Pathfinder (11 page)

Read Pathfinder Online

Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
7.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Padre nunca me contó nada sobre ti —dijo Rigg—. No me dijo que tuvieras una… cosa como ésa, quiero decir.

—Sabía guardar secretos, ¿eh?

Como no mencionar jamás que la madre de Rigg ni siquiera estaba muerta. Sí, sabía guardar un secreto, eso era cierto.

—Pero eso lo explica —dijo Rigg—. Lo de por qué no recuerdo lo del S.V. O sea, no lo entiendo, pero al menos tiene algún sentido, aunque sea raro. El de la historia era yo. Hasta que detuviste el tiempo y yo lo tiré de la roca, ese hombre no tenía por qué haber caído al agua. Pero cuando sucedió, el pasado cambió para todos. Y de pronto, todo el mundo pasó a conocer la historia del S. V… salvo yo. Porque era yo el que estaba con él y el que lo hizo. Así que mi pasado no cambió. No lo recordaba porque para mí no había sucedido hasta ayer.

—Perdóname un momento mientras me doy un par de cabezazos —dijo Umbo—… Para mí todo eso no tiene ningún sentido. O sea, yo también estaba allí…

—Pero no detuviste el tiempo para ti —dijo Rigg—. No tocaste al hombre y yo sí. ¿Por qué si no iba a existir un santuario en honor de un hombre del que nunca he oído hablar mientras que tú dices que todo el mundo conoce al Santo Vagabundo y su historia? Pero, en cambio, recuerdo haber hecho lo que se supone que hizo el demonio. Como fui yo el que cambió las cosas, aún recuerdo cómo eran, mientras que todos los demás recuerdan sólo cómo son ahora.

—Rigg —dijo Umbo—, no sé por qué te he pedido que me dejaras viajar contigo. Habla de esto todo lo que quieras, pero no me hacía falta saber que fui yo el que provocó la muerte de Kyokay al parar el tiempo. ¿Lo entiendes? ¡Ése es el único cambio que me importa!

—Lo sé —dijo Rigg—. Y a mí. —Pero en cuanto lo dijo, supo que no era cierto. De algún modo, la combinación de sus dones había cambiado el mundo. Como no entendían lo que estaba sucediendo, no habían podido salvar a Kyokay. Pero la solución para la ignorancia era obvia. Tenían que hacerlo de nuevo para averiguar cómo funcionaba.

Rigg tomó a Umbo del brazo y comenzó a llevarlo —no, casi a arrastrarlo— hacia el camino.

—Por el Santo Vaga… -protestó Umbo—. ¿Qué haces?

—Vamos al camino. A la Vía Septentrional. Ese lugar está lleno de rastros. Cada uno de ellos es una persona. Allí no son unos pocos, como en el borde del acantilado. Son centenares, miles si retrocedemos lo bastante. Quiero que frenes el tiempo para poder verlos. Voy a demostrarte que no me estoy inventando todo esto.

—¿Qué vas a hacer?

—Comprobar si podemos hacerlo a voluntad —Al llegar al camino, Rigg se colocó en el centro—. ¿Ves a alguien?

—Sólo a un loco llamado Rigg.

—Para el tiempo. Hazlo. Para mí, ahora mismo. Frénalo.

—¿Estás mal de la cabeza? —preguntó Umbo—. O sea, sé que lo estás, de un modo u otro. Porque si la gente se vuelve sólida cuando pare el tiempo, te van a pasar por encima diez mil viajeros.

—Creo que sólo se vuelve sólido aquel en el que me estoy concentrando —dijo Rigg—. Hazlo.

—¿Así que vuelves sólida a la gente concentrándote en ella?

—Mientras tú frenas el tiempo, sí —dijo Rigg—. O al menos eso es lo que creo que sucedió aquella vez. Mira, dejaré toda la comida a un lado del camino. De ese modo, si me aplastan, podrás quedártela.

—Vaya, gracias —dijo Umbo—. Amigo muerto, almuerzo gratis.

—¿Aún somos amigos? —preguntó Rigg—. ¿Aunque recordemos el pasado de manera tan distinta? Yo nunca jugué al Santo Vagabundo contigo. Jugábamos a los héroes, eso es lo que yo recuerdo. Aunque al menos los dos recordamos que jugábamos a algo, ¿no? Eso significa que aún somos amigos.

