Authors: Orson Scott Card
El ruido atrajo a Umbo desde la cocina, donde había estado lavando vasos y cuencos.
—¿Por qué no me llamaste? —preguntó a Goteras.
—Si hubiera necesitado a un canijo como tú, ten por seguro que te habría llamado —dijo ésta—. No podrías haber hecho nada.
El borracho y su amigo ya se habían levantado y se encontraban al otro lado de la puerta. Hogaza soltó una atronadora carcajada al ver que su mujer lo lanzaba de cabeza, junto con sus amigos, al barro del exterior.
Una vez cerrada la puerta, cuando el resto de los parroquianos hubo vuelto con su comida y su bebida, Hogaza sacó la daga de su mujer del marco de la puerta y se reunió con ella y con Umbo detrás de la barra.
—Sí que había algo que podía hacer —dijo—. Y lo ha hecho. ¿Por qué crees que he entrado? Me ha avisado de que estabas a punto de matar a un borracho enloquecido, y me ha mandado aquí con el hacha en la mano.
Umbo sonrió.
—¿En serio he hecho eso? ¿O… lo haré?
—No sé cuánto esperaste para volver a darme la advertencia, muchacho, pero me dijiste que si ocurría en menos de cinco minutos, es que estabas listo para regresar a O.
—Bueno, pues espero que no decidas mandar el mensaje hasta dentro de un mes, porque ahora mismo hay demasiado trabajo aquí para prescindir de vosotros —dijo Goteras.
—No tenemos que esperar a que envíe el mensaje —dijo Hogaza—. Ya lo ha hecho.
—Ésa es la cosa más absurda que has dicho nunca. No recuerda haberlo mandado, ¿verdad, muchacho?
Umbo se echó a reír, encantado.
—¿Te estás riendo de mí? —preguntó Goteras.
—Se está riendo porque no tiene sentido y así es mucho más divertido —dijo Hogaza—. Mataste a ese hombre y luego te sentiste tan mal como os pasa siempre a los que no habéis sido soldados. Así que Umbo decidió advertirme para que pudiera detenerte. Pero ahora resulta que no lo has matado, así que no hay razón para que esperemos un momento más.
—¡Pero si no ha transmitido el mensaje! —insistió Goteras.
—Ya no hay nada que avisar —dijo Hogaza—. Al fin y al cabo, el hombre no ha muerto.
—Pero si no mandas el aviso… —comenzó a decir Goteras.
—Mi aviso ha cambiado las cosas —dijo Umbo—. Cuando mataste al hombre, tenía que mandar el aviso. Lo mandé, las cosas cambiaron y ya no hace falta.
—¡Pero es que no lo has hecho! ¡Aún no!
—Sí que lo ha hecho —dijo Hogaza.
Goteras parecía a punto de ponerse a gritar de frustración.
—Mujer, yo tampoco lo entiendo, pero es así como funciona —dijo Hogaza—. Me avisa en el pasado, lo que cambia las cosas, de manera que la advertencia ya no es necesaria. La cosa está hecha.
—Entonces, ¿por qué tenéis que volver a O para robar una piedra que Umbo ya ha robado?
—Porque aún no la tengo —dijo el muchacho como si fuera la cosa más evidente del mundo—. Aún debo robarla para tenerla.
Goteras bajó la cabeza y la sacudió como un perro empapado.
—Os odio, me volvéis loca. —Y luego volvió a la cocina.
—Bueno, ¿cuándo nos vamos? —preguntó Umbo.
—Si nos marchamos ahora mismo —dijo Hogaza—, tendremos que llevarnos comida de ayer. Si esperamos hasta mañana, para entonces habrá hecho pan nuevo.
—Además, ya casi ha anochecido —dijo Umbo.
Desde la cocina les llegó la voz de Goteras.
—¡He aquí mi advertencia desde el futuro! ¡No habrá pan para vosotros mañana ni ningún otro día!
—Pues entonces esta noche —dijo Hogaza.
