Pathfinder (2 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—¿Tienes algún otro padre?

—No.

—¿Conoces a algún otro que sea capaz de seguir los rastros como tú?

—No.

—Por tanto no puedes comprobar si puedes ver los rastros de tus otros padres, dado que no los tienes. Y no puedes preguntar a otros buscadores de rastros si ven los rastros de sus padres, porque no conoces a ninguno. De modo que no tienes ninguna prueba, en uno u otro sentido, sobre las razones que te impiden ver el mío.

—¿Puedo irme a dormir ya? —preguntó Rigg—. Estoy demasiado cansado para continuar.

—Pobre cabecita cansada… —dijo Padre—. Aunque no sé cómo ha podido cansarse, teniendo en cuenta lo poco que la utilizas. ¿Cómo podrías encontrarme? Buscando mi rastro con los ojos y el cerebro, en lugar de con esa habilidad tan extraordinaria que posees. Podrías ver dónde dejo mis huellas y dónde rompo alguna rama al pasar.

—Pero tú nunca dejas huellas si no quieres y nunca rompes una rama, salvo que desees hacerlo —respondió Rigg.

—Ah —dijo Padre—. Eres más observador de lo que pensaba. Pero, dado que te he dicho que me buscaras después de poner las trampas, ¿no sería lógico pensar que te facilitaría la tarea dejando huellas y rompiendo ramas?

—No te olvides de tirarte pedos de vez en cuando —sugirió Rigg—. Así podré seguirte con el olfato.

—Tráete un buen palo contigo al volver, para que pueda azotarte con él —dijo Padre—. Y ahora vete a hacer tu trabajo antes de que haga demasiado calor.

—¿Qué vas a hacer tú?

—Lo que tenga que hacer —dijo Padre—. Cuando tengas que saberlo, te lo contaré.

Y se alejó.

Rigg puso las trampas con cuidado porque sabía que era una prueba. Todo era una prueba. O una lección. O un castigo que le enseñaría una lección, sobre la que Padre le pondría a prueba más tarde, y por la que recibiría un castigo si no la había aprendido.

«Ojalá pudiera tener un día, un solo día, sin pruebas ni lecciones ni castigos. Un día para ser yo mismo y no un proyecto de gran hombre para Padre. No quiero ser grande. Sólo quiero ser Rigg.»

A pesar de que tuvo el máximo cuidado en poner las trampas en todos los caminos habituales de los animales, no tardó demasiado en colocarlas todas. Se detuvo para beber un poco de agua y hacer sus necesidades, y luego se limpió el trasero con unas hojas. Otra razón para estarle agradecido al otoño. Después volvió por donde había llegado hasta el lugar en el que Padre y él se habían separado.

No había nada que indicara adónde se había ido Padre. Rigg sabía en qué dirección había comenzado a caminar, porque lo había visto marcharse. Pero cuando Padre caminaba de aquel modo, no dejaba ramas rotas, ni huellas ni ningún otro indicio de su paso.

«Cómo no —pensó Rigg—. Es una prueba.»

Así que permaneció en el sitio y pensó. «Padre podría querer que continuara en la misma dirección en la que se alejó cuando nos separamos y sólo al cabo de un buen rato me dejaría una señal. Ésa sería una lección de paciencia y confianza.

»Pero también podría ser que cambiara de dirección en el mismo momento en que me perdió de vista, dejando un rastro visible que sólo podré encontrar después de haber caminado un rato a ciegas en cualquier dirección.»

Así que pasó una hora cambiando de dirección una vez tras otra, tratando de cruzarse con cualquier posible señal dejada por su padre. Sin suerte, claro está. De otro modo, habría sido una prueba demasiado sencilla.

Volvió a hacer un alto para pensar. «Padre ha enumerado las señales que podía dejar. Por tanto no dejará ninguna de ésas. Dejará otras y mi cometido es pensar cuáles pueden ser.»

Recordó su comentario pueril sobre los pedos y husmeó el aire, pero su sentido del olfato era meramente humano y no podía captar nada de aquel modo, así que ése no podía ser el juego de Padre.

La vista y el olfato no habían funcionado. El gusto parecía una ridiculez. ¿Podía Padre dejarle pistas usando el sonido?

Decidió intentarlo. Permaneció totalmente inmóvil para oír realmente los sonidos del bosque. No se trataba sólo de no mover el cuerpo. Tenía que calmarse y concentrarse para separar los sonidos en su cabeza. Su propia respiración… tenía que ser consciente de ella y luego ir más allá, para captar los otros sonidos que lo rodeaban. Comenzó a oír cosas: el correteo huidizo de un ratón, el paso precipitado de una ardilla, las discordantes notas del trino de un pájaro, la excavación de un topo…

Y entonces la oyó. Muy lejana. Una voz. Una voz humana. Era imposible saber qué palabras estaba pronunciando, si es que eran palabras. Era imposible saber si se trataba de Padre. Pero al menos podía determinar la dirección aproximada de la que venía, así que se encaminó hacia allí a la carrera, aprovechando una vereda que utilizaban muchos ciervos para llegar cuanto antes. Había una loma a la izquierda que podía bloquear los sonidos. Debía dejarla atrás. Sabía que había un arroyo a la derecha y que si se acercaba demasiado, el rumor del agua podría amortiguar la voz.

