Authors: Orson Scott Card
Al verlo, Rigg decidió no sentarse. Había reconocido al instante una cosa sobre la que Padre le había advertido en su día: los hombres celosos de su poder y temerosos de perderlo utilizan trucos para dominar a los demás. «Pero si no permites que utilicen sus trucos en tu contra, te tendrán miedo. Si eso es lo que deseas, niégate a someterte. Pero, en cambio, si quieres que crea que eres complaciente, sométete con aparente facilidad y mantén la resistencia en tu interior.»
En este caso, Rigg decidió que era mejor no someterse, porque sabía que debían verlo como alguien que iba a aportar gran riqueza al banco, no como alguien que venía a pedir un favor. Era el banquero el que debía convencer a Rigg, no al revés, y Rigg sabía que aquél debía ser el marco de la conversación.
Y también se dio cuenta de que Padre había utilizado aquellas caminatas por el bosque para prepararlo para momentos como aquél. «Mi vida fue en el bosque, entre las bestias, cubierto de sangre hasta los codos y el mango del cuchillo de despellejar desgastado con la forma de mi mano callosa, pero mi educación fue para estancias como ésta.»
Al cesar el sonido de los bancos arrastrados por el suelo, Tonelero se volvió y, durante un instante, reparó en el hecho de que Rigg seguía en pie a un lado de la mesa, con el hatillo abierto sobre ella.
Rigg le devolvió la mirada con calma, tratando de mantener la misma firmeza que había practicado con el guardia del piso de abajo. Y al tiempo que lo hacía, se fijó en el rastro más reciente que había dejado Tonelero. Se había movido entre la mesa y las estanterías dando media docena de pequeños paseos y Rigg constató que la primera vez que anunciaron su llegada, cuando todavía estaban esperando al otro lado de la puerta, Tonelero se había apresurado a recoger lo que había sobre la mesa. Su presencia junto a la ventana no era más que una pose. De hecho, consideraba la llegada de Hogaza como un asunto de cierta importancia y se había tomado ciertas molestias para transmitir una sensación de desapego y falta de necesidad, lo que sugería que el negocio que le llevaban le hacía mucha falta.
—Señor Tonelero —dijo Rigg, mientras Hogaza, que había estado a punto de hablar en aquel momento, lo fulminaba con la mirada por habérsele adelantado—. Acabo de entrar en posesión de la herencia de mi difunto padre. Debía dirigirme a Aressa Sessamo, donde tengo parientes a los que nunca he visto en persona. Mi padre me entregó una carta de presentación para ciertos banqueros de allí, pero considero que no es apropiado realizar el resto del viaje sin dinero. Por consiguiente, quisiera que supervisaseis la venta de cierto objeto, me entreguéis en mano una pequeña parte de su valor y me proporcionéis una carta de crédito convertible en Aressa Sessamo a mi llegada. Imagino que tendréis una relación con alguna de las casas de banca de Aressa Sessamo, ¿no?
La irritación de Hogaza se había transformado en algo parecido al pasmo. Bueno, Padre había hecho que Rigg aprendiera retórica. «Di la misma cosa, pero ahora dísela a alguien a quien quieres, con quien estás en deuda.» «Ahora dísela a alguien que cree que tiene poder sobre ti, pero al que deseas intimidar.» «Dísela a alguien de una clase superior a la que quieres dar la impresión de que perteneces.» «Ahora dila de modo que todo el mundo sepa que eres de una clase inferior.» En su momento a Rigg le había parecido un juego, pero había dominado aquellos trucos de la retórica antes de los diez años y había llegado a hacerlo tan bien que Padre se reía con deleite ante sus palabras. Había utilizado aquellas habilidades con éxito entre los granjeros, taberneros y demás viajeros de la Vía Septentrional, así como con Hogaza y Goteras, pero en todos estos casos pretendía parecer lo que en realidad era: un muchacho indefenso y necesitado de ayuda.
En cambio, en aquel momento, Hogaza y Umbo estaban viéndolo de otra guisa, como un muchacho consciente de su importancia, que hablaba con un hombre del que esperaba un servicio y al que no pensaba pagarle ni un penique más de lo que merecía ese servicio.
—Sí, sí —dijo Tonelero tras un momento de vacilación—. Tengo buenas relaciones con dos banqueros aressianos, cualquiera de los cuales podrá hacer efectiva una carta de crédito mía.
—¿Con qué descuento? —preguntó Rigg, pues Padre se había asegurado de que supiera que a veces se aceptaban la cartas de crédito con descuentos que podían llegar hasta el noventa por ciento hasta que se pudieran transferir y verificar los fondos.
—¡Sin descuentos, os lo aseguro! —respondió Tonelero, un poco ruborizado. Y la razón de su rubor se hizo evidente al verse obligado a añadir—. Al menos en una de ellas, Rududory e Hijos.
—¿Y la otra, la que aplica descuentos a vuestra carta?
Tonelero enrojeció un poco más.
—¿Acaso importa?
