Pathfinder (42 page)

Read Pathfinder Online

Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
7.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Rigg se puso en pie y profirió un infantil, privo y nada principesco chillido de alegría. Todo el mundo se echó a reír, incluida Madre.

17

EL SABIO

—Nuestras instrucciones —dijo el prescindible— no son servir a un individuo a expensas de la especie, sino proteger a la raza humana e impulsar su avance, aunque para ello haya que sacrificar a un número económicamente rentable de individuos.

—«Económicamente rentable» —repitió Ram—. Me pregunto cómo determináis el valor de una vida humana.

—Es idéntico —dijo el prescindible.

—¿Idéntico a qué?

—Al de cualquier otra vida.

—Así que podéis matar a uno para salvar a dos.

—O a mil millones para generar las circunstancias que permitirían el nacimiento de mil millones más uno.

—Suena muy frío.

—Somos fríos —respondió el prescindible—. Pero las cifras, por sí solas, no describen la totalidad de nuestras instrucciones.

—Me muero de ganas de saber —dijo Ram— qué otras magnitudes utilizáis para determinar la preservación y el avance de la raza humana.

—Todo aquello que potencie la capacidad de la raza humana de sobrevivir a las amenazas.

—¿Qué amenazas?

—En orden decreciente de probabilidad respecto a la extinción de la especie son las siguientes: la colisión con meteoritos que superen una masa y una velocidad determinadas; la erupción de volcanes que expulsen una cantidad de deyecciones determinadas o más; plagas por encima de determinadas tasas de mortalidad y de contagio; el empleo de armas de guerra por encima de una capacidad de destrucción y unas secuelas determinadas; sucesos estelares que reduzcan la viabilidad de la vida en una…

—A mí me parece —dijo Ram— que si conseguimos establecer una colonia viable en este mundo, nos habremos asegurado de que ninguna de esas posibilidades erradique a la especie en su conjunto.

—Y si conseguimos establecer diecinueve colonias viables…

—Las diecinueve estarían igualmente a merced de los peligros de vuestra lista, si llegaran a abatirse sobre este planeta o sobre esta estrella. La colisión de un meteorito lo bastante grande aniquilaría las diecinueve.

—Sí —dijo el prescindible.

—Sin embargo, queréis que fundemos diecinueve colonias, en lugar de una sola.

—Sí —dijo el prescindible.

Hubo un largo silencio.

—Estás esperando a que tome una decisión sobre algo.

—Sí —dijo el prescindible.

—Pues vas a tener que ser más específico —dijo Ram.

—No podemos pensar en lo que no podemos pensar —dijo el prescindible—. Sería impensable.

Ram meditó largo rato. Hizo muchas cábalas sobre la decisión que se esperaba de él. Algunas de ellas las expuso en voz alta y el prescindible, aun reconociendo que todas ellas serían decisiones útiles, dijo también que ninguna era la crucial.

La decisión crucial explicaría la importancia de contar con diecinueve colonias para preservar la supervivencia de la raza humana. Ram examinó todas las decisiones que habría que tomar, incluido el grado de destrucción de la flora y la fauna nativas que habría que acometer y obtuvo la garantía de todos los prescindibles de que no se escatimarían esfuerzos para crear exhaustivos y representativos archivos genéticos, bancos de semillas y reservas de embriones de todas las formas de vida nativas, para que todo lo que fuese destruido en el proceso de fundación de las colonias se pudiera restaurar más adelante.

Pero ni siquiera ésa era la decisión crucial.

Y entonces, una mañana, comprendió lo que estaban esperando los prescindibles. Sucedió mientras pensaba lo que significaba que los ordenadores y prescindibles hubieran convenido en que la multiplicación de la nave y el viaje hacia atrás en el tiempo habían sido provocados por el propio Ram. La mayoría de los humanos no podía alterar el flujo del tiempo. Se podría decir que ningún humano lo había hecho nunca. Y si esta afirmación era todavía cierta…

—Soy humano —dijo Ram, puede que con un poco más de énfasis del que requería la frase.

—Gracias —dijo el prescindible.

—¿Era ésa la decisión final que necesitabais?

—Si es la decisión que quieres tomar, estamos satisfechos.

Era una respuesta tan ambigua que Ram exigió una aclaración.

—Pero es que no hay nada que aclarar —dijo el prescindible—. Si ésa es tu decisión definitiva, completa y final, conforme a tus deseos.

—No puede ser mi decisión final hasta que no entienda todas sus implicaciones.

—La mente humana no está capacitada para comprender todas las implicaciones de un hecho. No vivís bastante tiempo.

Pero Ram había tenido tiempo suficiente para expresar la situación, tal como él la entendía, en palabras.

—Lo que al parecer necesitáis —dijo Ram— es una definición de «especie humana» antes de establecer las colonias. Esto significa que barajáis circunstancias en las que la definición de «especie humana» podría estar en cuestión.