Se detuvo y volvió a quedar completamente quieto. Esta vez estaba razonablemente seguro de que aquella voz era la de Padre. Y aún estaba más seguro respecto a la dirección.

Tuvo que detenerse dos veces más antes de oír la voz con la claridad suficiente como para correr directamente hacia su padre. Estaba preparando algunas críticas selectas para el peculiar método de rastreo que había elegido cuando llegó al lugar del que procedía la voz, un claro en el que había caído un árbol descomunal no hacía mucho. De hecho, el rastro dejado en su caída por el árbol seguía siendo de un azul resplandeciente. Había pocas ocasiones para seguir a las plantas, dado que, aparte de sus balanceos en la brisa, se movían poco, pero aquel árbol debía de haberse caído hacía pocas horas y su movimiento había dejado un brillante rastro en el aire.

Rigg no veía a Padre por ninguna parte.

—¿Dónde estás? —preguntó.

Esperaba algún comentario punzante, pero lo que Padre dijo fue:

—Has llegado, Rigg. Me has encontrado.

—No, Padre.

—Has llegado tan lejos como yo quería. Escucha con atención. No te acerques más.

—Como no sé dónde estás…

—Calla —dijo Padre.

Rigg guardó silencio y escuchó.

—Estoy atrapado debajo del árbol —dijo Padre.

Rigg gritó y dio un paso hacia la voz.

—¡Alto! —gritó Padre.

Rigg se detuvo.

—Ya has visto el tamaño del árbol —dijo Padre—. No puedes levantarlo. No puedes moverlo.

—Con una palanca, Padre, podría…

—No puedes moverlo, porque dos de sus ramas me han atravesado de lado a lado a la altura del vientre.

Rigg dejó escapar un grito al imaginar el dolor y al sentir el miedo que le provocaba la herida de Padre. Él nunca se hacía daño. Ni siquiera enfermaba.

—Cualquier nuevo movimiento del árbol me matará, Rigg. He utilizado todas las fuerzas que me quedaban para llamarte. Ahora escucha y no me obligues a malgastar la vida que me queda en una discusión.

—No discutiré —dijo Rigg.

—Primero, debes hacerme la solemne promesa de que no vendrás a verme, ni ahora que estoy vivo ni luego, cuando esté muerto. No quiero que se te grabe en el recuerdo esta imagen terrible.

«No podría ser peor que lo que estoy imaginando —se dijo Rigg en silencio. Y luego, también en silencio, se ofreció a sí mismo la respuesta que le habría dado Padre—: No puedes saber si lo que imaginas es peor que la realidad. Yo veo la realidad, tú no, así que… cierra la boca.»

—No puedo creer que no me hayas discutido —dijo Padre.

—Lo he hecho —dijo Rigg—. Sólo que no me has oído.

—Está bien —dijo Padre—. Prométemelo.

—Te lo prometo.

—Dilo. Pronuncia las palabras.

Rigg necesitó toda su concentración para obedecer.

—Prometo solemnemente que no me acercaré para mirarte, ni ahora ni luego, cuando estés muerto.

—¿Y mantendrás tu promesa, aunque el hombre al que se la has hecho sea un muerto? —preguntó Padre.

—Comprendo tu propósito y estoy de acuerdo con él —dijo Rigg—. Cualquier cosa que imagine será horrible, pero no sabré si es verdad. Mientras que, aunque la realidad no sea tan mala como lo que imagino, sabré que es verdadera, es decir, que será mi memoria y no mi imaginación, y eso será mucho peor.

—De modo que, como estás de acuerdo con mi propósito —dijo Padre—, será tu propia voluntad la que te llevará a obedecerme y mantener tu juramento.

—Este tema ya está debidamente discutido —dijo Rigg, que era la forma que tenía Padre de decir: «Estamos de acuerdo, así que pasemos a otro tema.»

—Vuelve al lugar en el que nos separamos —dijo Padre—. Espera allí hasta el amanecer y recoge lo que haya en las trampas. Haz lo que hay que hacer, coge todas las trampas sin perder ninguna y luego lleva las pieles al escondite. Saca todas las pieles que hay allí y llévatelas al pueblo. Pesarán mucho pero, aunque aún no hayas crecido del todo, podrás con la carga si haces descansos frecuentes. No hay prisa.

—Entendido —dijo Rigg.

—¿Te he preguntado si lo habías entendido? Pues claro que lo has entendido. No me hagas perder el tiempo.

En silencio, Rigg dijo: «Mi única palabra no ha consumido tanto tiempo como tus tres frases.»

—Saca lo que puedas por las pieles antes de decirle a nadie que estoy muerto. No te timarán si creen que voy a volver a hacer las cuentas.

Rigg no dijo nada, pero estaba pensando: «Ya sé lo que debo hacer, Padre. Tú me enseñaste a regatear y se me da bien.»

—Luego tendrás que ir a buscar a tu hermana —dijo Padre.

