Authors: Orson Scott Card
—Nadie en su sano juicio lo cree.
—Estaba agarrado al borde de una roca y hasta dejé caer las pieles para tratar de salvarlo, pero Umbo cree lo que cree.
—Como todo el mundo. ¿Dónde está tu padre?
—Muerto.
Esto la enmudeció durante largo rato.
Entonces dijo:
—Sinceramente, no creía que pudiera morir.
—Se le cayó un árbol encima.
—¿Y has venido aquí solo?
— Él me lo dijo. Me dijo que viniera a verte.
—Y no te diría que mataras a algún que otro crío por el camino, ¿verdad?
Durante un instante, Rigg pensó en contarle lo de aquel hombre de hacía siglos al que tal vez hubiera matado. Pero para eso tendría que haberle explicado lo de su don y las cosas ya eran lo bastante complicadas. Lo más probable era que pensara que estaba loco y dejara de creer que no había matado a Kyokay. Así que ignoró la provocación.
—Me dijo que me dirías dónde están mi hermana y mi madre.
—¿Y no podía decírtelo él mismo?
—Lo dices como si creyeras que tal cosa fuera posible.
—No, claro. —Suspiró—. Los trabajos complicados me los dejaba a mí.
—¿Has sabido todo este tiempo que mi madre estaba viva y nunca te molestaste en mencionarlo?
—Sólo lo sé desde poco antes de que os marcharais en vuestro último viaje —respondió ella—. Me llevó aparte y me hizo memorizar unos nombres y un lugar. Dijo que cuando llegara el momento de decírselos a alguien, lo sabría.
—Pues ha llegado —dijo Rigg.
—Para lo que te van a servir —repuso Nox—, con esos hombres en mi casa…
—Preferiría morir sabiéndolo.
—Primero cuéntame cómo murió ese niño.
Así que Rigg le explicó lo que había sucedido, sin hacer mención alguna al hombre de otra época cuya mano había cubierto la de Kyokay. Estaba seguro de que ella se daba cuenta de que no le contaba la historia completa, pero aun así le pareció que era mejor no hablarle sobre sus poderes.
Nox pareció aceptarlo todo sin inmutarse.
—Es propio de ese idiota de Umbo acusarte antes de tratar de averiguar la verdad. ¿Y has perdido todas las pieles?
—En realidad no, porque sé dónde están —dijo Rigg—. En algún lugar río abajo, colgadas de unas rocas o de unas ramas.
—Oh, es bueno saber que aún puedes reírte.
—Si no me riera, me echaría a llorar —dijo Rigg.
—Pues llora, entonces. El viejo se lo merece.
Durante un momento, Rigg creyó que hablaba del hombre de otro tiempo al que había visto en los acantilados. Pero, por descontado, se refería a Padre.
—No era tan viejo.
—¿Y eso quién lo dice? Ya venía a esta casa cuando yo era una niña y no parecía más joven entonces.
—¿Vas a decirme ahora adónde debo ir?
—Te lo diré… para que sepas a qué lugar no pudiste llegar nunca. No te van a dejar salir del pueblo.
—Los nombres —insistió Rigg.
—¿Tienes hambre?
—Me voy a comer a una propietaria de casa de huéspedes hecha vuelta y vuelta si no me lo dices ahora mismo.
—Amenazas… Qué feo. Niño malo. Qué maleducado.
—Exacto —dijo Rigg—. Pero tengo mucha experiencia matando animales más grandes que yo.
—Ya lo pillo —dijo Nox—. Qué listo eres. Tu madre era… es Hagia Sessamin. Vive en Aressa Sessamo.
—¿La antigua capital del Imperio Sessamoto?
—Esa misma —dijo Nox.
—¿Y cuál es la dirección? —preguntó Rigg.
Nox se rió entre dientes.
—No escuchas. Tu padre siempre decía: «Ojalá pudiera conseguir que me escuchase.»
Pero Rigg no estaba dispuesto a dejarse desalentar.
—¿La dirección?
