Authors: Orson Scott Card
—¿Aquí dentro? —preguntó Rigg—. ¿Y qué hacemos aquí?
—Uno de vosotros se tumba sobre la mesa y el otro debajo, y echáis una cabezada si podéis, pero no cantéis, no habléis en voz alta, no asoméis la cabeza por la ventana y no…
—¿Qué ventana? —preguntó Umbo.
—Si no puedes encontrarla, supongo que tampoco puedes asomar la cabeza por ella y así estaremos seguros de que hacéis lo que os digo —dijo el tabernero—. Y lo último que iba a decir es que, cuando cierre la puerta desde fuera, no quiero que os entre el pánico, empecéis a pensar que estáis prisioneros, gritéis pidiendo ayuda o tratéis de escapar.
—¿Eso no es exactamente lo que dirías si fueras a secuestrarnos para pedir rescate?
—Sí —respondió el tabernero—. Pero ¿quién iba a pagarlo? —Se acercó a la puerta, la cerró tras de sí y luego los dos muchachos oyeron el ruido de la cerradura.
Rigg se puso en pie al instante y comenzó a examinar las paredes.
—¿Buscas la ventana? —preguntó Umbo.
—Ya la he encontrado —dijo Rigg. Señaló hacia arriba, en lo alto de la pared, sobre la puerta. Puede que estuviera orientada hacia el interior de la taberna, pero lo que se colaba a través de los tablones del viejo postigo era luz de sol.
—¿Cómo sabías que no estaba en la pared del exterior? —preguntó Umbo.
—Veo los rastros de los constructores. Poca gente se ha subido a esas paredes, pero cuando lo han hecho, es allí adonde iban.
—Me da la impresión —dijo Umbo— de que tu don con los rastros sirve para saber lo que la gente ha hecho, no lo que se dispone a hacer.
—Muy cierto —dijo Rigg—. Pero ¿de qué sirve el tuyo, cuando se trata de defenderse?
—Paro el tiempo —dijo Umbo.
—Ya te gustaría —dijo Rigg—. Eso sí que sería útil.
—¡Sabré yo lo que puedo hacer! —dijo Umbo.
—Lo he estado pensando —respondió Rigg—. No paraste el tiempo para mí… Caminaba a la misma velocidad que el hombre al que vi…
—Y así pudiste robarle…
—¿Quieres que lo busque para devolverle lo robado?
—Si no paro el tiempo, ¿qué es lo que hago para que puedas ver que los rastros se convierten en gente?
—Aceleras mi mente.
Umbo levantó los brazos y se sentó.
—Acelerarte… parar el tiempo… Es lo mismo. Eso ya lo dije yo desde el principio.
—Tú has vivido con ello toda la vida, Umbo, decidiste lo que era cuando eras pequeño y nunca has tenido que cambiar de idea. Pero piensa en ello. Cuando usaste tu don y me puse a andar entre esa gente, ¿qué te pareció? Seguías viéndome, ¿verdad?
—Sí.
—¿Caminaba más despacio? ¿O más deprisa?
Umbo restó importancia a sus palabras con un encogimiento de hombros.
—¿Qué es lo que hago entonces? Porque seguro que hago algo, si puedes ver gente a la que antes no veías.
—Aceleras mi mente. La velocidad a la que veo las cosas y pienso en ellas. Toda esa gente que deja los rastros ha estado siempre allí, pero sólo puedo verla cuando mi cerebro comienza a ver y a pensar más deprisa. Y sólo cuando me concentro de verdad puedo tocarlas, quitarles cosas y abrirles los dedos para tratar de salvar a Kyokay. —Al decir esto, Rigg sintió que la pena volvía a crecer en su interior y guardó silencio.
Umbo cerró los ojos y lo pensó un rato. Y al fin lo que dijo fue:
—¿Entonces te hago más listo?
—Ojalá —respondió el otro—. Pero lo que sucede es que veo cosas que antes no podía ver y toco cosas que antes no podía tocar.
Umbo asintió.
