Pathfinder (16 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—No, nada de eso —dijo Hogaza—. Lo soy mucho más.

Rigg lo miró con detenimiento.

—Eres distinto a ellos, eso puedo verlo, pero no sé en qué.

—Mira mi hombro derecho y luego el izquierdo. Y luego fíjate en los ribereños.

Rigg y Umbo miraron a la vez. Umbo fue el primero en darse cuenta y se rió entre dientes.

—Tienen uno de los dos más grande.

Entonces, Rigg se percató también. Tras años ejercitando una mitad de su cuerpo, ésta se había vuelto mucho más fuerte que la otra.

—En los barcos de guerra no les permiten hacer eso —dijo Hogaza—. Los obligan a cambiar de lado con regularidad para que se mantengan equilibrados.

—¿Estuviste en un barco de guerra, entonces?

—Fui soldado, pero no en un barco —dijo Hogaza—. Antes de conocer a Goteras, casarme con ella y construir la posada, estuve en el ejército. Y llegué a sargento. Con un pelotón entero de tipos duros.

—¿Luchaste en alguna guerra? —preguntó Umbo.

—No ha habido una sola guerra en todo el tiempo que he vivido —dijo Hogaza—. Hasta la Revolución Popular sucedió cuando era niño. Pero siempre hay luchas y siempre hay muertes, porque siempre hay gente que no quiere hacer la voluntad del Consejo de la Revolución y siempre hay gente en las lindes del mundo civilizado que no respeta las fronteras ni las leyes de los demás. Bárbaros.

—¿Fuiste arquero, entonces? —preguntó Umbo emocionado—. ¿Espadachín? ¿O usabas la pica o el bastón? ¿Quieres enseñarnos?

—Al chico le gusta la idea de la guerra —dijo Hogaza—. Será porque nunca ha visto a un hombre con las tripas en las manos, suplicando un poco de agua pero incapaz de aplacar la sed porque ya no tiene estómago en el que echarla.

Umbo tragó saliva.

—Ya sé que la gente se muere —dijo—. En casa también pasa y a veces de maneras espantosas.

Rigg pensó en Padre, aplastado por un árbol, y en Kyokay, caído desde lo alto de las cataratas Stashi. Pero al menos no había visto lo que el árbol le había hecho al cuerpo de Padre o lo que había sido de Kyokay al estrellarse contra las aguas turbulentas y repletas de rocas.

—No hay nada más espantoso que el modo en que mueren los hombres en la guerra —dijo Hogaza—. Un desliz y se acabó, eres pasto del enemigo. O estás caminando solo y de repente tienes una flecha clavada en la garganta o en el ojo o en la espalda, y si no te ha matado al instante, sabes que se ha terminado.

—Pero has tenido las mismas oportunidades —dijo Rigg—. O quizá no las mismas, pero al menos te han entrenado para eso. Para matar y por tanto para morir. Para el soldado la muerte no puede ser ninguna sorpresa.

—Hazme caso, chico, la muerte es una sorpresa hasta cuando la tienes delante, mirándote a los ojos. Incluso en ese momento piensas: «¿Cómo es posible? ¿Por qué yo?»

—¿Cómo lo sabes? —dijo Umbo—. Nunca has muerto.

Como respuesta, Hogaza se levantó la camisa y les mostró el pecho y el estómago. Era un hombre tan corpulento que Rigg había asumido que era gordo, pero no, su contorno entero seguía las protuberancias y los valles de la musculatura, y las venas estaban a la vista, y no escondidas bajo capas de grasa

Y por encima de su estómago, ligeramente separada del centro, había una terrible cicatriz, aún un poco roja, que no le habían cosido bien en su momento, de modo que la piel estaba arrugada en uno de los dos lados.

—Yo era el hombre que tenía las tripas en las manos —dijo—. Ya me daba por muerto. Me negué a que mis hombres perdieran el tiempo sacándome del campo. Nombré a uno de ellos sargento y les ordené que retrocedieran con el resto de la unidad. Luego volvieron a avanzar y al final ganaron la batalla, pero no volvieron al campo. Sabían que no quedaría nadie con vida.