—Mi intención es llevar primero la carta a la casa que aplica los descuentos, rechazar su oferta y visitar luego Rududory. Os aseguro que lamentarán haber perdido el negocio y no realizarán nuevos descuentos en el futuro.
—Eso es muy… generoso de vuestra parte. —Pero Tonelero parecía albergar aún ciertas dudas.
—Si me servís bien, yo os serviré bien a vos —dijo Rigg—. Lo más valioso que me legó mi padre fueron sus principios de honradez en el comercio. Me enseñó que es más provechoso ganarse la confianza de un hombre con la honradez en los negocios que obtener una ganancia momentánea y perder esa confianza para siempre. El sargento mayor Hogaza me ha asegurado que también vos sois partidario de esta doctrina en vuestros negocios, razón por la que nos hemos detenido en O para tratar con vos, si os interesa prestarme el servicio que necesito.
Hogaza, claro está, no le había dicho tal cosa, y probablemente no fuese así, aunque también podía serlo. Pero otra cosa que Padre le había enseñado era ésta: trata a un hombre como si tuviese una reputación que proteger y normalmente se esforzará por merecerla.
—La otra casa —dijo Tonelero— es Aqualonga y Aqualonga.
Rigg asintió con gravedad.
—Es hora de mostraros el objeto cuya venta deseo encomendaros. Daos la vuelta, señor mío.
Hogaza abrió los ojos de par en par y puso cara de disponerse a decir algo, pero al final se lo pensó mejor. Rigg sabía perfectamente que, de haber estado en su lugar, Hogaza se habría dado él la vuelta para sacarse la bolsa con las joyas de los pantalones. Que Rigg se lo pidiera a Tonelero era casi un ultraje… salvo, claro está, que Rigg fuese un joven señor acostumbrado a que los demás le mostraran respeto y no al revés.
Tonelero vaciló un segundo y luego se volvió nuevamente hacia la ventana, con el aire de alguien que hubiera decidido, de pronto, que era buen momento para estudiar las aves que iban y venían desde los nidos de los aleros del otro lado de la calle.
Rigg se metió la mano en los pantalones, sacó la bolsa, la abrió y estudió las joyas preguntándose cuál elegir. Al final se decantó por la azul claro con forma de lágrima, la que había escondido en la costura de los pantalones en El Atraque de Goteras, simplemente porque ésa era la única cosa que había distinguido a una de ellas de las demás desde que las tenía. Con ella en la mano, volvió a cerrar la bolsa, la escondió de nuevo en los pantalones y rodeó la mesa.
—Tomad, señor —dijo—, echemos un vistazo a esto a la luz de la ventana.
Para un hombre de la categoría que Rigg fingía tener, era un acto de generosidad el dar la vuelta a la mesa para mostrarle la joya a Tonelero con sus propias manos. De este modo, un momento después de demostrar su autoridad ante el otro hombre, Rigg lo hacía sentir respetado, y quizá incluso objeto de simpatía, por parte de aquel joven adinerado.
Dejó la piedra sobre la mesa, a una distancia prudente del borde.
—Sé que no sois joyero, señor, y que para valorar la gema necesitaréis el concurso de consejeros expertos en la materia. Pero os supongo lo bastante familiarizado con este tipo de cosas para saber lo que estáis viendo. —«Al contrario que yo», pensó Rigg, pero esto no lo dijo.
Antes de que Tonelero pudiera sentarse en su silla, Rigg la apartó de la mesa con un movimiento rápido.
—No queremos que el respaldo nos tape la luz —dijo.
El resultado fue que Tonelero se vio obligado a sentarse en uno de los bancos laterales para examinar la piedra bajo la luz mientras Rigg lo hacía en la silla. De este modo volvía contra él su propia estratagema de colocar a sus clientes en una posición inferior, de súplica. Mientras Tonelero procedía a examinar la gema, Rigg miró de reojo a Hogaza y a Umbo, y vio que el primero lograba a duras penas contener una sonrisa, porque Tonelero era más bajo que Hogaza y no más alto que Umbo, y a su edad estaba aún más ridículo sentado en aquel banco.
En el mismo momento en que Tonelero volvía a levantarse, Rigg hizo lo propio y devolvió la silla a su sitio. Lo que podía considerarse perfectamente natural durante el examen de la joya azul sería una insolencia si Rigg permanecía sentado cuando ya no era necesario.
Tonelero se aclaró la garganta antes de hablar.
—Si esto es lo que parece, y por supuesto no albergo la menor duda al respecto, le hacéis un gran honor a mi pequeña banca, señor mío.
—Es el honor que se debe a los buenos hombres de negocios —respondió Rigg— cuando se tercia una situación de gran confianza.
—¿Queréis que os adelante un dinero con la piedra en prenda mientras procedo a venderla en vuestro nombre?
—No estoy empeñando la piedra, señor mío —dijo Rigg con una voz que destilaba desprecio ante la mera idea de que un joven de su posición sacara un tesoro como aquél para conseguir unas cuantas monedas. Cosa que era justamente lo que estaba haciendo—. Me basta con vuestro recibo, junto a una declaración de valor estimado. —En efecto, un documento así, aunque carente de valor en las posadas corrientes, les permitiría vivir a crédito en las hospederías más distinguidas.
