Authors: Orson Scott Card
—Le gustamos —dijo Umbo.
—Ya, yo también lo he notado —dijo Rigg—. Está encantada de tenernos aquí. Creo que nos quiere como si fuéramos sus propios hijos.
—A los que asesinó para preparar el estofado.
—Pues estaban deliciosos.
Rigg se quitó la ropa. A pesar de que hacía mucho frío, la promesa de las mantas lo tranquilizaba. Había tantas que no tendría que acurrucarse con Umbo para mantenerse caliente. Cosa que sería un cambio muy agradable, porque en el bosque, Umbo se movía mucho y lo despertaba no menos de cinco veces por noche.
Se abrió la puerta.
—¡Eh, que estamos desnudos! —protestó Rigg. Umbo se limitó a coger una manta para taparse.
Al mismo tiempo que dejaba un orinal en el suelo, Goteras dijo:
—No salpiquéis el suelo al usarlo y, por el amor de la Santa Araña, ponedle la tapa cuando no lo estéis usando o no habrá forma de quitar la peste del cuarto. —Dejó un canasto lleno de hojas grandes junto al orinal—. Y éstas metedlas en el orinal al terminar.
—Somos de Vado Otoño —dijo Umbo—. Río arriba, la caca no apesta.
—Lo que pasa es que no os dais cuenta, porque los privos dormís entre los cerdos. —Cerró la puerta y volvió a echar la llave.
Se turnaron para usar el orinal y, al terminar, los dos coincidieron en que ponerle una tapa era una idea excelente.
—Me han gustado esas hojas —dijo Umbo—. Eran mucho más suaves que las que usábamos en el bosque.
—Habrá que averiguar de qué árbol vienen y llevarnos uno en un enorme orinal sobre ruedas.
Rigg extendió una manta sobre el suelo, la dobló y luego se tapó con otras dos, mientras Umbo hacía lo mismo. La luz plateada del Anillo entró por el alto ventanuco, que al parecer estaba inclinado precisamente con este propósito. No había ninguna rama sobre ella que tapara la luz.
—Pues las hojas de fuera son más blandas para dormir —dijo Rigg.
—Pero aquí no me clavo ninguna piedra —dijo Umbo—. Y no hay bichos, ni serpientes ni otras alimañas que se te suban por todas partes.
—De momento —repuso Rigg.
Esperaba la réplica de Umbo —algo así como «Si no las veo, no me importa»— pero Umbo no dijo nada.
«¿Te lo puedes creer? —pensó—. Ya se ha quedado dormido.» Y en el mismo momento, lo mismo le pasó a él.
GOTERAS Y HOGAZA
Aún faltaban dos días para el salto al pliegue cuando, de repente, Ram se encontró en su silla, con el arnés puesto. El prescindible, de rodillas frente a él, lo miraba a los ojos.
—¿Me he quedado dormido? —preguntó Ram.
—Hemos dado el salto, Ram —dijo el prescindible.
—¿En la fecha prevista y no recuerdo los dos últimos días? ¿O antes de tiempo?
—Generamos el campo de polarización —dijo el prescindible— y el pliegue apareció cuatro pasos antes de lo previsto.
—¿Era nuestro pliegue o uno cualquiera? —preguntó Ram.
—Era el pliegue que queríamos. Estamos exactamente donde esperábamos estar.
—Qué error tan conveniente —dijo Ram—. Sin pretenderlo, creamos el pliegue cuatro pasos antes y aun así nos lleva a nuestro destino.
—Todos los pliegues, todos los campos, todo lo que hemos hecho estaba polarizado. Así que, de algún modo, siempre ha señalado exactamente en la dirección que queríamos.
—¿Conque el espacio-tiempo, a pesar de lo revuelto que estaba, ha cogido la idea de repente y ha saltado por delante de nosotros?
—Nos hemos visto atrapados en medio de una turbulencia —dijo el prescindible—. Queríamos impedirlo porque no sabíamos lo que nos pasaría en un caso así… La mayoría de los ordenadores predijeron que la nave se partiría en dos o se desintegraría.