—Sí —dijo Umbo—. Por eso estoy aquí contigo, cabeza de hongo, porque soy tu amigo y tú el mío. Y, por cierto, guardo un recuerdo muy claro de haber jugado al Santo Vagabundo contigo y con Kyokay porque hacías todas las escenas de muerte del lobo y del oso, y de todas las criaturas a las que venció. Eso sucedió. Así que hay alguna versión de tu vida en la que viviste en un mundo donde todos respetaban al Santo Vagabundo.

—Tienes razón, es complicado —dijo Rigg—. Es como si hubiera dos versiones de mí, sólo que yo soy la equivocada… en un mundo en el que hubo un S.V., y en el que yo nunca viví y el yo que sí lo vivió ha desaparecido.

—Como el yo —dijo Umbo— que vivía en ese mundo tuyo de los juegos de héroes.

—Frena el tiempo —dijo Rigg—. Hazlo sin más y vamos a ver qué pasa.

—Kyokay está muerto por haber hecho tonterías de manera impulsiva. Piénsalo bien, Rigg. No te quedes en el centro del camino. Ven al borde. Siempre hay menos gente en el borde.

—Vale —dijo Rigg—. Está bien, tienes razón. —Salió del centro del camino y volvió a mirar a Umbo—. Venga.

—No mientras me estás mirando —dijo Umbo.

—¿Por qué no? ¿Qué pasa, se te caen los pantalones?

—No me estabas mirando cuando lo hice en el acantilado —dijo Umbo—. Además, ¿no deberías estar vigilando el camino para que nadie te arrolle?

—Umbo, no puedo mirar en varias direcciones a la vez. Mire a donde mire, alguien podría aparecer detrás de mí y pasarme por encima.

—Vas a morir.

—Es posible —dijo Rigg—. Y también es posible que mi cuerpo desaparezca de nuestro tiempo y aparezca como un misterioso cadáver en el pasado. Puede que me convierta en el Misterioso Chico Muerto y construyan un pequeño santuario en mi honor.

—De verdad que te odio —dijo Umbo—. Siempre lo he hecho.

—Para el tiempo —dijo Rigg.

Y así, mientras Umbo lo miraba con hostilidad, comenzó a suceder. Umbo no movió las manos, ni murmuró nada, como hacían los magos cuando los comediantes llegaban a la ciudad.

Rigg mantuvo los ojos desenfocados deliberadamente. Fue bastante fácil, teniendo en cuenta lo que apareció ante ellos al ralentizarse el paso del tiempo. El centro del camino se volvió tan borroso que Rigg se alegró de haberse puesto en el borde. Porque allí las manchas eran individuales y podía ver rostros de personas. Meros destellos al pasar, pero al final escogió una y la vio caminar con paso decidido, sin mirar a derecha ni a izquierda. A juzgar por su actitud, debía de ser un hombre dotado de autoridad y vestía con opulencia, pero con un traje estrafalario que no se parecía a ningún otro que Rigg hubiera visto nunca.

A la altura de la cadera, en el cinturón, el hombre ceñía una espada con su vaina. Al otro lado, el lado que Rigg tenía más cerca, llevaba un cuchillo.

Rigg comenzó a andar a su lado, alargó una mano, agarró el cuchillo y retiró el brazo. El hombre, al verlo, estiró los brazos tratando de atraparlo o de recuperar su cuchillo… pero Rigg se limitó a apartar la mirada y concentrarse en otra persona, una mujer, al tiempo que le gritaba a Umbo:

—¡Tráeme de vuelta!

Y de repente, toda la gente borrosa se transformó de nuevo en un sinfín de rastros de luz y Rigg y Umbo volvieron a estar solos en el camino.

Rigg aún empuñaba el cuchillo.

Era un objeto magnífico. El metal de la empuñadura era de fina hechura, con unas gemas engarzadas que parecían tan valiosas como las que Padre le había dejado, aunque de menor tamaño. Y parecía muy afilado. Su aspecto transmitía la sensación de que era un arma peligrosa y fácil de manejar.

