría —dijo Rigg.
—Muy poca gente —dijo Umbo—. Lo que quiere decir que podría haber cientos de personas como tu padre y tú no lo sabrías.
—Padre me lo habría dicho —dijo Rigg.
—Salvo que pensara que no te convenía saberlo —dijo Umbo.
Rigg tenía que admitir que aquello era cierto.
Finalmente llegaron al suelo y salieron a la brillante luz del mediodía atravesando la puerta de la torre. Habían tardado al menos una hora en salir, otra en bajar y, a pesar de todo lo que habían dicho y habían visto arriba, no habían pasado allí mucho tiempo.
—Están parando a la gente —dijo Rigg.
Se dio cuenta de ello al ver los rastros convergentes de muchos guardias y de la gente que no seguía el fluir general de los peregrinos. Era un cuello de botella y se dirigían hacia allí. Rigg sintió que lo atenazaba el miedo provocado por la advertencia de Umbo sobre su futuro.
—Están buscando a alguien —dijo.
—Por eso paran a la gente —dijo Hogaza.
—Sepárate de nosotros —le dijo Rigg.
—No —respondió el viejo sargento.
—Hay demasiados guardias, no podrías vencerlos a todos. Te necesitamos libre. Por eso nos advirtió Umbo que te diéramos las cosas a ti, ¿no lo entiendes? Sepárate de nosotros. Aléjate poco a poco, no hagas movimientos bruscos en ninguna dirección.
—Ya sé cómo se hace, muchacho, muchas gracias —dijo Hogaza. Y, apretando ligeramente el paso, comenzó a alejarse entre la multitud. Mientras lo hacía, se quitó la casaca y se la colgó del brazo, lo mismo que el sombrero.
Rigg estaba satisfecho de comprobar que su don había sido tan certero como la experiencia de un soldado.
Pero al cabo de un rato, Hogaza volvió caminando con aspecto fingidamente despreocupado.
—Es Tonelero, el banquero —dijo Hogaza—. Conoce mi cara.
—¿Tonelero? —preguntó Rigg.
—Hay dos oficiales del Ejército con él y le hacen mirar a todo el que pasa. Uno de ellos es de muy alta graduación, un general, diría yo.
—Yo pensaba que no había distinciones de rango en el Ejército revolucionario —dijo Umbo.
—No usan insignias —dijo Hogaza con tono despectivo—. Pero un general es un general. Mira, Rigg, si Tonelero no hubiera estado ocupado mirándole la cara a todo el que pasa, me habría visto… Me tenía delante.
—Puede que esté buscando a otros —dijo Umbo.
Pero Rigg sabía que, por alguna razón, Tonelero los había traicionado.
—Vuelve a subir a la Torre de O y espera un par de horas.
—Tonelero les dirá que me busquen dentro —dijo Hogaza.
—No —dijo Rigg—. Les diremos que te fuiste hace horas porque estabas cansado y no querías subir. ¿Tienes el dinero?
—Casi todo. Pero aun así buscarán en mi equipaje —dijo Hogaza.
—Intentaré que dejen libre a Umbo —dijo Rigg—. Tonelero me busca a mí.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque soy yo el que tiene el dinero —dijo Rigg—. Tendría que haber sabido que era demasiado bueno para ser cierto.
En ese momento, Umbo, con el rostro colorado, dijo:
—Hogaza, no puse el cuchillo en tu equipaje.
—¿Por qué no? —preguntó Rigg.
—¿Dónde lo pusiste? —preguntó Hogaza.
—Detrás de un barril de cerdo salado, en la cocina del barco —respondió el muchacho.
—Entendido —dijo Hogaza. Luego volvió a meterse en la fila, fingió que buscaba algo y se alejó en sentido contrario, aparentemente para encontrar ese algo.
—¿Por qué mentiste sobre el cuchillo? —preguntó Rigg mientras Umbo y él continuaban hacia los guardias.
—Te dije que lo había dejado en el equipaje de Hogaza para que no pensaras que estaba tratando de robarlo. Hasta tú reconociste que podrías dejar de fiarte de mí.
—Umbo —dijo Rigg—, me equivoqué al decir que no me fiaría de ti. Te confiaría mi vida.
Umbo no dijo nada.
Rigg procuró dejar que pasara más gente. Quería dar a Hogaza todo el tiempo posible para volver a entrar en la torre.
—Padre siempre me acusaba de las peores cosas —dijo Umbo—. Siempre estaba diciendo que andaba planeando cosas, toda clase de cosas. Ya… estoy acostumbrado.
—Somos amigos, Umbo —dijo Rigg—. Y ahora, intenta actuar de manera estúpida, como si estuvieras confundido.
—Para eso no tendré que actuar —dijo Umbo.
—Voy a tratar de sacarte de ésta —dijo Rigg.
