Authors: Orson Scott Card
Desde que Rigg tenía memoria, Padre siempre había sido su único hogar. No podía contar la casa de huéspedes de Vado Otoño. La señora de la casa, Nox, ni siquiera tenía una habitación permanente para ellos. Si los viajeros las ocupaban todas, Padre y Rigg tenían que dormir en el establo.
Hubo un tiempo en que Rigg se preguntó si Nox sería su madre y, simplemente, Padre no había querido casarse con ella. A fin de cuentas, Padre y Nox pasaban muchas horas juntos, y en aquellos momentos Padre enviaba a Rigg a hacer recados para que no los interrumpiera. ¿Qué iban a estar haciendo sino la cosa de la que hablaban los niños del pueblo entre cuchicheos, que hacía reír a carcajadas a los chicos mayores y de la que las chicas murmuraban con voz queda?
Pero cuando Rigg se atrevió a preguntárselo a Padre, éste sonrió y lo llevó a la casa para que se lo preguntara a Nox a la cara. Así que Rigg, balbuceando, preguntó:
—¿Eres tú mi madre?
Durante un momento pareció que ella se iba a echar a reír, pero entonces se contuvo y, en lugar de hacerlo, le alborotó el pelo.
—Si hubiera tenido algún hijo, me habría encantado que fuese como tú. Pero soy tan estéril como un ladrillo, como descubrió mi marido a su pesar antes de morir, el pobre, en el invierno del Año Cero, cuando todo el mundo creyó que había llegado el fin del mundo.
Sin embargo, Nox significaba algo para Padre, o de lo contrario no habrían vuelto a verla casi todos los años, y Padre no habría pasado tantas horas a solas con ella.
Nox sabía quiénes eran la madre y la hermana de Rigg. Padre se lo había contado a ella pero no al propio Rigg. ¿Qué otros secretos conocía Nox?
Padre y Rigg habían estado poniendo sus trampas en las regiones altas del río, muy lejos de las cataratas Stashi. Rigg regresó por la vereda que discurría a mano izquierda del río, bordeaba el lago y luego iba paralela al acantilado en dirección a las cataratas. El acantilado era como una presa que contenía el lago, interrumpido sólo por la abertura de las cataratas. A un lado, la tierra descendía suavemente hasta las gélidas aguas del lago. Al otro, caía abruptamente formando el Escarpalto, que descendía a pico trescientas brazas hasta el gran bosque de Aguabajo. El acantilado se extendía sin interrupción treinta leguas al oeste del río. El único modo de bajar una persona o un cargamento desde el Escarpalto era por el lado derecho de las cataratas.
Lo que significaba que Rigg, como cualquier otra persona lo bastante loca como para ganarse la vida trayendo cosas desde las tierras altas, tenía que cruzar el río saltando por entre las afiladas rocas que había justo antes de las cataratas.
Antaño había habido un puente allí. De hecho, aún sobrevivían las ruinas de varios puentes, que Padre había utilizado en una ocasión para poner a prueba la capacidad de raciocinio de Rigg.
—¿Ves que el puente más viejo está más alejado de las aguas y mucho más arriba en la pared del acantilado? ¿Y ves que los puntales del siguiente están más abajo y más cerca, y que el más reciente sólo está a tres brazadas de las cataratas? ¿Por qué crees que los construyeron así?
Rigg había tardado cuatro días en deducir la respuesta, mientras se dedicaban a colocar sus trampas en las tierras montañosas. Por aquel entonces tenía nueve años y Padre no le había enseñado aún nada importante sobre el mundo. De hecho, aquello marcó el comienzo de su aprendizaje. Así que Rigg se enorgullecía aún de haber dado con la respuesta correcta.
—Antes el lago estaba más alto —dedujo al final—, lo mismo que las cataratas, y más cerca de la cara del acantilado del Escarpalto.
—¿Qué te lleva a pensar una cosa así? —le preguntó su Padre—. Las cataratas están a muchas brazas de la cara del acantilado. ¿De dónde sacas que una cascada puede moverse de sitio?
—El agua devora la roca y se la va llevando del acantilado —dijo Rigg.
—Que el agua devora la roca… —dijo Padre. Pero Rigg supo en aquel momento que había dado en la diana. Padre estaba utilizando su voz de sorpresa fingida.
—Y cuando termina de comerse el borde del acantilado —continuó Rigg—, entonces el lago que hay por encima del nuevo borde desciende.
—Eso sería mucha agua cada vez —dijo Padre.
—Una inundación —repuso Rigg—. Por eso no tenemos una montaña de rocas al pie del acantilado. Cada inundación se las lleva corriente abajo.
—No te olvides de que, al caer desde el acantilado, las rocas chocan y quedan reducidas a fragmentos mucho más pequeños —dijo Padre.
—Y las rocas que utilizamos para cruzar en la parte alta de las cataratas son así porque el agua se ha comido ya lo que había entre ellas, dejándolas altas y secas. Pero algún día, las aguas las socavarán y caerán desde lo alto de los acantilados, se romperán y se las llevará la corriente, y entonces las cataratas quedarán a un nuevo nivel, más atrás y más abajo.
