Authors: Orson Scott Card
Ahora se había añadido una nueva categoría: los santos.
—Así que un santo no es un dios, sino alguien que es amigo de un dios.
—O es el preferido de un demonio. Como su mascota. Salen a cazar o lo que sea… La gente normal se mantiene alejada de los dioses y los demonios. Hablan con los santos porque están en buenos términos con los seres poderosos. Pero todo esto ya lo sabes, Rigg. Ibas a las clases de Hemopheron conmigo.
Rigg conocía a Hemopheron, el maestro de los niños cuyos padres podían pagar sus lecciones. Rigg había ido con Umbo alguna que otra vez, pero Padre se había burlado de él por ello, diciendo que si Hemopheron hubiera sabido algo, no habría estado dando clases en Vado Otoño. «Yo te enseñaré todo lo que necesitas saber», le había dicho. Pero al final no lo hizo. Se guardó algunas de las cosas más importantes. De hecho, Rigg se preguntaba si Padre no le habría enseñado sobre todo cosas que no necesitaba.
—Vamos a entrar —dijo Umbo—. Podemos pasar la noche aquí, es un santuario para los viajeros, como todos los del Santo Vagabundo. Sólo nos pasará algo si profanamos el lugar.
—¿Profanar? —preguntó Rigg.
—Si hacemos caca o pis —dijo Umbo—. Dentro, me refiero.
En el interior, la oscuridad era casi completa, salvo por la escasa luz de las estrellas que se colaba a través de la puerta. Pero tenía paredes. Y un suelo.
—Bueno —dijo Rigg—, yo prefiero estar fuera a tumbarme en este duro suelo de piedra. De hecho, como no está lloviendo, creo que voy a dormir fuera.
—Pero… —comenzó a decir Umbo.
—Estarás bien ahí dentro, si es donde quieres estar —dijo Rigg—. Además, yo estoy acostumbrado a dormir al raso.
—¿Vas a rechazar la hospitalidad del santo?
—Nada de eso —respondió Rigg—. Voy a preservar la santidad del lugar. Porque tengo la intención de pasarme toda la noche haciendo caca y pis.
Umbo se quedó dentro mientras Rigg buscaba un sitio para vaciar la vejiga. Luego encontró un lugar en el que, usando las manos, pudo prepararse un lecho de tierra y hojas razonablemente cómodo.
Pero fue incapaz de conciliar el sueño porque era todo demasiado extraño. Nunca había estado en aquel lugar pero, como raramente viajaban por la Vía Septentrional, eso tampoco era insólito. Sin embargo, aquel asunto de los santos, los dioses y los demonios… Rigg no recordaba haber jugado nunca a los juegos que Umbo le había descrito. Y los dioses y los demonios eran cosas que la gente invocaba sin que aparentemente tuviera demasiada fe en ellos. O sea, cuando maldecías «por el testículo izquierdo de Silbom» nadie temía en serio que el dios pudiera ofenderse y acudir para castigarte y aquél había sido siempre el juramento predilecto del herrero.
Sin embargo, Umbo parecía totalmente convencido de que Rigg y él habían jugado a aquellas cosas y de que todo el mundo, incluido Rigg, sabía lo que eran los santos. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser que dos personas que habían jugado juntos de niños tuvieran recuerdos tan dispares?
Oyó que Umbo salía del santuario.
—¿Rigg? —preguntó.
—Estoy aquí —dijo—. Puedes salir y dormir cerca de mí, si quieres. El suelo es más blando y no hace frío.
—No —respondió Umbo—. ¿Dónde has hecho pis y todo lo demás?
—No tienes que hacerlo en el mismo sitio.
—Lo que quiero es evitar el sitio —dijo Umbo—. A ver si voy a pisar algo.
—Oh. Dirígete a la izquierda desde la puerta y no te acercarás a mi obra.
Umbo soltó una risilla.
—Obra.
—Así es como… —pero no acabó la frase. Así es como lo llamaba Padre. ¿Qué más le daba a Umbo?