—Ya te lo he dicho, es Hagia Sessamin.
—¿Y eso significa que no tiene dirección?
—Ah —dijo ella—, parece ser que tu padre omitió ciertas explicaciones sobre Sessamoto. Lo que tiene sentido, ahora que lo pienso. Si consigues salir de Vado Otoño con vida y llegar a Aressa Sessamo, pregunta por la casa de «la Sessamin». A cualquiera.
—¿Forma parte de la realeza, o algo así?
—Tú eres varón —dijo Nox—. Eso quiere decir que podrías mear sangre real por las orejas y daría igual. Era un imperio gobernado por mujeres, lo que por cierto funcionó bastante bien mientras duró. Y no es que la mayoría de las ciudades y los reinos no estén gobernados por mujeres, de un modo u otro. —Se detuvo y estudió el rostro del chico—. Estoy tratando de averiguar qué es lo que no me estás contando.
Rigg respondió lo primero que se le pasó por la mente:
—No tengo dinero para el viaje. Las pieles eran lo único que tenía.
—¿Y vienes a mendigarle a una vieja hospedera unas monedas de sus ahorros?
—No —respondió Rigg—. No quiero nada, si no puedes prescindir de ello. Si tienes algo, lo tomaré prestado, aunque no sé si alguna vez podré devolvértelo.
—Pues no pienso adelantarte, prestarte ni regalarte nada. Aunque podría pedirte yo a ti un préstamo.
—¿Un préstamo? Pero si no tengo nada.
—Tu padre te dejó una cosilla.
—¿Y cuándo ibas a decírmelo?
—Acabo de hacerlo. —Apoyó una escalerilla sobre una de las toscas estanterías y comenzó a subir. Luego se detuvo—. Si intentas mirar por debajo de mi falda, te clavaré agujas en los párpados cuando estés dormido.
—Yo vengo buscando ayuda y tú me ofreces pesadillas, muchas gracias.
Nox había llegado al último escalón, desde donde alargó los brazos hacia una lata con una nota que decía: JUDÍAS SECAS. Rigg miró debajo de su falda, más que nada porque ella se lo había prohibido, pero no encontró allí nada interesante. No entendía por qué Nox, y también las demás mujeres, estaban tan seguras de que todos los hombres querían ver lo que ocultaban bajo la ropa.
La mujer bajó con una bolsita.
—¿No te parece un detalle por su parte? ¿Dejar esto para ti?
Abrió la bolsa y dejó caer su contenido sobre la palma de su mano. Diecinueve piedras preciosas de buen tamaño, de más colores de los que Rigg hubiese imaginado que podían tener las gemas, todas distintas entre sí.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer con esto?
—Venderlas —dijo ella—. Valen una fortuna.
—Tengo trece años —le recordó Rigg—. Todos pensarán que se las he robado a mi madre. O a un desconocido. Nadie creerá que son mías por derecho.
Nox sacó un papel plegado de la bolsa. Rigg lo cogió y lo miró.
—Está dirigida a un banquero de Aressa Sessamo.
—Ya —respondió ella—. Sé leer.
Rigg la examinó.
—Padre me explicó lo que son las cartas de crédito.
—Me alegro, porque a mí nunca me enseñó nada parecido.
—Dice que me llamo Rigg Sessamekesh.
—Entonces supongo que es verdad —dijo Nox.
—Esto no tiene ningún valor hasta que llegue a Aressa Sessamo —dijo Rigg.
—Pues vive de la tierra, como hacíais siempre tu padre y tú.
—Eso se puede hacer en el bosque. Pero mucho antes de llegar a Aressa Sessamo, desaparece todo lo que no sean granjas y campos de cultivo. Y dicen que allí flagelan a los ladrones.
—O los meten en la cárcel, o los venden como esclavos, o los matan, dependiendo del pueblo y del estado de ánimo de los vecinos.
—Entonces voy a necesitar dinero.
—Si consigues salir de Vado Otoño.