Ram estaba estudiando los informes procedentes de todos los sistemas de la nave.
—Pero no ha sucedido ninguna de las dos cosas. Seguimos intactos.
—Más que intactos —respondió el prescindible.
—¿Cómo es posible estar más que intacto? —preguntó Ram.
El suelo era duro y hacía frío en la habitación, pero al despertar, Rigg se sintió más cómodo de lo que se había sentido en muchos días, y se enterró entre las mantas para ver si podía dormir un poco más.
—Se han llevado nuestra ropa —dijo Umbo.
Rigg abrió un ojo. Umbo, embutido en una manta, estaba sentado en una silla y tenía un aspecto taciturno a la tenue luz que se colaba por los postigos.
—Probablemente para lavarla —dijo Rigg.
Entonces se dio cuenta de que si su ropa había desaparecido, quería decir que alguien había entrado en el cuarto sin despertarlos. Podían habérselo llevado todo. Salió de un salto de debajo de las mantas y buscó el hatillo. Estaba justo donde lo había dejado y el dinero seguía en su sitio.
—No son unos ladrones —dijo.
—Bueno, eso ya lo sabíamos —dijo Umbo.
La llave giró ruidosamente en la cerradura. ¿Era tan ruidosa la pasada noche? No lo parecía, porque el bullicio del salón lo amortiguaba. Pero ¿cuándo habían entrado a cogerles la ropa?
Goteras entró en el cuarto, sin desayuno ni ropa limpia. Se limitó a quedarse allí parada, mirándolos fríamente.
—Cubríos con algo y venid conmigo. Ahora mismo.
Rigg estaba desconcertado por su actitud. Parecía furiosa, pero al mismo tiempo se mostraba mucho más respetuosa que la pasada noche. Apartó la mirada mientras se cubrían algo mejor con las mantas y luego se hizo a un lado de la puerta para dejarlos pasar.
En el salón no había nadie más que Hogaza, que se encontraba detrás de la barra, apoyado sobre ella. Frente a él había un paño blanco. A un lado se veía un montón de harapos que Rigg reconoció al instante: la ropa sucia que llevaban Umbo y él hasta la pasada noche.
Al acercarse, vio sobre el paño algo que despedía destellos a la luz que entraba por los postigos entreabiertos de las ventanas. Piedras preciosas de gran tamaño y de distintos colores. Dieciocho en total.
—¿Dónde está la azul claro, la que tiene forma de lágrima? —preguntó.
Goteras caminó tras él hasta el montón de ropa y lo empujó hasta el centro de la barra.
—Búscala tú mismo, los santos saben que nosotros no la hemos cogido. —Ni corto ni perezoso, Rigg comenzó a examinar la cinturilla de los pantalones, que sus anfitriones habían cosido esmeradamente en cada uno de los rotos que tenía.
Hogaza habló con un gruñido sordo:
—¿Qué pretendes haciéndote pasar por pobre cuando llevas encima semejante tesoro? —Al igual que su esposa, estaba enfadado… y también se mostraba deferente.
—Pedirnos caridad —añadió Goteras—, cuando todo el rato llevabas eso encima…
—No hemos pedido caridad —dijo Rigg—. Os ofrecimos dinero. De más, si no recuerdo mal.
—Y actuasteis como si tuvierais miedo de quedaros sin nada —repuso Goteras con tono malhumorado—, cosa que no podríais haber hecho ni en cien vidas.
Rigg pasó los dedos por la cinturilla del pantalón. Encontró el lugar en el que había cosido la gema azul claro y allí estaba, en efecto, aunque costaba más localizarla al tacto a causa de una costura vertical que engrosaba la tela. La sacó y la dejó sobre la ropa. Ya no tenía sentido esconderla. Si Hogaza y Goteras hubieran sido unos ladrones, no les habrían preguntado por las piedras, habrían fingido no saber nada sobre ellas. Y eso en caso de que hubieran dejado despertar a Rigg.