Al pensar en Padre sintió que volvía a entristecerse y, para no echarse a llorar, cerró los ojos y se concentró en uno de los problemas de topología que Padre le había enseñado. Había descubierto que imaginar un paisaje fractal era el mejor modo de que le entrara el sueño. Por mucho que lo exploraras, te adentraras o te alejaras de él para tener una vista más amplia, siempre se podían descubrir nuevas figuras.
Despertó con las primeras luces del alba. Se sentía rígido por el frío de la mañana, pero para cuando terminó de evacuar donde la noche anterior y regresó al sitio en el que había dormido, ya había entrado en calor. Luego cruzó el claro hasta el otro lado, donde había un borboteante arroyo de aguas transparentes. Rellenó tres pequeñas bolsas de agua, otra costumbre que había adquirido viajando con Padre. «Nunca se sabe cuándo puedes romperte un hueso y podría pasar mucho tiempo antes de que alguien te encuentre.»
«Me encontrarías tú, Padre», había respondido Rigg, pero Padre ya no lo encontraría. Y ahora el agua era para dos viajeros.
Umbo no se había despertado aún cuando Rigg volvió al santuario. Abrió su pequeño hatillo y sacó la comida que le había dado Nox. Según la costumbre, como había aceptado a Umbo como compañero de viaje, la mitad de la comida le pertenecía. De su propia mitad, pues, Rigg sólo tomó un poco. No quería tener que parar para cazar a tan poca distancia de Vado Otoño. Estiraría la comida todo lo posible antes de comenzar de nuevo con la rutina nocturna de las trampas.
El sol ya estaba en lo alto del cielo cuando Umbo salió del santuario, refunfuñando y caminando como un lisiado.
—El suelo de piedra —dijo Rigg—. Siempre pasa lo mismo.
—Pero tiene paredes —dijo Umbo.
—Y una puerta que no se cierra.
—Ni falta que hace —replicó Umbo— con la protección del santo.
—¿Y qué pasa si vienen unos ladrones y deciden matar a todo el mundo para quedarse sus pertenencias? ¿Aparece el Santo Facundo ese y los mata con su aburrida conversación?
—Santo Vagabundo —dijo Umbo con expresión horrorizada.
—Ya lo sé, era una broma —dijo Rigg.
—No deberías hacer bromas con las cosas sagradas —repuso Umbo.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Rigg.
—Tengo que hacer barro… ¿Lo llamabas así? Eso es lo que está a punto de pasarme.
Se fue un rato y luego, al volver, preguntó:
—¿Tienes algo de comer?
—¿No has traído nada? —preguntó Rigg, aunque ya imaginaba la respuesta.
—Sólo esta salchicha —dijo Umbo—. Mi hermana me la escondió en el sombrero. Vino corriendo tras de mí para dármela. Creo que Padre le pegó por eso, por darme el sombrero. Pero si se llega a enterar de lo de la salchicha, la mata. Bueno, no la mata, tú ya me entiendes.
—Vamos a compartir la salchicha. Aquí está lo que Nox me dio a mí. Vamos a medias en todo.
—Conozco las reglas de los viajeros —replicó Umbo.
—Ésa es tu mitad.
Umbo miró ambas mitades.
—Eran iguales cuando las dividí —dijo Rigg.
—Y siguen siéndolo, diría yo. ¿No has comido?
—He comido lo que quería comer. Quiero que me dure.
—¿Y para qué sirve que dure la comida? ¿Para que los animales que encuentren tu cadáver muerto de hambre tengan algo delicioso que comer y no devoren tu carne?
—He tomado lo que necesitaba —dijo Rigg—. Muchas veces pasábamos varios días con raciones escasas, sólo para practicar. La sensación de tener hambre acaba por gustarte, más o menos.
—Ésa es la mayor locura que he oído nunca —dijo Umbo.
Y entonces, de nuevo, lo asaltó el llanto. Fue un instante, apenas cuatro violentas sacudidas y una breve tormenta de lágrimas.