Hogaza sólo tardó unos minutos en conseguirles un pasaje en una barcaza cargada de troncos que se dirigía a un aserradero ubicado antes de O. Luego hicieron el equipaje. Sólo llevarían un morral cada uno, porque querían viajar ligeros y tenían que parecer lo bastante pobres como para que no mereciera la pena atracarlos, pero no tanto como para que no los admitieran en las posadas.
Goteras salió y le lanzó un corazón de lechuga mientras se marchaban.
—Es una demostración de cariño —le explicó Hogaza a su compañero de viaje.
Hogaza y Umbo habían pagado su pasaje y viajaban en una de las escasas zonas de suelo firme que tenía la almadía, así que no tenían que ayudar en las tareas. Pero los dos agarraban la pértiga de vez en cuando, porque cada par de brazos resultaba de utilidad en la difícil tarea de impedir que una almadía tan grande y cargada de troncos volcase y obstruyera el canal. ¿Por qué no iban a hacerlo? Hogaza contaba con la ventaja de su masa y de su fuerza, y Umbo se movía con rapidez sobre los troncos y podía llegar rápidamente a donde fuera necesario. Además, estaba creciendo y necesitaba hacerse fuerte. El esfuerzo de manejar la pértiga contra una masa de troncos tan grande aumentaría su musculatura, cosa que le hacía mucha falta.
En lugar de buscar otra embarcación cuando la barcaza llegó por fin al aserradero, decidieron recorrer caminando los kilómetros que los separaban de O. Tuvieron que pagarle a un granjero para que los dejara dormir en su cobertizo y al despertar tanto ellos como su ropa apestaban a cabra, pero el desayuno fue abundante y sabroso, y cuando llegaran a O por tierra, con aspecto de privos y envueltos en una peste a animales de corral, nadie que los hubiera visto antes podría reconocerlos.
Umbo estaba emocionado por volver a O. Para él era un lugar mágico en el que habían sucedido cosas maravillosas. Pero para Hogaza, que había estado allí más de una vez (y en muchos más sitios) sólo era otra etapa en el camino. Cruzaron la ciudad a última hora de la mañana y cogieron habitación en un modesto albergue bastante alejado del camino principal, como habrían hecho en su lugar otros viajeros humildes. La joven viuda que regentaba la casa se alegró de acogerlos allí, porque un hombre maduro que viajaba con su hijo (que es lo que ella creía que eran) sería menos propenso a pensar que podía propasarse con ella.
Estaban tan cansados de tanto caminar que decidieron que esperarían a la mañana siguiente para ir a desenterrar la piedra. Así que preguntaron a la hospedera dónde podían encontrar unos baños y al final terminaron pagándole a ella por una tina de tamaño razonable, llena de agua caliente, jabón y una toalla sorprendentemente grande. No les importó compartir la cama. Era lo bastante grande para los dos y olía mejor que las que solían encontrarse. Umbo durmió como un tronco y por la mañana despertó listo para una buena caminata.
Su hospedera les preparó y empaquetó el desayuno para que pudieran llevárselo a la Torre de O, su supuesto destino. En la torre, la cola era muy larga. El tiempo primaveral había atraído al lugar a numerosos turistas y peregrinos. Así que no tenía nada de raro que un hombre y su hijo fueran detrás del edificio de las letrinas a comer. Permanecieron por allí, cerca del escondrijo de las piedras, hasta que vieron que no había nadie más en las proximidades. Entonces, Umbo se levantó y se arrodilló en el lugar donde sabía que habían enterrado su tesoro.
Umbo, muy animado, excavó un agujero y desenterró… nada.
—¿Para qué has hecho eso? —preguntó Hogaza—. Sabes que ya habíamos sacado las piedras. Sólo siguen allí en el pasado.
—Quería asegurarme —respondió Umbo—. De hecho, me gustaría verlas ahora mismo.