—¿Por qué? —preguntó Umbo.

—Qué poca lealtad —dijo Rigg.

—Carroñeros, hijos míos —dijo Hogaza—. No hacía ni un minuto que el campo de batalla se había vaciado y esas mujeres, ancianos y niños ya estaban entre los caídos, rematando a los heridos para robarles la ropa, las armas y cualquier otra cosa que pudieran encontrar. La guerra los atrae como los cuervos a la carroña. Así que me quedé allí, esperando la llegada de la muerte… y que no tardase demasiado, porque cada vez que me latía el corazón me recorría una oleada de dolor. Y yo pensaba: «Ésta es la que se me lleva», pero no fue así. Oí unos pasos, levanté la mirada y había una mujerona de pie junto a mí.

—Goteras —dijo Umbo.

—Claro que era ella, bobo, pero la historia la estoy contando yo y yo decido cuándo se dicen las cosas.

—Perdón.

—Así que levanto la mirada y hay una mujer allí, que dice: «Pues sí que eres grande.» Y yo no le digo nada, porque lo que había dicho ella era una tontería. ¿Qué puede importar lo grande que sea un muerto? Y entonces dice: «Has dejado de sangrar.» Y yo respondo: «Supongo que estoy vacío.» Es un susurro, pero ella lo oye, se ríe y dice: «Si puedes hablar y puedes hacer chistes es que no vas a morir.» Entonces me quita la armadura, que la espada de un enemigo había atravesado como la mantequilla, que es lo que pasa cuando la armadura la ha hecho el primo de alguien y el acero está hecho de mierda recubierta por una capa de lata. Bueno, el caso es que ella va y me cose, haciendo un trabajo pésimo, todo hay que decirlo, pero la luz del día ya se estaba yendo y de todos modos iba a morir, así que, ¿qué más da? Y me dice «La piel está completamente rajada, pero el estómago y las tripas parecen intactos, que es por lo que no te vas a morir. Un poco más adentro y ya serías pasto de los gusanos.» Y coge y se me carga al hombro… ¡A mí, que peso como un muerto incluso sin la sangre! Se me lleva a casa y me dice que, según la ley de los carroñeros, soy su esclavo. Sólo que, cuando me recupero, nos enamoramos y nos casamos. Volví a mi casa, eché a mi vieja esposa, vendí la casa y me llevé mi fortuna para construir una taberna en una pequeña y mugrienta aldea, que convertí en una ciudad y en una parada habitual de las rutas fluviales. Así que el hecho de que, en lugar de matarme y robarme las cosas, se me llevara… me cambió la vida, muchachos.

—No te portaste muy bien con tu primera esposa —dijo Rigg.

—La última vez estuve fuera ocho años largos y cuando volví a casa tenía tres niños de menos de cinco años que se parecían a los tres hombres distintos que me habían reemplazado. ¿Estás diciéndome que hice mal?

—Al menos te fue fiel durante un par de años —dijo Umbo.

—Y yo al menos no la maté, como era mi derecho. Sólo la eché, en lugar de asesinarla, porque Goteras dijo: «No empecemos lo nuestro con sangre» y también porque recordaba vagamente que una vez habíamos estado enamorados. Además, nunca le di hijos, como no se los he dado a Goteras, y soy consciente de que una mujer tiene derecho a sus hijos, ¿no? Aunque tenga que ir a otra parte para tenerlos.

—Una filosofía muy tolerante. Pero ella se había ocupado de la granja durante ocho años y tú se la arrebataste.

—Fueron los sirvientes los que hicieron todo el trabajo —dijo Hogaza—, y, además, ésa era mi granja, como ella era mi mujer, mientras que aquéllos no eran mis hijos. No le puse un dedo encima, pero hasta un santo habría vendido la granja y se habría llevado el dinero. Ella podía ir a buscar refugio con el padre de uno de sus pequeños, si es que la aceptaba.