—Barajamos miles de millones de circunstancias —respondió el prescindible.

—Pero ¿no todas ellas?

—También nuestra vida tiene una duración finita —dijo el prescindible.

A Ram se le ocurrió otra pregunta.

—¿Tenéis la constancia de que en el nuevo planeta exista alguna especie con un nivel de inteligencia similar al de los humanos?

—No.

—¿Y con un nivel de inteligencia superior?

—No.

Así que no estaban tratando de encajar a la fuerza a una especie alienígena en la definición de lo humano.

«Pero necesitan la certeza —pensó Ram—, de que lo que soy, sea lo que sea, está incluido en la definición de la especie humana. De lo contrario, me habrían utilizado para garantizar la supervivencia de los colonos y de su descendencia, pero no haría falta preservar mi supervivencia genética, dado que soy tan distinto de los demás seres humanos que algo que ha sucedido en mi mente ha afectado al flujo del tiempo y al mismo tejido de la realidad.

»Si me reproduzco, podría transmitir esta diferencia a mis descendientes. Y ya que hablamos de eso, si vivimos aquí, aislados del resto de la raza humana, durante al menos 11.191 años, ¿quién puede saber qué otras diferencias podrían desarrollarse entre nosotros y el resto de la especie en la Tierra?»

Así que hizo un esfuerzo por ser preciso, por hablar como un científico o un abogado.

—La definición de «raza humana» debe incluir todas las variaciones genéticas actualmente existentes y todas las que puedan aparecer, mientras estas variaciones no representen una amenaza para la supervivencia de la raza humana en general.

—Demasiado vaga —dijo el prescindible.

—En este mundo o en cualquier otro —añadió Ram.

El prescindible no dijo nada.

Ram lo pensó un momento y volvió a probar.

—Por «raza humana» se entiende la reserva genética interreproductiva que en la actualidad entendemos como humana, además de todas las variaciones futuras del genoma humano, aunque no sean compatibles desde el punto de vista reproductivo con la reserva genética actual, siempre que esas variaciones no amenacen con destruir o debilitar las posibilidades de supervivencia de la reserva genética existente en su momento, sea deliberada o inadvertidamente.

El prescindible guardó silencio durante cinco segundos largos.

—Hemos discutido tu definición, analizado sus ramificaciones en razonable profundidad y la aceptamos —dijo.

—¿Eso significa que os he dado lo que queríais?

—La ambición y el deseo son rasgos humanos. Nos has dado lo que no teníamos.

Aunque Rigg poseía la capacidad de percibir los rastros independientemente de la presencia de muros o de la distancia, la confusión de Aressa Sessamo imponía un límite a la posibilidad de seguir cualquiera de ellos en su ensortijado desplazamiento por el tejido de la ciudad. Tras los muros de la casa de Flacommo, Rigg podía seguir a cualquiera que hubiera vivido allí alguna vez, aunque la mayoría de los rastros no eran demasiado interesantes. Los que más le importaban eran los de las personas que habían entrado y salido de la casa durante el último año, más o menos, así como los rastros que revelaban la presencia de los pasadizos secretos.

También trató de seguir los rastros de los espías que los observaban desde los agujeros de las paredes, pero al salir de la casa seguían enrevesados caminos por las calles más bulliciosas, como fugitivos que huyeran por un arroyo para confundir a los sabuesos que los quisieran seguir. Se preguntó si tendrían alguna idea de lo que podía hacer, pero entonces se dio cuenta de que seguían aquel mismo patrón mucho antes de su llegada, mucho antes de que nadie supiera que estaba vivo. Puede que los espías caminaran por la calle como todo el mundo y que fuese mera casualidad que Rigg no pudiese seguirlos hasta saber a quién informaban. O puede que tomasen rutas evasivas para que no los siguieran los agentes convencionales de otra facción u otro grupo de poder.

Desde luego, no informaban a Flacommo. Hasta donde podía ver Rigg, nadie lo hacía, ni siquiera los criados. Los cocineros y las pasteleras preparaban lo que querían; la gobernanta elaboraba los horarios a su antojo. Flacommo se limitaba a pasear por la casa, conversando con quien se encontraba por casualidad. Era como un bebé, que iba allí donde creía que estaba pasando algo interesante y se metía entre los pies de los demás.

Rigg no estaba seguro de que las visitas a la biblioteca fueran a ayudarle a resolver su problema. Podía ver los rastros que circulaban por los edificios de la biblioteca, que no estaban muy lejos, y aunque eran más claros y ordenados que los de las calles de la ciudad, ninguno de ellos pertenecía a los espías de la casa.

Así que si iba a la biblioteca, sería para hacer exactamente lo que había dicho: seguir los pasos de las investigaciones de su auténtico padre, Knosso, para descubrir qué era lo que sabía. Que podía ser nada. No había que poseer profundos conocimientos de física teórica para saber que existía la posibilidad de atravesar el Muro en un estado de inconsciencia inducida por drogas.