Fue entonces cuando Padre comenzó a enseñarle cómo cambia la tierra con el clima, el crecimiento de las plantas y todas las demás cosas que pueden modelarla.
Cuando Rigg tenía once años, se le ocurrió una pregunta:
—Si el viento, la lluvia, el agua, el hielo y el crecimiento de las plantas pueden triturar la roca, ¿por qué el Escarpalto sigue siendo tan empinado? Tendría que haberse nivelado, como las demás montañas.
—¿Por qué crees tú? —preguntó Padre con una de sus típicas respuestas que no lo eran.
Pero esta vez Rigg ya había elaborado un esbozo de teoría con antelación.
—Porque el acantilado del Escarpalto es mucho más reciente que las demás montañas o colinas.
—Una idea interesante. ¿Qué edad crees que tiene? ¿Hace cuánto que se formó el acantilado?
Y entonces, sin ninguna razón concreta que Rigg supiera, hizo una conexión mental y respondió:
—Once mil ciento noventa y un años.
Padre lanzó una carcajada atronadora.
—¡El calendario! ¿Crees que nuestro calendario se inicia con la formación del acantilado del Escarpalto?
—¿Por qué no? —preguntó Rigg—. ¿Por qué otra razón íbamos a recordar que nuestro calendario comenzó en el año once uno noventa y uno?
—Pero piensa, Rigg —dijo Padre—. Si el calendario comenzó con un cataclismo capaz de levantar un acantilado, ¿por qué no empezar a contar a partir de ahí? ¿Por qué darle un número como el once uno noventa y uno y luego contar hacia atrás?
—No lo sé —dijo Rigg—. ¿Por qué?
—¿Qué crees tú?
—¿Porque cuando se formaron los acantilados —respondió Rigg, que no estaba dispuesto a abandonar su idea— sabían que iba a suceder algo once mil ciento noventa y un años después?
—Bueno, llegamos al Año Cero cuando tú cumpliste los tres años. ¿Sucedió algo entonces?
—Montones de cosas —respondió Rigg—. Un año entero de ellas.
—Pero ¿algo digno de recordarse? ¿Algo que justificase que se elaborara un calendario entero a su alrededor?
—Eso no demuestra nada, Padre, salvo que la gente que inventó el calendario estaba equivocada respecto al tiempo que tardaría en suceder lo que tenía que suceder en el Año Cero. La gente se equivoca constantemente. Pero eso no quiere decir que el calendario no comenzara con la formación del Escarpalto.
—Bien pensado —dijo Padre—. Pero erróneo, por supuesto. ¿Y por qué?
—Porque no tengo información suficiente —dijo Rigg. Siempre era porque no tenía información suficiente.
—Nunca se tiene información suficiente —dijo Padre—. Ésa es la gran tragedia del saber humano. Por mucho que sepamos, nunca podemos predecir el futuro.
Pero había algo en el tono de Padre que hizo desconfiar a Rigg. O puede que no creyera en la respuesta de Padre e imaginara haber oído aquello en su tono.
—Creo que sabes algo —dijo Rigg.
—Qué menos, teniendo en cuenta mi edad.
—Creo que sabes lo que, teóricamente, tenía que suceder en el Año Cero.
—¡Calamidades! ¡Plagas! ¡El fin del mundo!
—No —respondió Rigg—. Me refiero a lo que creían los creadores del calendario cuando decidieron empezar a contar a partir del año once uno noventa y uno.
—¿Y cómo iba yo a saber tal cosa?
—Creo que sabes lo que es —dijo Rigg—, y creo que sucedió, justo en el momento previsto.
—Y era algo tan grande e importante que nadie se dio cuenta, excepto yo —dijo Padre.
—Creo que fue algo científico. Algo astronómico. Algo que los científicos sabían entonces que ocurriría, como una alineación de planetas, o el estallido de una estrella en el cielo, o el choque entre dos de ellas, o algo por el estilo, algo en lo que la gente que no sepa astronomía no repararía nunca.
—Rigg —dijo Padre—, eres tan listo y tan tonto al mismo tiempo que me dejas casi asustado.
Y así terminó la conversación. Rigg estaba convencido de que Padre sabía algo, pero también sabía que Padre no tenía la menor intención de contárselo.
Tal vez Nox supiera lo que había sucedido en el Año Cero. Tal vez Padre le hubiera contado a ella todos sus secretos.
Pero para hablar con Nox, tenía que bajar hasta el pueblo de Vado Otoño. Y para bajar el Escarpalto, tenía que llegar al camino del acantilado, que se encontraba al otro lado de la catarata, así que debía cruzar por el sitio en el que las aguas corrían más rápidas, el sitio en el que la fuerza de la corriente era mayor, y Rigg sabía que las rocas, socavadas ya, podían ceder cuando las pisara, y arrojarlo a la catarata, que lo arrastraría hasta la muerte.
Y su único consuelo sería, durante toda la caída, hasta que el agua, o las rocas, o simplemente la fuerza del impacto lo pulverizaran, que no moriría solo, que todo el pueblo de Vado Otoño desaparecería instantes después de que lo hubiera hecho él.