Rigg no dijo nada. ¿Qué podía decir? Ella no le debía nada. Pero era lo más cercano a un amigo que tenía, aunque no fuese su madre.
Nox suspiró.
—Le dije a tu padre que no contara con que te diese ningún dinero.
—No lo hizo. Me dio un buen fardo de pieles. El más grande que podía llevar.
—Sí, sí, algo te daré, pero no lo suficiente para comprar un pasaje en diligencia. Ni en ninguna otra cosa. Será mejor que te mantengas alejado de los caminos durante una buena temporada. Tengo la sensación de que nadie va a tener zapatos nuevos en Vado Otoño ni a reparar los viejos hasta que cierto remendón consiga echarte el guante y destriparte como un pez.
Rigg oyó un ruido fuera de la despensa.
—¿Cuándo hemos decidido que íbamos a dejar de susurrar? —preguntó.
Nox se volvió y abrió bruscamente la puerta. No había nadie.
—No pasa nada —dijo.
En ese mismo instante aporrearon las puertas delantera y trasera de la casa al mismo tiempo.
—¡Sabemos que lo tienes ahí dentro, Nox! ¡No nos obligues a incendiar la casa!
Un escalofrío de terror atravesó a Rigg, y fue incapaz de moverse. No podía ni siquiera pensar.
Nox se pellizcó el puente de la nariz.
—Me está dando jaqueca. Una jaqueca enorme y palpitante, tan insistente como una polilla.
Lo dijo como si el hecho de que hubieran descubierto dónde se ocultaba Rigg fuese un mero inconveniente. Su calma disipó la mayor parte del miedo del muchacho.
—¿Crees que podemos convencerles de que se tranquilicen? ¿O vas a tratar de mantenerlos ocupados mientras yo me subo al tejado?
—Calla —dijo ella—. Estoy construyendo un muro.
Como sus manos no estaban haciendo nada, Rigg asumió que debía de ser un muro metafórico. ¿Un muro entre ella y su miedo?
Como si lo hubiera preguntado en voz alta, Nox susurró una explicación:
—Un muro alrededor de la casa. Los hará alejarse.
Tendría que haber deducido que Padre se había convertido en su maestro porque también ella poseía algún talento interesante.
—Ya están en la puerta.
—Pero nadie querrá pasar de ahí. Mientras consiga mantenerlo en pie.
—¿Y cuánto tiempo será eso? ¿Minutos? ¿Horas?
—Depende de la cantidad de voluntades que lo estén asaltando y de la fuerza de su determinación —respondió ella.
Retiró los dedos del puente de la nariz, se acercó a la puerta trasera y dijo a los hombres del otro lado:
—Voy a abrir la puerta principal, así que, si queréis, podéis dar la vuelta.
—¿Me tomas por idiota? —soltó una voz masculina desde el otro lado—. En cuanto me marche, saldrás por detrás.
—Como quieras —dijo Nox. Y luego se volvió hacia Rigg y añadió en voz baja—: Así se engaña a la gente. Si creen que han descubierto tu plan, dejan de romperse la cabeza buscándolo.
—Te he oído —dijo el hombre desde el otro lado de la puerta—. Yo también puedo usar un hechizo.
—No se trata de ningún hechizo —dijo Nox—. Sólo estábamos hablando.
Mientras se encaminaban hacia la puerta principal, añadió en voz baja, para que sólo Rigg pudiera oírla:
—Cuando abra la puerta, no la cruces.
Abrió la puerta. Al otro lado había dos hombres fornidos. Uno de ellos era un herrero y el otro un granjero de las afueras. Justo detrás de ellos, pero fuera del porche, se encontraba Tegay, el zapatero, el padre del niño muerto, Kyokay. Tenía el rostro cubierto de lágrimas, y Umbo estaba aferrado a su brazo, medio escondido detrás del cuerpo de su padre.