Pero Knosso había estudiado el cerebro humano para desarrollar los sedantes que había utilizado. Y si había algo que Rigg necesitaba desesperadamente comprender, era el funcionamiento del cerebro. Ante todo, del suyo, pero tampoco estaría mal saber cómo operaban los de Umbo, Param e incluso Nox.

Pero al mismo tiempo, no se le ocurría ninguna razón por la que el Consejo de la Revolución le dejara ir a ninguna parte o hacer nada, y menos aquellas cosas que él deseaba hacer. Era posible que tuvieran la política de que si el heredero al trono, cuya mera existencia era una afrenta para el consejo y para la facción monárquica matriarcal, quería hacer algo, se le negara.

Pero al parecer, había enemigos suficientes de la línea sucesoria masculina —o suficiente gente que pensaba que sería más fácil matarlo fuera de la casa de Flacommo—, porque una mañana, sin previo aviso, un grupo de sabios se presentó en la casa de Flacommo a primera hora.

—Veréis —dijo el anciano botánico que parecía estar al mando de la comitiva— no queríamos que tuvierais ocasión de prepararos.

—Aparte de una vida entera de preparación —dijo Rigg.

—Huelga decirlo —respondió el botánico.

—Siento curiosidad por los criterios que pensáis usar en vuestra valoración. ¿Debo tener el mismo nivel de preparación que vosotros? ¿No hay jóvenes estudiosos a los que, a pesar de saber menos que vosotros, se les considere también eruditos?

—Nos interesan mucho menos la cantidad e incluso la calidad de vuestros conocimientos —dijo el botánico— que la calidad y la profundidad de vuestra mente.

—¿Acaso no hay ningún sabio de mente lenta entre vosotros?

—Muchos son lentos para recordar las cosas que la mayoría de la gente considera esenciales en la vida —respondió el botánico—, pero todos poseen la rapidez necesaria para razonar, para reconocer lo ilógico, lo erróneo y lo poco probable. Y por si os lo estáis preguntando, la prueba ya ha dado comienzo y no estoy muy seguro de que me guste la manera cauta en que tratáis de influir en sus normas básicas.

—Os precipitáis al concluir que mi intención es influir en las normas y no simplemente descubrirlas —dijo Rigg.

—Conocer las normas no os servirá de nada —dijo el botánico—, porque o bien pensáis como un erudito o bien no lo hacéis, y si no lo hacéis, será porque no podéis, y si no podéis, ninguna información conocida de antemano os ayudará a hacerlo.

—Me parece justo —dijo Rigg—. Un punto en mi contra.

—Aquí no llevamos una puntuación —dijo el botánico—. Estamos tratando de formarnos una opinión.

—En tal caso, cejaré en mi empeño de controlar las cosas y me someteré a vuestro interrogatorio.

—Incluso con esa afirmación estáis tratando de explicaros, cuando el silencio habría sido preferible.

Rigg guardó silencio.

Los sabios entraron en el salón más confortable. Rigg se sentó en un banco sin respaldo de la habitación contigua, desde donde no podía verlos, pero sí oír cualquier cosa que dijeran en voz alta.

También vio que dos de los espías estaban allí, detrás de la pared, vigilándolos a todos.

Las preguntas comenzaron con la máxima inocencia. Eran tan fáciles, de hecho, que Rigg trató de ofrecer respuestas complicadas, temiéndose alguna clase de truco o trampa. Hasta que el botánico suspiró y dijo:

—Si seguís respondiendo así, no acabaremos antes de que alguno de nosotros, y posiblemente yo mismo, muera de vejez. No estamos tratando de engañaros, estamos tratando de conoceros. Si una pregunta parece sencilla, es que es sencilla.

—Oh —dijo Rigg.

Después de esto, las cosas comenzaron a sucederse muy deprisa. A menudo podía responder con pocas palabras. Comprobaron sus conocimientos generales sobre historia, botánica, zoología, gramática, idiomas, física, astronomía, química, anatomía e ingeniería. No le preguntaron nada sobre música o cualquier otra de las bellas artes y no tocaron en ningún momento la historia de la gloriosa Revolución ni lo sucedido desde entonces

Rigg comenzó a confesar su ignorancia con mayor frecuencia a medida que avanzaban. Mantuvo el tipo con los zoólogos. Se había pasado la mayor parte de su vida siguiendo rastros, poniendo trampas, despellejando, disecando, cocinando y comiendo la fauna de las colinas del sur y disfrutaba respondiendo aquellas preguntas con mayor lujo de detalles del necesario. Le agradaba exhibirse.

Other books

Make Me Beg for It by Kempe, C. Margery
The Spear of Destiny by Marcus Sedgwick
A Gift of Gracias by Julia Alvarez
Without by Borton, E.E.
The Wicked and the Wondrous by Christine Feehan
Ultraviolet by R. J. Anderson
Lucky Cap by Patrick Jennings