Pathfinder (10 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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En lugar de iniciar una discusión, se acercó obedientemente al primer mural y vio al instante que se trataba de una recreación de la parte alta de las cataratas Stashi, vistas como si el que miraba estuviera flotando en el aire, a unas tres varas de la caída. Un hombre colgaba de una piedra en el borde mismo de la catarata, rodeado a ambos lados por el agua y la espuma (o al menos eso parecía tratar de sugerir el pintor), mientras un demonio feroz, sobre la piedra, trataba de soltarle los dedos.

Y luego, en el mismo mural de las cataratas, pero a la derecha, se veía al mismo hombre (a juzgar por su atuendo, al menos) sobre la misma piedra, sólo que en lugar del demonio había un bulto de algo que no se sabía lo que era y el hombre estaba poniendo las dos manos sobre la piedra y levantándose.

—Ése fue el milagro, ¿ves? —dijo Umbo—. ¿De verdad que nunca has oído hablar de él? Como me estés mintiendo para que te cuente la historia, te juro que te cubro la comida de pedos…

—¿Qué milagro?

—El demonio lo tiró a las cataratas, pero el Santo Vagabundo, a duras penas, logró sujetarse de una roca con una mano. Entonces, el demonio intentó golpearlo en la mano y cuando el santo lo cogió por el brazo, el demonio le dobló los dedos. Mucha gente dibuja al Santo Vagabundo con los dos dedos de la mano derecha permanentemente doblados, pero eso es grotesco —dijo Umbo.

A Rigg no le importaba lo de los dedos. ¿Es que Umbo no se daba cuenta de que lo que decía era una recreación de lo que había sucedido el día antes en el acantilado? Pero no podía darse cuenta, claro. Umbo sólo había visto a su hermano Kyokay. No había visto al hombre con el que Rigg había tenido que luchar para intentar salvar a Kyokay.

«Ése es el hombre con el que luché. Era real… Pero era del pasado y se quedó en el pasado. No murió después de que dejara de verlo. Cuando el tiempo reanudó su marcha y le solté los dedos, debió de creer que había hecho un milagro. Y cuando volvió a subirse a la roca —¡qué fuerza debía de tener!—, no había ni rastro de mí.»

Pero sí que había algo en la roca.

—¿Qué es esto? —preguntó Rigg.

—Oh, no debería estar ahí. En realidad forma parte de la segunda historia, pero lo han puesto para recordárnoslo y para poder usar las demás paredes para otros relatos. Es una piel.

—¿Una piel?

—Cuando el Santo Vagabundo bajó al Escarpalto, estaba helado y aterrorizado, y fue al gran lago en el que la cascada forma una neblina y allí, atrapada entre las piedras, encontró una piel de animal, completamente limpia y preparada para él. Era del demonio, claro, el demonio, que ahora reconocía que el Santo Vagabundo era un hombre de poder, así que le ofrecía una piel como tributo.

«Solté las pieles en este tiempo, no en el de ese hombre —pensó Rigg—. Pero… Puede que una de las pieles quedara atrapada entre las rocas durante un momento, mientras estábamos en lo alto de la cascada y puede que, al ralentizarse el tiempo, mientras yo penetraba en el pasado donde estaba aquel hombre, la piel pasara junto a la roca de la que colgaba y…»

Sentía el deseo de contarle la verdad a Umbo, pero el peso del viejo hábito de guardar silencio sobre sus habilidades retuvo sus palabras. Padre le había prohibido hablar de aquello con nadie.

Pero Padre se lo había contado a Nox, ¿no? Porque se fiaba de ella.

«Bueno, yo me fío de Umbo. O al menos me gustaría poder hacerlo. Y si voy a viajar con él, ¿cómo puedo ocultarle lo que hago con los rastros? ¿Tendré que fingir que no sé adónde conducen, o cuándo se acerca alguien, o dónde nos han tendido una emboscada? Puede que Umbo no sea de fiar. Pero si lo es, el viaje será mucho más sencillo si no tengo que ocultarte lo que puedo hacer.»