Rigg sintió deseos de correr hacia Umbo y contarle lo que había sucedido, contárselo todo, la magia y todo lo demás, para que Umbo entendiera que Rigg sólo estaba tratando de salvar a Kyokay y que había arriesgado su propia vida para hacerlo. Umbo le creería si tenían la ocasión de hablar.
Los dos hombres de la puerta intentaron entrar violentamente, o al menos eso fue lo que indicó su postura, pero después de cambiar el peso de pie, permanecieron fuera.
—No estaba aquí cuando lo habéis buscado —dijo Nox—. No sabía que iba a venir.
—Eso dices tú —repuso el granjero.
—Lo digo yo —dijo Nox—, y tú sabes que no miento
—¿Cómo podemos saberlo? —preguntó el herrero.
—Porque pago mis deudas como es debido —respondió Nox—, incluso cuando mis huéspedes no me han pagado a mí. —Y luego, alzando la voz, llamó—: ¡Tegay!
—No hace falta que grites —dijo el zapatero en voz baja desde detrás de los dos hombres. Se apartaron un poco para que Nox y Tegay pudieran verse.
—¿Por qué acusas a este niño de haber matado a tu hijo?
—Porque mi Umbo lo vio tirar a Kyokay por las cataratas.
—No lo hizo —dijo Nox.
—¡Yo lo vi! —exclamó Umbo mientras daba un paso hacia el porche.
—No te estoy llamando mentiroso —dijo Nox—. Lo que digo es que cuentas, no lo que viste, sino lo que creíste que sucedió.
—Es lo mismo —dijo el herrero.
—Umbo —dijo Nox—. Ven aquí.
Umbo dio un paso atrás y volvió a pegarse a su padre.
—No pienso dejar que entres en esa casa —dijo el zapatero—, ¡al menos mientras ese niño asesino esté ahí dentro!
—Umbo —dijo Nox—, ¿qué viste realmente? No mientas. Dinos qué vieron tus ojos.
Rigg sabía que Umbo diría la verdad. No era un mentiroso. Entonces se daría cuenta de que Rigg no había empujado a su hermano, sino sólo estirado los brazos hacia él tratando de salvarlo.
Umbo miró, alternativa y nerviosamente, a Rigg y a Nox y luego a su padre.
—Fue como lo he contado.
A Rigg le sorprendió que Umbo persistiera en el error. Puede que tuviera miedo de cambiar su historia ahora. Todos sabían que Tegay le pegaba cuando se enfadaba.
—Ya veo —dijo Nox—. Tenías que estar cuidando de Kyokay, ¿verdad? Para que no le pasara nada. Pero se escapó corriendo, ¿no? Lo perdiste de vista y cuando llegaste a lo alto del camino del acantilado, ya estaba entre las rocas.
La expresión de Tegay cambió.
—¿Es eso cierto? —preguntó a su hijo.
—Kyokay no me hizo caso, pero aun así vi lo que vi —insistió Umbo.
—Y ésa es mi pregunta —dijo Nox—. Mientras subías por aquel camino, ibas sin aliento. No podías apartar los ojos de los sitios en los que ponías las manos y los pies, para no caerte. Puede que tuvieras un momento para mirar hacia las cataratas y ver lo que estaba sucediendo. Pero no te paraste a mirar ¿verdad?
—Vi que Rigg lanzaba a Kyokay al agua.
—¿Mientras seguías subiendo? —lo interrumpió Nox.
—Sí.
—Y al llegar arriba, ¿qué viste? —preguntó Nox.
—Kyokay estaba colgado del borde de una roca, suspendido sobre la catarata. ¡Y Rigg estaba tumbado sobre dos piedras, tratando de hacer que Kyokay se soltara! Y entonces cayó. —Con esta última frase, prorrumpió en un sollozo.
—Y entonces, ¿qué hiciste? —preguntó Nox.
—Fui a la orilla, cogí unas piedras y se las lancé a Rigg.
—¿Pensaste que podrías vengar a tu hermano con piedras?
—Rigg tenía dificultades para ponerse en pie. Pensé que si le hacía perder el equilibrio, caería al agua.