Recordaba que ésta era una de las preguntas con las que su padre lo había puesto a prueba.
—¿Por qué construiría la gente una aldea en un sitio donde saben que, más tarde o más temprano, habrá una terrible crecida que se los llevará a todos por delante y de la que no tendrán tiempo de escapar?
—Porque la gente olvida —había respondido Rigg.
—Exacto, Rigg. La gente olvida. Pero tú y yo, Rigg, no olvidamos, ¿verdad?
Pero Rigg sabía que no era cierto. Había un montón de cosas que él no podía recordar.
Recordaba la ruta entre las rocas. Pero no se fiaba tanto de su memoria. Siempre volvía a hacer las comprobaciones al llegar al punto de partida, justo encima de la superficie del lago.
Parecía totalmente en calma, pero Rigg sabía que si dejaba caer una piedra sobre él, no se hundiría en el agua, sino que sería arrastrada de inmediato hacia la catarata. Y si era él el que se caía, llegaría al acantilado en cuestión de dos segundos, después de haberse estrellado contra unas seis o siete de las rocas grandes, de manera que lo que caería por la catarata sería sólo una versión herida y ensangrentada de Rigg, posiblemente en varios pedazos.
Inmóvil, observó el agua y vio —sintió— los rastros de incontables viajeros anteriores.
No era como un camino principal, tan repleto de rastros que Rigg sólo era capaz de distinguir uno concreto con gran dificultad.
Allí sólo había cientos, no miles de rastros.
Y una cantidad inquietante de ellos no lograban llegar al otro lado. Alcanzaban un punto u otro y entonces, de repente, salían volando hacia el borde del acantilado. Se los habían llevado las aguas.
Luego, claro, estaban los rastros antiguos. Esto es lo que había permitido a Rigg deducir lo de la erosión de la roca, la retracción de las cataratas en el tiempo. Porque Rigg podía ver rastros que atravesaban el aire, más altos que las cataratas y desde varias brazas más atrás. Estos caminos avanzaban lentamente y dando bandazos, como las corrientes, porque la gente que los había dejado estaba cruzando otras rocas, sobre la superficie de un lago más alto y más profundo.
Y donde antes estaban los puentes, miles de rastros antiguos, ya medio desvanecidos, avanzaban en línea recta a través del aire.
Así que la tierra se había movido y las aguas habían bajado. Y Rigg dedujo que seguirían haciéndolo.
Pero aquel día, estaban allí y aquellas rocas eran las que Rigg tendría que cruzar.
Siempre escogía rutas que casi todo el mundo había logrado cruzar. Y que se encontraran lo más lejos posible del borde del acantilado.
Rigg recordaba —o recordaba que Padre se lo había contado, lo que se parecía tanto a un recuerdo que era casi lo mismo— cómo había descubierto Padre su capacidad de ver los rastros antiguos, allí mismo, en el cruce de las aguas. Padre se disponía a saltar, llevando consigo al pequeño Rigg, de una roca a otra, cuando éste gritó: «¡No!» Y luego obligó a Padre a escoger un nuevo camino, según él porque: «Me dijiste: “Nadie se ha caído al agua por ahí.”»
Rigg veía ahora lo mismo que había visto entonces: rastros que saltaban de roca en roca; personas distintas, separadas por días, años o décadas. Vio cuáles de los rastros de los que se habían caído eran nuevos y cuáles antiguos. Eligió una ruta que parecía seca, una de las más recientes.
Vio también los rastros que él mismo había dejado en el pasado, claro.
Y, como siempre, no vio ninguno de los rastros de Padre.
Qué extraña ceguera para un hijo: poder ver a todas las personas del mundo, o al menos los caminos por los que transitaban, menos los de tu propio padre.
Esta vez tuvo que realizar sus cálculos con el doble de cuidado, porque tenía que cruzar con muchos kilos de pieles a la espalda. Una maniobra que sería pan comido llevando sólo una cantimplora, las trampas y un poco de comida, podía suponer ahora que, al saltar sobre alguna roca demasiado pequeña, perdiera el equilibrio y cayera al agua.
Se encontraba a tres saltos del otro lado, sobre una plataforma de roca de dos brazas largas de anchura, cuando vislumbró un movimiento y vio, en la orilla, a un niño de unos diez años. Le pareció que lo conocía, pero como visitaba Vado Otoño pocas veces al año y no siempre veía a todo el mundo, era posible que fuese el hermano pequeño del niño que había creído en un principio. O puede que perteneciese a otra familia. O que fuera un completo desconocido.
Rigg lo saludó con la mano y el niño le devolvió el saludo.
Dio el siguiente paso y cayó sobre una roca mucho más pequeña, en la que no tendría espacio para tomar carrerilla. Era el punto más peligroso del cruce, donde el riesgo de perder la vida era mayor, y pensó que quizá habría sido mejor haber dejado el cargamento en la roca grande que acababa de abandonar y cruzar sólo con la tercera parte de las pieles, para volver luego a por el resto. Nunca había hecho aquel salto con tanta carga a la espalda. Padre llevaba siempre más de la mitad.