—Eres un pedazo de pan —dijo Rigg, pero sonrió para que Hogaza supiera que estaba de broma.

—Sí, chaval, ríete todo lo que quieras, búrlate de mí hasta quedarte sin aliento, pero el hecho es que soy un blando. Goteras me hizo así. Ella y el hombre que me dejó esta cicatriz. Entre los dos me sacaron la guerra de dentro. Pero aún me entreno. Cuando estoy en tierra, digo. Me entreno todos los días, una hora o dos, usando todas las armas. Todavía puedo clavar una flecha donde me parezca desde veinte varas de distancia. Si no hubiera resbalado en mierda de caballo, ese hombre nunca me habría alcanzado. Así de bueno era yo. Y todavía lo soy, a pesar de lo que le hace a un viejo veterano el hecho de no tener rivales mejores que unos ribereños borrachos.

Estaba bien saber que era Goteras la que lo había convencido para no matar a su anterior esposa. La posadera podía presumir todo cuanto quisiera de que, por ella, habrían echado a Rigg y a Umbo, o los habrían dejado a merced de los ribereños aquella primera noche… pero ahora Rigg sabía que Goteras y Hogaza eran buenas personas y que sólo tenían que parecer duros a causa de su clientela.

—¿Y Goteras se entrena contigo? —preguntó Umbo.

Rigg creía que iba a recibir un bofetón por su impertinencia, pero Hogaza se limitó a reír.

—¿Y quién si no? —dijo—. No, no es que sepa luchar, al menos como yo, pero usa las palas acolchadas para ayudarme a practicar los pasos y las estocadas. Nadie más que yo conozca tiene unos brazos tan largos como los míos. Soy grande de verdad, ¿sabéis? Así que salimos al amanecer y practicamos una hora entera a la luz del día. Y si nos ve algún ribereño, alguno que no esté pasando la resaca, tampoco está mal. Así ven que, aunque yo no esté por allí, sabe defenderse sola.

A primera hora de la mañana del cuarto día la vieron: la Torre de O, asomando sobre los árboles de la ribera. Era casi invisible contra el plomizo cielo invernal, pero aun así la vieron todos, un cilindro de acero que se elevaba hasta desembocar en la cúpula de su cúspide.

—Bueno, hemos llegado —dijo Umbo, y se encaminó en compañía de Rigg hacia la escalerilla que bajaba a la cubierta principal.

—Esperad —dijo Hogaza—. No llegaremos a O hasta mañana a mediodía, por lo menos.

—¡Pero si está ahí mismo! —dijo Umbo.

—Mira lo borrosa que parece. El aire está transparente, así que si estuviéramos tan cerca como creéis, no tendría ese aspecto.

Si la torre se encontraba aún a una jornada de viaje, se preguntó Rigg, ¿cómo podía elevarse tanto por encima de los árboles?

—¿Qué altura tiene? —preguntó.

—Más de la que imaginas. ¿Crees que la gente peregrinaría para verla si fuese simplemente alta? Además, el río describe un pronunciado meandro en aquella dirección, así que la perderemos de vista durante horas y luego volveremos a acercarnos desde una dirección distinta, y entonces sí podréis ver lo alta que es en realidad. Es una de las maravillas del mundo. Pensar que un país o una ciudad tuvieron la inteligencia y el poder para levantar algo así…. Pero, sin embargo, no sirve absolutamente para nada. Dicen que se tarda un día en llegar hasta la cúspide, pero no sé cómo pueden saberlo, porque está cerrada a cal y canto. Y no porque lo haya ordenado el Consejo de O… No, está sellada por dentro, así que no hay forma de entrar y averiguar para qué la construyeron.

Rigg siguió mirando la Torre de O hasta que la falta de luz la volvió invisible. Se preguntó lo que habría sabido su padre acerca de aquella maravilla. Lo sabía todo, o al menos eso parecía. Pero nunca se había tomado la molestia de contarle nada sobre aquel lugar.