Pertenecía al pasado y Rigg lo había traído al presente.

—Ese cuchillo —dijo Umbo con expresión de sobrecogimiento—. Ha… Has alargado la mano y ha aparecido de pronto.

—Sí, y cuando su propietario ha tratado de recuperarlo, le ha debido de parecer que yo desaparecía de repente. Igual que el demonio.

Umbo se sentó en la hierba, a un lado del camino.

—La historia del Santo Vagabundo… ocurrió de verdad… pero no había ningún demonio.

Y entonces, de pronto, a Rigg se le ocurrió algo, y al instante se le saltaron las lágrimas, casi como le había sucedido antes a Umbo.

—Por la oreja derecha de Silbom —dijo al recobrar el habla—. Si hubiera podido apartar mi mente de él, el S.V. habría desaparecido y habría podido salvar a Kyokay.

Lloraron juntos entonces, sentados a un lado del camino, conscientes de que, si alguno de ellos hubiera entendido lo que hacían sus dones en aquel momento, era muy posible que Kyokay aún siguiera con vida.

Aunque también era posible que Kyokay se hubiera caído de todos modos, llevándose a Rigg consigo. ¿Quién podía saber si Rigg habría logrado que se subiera a aquella roca?

El llanto cesó. Permanecieron un rato en silencio. Entonces Umbo dijo una palabrota, recogió una piedra y la arrojó al camino.

—No había ningún demonio. Sólo estábamos nosotros. Tú y yo, y nuestros poderes unidos. Nosotros éramos el demonio.

—Puede que eso sean siempre los demonios. Gente como nosotros, que hace cosas sin saber que las hace.

—El templo ese de ahí —dijo Umbo— es un templo dedicado a nosotros. El Santo Vagabundo no era más que un hombre normal y corriente, como la persona a la que le has robado el cuchillo.

—La verdad es que de normal y corriente no tenía nada…

—Cállate, Rigg. ¿Siempre tenemos que hacer bromas de todo?

—Bueno, yo sí —repuso Rigg.

—Pues vamos a arreglarlo —dijo Umbo—. Volvemos a antes de que tu padre muriera. Le cuentas lo que ha pasado y así no se le cae un árbol encima y tú no estarás en las rocas de lo alto de los acantilados cuando Kyokay…

—Dos razones por las que es una idea muy mala —dijo Rigg—. Primera, si no estoy allí, Kyokay se caerá. Segunda, no puedes vigilarlo mejor porque soy yo el que experimenta cómo cambia el tiempo, no tú, así que no sabrás nada de lo que va a pasar, así que seguirás haciendo las mismas cosas. Tercera, no podemos volver y hablar con Padre. Ni apartarlo de su camino. Nunca podremos.

—¿Por qué?

—Porque Padre no dejaba un rastro. Éra la única persona… la única criatura viviente que he conocido que no dejara un rastro.

—¿Estás seguro?

—¿Después de diez años viendo y estudiando los rastros, crees que podría equivocarme al decir que era la única persona, que yo haya visto, que no los dejaba?

—¿Y por qué no?

—No lo sé —dijo Rigg—. Pero creo que estaremos de acuerdo en que Padre era un hombre realmente inusual.

—¿Y para qué tenemos estas habilidades si no puedo volver y salvar a Kyokay? —inquirió Umbo.

—¿Se lo preguntas a un santo invisible, un dios o algo parecido? Porque yo no lo sé. Tal vez podamos salvarlo… esa vez. Pero ¿cómo sabemos que no se matará al día siguiente haciendo alguna otra estupidez?

—Porque yo lo vigilaría —respondió Umbo.

—Ya lo vigilaste una vez —dijo Rigg—. Pero era imposible de controlar. Y entre tanto, podríamos cambiar mil cosas que no queremos cambiar.

—Así que nuestros dones no sirven absolutamente de nada —dijo Umbo.

—Tenemos este cuchillo —dijo Rigg.

—Tú tienes ese cuchillo —replicó Umbo.

—Al menos no has empezado de pronto a recordar un montón de historias sobre hombres que salen de la nada para robar lujosos cuchillos antes de volver a desaparecer —dijo Rigg.