—Umbo —dijo—. Yo soy el demonio.

Umbo lo miró con cierta expresión de fastidio.

—Eso no tiene ninguna gracia.

—Venga, ¿no has dicho antes que jugábamos al S.V.?

—¿Al qué?

—Al Santo Vagabundo.

—¿Cómo quieres que nos dé la bendición si nos burlamos de este sitio, de él y de todo lo que ha hecho por los viajeros?

En ese momento, Rigg comenzó a entender por qué Padre le había advertido siempre que no dijera nada contra la religión de un hombre. «Nada solivianta más a la gente que descubrir que alguien piensa que se equivocan respecto al funcionamiento del universo.» Tratar de contarle algo a Umbo había sido un error.

—Lo siento —dijo.

—No te creo —dijo Umbo—. No estabas bromeando. ¿De verdad piensas que eres un demonio?

—Tengo trece años y soy un niño vulgar y corriente. —Dicho esto, Rigg salió del santuario para dar a entender que la discusión había terminado. Si Umbo no lo dejaba estar, es que la idea de viajar no iba a funcionar.

Umbo se quedó un rato dentro del santuario y luego, al salir, se mostró un poco contrariado mientras recogía sus escasas pertenencias. Era evidente que estaba listo para marcharse y sólo estaba haciendo tiempo para poder decir lo que quería decir.

Rigg se disponía a decirle que podía volver a casa y que él continuaría el viaje solo. Pero Umbo se le adelantó.

—No eres vulgar y corriente —dijo.

—¿Y eso es bueno o malo? —preguntó Rigg.

—Siento haberme enfadado. Lo que pasa es que nunca… Nadie habla mal del Santo Vagabundo. Y nadie lo llama «el S. V».

Rigg no quería participar en aquel juego. La disculpa no era más que una prolongación de la discusión.

—Cree lo que quieras —dijo.

—Estaba pensando que lo mejor sería que me marchase. Que volviera a casa antes de que nos echen una maldición por tu culpa.

«Vaya, conque ahora el S.V. echa el mal de ojo», pensó Rigg. Pero no dijo nada.

—No sé si es seguro viajar contigo si vas a seguir burlándote así de él —dijo Umbo, y parecía enfadado además de asustado—. Pero entonces me he acordado de cómo hablaba tu padre de los santos y los demonios cuando me enseñaba… cosas. Lo único que haces es hablar como él.

Rigg recordó en aquel momento que Padre se había llevado alguna vez a Umbo de paseo al bosque o por los campos. No en los últimos tiempos, sino cuando los dos tenían ocho o nueve años. ¿Habría estado enseñándole?

—Por si sirve de algo, no me estaba burlando —dijo Rigg—. Es que me había dado cuenta de algo.

—¿De que eres un demonio? —replicó Umbo con tono de burla—. Sé que no lo eres.

—No, me había dado cuenta de que el demonio de la historia del Santo Vagabundo no era ningún demonio —dijo Rigg—. Así que no soy un demonio, pero sí la persona que hizo las cosas del supuesto demonio de la historia… Y antes de que te enfades de nuevo conmigo, tú me viste hacerlas.

—El Santo Vagabundo vivió hace cientos de años —dijo Umbo, con impaciencia apenas contenida.

—No te estoy mintiendo ni gastando una broma —dijo Rigg—. Cuando estaba tratando de salvar a tu hermano, la razón por la que no pude hacerlo fue que apareció un hombre. Di un salto para llegar hasta Kyokay y de repente me lo encontré allí. —No había razón para complicar las cosas tratando de explicarle lo de los rastros que en aquel momento, por primera vez, se habían convertido en seres humanos—. Choqué con él y se cayó al agua.

—Yo no vi nada de eso.

—Ya lo sé —dijo Rigg—. No estoy diciendo que lo vieras. Él estaba en el pasado. Lo que digo es que me viste hacer las cosas que hace el demonio en esa historia.

—¿Así que él estaba allí hace cientos de años y tú hace un par de días y chocaste con él y lo tiraste al agua?