—No voy a sacarlas aquí, donde podría aparecer alguien en cualquier momento, verlas y pensar que valdría la pena asesinarnos para hacerse con el tesoro de un emperador.
—Pero quiero ver una cosa.
—Puedes ver lo que te apetezca, pero no voy a sacar las piedras.
—Estaba pensando… —dijo Umbo.
—Al igual que escalar un acantilado, pensar es una actividad peligrosa para quienes no están acostumbrados.
—¿Y si hubiera cogido dos piedras en lugar de una?
—En ese caso yo habría estado llevando conmigo dieciséis, en lugar de diecisiete.
—Por eso quiero verlas ahora, aquí mismo. Si cojo dos piedras, con la plena intención de quedármelas ambas, ¿desaparecerá una de la bolsa?
—Me estás provocando a propósito —dijo Hogaza.
—¿O tendremos dos piedras iguales? ¿Podríamos cogerlas todas y tener duplicados de cada una de ellas salvo una?
—O también podría ser que hagas que el universo se enfade y el Sol estalle.
—Eso no es muy probable.
—Nada de lo que tú haces es probable, muchacho. Y ahora, vuelve hacia atrás en el tiempo y roba la piedra que no tendrías que robar si no fueses un engendro diabólico.
—Habéis atinado al adivinar la identidad de mi padre, buen señor —dijo Umbo, imitando la forma de hablar de Rigg—, pero si es a mi madre a quien os referís, tendré que mataros.
—Coge la piedra —dijo Hogaza. Y cerró los ojos mientras esperaba.
—¿No vas a mirar? —preguntó Umbo.
—No quiero ver cómo metes la mano en un agujero invisible y de pronto aparece mágicamente una piedra en ella. Es demasiado perturbador.
—Te digo que mires. No querrás perdértelo.
—No me digas lo que quiero —repuso Hogaza, un poco molesto. No le gustaba que la gente le dijera lo que tenía que hacer. Y menos un simple niño. Aunque Umbo era bastante más listo que algunos de los payasos cuyas órdenes había tenido que obedecer cuando estaba en el ejército.
—Pues entonces lo expresaré de otro modo. No me conviene que te lo pierdas, porque lo que estoy tratando de hacer es algo importante. Voy a tratar de llevarte conmigo.
—No posees ese poder —dijo Hogaza—. Así que limítate a hacer lo que tienes que hacer.
—Cógeme de la mano —dijo Umbo—. Y mantén los ojos abiertos.
Hogaza cerró los ojos.
Umbo lo cogió de la mano.
—Abre los ojos —dijo.
—No —dijo Hogaza. Quería usar el momento de que disponía para perderse en sus sueños.
—Por favor —dijo Umbo—. No seas tozudo. Hazlo por mí.
Hogaza suspiró y abrió los ojos.
El parque parecía haber cobrado vida con los colores del otoño y caía una llovizna tan fina como una niebla. Podía sentirla en el rostro.
—Por la oreja derecha de Silbom —dijo Hogaza.
—Ahora voy a soltarte la mano —dijo Umbo— y trataré de mantenerte aquí conmigo.
Lo soltó.
—¿Sigues viendo las hojas del otoño? —preguntó Umbo.
—Sí —respondió Hogaza—. ¡Pero no te veo a ti!
Umbo puso cara de asombro.
—¿Me he vuelto invisible?
—¡Sigo viendo tu ropa, pero está vacía!
—Embustero —dijo Umbo—. Estarías mucho más preocupado si hubiera desaparecido de verdad.
—Ya te gustaría —dijo Hogaza—. Excava el suelo y saca la piedra, ladronzuelo.
Umbo comenzó a cavar con las manos.
—¿Las enterraste muy hondo?
—No tanto como eso.
—Entonces… ¿habré cometido un error? ¿Me habré ido hasta un momento anterior a que las escondieras?
—Puede. O puede que estés excavando en el sitio equivocado —dijo Hogaza.
—¡Vi dónde las enterrabas para poder sacarlas!