—Por el Santo Vagabundo —dijo—. Sólo he pensado un momento en Kyokay y mira… —Fingió que se echaba a reír—. Como me pase delante de alguien, va a ser muy embarazoso.
—¿Y yo qué soy? ¿Una piedra? —preguntó Rigg.
—Me refiero a alguien que no lo comprenda. Alguien que no estuviera allí.
Según esa forma de pensar, Umbo podía llorar por su hermano todo lo que quisiera, pero Rigg no debía derramar una sola lágrima por Padre, puesto que no había nadie presente en el momento de su muerte. Pero no estaba de humor para discutir. Tenían un largo día de viaje por delante y Umbo no estaba acostumbrado a caminar. Lo último que necesitaban era emprender la jornada enfadados.
—Come —dijo Rigg—. O restriégate la comida por el pelo, o lo que te apetezca hacer, pero hazlo ya. El sol está en el cielo y ya hemos perdido al menos media hora de viaje. Dentro de poco habrá gente en el camino.
—Ah. ¿Y vamos a evitarlos? —preguntó Umbo.
—Yo sí —dijo Rigg—. Al menos si vienen desde Vado Otoño. A buscarme. O a ti, ya que estamos. Y los desconocidos que nos encontremos viniendo en el otro sentido… ¿Qué van a pensar de unos niños que viajan sin la compañía de adultos? Tenemos que estar listos para meternos en los bosques cuando aparezca alguien. No quiero hablar con desconocidos.
—Muchos viajeros pasan por Vado Otoño —dijo Umbo—. Y nunca le hacen daño a nadie.
—En Vado Otoño están en inferioridad numérica. Podrían actuar de otro modo cuando sean ellos los que estén en mayoría.
—¿A qué le tienes miedo?
—Bueno, veamos… Primero a la muerte, mucho… Y al dolor. Y a que alguien me arrebate mis escasas posesiones. —No había ninguna razón para revelarle a Umbo la existencia de las piedras preciosas y de la carta de crédito. La ley de solidaridad entre los viajeros no se extendía al dinero ni a las mercancías valiosas.
—Yo ni siquiera había pensado en eso hasta que…
Rigg pensó que Umbo se iba a echar a llorar otra vez, pero no lo hizo.
—Bueno, Umbo —dijo—, te has pasado la vida en un pueblo. Aquello es mucho más seguro, salvo que alguien te acuse de asesinato y venga una turba enfurecida para matarte.
Umbo apartó la mirada —¿avergonzado?, ¿enfadado?—, así que Rigg lo dejó estar. Aún no era un tema para bromear sobre él. Padre habría dicho que bromear sobre las peores cosas es el mejor modo de dominarlas y ponerlas bajo tu control.
—Mira —dijo—, yo me he pasado toda la vida viajando. Pero a campo a través, no por los caminos. Padre y yo siempre nos salíamos del camino cuando íbamos cargados con pieles, porque en esas condiciones no teníamos la agilidad necesaria para pelear o huir, salvo que las dejáramos caer, en cuyo caso nos las robarían. Así que es un hábito, por seguridad. Y aunque no sé qué clase de peligros podrían acecharnos en este camino, tampoco estaría mal seguir el mismo hábito. Si quieres viajar conmigo, vas a tener que hacerlo. ¿De acuerdo?
—Puedes esconderte tú. Yo me quedo en el camino.
—A eso precisamente me refiero —dijo Rigg, dejando que se transmitiera a sus palabras un poco del fastidio que comenzaba a sentir—. Si te quedas en el camino y te pasa algo malo, como estamos viajando juntos, estoy obligado, por una cuestión de honor, a salir en tu defensa. Y precisamente, la razón de abandonar el camino es no tener que defender a nadie. Así que si no quieres salir del camino cuando te lo diga y ocultarte durante todo el tiempo que te diga, será mejor que no viajemos juntos. ¿Es eso lo que quieres?