—Exacto —dijo Rigg sin hacer caso al tono incrédulo de Umbo—. La corriente lo arrastró hasta el borde de la cascada, pero se agarró de la misma roca de la que colgaba Kyokay. Kyokay estaba en el presente y él en el pasado y sus cuerpos se superpusieron. Su mano cubría por completo la de Kyokay.

Umbo puso los ojos en blanco y se cubrió la cabeza con el sombrero.

—¿Por qué no esperas a que termine para juzgarme? —dijo Rigg—. Aunque no me creas, sé que sucedió y si crees en santos, demonios y maldiciones, cosas que a mí me parecen imposibles, ¿por qué no puedes ni considerar la posibilidad de que yo viese y tocase a un hombre del pasado al mismo tiempo que trataba de llegar hasta el brazo de tu hermano, que él me impedía alcanzar?

—«Considerar la posibilidad» —repitió Umbo—. Hablas igual que tu padre, en serio.

—¿Y como mi padre era un estúpido o un mentiroso, rechazas las palabras de todo el que habla como él?

El rostro de Umbo cambió de repente.

—No —dijo—. Tu padre no era un estúpido. Ni un mentiroso —dijo con aire pensativo.

—Como te digo, tenía que apartar las manos de aquel hombre para poder salvar a Kyokay. Intenté golpearle. Pero entonces me agarró del otro brazo y vi que me empujaba hacia el agua. O sea, pesaba algo así como el doble que yo. No podría haberse encaramado a la roca tirando de mí. Así que le doblé los dedos. Dos de ellos. Para que me soltara.

—¡Sabía que te había visto tratando de quitar de la roca la mano de Kyokay! —exclamó Umbo, nuevamente furioso.

—¡No era eso lo que hacía! —gritó Rigg—. Me viste hacer ese movimiento, pero no me viste apartar los dedos de Kyokay porque no llegué a tocarlo. ¡No podía! ¡El S.V. estaba en medio! Eran sus dedos los que estaba doblando… unos dedos que tú no podías ver porque seguía atrapado en el pasado.

—Tú nunca sabes cuándo debes parar, ¿verdad? —dijo Umbo.

—Te estoy contando la verdad —dijo Rigg—. Puedes creer lo que te parezca.

—El S. V… El Santo Vagabundo vivió ¡hace trescientos años! —le gritó Umbo.

—Padre ya me advirtió de que no le contara a nadie lo que puedo hacer —dijo Rigg—. Y ahora veo por qué. Hasta aquí hemos llegado.

—¡No! —gritó Umbo—. ¡No hagas eso!

Rigg se obligó a calmarse.

—No estoy haciendo nada —dijo—. Te he contado una historia, tú crees que es mentira y así no sé cómo podemos seguir viajando juntos.

—Lo que has dicho sobre tu padre… —dijo Umbo—. Que te advirtió de que no debías contarle a la gente lo que puedes hacer…

—Bueno, pues resulta que no puedo hacer nada.

—Sí, sí que puedes, y me lo tienes que contar.

—Yo no le cuento nada a la gente que me toma por mentiroso —respondió Rigg—. Es una pérdida de tiempo.

—Te escucharé, te lo juro —dijo Umbo.

Rigg no entendía por qué había cambiado Umbo tan de repente, por qué de pronto estaba tan ansioso por escucharlo. Pero parecía sincero. Casi suplicante.

Tuvo la impresión de que oía decir a su Padre: «No tienes por qué responder a alguien sólo porque te haga una pregunta.» Así que respondió como Padre le había enseñado, con otra pregunta.

—¿Por qué quieres que te lo cuente?

—Pues puede que porque no eres el único al que tu padre le dijo que no le contara a nadie un secreto —respondió Umbo en voz baja.

—¿Y tú me vas a contar el tuyo? —le preguntó Rigg.

—Sí —dijo Umbo.

Rigg esperó.

—Tú primero —dijo Umbo en voz aún más baja. Como si de repente sintiera mucha vergüenza. Como si Rigg fuese peligroso y no quisiera ofenderlo.