—Sí, claro, no pretendía… ¿Puedo recomendaros una posada de cuya comida y camas os garantizo satisfacción?
—Podéis recomendarnos tres —respondió Rigg— y os dedicaremos nuestros mejores pensamientos al hacer nuestra elección.
Tonelero se movió en aquel momento, no con la pesada y susurrante dignidad que había mostrado al principio, sino con una premura casi rayana en la avidez. Se acercó rápidamente a un estante, cogió un libro y una caja de papeles, fue a por pluma y tintero con la misma rapidez y se sentó en su silla para escribir. Mientras tanto, Rigg volvió junto a su hatillo, sacó la carta de Padre para los banqueros, que le había dado Nox, y la dejó delante de Tonelero para que pudiera anotar su nombre correctamente.
Hecho esto, Rigg no se dedicó a vigilarlo, sino que comenzó a pasear por la habitación y a observar las estanterías para ver qué clase de libros guardaba allí aquel hombre. Muchos de ellos no tenían nombre en el lomo, sino sólo números que se correspondían con meses y años, de donde se deducía que eran libros de contabilidad. Los otros, los que sí tenían títulos, estaban escritos en tantas lenguas distintas que daba la impresión de que Tonelero los había comprado por sus hermosas y venerables encuadernaciones, sin tener la menor idea de lo que contenían. O eso o se trataba de un lingüista que dominaba una docena de idiomas.
Pensamiento que llevó a Rigg a darse cuenta de que Padre sí que era un lingüista de tal categoría y que al enseñar a Rigg a leer y hablar otros cuatro idiomas, aparte del materno (así como nociones de unos cuantos más, junto con la historia de los pueblos que los hablaban y de las razones por las que tenía valor su lengua), había hecho lo mismo de él. Rigg se había quejado a menudo de que todas esas lenguas no servían de nada, a lo que Padre se había limitado a responder: «Un hombre que sólo habla una lengua no entiende ninguna.»
—Hablemos de vuestra comisión, señor Tonelero —dijo Rigg sin volverse hacia él—. Dadas las circunstancias, subiré el medio punto habitual a tres cuartos de punto, pagaderos en el mismo instante de la venta.
Tonelero, sin decir nada, continuó escribiendo con su pluma. Rigg estaba convencido de que había tenido la intención de cobrarle una comisión absurda, como un tres por ciento o incluso más. Al volver a la mesa, vio que en el contrato con la agencia, Tonelero había tachado las palabras «medio punto» y las había reemplazado con «tres cuartos de punto» en el espacio situado encima. Si había escrito la primera comisión antes de que hablara Rigg o lo había hecho después y luego la había tachado para dar una falsa impresión, lo averiguaría enseguida gracias a Hogaza, que observaba con atención todo lo que hacía Tonelero.
Rigg y el banquero firmaron los documentos pertinentes: el contrato, que informaría a cualquier joyero de que Tonelero tenía autorización para vender y recibir los fondos por la venta de la gema, y el recibo, donde se exponía que la banca de Tonelero había recibido un objeto de valor no inferior a un bolsón, perteneciente a Rigg Sessamekesh, hijo del Sr. V. M. del Alto Stashi.
Su nombre completo aún le parecía un poco extraño a Rigg. Pero lo escribió con cuidado y con letra clara. Ahora era su firma.
Como un bolsón valía 210.000 marjales según las tasas de cambio oficiales de Aressa Sessamo, y más aún río arriba, no tendrían ninguna dificultad para obtener alojamiento… hasta en la casa del alcalde, si Rigg hubiera sido tan imprudente como para presentarse allí y pedir una habitación.
Para Hogaza, la palabra «bolsón» tenía un significado vago: una inmensa cantidad de dinero que sólo los ricos llegaban a ver alguna vez. Para Umbo no era ni siquiera una moneda, sino una bolsa grande en la que se podía guardar dinero. A Rigg, en cambio, su padre le había enseñado a calcular en bolsones, regueros, dorados, cuentas, y luminarias con la misma facilidad con la que la gente corriente contaba reyfaces, reinafaces, juanfaces y gorrinfaces… o marjales, chebs, comines y suertos, que era como, según había descubierto hacía poco, se los llamaba río abajo. Rigg sabía que río arriba, con un bolsón, un hombre podía comprarse una finca con una casa espléndida y tierra suficiente para alimentar a trescientas almas. Los ingresos generados por una finca así bastarían para mantener una casa con doce criados, así como los caballos para el tiro de un carruaje espléndido. Una familia podía ser eternamente rica con un patrimonio así si no dividía sus tierras.
Y eso era lo que valía un solo bolsón, si es que alguien había acuñado alguna vez una de estas monedas. Padre decía que tales sumas sólo existían como abstracciones en las cuentas de los bancos y las tesorerías, o como anotaciones en cartas de crédito.