—Las he heredado de mi padre —explicó—. Dijo que las llevara a Aressa Sessamo y le mostrara las piedras a un banquero.
—¿Heredado? —preguntó Hogaza con expresión de desconfianza—. Si tu padre tenía tanto dinero, ¿por qué vistes como un mendigo?
Rigg entendía la pregunta. Hogaza se preguntaba si las joyas eran robadas. Pero aunque no lo fueran, el hombre quería encontrarle sentido a la contradicción.
—Vivíamos en el bosque —dijo Rigg—. Poníamos trampas para ganarnos la vida. Llevo la ropa que me resultaba más útil. Nunca necesitamos nada mejor. Para nuestro trabajo, no la había. Y en cuanto a lo de ser ricos, la primera vez que vi estas piedras fue después de la muerte de mi padre, cuando me las dio la mujer que las tenía a su cuidado.
—Qué mujer más honesta —dijo Goteras.
—Como vosotros —dijo Rigg—, o de lo contrario las piedras no estarían sobre la barra.
Hogaza resopló.
—Sólo por las monedas que lleváis —dijo—, alguien podría mataros y tirar vuestros cuerpos al río. Pero si un chico con unas piedras como ésas desapareciera, lo buscarían. Y alguien acabaría colgado de una soga. Y si yo apareciera de pronto con unas gemas así, ¿quién iba a creer que las había conseguido de manera honrada?
—¿Y quién iba a creerme a mí? —preguntó Rigg—. Parte de la herencia de Padre era una carta para un banquero.
—Entonces, ¿te importaría que la viéramos? —preguntó Hogaza. Lo hizo con tono educado pero firme, como si quisiera decir: «Este es el momento de disipar todas las dudas.»
Rigg vaciló un instante. ¿Creían que con la carta podían robar las joyas y fingir que eran legítimamente suyas? Pero apartó sus sospechas al instante. Si lo que querían era hacerle algo, ya no podía impedírselo. Así que, ¿por qué no pensar que tenían buenas intenciones? O al menos no demasiado malas…
—Iré a buscarla —dijo Rigg—. Está en mi hatillo.
—No, manda al otro chico —dijo Hogaza—. No quiero que pierdas las piedras de vista.
Umbo fulminó a Hogaza con la mirada y luego hizo lo propio con Rigg.
—Podrías habérmelo dicho —dijo.
—He compartido contigo mi dinero —dijo Rigg—, mi comida y todo lo demás. Pero eso no podíamos gastarlo en ningún sitio en el que hayamos estado o al que vayamos a ir. ¿Para qué iba a decírtelo?
Umbo le dio la espalda y fue a buscar el hatillo. Al cabo de unos instantes, ya de vuelta, depositó el hatillo en los brazos de Rigg.
Rigg lo dejó sobre un banco y sacó la carta. La puso sobre la barra.
Hogaza le lanzó una mirada de desconfianza. Goteras alargó un brazo y la cogió.
—Por el amor de los santos, Hogaza, todos sabemos que lees tan despacio que no terminarás hasta que las ranas se conviertan en árboles. —Examinó el documento moviendo los labios y leyendo palabras en voz alta de vez en cuando—. Es una burda falsificación —dijo.
Hogaza se puso muy tieso y miró desde arriba a Rigg.
Pero éste sabía que la carta era auténtica y que si no lo era, Goteras no tenía forma de saberlo.
—Si es una falsificación, no la he hecho yo —dijo—. La mujer que me la dio decía que la había escrito mi padre. Él nunca me la había mostrado, pero la letra parece la suya. —Miró a Goteras—. ¿Has visto su letra alguna vez?
—No me hace falta —replicó Goteras—. Está firmada por el Santo Vagabundo. Que es como si estuviera firmada por El Anillo.
—Hacer eso habría sido una estupidez, pero él no lo hizo —dijo Rigg—. Vuelve a leer la firma.
Goteras frunció el ceño y volvió a leer, esta vez moviendo los labios de manera aún más pronunciada.