Pero Padre conocía un secreto de Umbo, un secreto que nunca le había contado a Rigg. Así que eso podía significar que a Padre le parecería bien que confiara en Umbo.

—Veo rastros —dijo Rigg—. Veo el rastro que ha dejado cada persona y cada animal que ha existido. Y no sólo eso. No es que los vea con los ojos, sino que sé dónde están. Pueden estar al otro lado de unos árboles o detrás de una loma o tras los muros de una casa y cuando cierro los ojos, los rastros siguen ahí.

—¿Como… un mapa?

—No. Como… regueros de tierra, hebras de polvo, telarañas en el aire. Algunos más nuevos y otros más antiguos. Los de los humanos son diferentes a los de los animales y tienen distintos colores, o algo parecido a los colores, en función de su antigüedad. Pero lo que eso significa es que puedo ver la historia entera de un lugar, los rastros de todas las personas que han pasado por allí alguna vez. Sé que parece una locura, o cosa de magia, pero Padre decía que tenía una explicación perfectamente racional. Sólo que nunca me contó cuál podía ser.

Umbo tenía los ojos abiertos de par en par, pero no dijo nada. Ni burlas ni acusaciones.

—Allí arriba, en lo alto de las cataratas Stashi, mientras estaba tratando de llegar hasta tu hermano, todo cambió. De repente fue como si los rastros frenaran su marcha. Nunca me había dado cuenta de que estuvieran en movimiento, pero cuando se ralentizaron me di cuenta de que no es algo que la gente deje al pasar. Es la misma gente, que veo en el pasado. Sólo que se movían tan deprisa que nunca me había percatado de ello.

—Todo se ralentizó —dijo Umbo.

—O fue mi mente lo que se aceleró —dijo Rigg—. En cualquier caso, los rastros se transformaron en gente que repetía los mismos movimientos una vez tras otra. Salvo cuando miraba a uno de ellos y me concentraba en él… Pensé que no era real. Que sólo era una visión del pasado, como los rastros. Siempre estoy pasando entre ellos. Así que salté a la roca… y me estrellé contra aquel hombre. No era un sueño, era tangible y real. Tan tangible que pude golpearle en la mano y doblarle los dedos. No sabía qué hacer para librarme de él. Y Kyokay murió mientras lo intentaba.

Umbo se dejó caer en el suelo.

—¿Sabes por qué se frenó el tiempo? ¿Por qué se convirtieron los rastros en personas? ¿En el Santo Vagabundo?

Rigg sacudió la cabeza, pero a pesar de que no tuviera una explicación, en aquel momento Umbo parecía creerle.

—Fui yo —dijo Umbo—. Podrías haber salvado a Kyokay si el tiempo no se hubiera ralentizado y no hubiera aparecido el Santo Vagabundo. —Su rostro se contrajo de dolor—. No podía verlo. ¿Cómo iba a saber que estaba haciendo que apareciera?

Entonces, Rigg entendió por qué había empezado a creerlo Umbo. El secreto de Umbo, el que Padre le había dicho que no le contara a nadie, era que también él poseía un extraño don.

—Tuviste algo que ver con lo que le pasó al tiempo…

—Tu padre me vio hacerlo —dijo Umbo—. Cuando era pequeño. Por eso venía a nuestra tienda tan a menudo. Me hablaba de lo que podía hacer. Al principio, sólo paraba el tiempo a mi alrededor… Ya sabes, cuando quería seguir jugando un rato más. Supongo que lo que hacía en realidad era frenar el tiempo para los demás o acelerarlo para mí, pero yo era muy pequeño y lo que veía era que todos los demás comenzaban a moverse muy despacio y yo tenía tiempo para hacer lo que me viniera en gana. Sólo duraba unos minutos, pero tu padre supo de algún modo lo que estaba haciendo y me explicó algunos ejercicios que podía hacer para aprender a controlarlo. Para hacer que el tiempo se parara exactamente donde yo quisiera y no en otro punto. Cuando corría por el camino del acantilado, exhausto y sin aliento, y vi por un instante que Kyokay caía… lo ralenticé. Es decir, prácticamente lo paré.

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