—¡Mi hermana! —respondió Rigg con un balbuceo.

—Vive con tu madre —dijo Padre.

—¿Mi madre está viva? ¿Cómo se llama? ¿Dónde vive?

—Nox te lo dirá.

¿Nox? ¿La mujer que regentaba la pensión en la que a veces se alojaban? Cuando Rigg era pequeño, llegó a creer que Nox podía ser su madre, pero había abandonado la idea hacía mucho. Ahora se daba cuenta de que Nox, al contrario que él, disfrutaba de la confianza de Padre.

—¡Dímelo tú! ¿Por qué me hiciste creer que mi madre estaba muerta? Y una hermana… ¿Por qué lo has mantenido en secreto? ¿Por qué no he visto nunca a mi madre?

No hubo respuesta.

—Lo siento, sé que dije que no discutiría, pero nunca me habías contado. Me ha sorprendido, no he podido contenerme. Lo siento. Dime cualquier otra cosa que creas que debo saber.

No hubo respuesta.

—¡Oh, Padre! —exclamó Rigg—. ¡Háblame una vez más! ¡No me castigues así! ¡Dime algo!

No hubo respuesta.

Rigg pensó como sabía que Padre esperaba que lo hiciera. Al fin, dijo lo que sabía que Padre habría querido que dijera.

—No sé si me estás castigando con tu silencio o si ya estás muerto. He hecho la promesa de no mirar y no miraré. Así que voy a marcharme y obedecer tus instrucciones. Si no estás muerto y tienes algo más que decirme, habla ahora, por favor, habla. —Tuvo que detenerse porque si Padre no estaba muerto, no quería que le oyera llorar.

«Por favor», dijo en silencio mientras sollozaba.

—Te quiero, Padre —dijo—. Siempre te echaré de menos. Eso sí que lo sé.

Si eso no hacía hablar a Padre, nada volvería a hacerlo.

No hubo respuesta.

Rigg se dio la vuelta con determinación y regresó siguiendo sus propios pasos entre los árboles y los matorrales, a lo largo de la senda de los ciervos, hasta el último lugar en que había visto a su padre con vida.

2

EL ESCARPALTO

A Ram Odín lo educaron para ser piloto de una nave estelar. Fue su padre quien adoptó como apellido el nombre del dios nórdico y fue también su padre quien se aseguró de que Ram estuviera totalmente preparado para convertirse en astronauta dos años antes de lo normal.

La humanidad había utilizado hasta el último ápice de la riqueza de la Tierra para construir las primeras naves-colonia interestelares. Tardó cuarenta años. Bajo la sombra del polvo lunar que aún bloqueaba más de una tercera parte de los rayos del sol, el sentimiento de urgencia apenas había decaído en todo ese tiempo, a pesar de la capacidad de los hombres de acostumbrarse a todo.

Todo el mundo sabía lo cerca que había estado la raza humana de la extinción cuando el cometa pasó junto a la Tierra y fue a estrellarse contra la cara visible de la Luna. Incluso ahora, no había ninguna certeza de que la órbita lunar se estabilizara. Los astrónomos estaban divididos, de manera casi equitativa, entre aquellos que aseguraban que más tarde o más temprano chocaría con la Tierra y los que pensaban que se alcanzaría un nuevo equilibrio.

Así que todos los que habían sobrevivido a los primeros y terribles años de frío y hambre que asolaron el planeta se dedicaron con todas sus fuerzas a la construcción de dos naves idénticas. Una de ellas saldría al espacio a una velocidad del diez por ciento de la de la luz, con un ecosistema cerrado en su interior en el que viviría, envejecería y moriría una generación tras otra de futuros colonos.

La otra nave, la nave de Ram, se alejaría durante siete años del Sistema Solar y luego daría un audaz salto hacia el reino de la física teórica.

O bien era posible plegar el espacio-tiempo, atravesar de un salto noventa años luz y dejar la nave-colonia a siete años de distancia del planeta de tipo terráqueo que era su destino, o bien la nave se desintegraría en el intento… o bien no sucedería nada, y tendría que arrastrarse por el espacio durante novecientos años más antes de llegar a su destino final.

Los colonos de la nave de Ram dormirían durante el viaje hacia el punto elegido para el salto. Si todo iba bien, no despertarían hasta estar cerca de ese punto. Si no sucedía nada, los despertarían para que comenzaran a trabajar en el vasto interior de la nave, en la primera de las treinta y cinco generaciones que debían vivir en la colonia hasta su llegada.

Únicamente Ram permanecería despierto todo el tiempo.

Siete años con los prescindibles como única compañía. Los prescindibles, creados antaño para hacer aquellos trabajos que podían costarle la vida a un irremplazable ser humano, habían experimentado desde entonces tales mejoras que ahora vivían más y trabajaban mejor que cualquier persona. Pero también costaban mucho más de lo que costaba enseñar a un humano a hacer una pequeña parte de su trabajo.

Sin embargo, no eran humanos. No se podía dejar en sus manos la toma de decisiones de importancia vital mientras los humanos estaban dormidos. No obstante, eran una simulación de la vida humana tan excelente que Ram nunca se sentiría solo.

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