—No, claro —se apresuró a responder Umbo—. No quería causar problemas. Lo que pasa es que me duele todo el cuerpo y la idea de estar constantemente saliendo del camino para ocultarme en el bosque no me resulta muy atractiva. Además, tú te mueves con mucha agilidad y eres tan silencioso que podrías sorprender a una serpiente. Yo hago más ruido que una vaca borracha.
—Nunca he visto una vaca borracha —dijo Rigg.
—Pues te ibas a reír —dijo Umbo—. Aunque si te pillan dándole cerveza a una vaca, puedes acabar convertido en cuero para zapatos.
—Bueno, ¿has terminado de comer? ¿Podemos irnos ya?
—Sí —dijo Umbo. Recogió sus pocas posesiones y se encaminó, no hacia el camino, sino hacia la puerta del santuario.
—¿Adónde vas?
—No querrás que iniciemos un viaje sin presentarle nuestros respetos al Santo Vagabundo, ¿verdad? Creí que por eso habías elegido este lugar para pasar la noche. Por la protección del santo y por su bendición.
No tenía sentido discutir. Rigg siguió a Umbo al interior.
Había un agujero abierto en el centro del tejado, por el que entraba la suficiente luz para que Rigg pudiera ver que las paredes estaban pintadas. No sólo con patrones ornamentales, como los que tejían las mujeres en su ropa en Vado Otoño, sino con figuras de personas. No había demasiada claridad, pero al menos podía ver que el mismo hombre —o al menos algo parecido a un hombre con la misma vestimenta— aparecía una vez tras otra en todas las secciones de la pared.
—Es la vida del Santo Vagabundo —dijo Umbo—. Lo digo porque parece que no lo has visto antes ni oído hablar de él.
Rigg recorrió el santuario contemplando la vida del S.V., que era como había empezado a pensar en el personaje. Siempre usaba las iniciales y los acrónimos de aquellas frases que le parecía que empezaban a hacerse repetitivas. Hacía tiempo que «barro personal» se había convertido en «b.p.» en su cabeza.
En una de las pinturas, el Santo Vagabundo devolvía a dos niños perdidos con su extasiada madre. En el siguiente mural, ahuyentaba a un oso que estaba a punto de devorar la oveja de una familia pobre. Toda clase de obras buenas y valerosas.
«Cuando éramos pequeños —pensó Rigg—, llamábamos a esto “historias heroicas”. A eso era a lo que jugábamos. Kyokay siempre quería ser el oso o el rufián o el soldado enemigo. Nunca quería ser la persona rescatada, ni siquiera cuando era más pequeño. Los dioses no estaban por ninguna parte.»
Pero no quería hablar de eso con Umbo. Resultaba perturbador que sus historias se hubieran vuelto tan diferentes.
—Vamos —dijo—. ¿Qué tenemos que hacer antes de ponernos en camino?
—Sólo esto —dijo Umbo—. Mirar las historias y recordar al Santo Vagabundo.
—Pues yo ya he terminado.
—Pero has empezado por el segundo panel —dijo Umbo—. Te has saltado el principio, que es cuando el Santo Vagabundo se encontró por primera vez con aquel demonio y adquirió el poder de hacerlo desaparecer. Por eso puede hacer todas esas cosas tan buenas. Puede ordenar a los demonios que desaparezcan.
—¿Puede? —preguntó Rigg—. ¿Es que todavía vive?
Umbo se echó a reír.
—No, no creo. Es decir, en su forma corporal. ¿Sabías que hay gente que decía que tu padre era el Santo Vagabundo?
—No —dijo Rigg—. Según Nox, lo llamaban «Vagabundo», al menos algunas veces, y ella lo llamaba Buen Maestro, pero nadie habló nunca de santos.
—Siempre lo estaban murmurando —dijo Umbo—. Entre otras cosas. Supongo que nadie lo hacía delante de ti.
—Nunca he oído eso del… —Dejó que su voz se apagara antes de decir alguna estupidez.