—Siempre había pensado que paraba el tiempo, porque cuando empecé a hacerlo cerca de otros siempre decían cosas como: «Todo se detuvo» o «El mundo entero empezó a moverse más despacio». No sabían que fuera yo el responsable, sólo creían que era algo que… sucedía. Lo mismo que yo, al principio. Pero entonces tu padre oyó a mi madre hablar de una de las veces que había pasado y me miró y, de algún modo, supo que lo había hecho yo. Después habló conmigo y comenzó a enseñarme a controlarlo. Para que pudiera hacer que afectara sólo a una persona. Yo u otro. El que quisiera.
—En las cataratas apuntabas a Kyokay y me alcanzaste a mí por accidente.
—No he dicho que lo controlara a la perfección. Kyokay y tú estabais muy lejos, y yo estaba trepando por el acantilado, y la mayor parte del tiempo no podía veros. —Apoyó los codos sobre la mesa y ocultó el rostro entre las manos—. Pero qué más da lo que hagamos. Si tú únicamente eres capaz de ver el pasado y yo solamente puedo hacer que la gente piense más deprisa, ¿qué podemos hacer con ello?
—Tengo un cuchillo.
—Y bien afilado —dijo Umbo mientras levantaba la palma de la mano que se había cortado con él. La herida ya se había cerrado, pero la costra era de color rojizo—. ¿Podrías pelear contra uno de esos ribereños con él? ¿Y contra tres?
—Si pudieras acelerarme de verdad —dijo Rigg—, podría dar vueltas a su alrededor tan deprisa que no podrían verme y mataría a seis de ellos antes de que supieran lo que pasaba.
—Eso estaría muy bien —dijo Umbo—. Y mientras tanto, ellos se dedicarían a zurrarme a mí, que estaría ahí sentado, y en cuanto me alcanzaran se acabaría lo de acelerarte y entonces te cogerían a ti.
—Pues entonces es una suerte que no podamos hacerlo, ¿verdad?
Desde el otro lado de las paredes, Rigg podía oír los ruidos del gran salón de la taberna. No parecía haber ningún tumulto, sino muchas conversaciones. A gritos, a decir verdad. Y lo que alcanzaba a discernir parecía alegre. Incluso las más horribles blasfemias sonaban a bromas amistosas.
—Estaría bien que nos trajeran algo de comer, ¿verdad? —dijo Umbo.
—Supongamos que nos dan una paliza, pero no nos matan —dijo Rigg.
—Esperemos que sea así.
—Pero luego volvemos al sitio y busco los rastros que dejaron para llegar hasta nosotros. Tú frenas el tiempo…
—Pero ¿no habías dicho que no era eso lo que…?
—Es que estoy acostumbrado a llamarlo así —dijo Rigg con impaciencia—. Tú haces lo que sea que haces y yo llevo un mazo, y cuando están acercándose para pegarnos, uno a uno les voy golpeando en las rodillas. A todo el que dé un paso hacia mí.
Umbo sonrió.
—Seguro que, al segundo que cae con la rodilla doblada en una dirección extraña, el resto echan a correr.
—Y entonces no nos darán una paliza —dijo Rigg—. Al final salimos sin un rasguño.
Umbo se echó a reír.
—¡Es mejor que vengarse, porque los detendremos antes de que lleguen a tocarnos un pelo!
—Lo único que no entiendo es cómo podría salir bien —dijo Rigg—. Sólo lo hacemos porque nos han dado una paliza… Pero luego no podemos recordar por qué estamos atacando a esos tíos… porque no tenemos ni un cardenal y jamás nos han puesto la mano encima.
Umbo lo pensó un rato.
—Eso me da igual —dijo—. ¿Qué más da que no nos acordemos? Sabemos que nunca haríamos una cosa así sin una buena razón.
—Pero si lo único que recordamos es cómo atacamos a la gente y no la razón…
—Bueno, no le des más vueltas —dijo Umbo—. Con un poco de suerte nos matarán, así que no podremos volver para detenerlos y no recordaremos nada porque estaremos muertos.