—Ah —dijo al fin—. Pone «Vagabundo» en lugar de «Santo vagabundo». Pero sigue sin ser un nombre.
—Es uno de los nombres por los que respondía su padre —dijo Umbo.
—¿Y cuál era el de verdad?
—Todos —dijo Umbo—. Respondía a todos ellos.
Miraron a Rigg, que dijo:
—Yo nunca lo llamé otra cosa que «Padre».
—¿Qué os hace pensar que podéis juzgar ese documento? —preguntó Umbo—. Ni siquiera está dirigido a vosotros. Es para un banquero de Aressa Sessamo. Así que se lo vamos a llevar a él. Devolvédnoslo.
Había cierta ironía en el hecho de que Umbo pidiera la devolución de algo que nunca había tenido. Pero Goteras se lo puso en la mano igualmente. Umbo la examinó, la leyó rápidamente —el maestro de Vado Otoño había hecho bien su trabajo— y luego se la entregó a Rigg.
—Así que tu padre se inventaba nombres y luego firmaba con ellos en documentos legales —dijo Goteras—. Ya sabes lo que pienso de la gente que utiliza nombres falsos.
—Da igual lo que pienses del difunto padre del chico —dijo Hogaza con voz seca, lo que provocó una mirada hostil de su mujer—. Yo creo en el chico y en la carta, y no sé si el padre obtuvo el dinero de manera honrada, pero él desde luego sí.
—¿Qué vas a hacer, entonces? —inquirió Goteras—. ¿Adoptarlo? Lo que sí ha hecho es mentirnos.
—No he dicho una sola palabra que no fuese cierta —dijo Rigg.
—¡Dijiste que esas monedas eran todo el dinero que tenías?
—¿Es que esas piedras os parecen dinero? —preguntó Umbo.
—¿Y por qué nos habéis cogido la ropa en mitad de la noche? —preguntó Rigg.
Goteras se puso colorada y dijo:
—Iba a lavarlas.
—Pues a mí no me parecen más limpias —dijo Rigg.
—Porque al coger el pantalón, sentí que había algo en la cinturilla.
—¿Y tuviste que abrir la costura para sacarlo?
—Mi esposa no es una ladrona —dijo Hogaza, echando chispas por los ojos.
—Ya lo sé —dijo Rigg—. Pero ha estado escupiéndonos sus acusaciones y sospechas, y sólo quería que viese que también nosotros podemos hacerlo. Yo tengo más razones para quejarme que nadie aquí… pero no me quejo y creo que ya va siendo hora de que ella también deje de sospechar de mí.
—El chico es un abogado —dijo Hogaza a su esposa.
—La gente honrada no necesita abogados —respondió ella, enojada.
—La gente honrada es la que más los necesita —murmuró el marido y al ver que ella se disponía a continuar con la discusión, levantó la mano como si quisiera darle un bofetón con el dorso de la mano. No lo hizo ni, evidentemente, había pretendido hacerlo, pero ella puso los ojos en blanco y guardó silencio. Parecía que, río abajo, levantar la mano era el equivalente a llevarse un dedo a los labios.
—Si me devolvéis la ropa —dijo Rigg—, podré volver a coser las piedras en la cinturilla y nos marcharemos.
—No —respondió Hogaza—. En Aressa Sessamo, esa carta os será útil. Aquí no y tenéis que convertir en dinero una de esas gemas.
—Creí que teníamos mucho dinero —dijo Rigg—. Demasiado.
—Lo que he dicho es que teníais dinero suficiente para que os mate algún ribereño —replicó Hogaza—. Pero conforme sigáis río abajo, los precios irán aumentando. Os quedareis sin dinero mucho antes de llegar a Aressa Sessamo, por mucho que economicéis.
—¿Hay un banco en esta ciudad?
—Aún no —dijo Hogaza—. Pero puedo acompañaros río abajo hasta la primera ciudad que lo tiene. Es un lugar que conozco bien y podré responder por vosotros. Y, además, os protegeré por el camino.