—Si Kyokay sigue muerto, todo esto no sirve de nada.

—Todo esto —dijo Rigg—, el hecho de estar juntos, hablar y averiguar lo que podemos hacer entre los dos… ha sucedido porque Kyokay se subió a las cataratas y yo traté de salvarlo y fracasé. Así que, si salvamos a Kyokay, ¿significará que nada de esto ha sucedido?… ¿Y cómo volveríamos entonces a salvar a Kyokay?

—¡Ya has demostrado que se puede cambiar el pasado! —dijo Umbo.

—Pero no ha sido nada importante —dijo Rigg—. O al menos no he conseguido nada que quisiera hacer.

Umbo alargó la mano hacia el cuchillo. Rigg se lo ofreció sin dudar. Umbo lo sacó de la vaina y apretó la punta contra un punto de la palma de la mano. La hoja se hundió casi al instante y la sangre comenzó a manar a su alrededor.

Rigg le arrebató el arma. Umbo se quedó mirando la palma, sin hacer el menor esfuerzo por detener la hemorragia. Rigg limpió la sangre de la hoja con un puñado de hierba cubierta de rocío, pero no le dijo nada a Umbo. Fuera la que fuese su razón para hacer aquella locura, se la explicaría cuando él quisiera.

—Ahora el pasado es real —dijo Umbo en voz baja—. Me ha lastimado. —Y entonces también él arrancó un poco de hierba mojada y se cubrió con ella la herida de la mano.

—Supongo que ahora entiendes por qué te decía tu madre que no te pincharas con un cuchillo.

—Mi madre es una mujer muy avispada —dijo Umbo—. Aunque se casara con un zapatero idiota y amargado.

—Detesto que siempre tengas que hacer bromas de todo —dijo Rigg.

—Al menos la mía ha tenido gracia —respondió Umbo.

Recogieron sus cosas. Rigg secó la hoja limpia en su propia camisa y volvió a envainarla. A continuación, tras meterse el cuchillo que había robado bajo el cinto, partieron por la Vía Septentrional en dirección a Aressa Sessamo.

5

LA TABERNA DE LA RIBERA

—¿Ha tenido alguna consecuencia mi decisión de seguir adelante? —preguntó Ram.

—Sí —respondió el prescindible—. Que sigues al mando de la nave.

Ram estaba un poco irritado desde que se había enterado de que la decisión había sido una prueba y no la decisión real.

—¿Conque ibais a seguir adelante, al margen de lo que yo decidiera?

—Sí —dijo el prescindible—. Es nuestra programación. No estaba en tus manos.

—Y entonces, ¿para qué estoy aquí? —preguntó Ram.

—Para tomar todas las decisiones después del pliegue. No sabemos lo que sucederá después del salto. Si hubieras demostrado cobardía antes del salto, se te habría considerado inapropiado para tomar las decisiones posteriores.

—Así que si hubiera sucedido eso, alguien habría ocupado mi lugar. ¿Alguno de vosotros?

—Habríamos despertado y sometido a la prueba a otro miembro de la tripulación. Uno detrás de otro, si hiciera falta.

—¿Y cuándo se producirá el salto de verdad?

—Dentro de una semana, más o menos. Si no volamos por los aires antes de eso. El espacio-tiempo está muy revuelto últimamente.

—¿Y no puedo hacer nada al respecto?

—Exacto, Ram.

—¿Y si ningún tripulante hubiera sido capaz de tomar una decisión ajustada a vuestros criterios?

—En ese caso nosotros habríamos tomado el mando hasta llegar al planeta de destino.

—Con «nosotros»… ¿quieres decir los prescindibles?

—Nosotros, la nave. Todos los ordenadores juntos.

Other books

Refugees by Catherine Stine
The Cinderella Murder by Mary Higgins Clark, Alafair Burke
The Hour of The Donkey by Anthony Price
Swimsuit Body by Goudge, Eileen;
Dixie Lynn Dwyer by Double Inferno
Ultimate Desire by Jodi Olson
The Worlds Within Her by Neil Bissoondath
After the Rain by Renee Carlino
The Suburban You by Mark Falanga