—Eso sí que me tranquiliza —dijo Rigg.
Entonces a Umbo se le ocurrió algo.
—Recordabas haber crecido sin oír las historias del Santo Vagabundo, ¿verdad? Así que aún te acordabas de cómo eran las cosas en el pasado, antes de que las cambiaras.
—Pero tú no.
—Eso es interesante —dijo Umbo—. Uno de nosotros recordará cómo eran las cosas antes de que cambiaran y el otro como eran después de haber cambiado.
Pero algo en el análisis de Umbo escamaba a Rigg, aunque todavía no era capaz de decir qué era.
—Supongamos que nos dan una paliza, como he dicho. Yo no olvido lo de la paliza. Así que me acuerdo de todas las cosas que hicimos antes de que nos pegaran: que nos escondemos, que nos pegan hasta hartarse y que luego volvemos al sitio y ajustamos cuentas. Pero tú no te acuerdas. Lo único que recuerdas es cómo son las cosas ahora, dónde, cuándo iban a pegarnos, que algunos de ellos cayeron con las rodillas rotas y que el resto huyó a la carrera. Así que… no fuiste a ninguna parte a recuperarte de tus heridas porque nunca llegaron a herirte. Así que, en la nueva historia, si no tuviste que recuperarte de tus heridas, ¿qué hiciste en su lugar? ¿Y por qué terminaste viniendo conmigo para impedir algo que no recuerdas que hubiera sucedido? Es imposible.
—Va así —dijo Umbo—. Los dos hacemos las dos cosas. Sólo que en el momento en que les rompes las rodillas, tú olvidas una de ellas y yo la otra.
—Sigue sin tener sentido —dijo Rigg—, porque si los dos vemos caer a los malos y luego nos vamos, de algún modo tenemos que hacer las cosas que hicimos para acabar en el lugar y el momento justos para romperles las rodillas. ¿Y cómo sabemos cuáles son?
Umbo se inclinó hacia delante y comenzó a golpearse débilmente la cabeza contra la mesa.
—Tengo tanta hambre que no puedo pensar.
—Y aquí hace demasiado frío para dormir —dijo Rigg.
—Y seguimos teniendo la capacidad de cambiar el pasado entre ambos, sólo que, hagamos lo que hagamos, acabamos de deducir que es imposible.
—Y sin embargo, lo hacemos —dijo Rigg.
—Somos los santos más inútiles de toda la historia. Podemos hacer milagros, pero no sirven de nada.
—Podemos hacer lo que podemos hacer —dijo Rigg—. No pienso lamentarme por ello.
—Recuérdame por qué no hemos ido hacia atrás en el tiempo para robar lo que cuestan un par de pasajes en un barco fluvial…
Rigg se tumbó en el suelo.
—¡Ay! ¡Qué frío!
—Pues súbete a la silla. Está más caliente.
—Vamos a morir en este cuarto —dijo Rigg.
—Eso resolvería todos nuestros problemas.
Se abrió la puerta. Una mujer casi tan voluminosa como el tabernero entró con dos cuencos con sendas cucharas.
—Hablando de santos —dijo Umbo—, aquí llega una con el milagro de las viandas.
—De santa nada —respondió la mujer—. Hogaza os lo puede decir.
—¿«Hogaza»? —preguntó Rigg mientras olía el estofado y clavaba la mirada en los cuencos. La mujer los dejó sobre la mesa y Rigg y Umbo se sentaron al instante.
—Hogaza es mi marido —dijo ella—. El que os ha encerrado aquí en lugar de echaros junto con vuestro dinero a la calle, como yo habría hecho.
—¿Se llama Hogaza? —preguntó Umbo con la boca ya llena.
—Y yo Goteras. ¿Es que os hace gracia?
—No —respondió Rigg, haciendo un esfuerzo para no echarse a reír—. Pero me pregunto de dónde han salido esos nombres.
La mujer se apoyó en la pared y los observó mientras devoraban la comida.