—Pero me estabas observando desde allí arriba y a mucha distancia. No te has alejado demasiado. El sitio correcto está a un paso de ahí. Pero antes llena ese agujero y disimúlalo.
—¿Por qué? No contiene nada.
—Porque no queremos que a nadie se le ocurra que puede haber algo enterrado aquí, tan cerca del escondrijo de verdad. Recuerda que vamos a dejar diecisiete piedras preciosas y no vendremos a buscarlas hasta dentro de mucho tiempo.
—¿Por qué no tapas tú el agujero? —dijo Umbo—. Sabes mejor que yo cómo esconder las cosas.
Así que Hogaza rellenó el primer agujero y lo cubrió con guijarros y ramillas hasta que quedó idéntico a todo cuanto lo rodeaba. Entre tanto, Umbo había encontrado el escondrijo de verdad y había abierto la bolsa, que contenía las dieciocho piedras preciosas.
—Ahora no recuerdo cuál es la que faltaba —dijo Umbo.
—No es hora de jugar —dijo Hogaza—. Podría aparecer alguien en cualquier momento… en cualquiera de los dos tiempos.
—No es una broma —dijo Umbo—. Tienes que abrir la bolsa y ver cuál de nuestras piedras es la que falta.
—Lo haces a propósito, porque quieres que hagamos tu estúpido experimento —dijo Hogaza.
—¿Y ahora quién es el que pierde el tiempo? —preguntó Umbo.
Hogaza suspiró, sacó la bolsa de las piedras de la pernera de pantalón y la abrió.
—No puedo decirte cuál falta. Sólo puedo decirte las que hay aquí.
—Pues ponlas junto a las otras.
—No —dijo Hogaza.
—Pues entonces míralas y compara.
A regañadientes, Hogaza hizo lo que Umbo le pedía y las comparó. Le causaba una profunda inquietud ver los duplicados de aquellas piedras únicas. Pero al fin identificó la piedra que faltaba. La señaló.
—Ésa.
—Pues cógela —dijo Umbo.
Hogaza se sintió muy extraño al alargar la mano, recoger la joya y sacarla de una de las bolsas para meterla en la otra.
—Ahora coge otra —dijo Umbo—. ¡Por favor, para ver qué pasa!
—No —dijo Hogaza.
—¿Qué puede suceder? O desaparece de la bolsa nueva o no.
—Umbo —dijo Hogaza—, no sé qué puede pasar. Pero sé que puede pasar algo y aquí hay demasiado en juego para andarse con tonterías. Tenemos que llegar hasta Aressa Sessamo para ayudar a Rigg.
Umbo suspiró ruidosamente y volvió a anudar la correa de la bolsa antigua. Desde que Hogaza lo conocía, nunca le había parecido tan joven.
—Tapa el agujero —le dijo mientras contaba las dieciocho piedras preciosas, de nuevo reunidas por fin, volvía a cerrar la nueva bolsa y se la metía una vez más en la pernera de los pantalones.
Luego camufló el lugar como antes había camuflado el agujero que había abierto Umbo por equivocación.
—Hecho —dijo—. Ahora llévanos al presente.
—No lo hemos abandonado en ningún momento —dijo Umbo—. Éramos plenamente visibles en ambos tiempos.
—Me refiero a que nos saques del pasado.
Y así sin más, las hojas de brillantes colores del parque otoñal se transformaron en ramas donde ya comenzaban a asomar los brotes primaverales.
—Muy bien —dijo Umbo—. Hemos terminado. Vamos a Aressa Sessamo.
—No —dijo Hogaza—. Antes tienes que enviar tus mensajes al pasado para que Rigg y tú los recibáis.
—Nada de eso —dijo Umbo—. Tampoco tuve que volver en el tiempo para decirte que evitaras que Goteras matara a ese borracho.
Hogaza se sentó en un murete de piedra y apoyó la frente sobre las manos.
—Sé que hablo como Goteras, pero Umbo, tenemos que hacerlo.