7

O

—¿Era nuestro pliegue o un pliegue cualquiera? —preguntó Ram.

—El pliegue estaba ahí —dijo el prescindible—. Los diecinueve ordenadores de la nave afirman que se produjo… un salto hacia su interior.

Los prescindibles no tomaban decisiones arbitrarias sobre la estructura de sus frases. Ni tampoco titubeaban, a menos que el titubeo significase algo.

—Has dicho que se produjo un salto, pero no has especificado que lo realizáramos nosotros —dijo Ram.

—Porque parece ser que no es así —dijo el prescindible—. Hemos salido exactamente en la misma posición en la que estábamos al comienzo del salto.

—¿Y aún nos movemos? —dijo Ram.

—Sí.

—¿En qué posición estamos ahora, entonces? —preguntó Ram.

—Dos días más cerca de la Tierra. En la misma posición en la que estábamos hace dos días.

—Así que salimos del pliegue al revés —dijo Ram—. Avanzando en sentido contrario.

—No, Ram —respondió el prescindible—. Salimos de espaldas a la Tierra, igual que cuando entramos en el pliegue.

—Pero no tenemos marcha atrás —dijo Ram—. Sólo podemos movernos en la dirección en la que estamos orientados.

—Todos los ordenadores aseguran que nos movemos exactamente a la misma velocidad que antes. Y también dicen que nos estamos desplazando hacia atrás, en dirección a la Tierra.

—Así que nos movemos hacia delante y hacia atrás al mismo tiempo —dijo Ram.

—Nuestra propulsión es hacia delante. Nuestro movimiento, hacia atrás.

—Espero que no me retiréis el mando si reconozco que estoy confuso.

—Cuestionaría tu cordura si no lo estuvieras, Ram.

—¿Tenéis alguna hipótesis que pueda explicar la situación? —preguntó Ram.

—Nosotros no realizamos hipótesis —dijo el prescindible—. Somos instrumentos programados y, tal como ya te dije antes, las decisiones sobre lo que se debe hacer después del salto están por completo en manos de nuestro capaz, creativo, acreditado y exhaustivamente entrenado piloto humano.

Ram meditó sobre aquello.

Cuando los edificios de O comenzaron a aparecer ante sus ojos, Rigg quedó asombrado por lo diferentes que parecían. Durante las semanas en que Umbo y él habían viajado por la Vía Septentrional, los cambios se habían producido de manera gradual. Las granjas se habían vuelto más frecuentes, los pueblos más grandes, los edificios un poco más imponentes… Las techumbres de paja habían dado paso a las de tablillas y tejas, las telas embreadas a los postigos y algún que otro cristal. El Atraque de Goteras tenía cierto aire de construcción nueva, pero la ciudad exhibía los mismos edificios en madera que la campiña, la misma alternancia de guijarros, gravilla y adoquines en las calles, dependiendo del capricho de los propietarios de las casas que las rodeaban.

Pero los árboles que jalonaban la ribera habían ocultado estos cambios graduales y la corriente les permitía avanzar mucho más deprisa, así que al aproximarse a los muelles de O fue como si estuvieran entrando en otro mundo.

Todo allí parecía hecho de piedra, y no la piedra de color pardo grisáceo de las montañas, no, sino una piedra pálida, casi blanca, con vetas de cálidos colores en su interior. Y sus habitantes no habían dejado que arraigara el musgo en ella, salvo cerca del agua, donde resplandecía cálidamente al sol del mediodía.

Por contraste, la Torre de O irradiaba la cegadora frialdad de una hoja de acero. Y como era mucho más grande que cualquier otra estructura y varias veces más alta que el más alto de los árboles, la ciudad en su conjunto semejaba la mano pálida de una mujer muy blanca, que empuñaba una afilada daga con la punta orientada hacia el cielo.

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