En ese momento, la gente que tenían delante avanzó rápidamente y Rigg se encontró cara a cara con Tonelero.
—Ése es —dijo Tonelero—. El chico que se hace pasar por un príncipe.
UMBO
—Si estamos atrapados dentro de la misma nave, Ram, en el mismo viaje, moviéndonos hacia atrás en el tiempo —dijo el prescindible—, ¿por qué los ordenadores de a bordo aseguran que el salto se ha realizado con éxito?
—¿Cuáles eran los criterios para determinar el éxito del salto? —preguntó Ram.
—La posición de las estrellas respecto al lugar donde tendrían que estar, vistas desde el sistema al que nos dirigíamos.
—¿Puedes mostrarme una imagen de la posición de las estrellas en el momento en que los ordenadores determinaron que el salto se había completado con éxito?
Al cabo de un instante apareció un mapa estelar holográfico frente a la consola de Ram.
—Deduzco que ése no es el aspecto que tienen las estrellas alrededor de nuestra posición actual.
—En efecto —dijo el prescindible.
—¿Durante cuánto tiempo mantuvieron las estrellas esta configuración?
—El escáner se llevó a cabo tres nanosegundos más tarde y las estrellas volvían a estar donde habían estado antes del salto.
—Así que dimos el salto y luego volvimos sobre nuestros pasos —dijo Ram.
—Eso parece.
—¿Y estamos seguros de que no ha sido simplemente un error? ¿De que los ordenadores no estaban «detectando» lo que las predicciones les decían que debían detectar?
—Sí, porque el mapa de las estrellas no era exactamente el predicho.
—Muéstrame las diferencias —dijo Ram.
En el holograma, los puntos blancos se tiñeron de amarillo y de verde.
—Las estrellas más próximas exhiben las máximas diferencias y las más lejanas las mínimas —señaló Ram.
—No en todos los casos —dijo el prescindible, indicando algunas excepciones—. El resultado era de esperar, porque nuestra visión del universo se basa en datos antiguos, en una radiación que ha tenido que atravesar noventa años luz para llegar hasta la Tierra.
—¿Y los astrónomos no lo sabían?
—Sí —dijo el prescindible—. Pero sólo podían deducir cuál sería el resultado real.
—Vamos a jugar a una cosa —dijo Ram—. ¿Y si la diferencia entre la predicción y la realidad observada en ese lapso de menos de tres nanosegundos se pudiera explicar, no mediante un error astronómico, sino por el paso del tiempo? ¿Hay algún punto en el futuro o en el pasado en el que las estrellas estarían en estas posiciones, vistas desde el sistema estelar al que nos dirigíamos?
Un segundo. Dos segundos.
—Hace once mil años, grosso modo —respondió el prescindible.
—De modo que al dar nuestro salto a través de un pliegue inestable y cuantizado, no sólo atravesamos el espacio, sino que además retrocedimos en el tiempo.
—Es una explicación plausible —dijo el prescindible.
—Y luego volvimos a nuestra posición anterior en el espacio-tiempo, sólo que en sentido temporal contrario.
—Eso parece —dijo el prescindible.
—Algo así necesitaría cantidades ingentes de energía —dijo Ram—. Hacernos retroceder once mil años en el tiempo y luego devolvernos a nuestro presente y revertir el flujo del tiempo.
—Sería posible revertir el proceso —dijo el prescindible— si entendiéramos cómo ha sucedido.
—Pide a los ordenadores que calculen qué leyes de la física explicarían un gasto de energía exactamente igual para las dos operaciones: cruzar el pliegue para ir al pasado y volver hacia atrás pero en sentido contrario.
Umbo intentó no mirar mal a Tonelero. Confundido y estúpido, eso es lo que tenía que parecer. Así que se quedó mirando a los oficiales. Hogaza tenía razón: la cara del que llevaba el uniforme más arrugado no revelaba nada, pero había algo en su postura, en la inclinación de su cabeza hacia un lado, que sugería que esperaba que le prestaran atención y lo obedecieran.
Umbo esperaba que Rigg hablara con Tonelero, lo desafiara, discutiera con él. Pero lo que hizo Rigg fue mantenerse tan silencioso como él. Y al mirarlo de reojo comprobó que estaba mirando al general a la cara, no de manera desafiante, sino con la impasibilidad de un ave.
—¡Creías que me estabas engañando con tu interpretación, ¿verdad, chico?! —dijo Tonelero—. Mucho pavonearse y mucha pose, pero en el mismo momento en que vi tu firma en el papel supe que eras un farsante y un ladrón.
Umbo sintió deseos de responder: «Pues para ser unos farsantes y unos ladrones, nos habéis dado mucho dinero.» Y también: «Rigg no supo cómo se llamaba hasta ver su nombre en ese documento.» Pero no dijo nada, al igual que Rigg.