—Somos de un pueblo del desierto occidental. Allí se bautiza a los niños antes de la primera puesta de sol y los nombres se escogen por el aspecto de los bebes, o por algo que le recuerdan a alguien, o por un sueño, un chiste o cualquier otra estupidez. Y tenemos que conservarlos hasta habernos ganado un nombre de héroe, cosa que no consigue casi nadie. Así que, como Hogaza parecía una gran hogaza de pan, alguien dijo que se le podía llamar así, y como yo estaba constantemente llorando, vomitando y meando, mi padre me llamó Goteras y no dejó que mi madre me lo cambiara en el bautizo. Y les he dado su merecido a más de cien personas por reírse de mi nombre. ¿Creéis que no podría con vosotros?
—Tengo la absoluta seguridad de que sí podrías —respondió Rigg—, así que haré cuanto esté en mi mano para no tener que comprobarlo. Pero lo que me pregunto es, cuando vinisteis aquí, ¿por qué no os cambiasteis el nombre? Por aquí no os conocía nadie, ¿verdad?
—¿Nos tomas por la clase de gente que comienza una nueva vida en un sitio mintiéndole a todo el mundo?
—Pero si os cambiarais el nombre no sería una mentira. Podrías decir «Me llamo Dama Gloriosa» y como ése sería tu nombre desde aquel mismo momento, no sería una mentira.
—Cualquiera que me llame Dama Gloriosa es un mentiroso, aunque sea yo misma —repuso ella—. Y en cuanto a ti, cada vez que abres la boca te acercas un poco más a esa paliza. La próxima vez, limítate a llenarla de comida.
Rigg tenía comida en la boca mientras hablaba, y aprovechaba las pausas para masticar y tragar, pero sabía lo que quería decir la mujer.
—Esta noche vais a dormir aquí —anunció Goteras—. Os voy a traer unas mantas.
—Muchas, espero —dijo Umbo.
—Muchas más que si durmierais al raso en una noche como ésta. Que es lo que habéis estado haciendo las últimas semanas, ¿no?
—Pero no nos gustaba —respondió Umbo.
—A mí me daba igual —dijo Rigg.
—Y a mí me da igual que os guste o no —dijo Goteras.
—Me gusta esta sopa —comentó Umbo.
—Es estofado —dijo Goteras—. Muy propio de un privo no saber la diferencia. —Al salir, volvió a cerrar con llave y los dos muchachos se aplicaron con afán a la muy seria tarea de dar cuenta de hasta el último trozo de comida.
Al acercarse al fondo de los cuencos, bajaron el ritmo lo suficiente para poder conversar un poco.
—Sigo teniendo hambre —dijo Umbo—, pero tengo la barriga llena y ya no me cabe nada.
—Así es como se engorda —dijo Rigg—. Comiendo cuando ya estás lleno.
—Supongo que recuerdo con tanta claridad la sensación de hambre que no me basta con haberme llenado para borrarla.
—Si la gente de Vado Otoño bautizara a los niños como en el pueblo de Hogaza y Goteras, me pregunto cómo te llamarías tú… —dijo Rigg—. ¡Zurullero!
—Pues tú serías Niño Loco.
—La locura no apareció hasta más tarde —dijo Rigg—. Principalmente, después de conocerte.
Fiel a su palabra, Goteras volvió al cabo de poco tiempo y, al ver que habían terminado de comer, pareció sorprenderse. Levantó los cuencos y los examinó en busca de algún rastro del estofado.
—Como luego vomitéis por haber comido tan rápido, será mejor que no se salga de las mantas. De lo contrario, os tendré fregando el suelo hasta que aquí dentro huela a madera recién cortada.
—Olía a algo mucho peor que el vómito cuando hemos entrado —dijo Umbo—. Sería una mejora.
—Algo bueno tenía que tener que estuvierais aquí. Quitaos esos harapos asquerosos antes de meteros bajo las mantas. Y me refiero a todos. —Dicho lo cual, volvió a marcharse. También esta vez oyeron el ruido de la cerradura, aunque a duras penas, porque desde el salón llegaba un auténtico escándalo.