Authors: Orson Scott Card
Rigg tenía muchas cosas que averiguar, pero lo más importante para él era descubrir el rastro de la persona que había colocado media docena de akses en un frágil recipiente bajo la cama en la que se suponía que debía dormir. Sin saber bien cómo lo hacía, desde muy joven había aprendido a identificar el rastro de personas concretas y era capaz de reconocerlas cuando volvía a verlas en otro sitio. Cuanto más antiguo era un rastro, más complicado le resultaba hacerlo, como si perdieran detalle y nitidez con el paso del tiempo, aunque no habría podido describir con exactitud qué detalles eran los que reconocía. Simplemente, era algo que sabía.
El que había tratado de asesinarlo había entrado por la puerta de los criados en el callejón, y a juzgar por el modo en que se desplazaba su rastro —con suavidad hasta que, una vez dentro de la gran despensa, de pronto subía y luego volvía a bajar— dedujo que habría entrado en la casa dentro de algo, muy probablemente un barril. Había salido de allí la noche pasada, al mismo tiempo que Rigg llegaba al patio en su palanquín. Fue entonces cuando colocó los akses.
Lo que Rigg necesitaba averiguar era si el asesino había tenido algún contacto con alguien de la casa. También quería saber si había utilizado alguno de los pasadizos secretos. La respuesta era «no» a ambas preguntas. Se había movido sin desviarse, sin encontrarse con nadie y sin siquiera detenerse para ocultarse, derecho al aposento asignado a Rigg.
Pero luego no había vuelto a la despensa. Lo que había hecho había sido subir al tejado por la empinada escalerilla que usaban los trabajadores que se encargaban de reparar las goteras, eliminar los nidos y los avisperos, y limpiar las claraboyas y las ventanas de las cúpulas del último piso. Estuvo allí hasta el momento exacto en que Erbaldo caminó con Rigg hasta el portón.
En ese punto, el asesino había salido al tejado, había corrido hasta la cornisa y había bajado al patio de la casa del vecino. No había nadie despierto en aquella casa y aunque era casi tan elegante como la de Flacommo, no necesitaba más centinelas que el viejo soñoliento que en aquel momento, al parecer, debía de dormir en su puesto, porque el asesino pasó a su lado y salió a la calle sin que él hiciese nada.
Se movía con la confianza de alguien que había estado en la casa antes y que conocía el camino, así que Rigg comenzó a adentrarse más y más en el pasado, en busca de rastros cada vez más antiguos. De un modo que sus ojos nunca hubieran podido lograr, era como si sólo los rastros de la época que estaba buscando fuesen visibles, mientras que los más recientes y los más antiguos se atenuaran hasta que decidiera centrar su atención en un momento distinto. Era un trabajo laborioso y requería una disciplina férrea, algo así como obligarse a leer una letra muy pequeña con luz tenue, pero Rigg se negaba a rendirse sólo porque fuese difícil concentrarse. A fuerza de practicar, había aprendido a discernir capa tras capa de rastros, así que recorrió concienzuda y metódicamente la casa entera, antes de empezar con la siguiente capa, y así sucesivamente.
Puede que hubieran enviado al asesino a reconocer la casa en los días anteriores a la llegada de las cartas del general Ciudadano, o puede que en el mismo instante en que llegaron a Aressa Sessamo las primeras noticias sobre la existencia de Rigg, casi dos meses antes. O puede que el asesino hubiera reconocido la casa antes de que la familia real se mudara allí, con la esperanza de que, en algún momento, pudieran requerir sus servicios. Si la visita anterior era tan antigua, era poco probable que Rigg llegara a encontrarla. Una búsqueda lenta y metódica tardaría meses en remontarse tanto en el pasado y una más rápida tenía grandes probabilidades de pasarla por alto.
Al darse cuenta de esto, Rigg optó por una estrategia distinta. En lugar de registrar la casa entera, se centró en el portón. Lo más probable era que el asesino, en su primera visita, hubiera accedido con algún propósito legítimo. Se habría presentado allí con algún pretexto tan banal que se olvidase enseguida. Si no había entrado por el portón, lo habría hecho por la puerta de la servidumbre.
Allí estaba. Había entrado por el portón y sólo un mes atrás. Antes de que el mensajero del general Ciudadano hubiera podido llegar hasta allí, pero no antes de que lo hiciera otro mensajero, enviado por algún espía en O que podía haber sabido de la presencia de Rigg incluso antes.
Aun así, era más o menos alentador saber que quienquiera que hubiera enviado al asesino no recibía la información del general Ciudadano. Rigg había llegado a sentir simpatía, o al menos respeto, por éste, y no le habría gustado que fuese la clase de hombre que recurría al asesinato.
¿Quién había acompañado al asesino al interior de la casa durante su primera visita? Los criados que recibían a todo el mundo y luego el propio Flacommo. Pero esto no significaba nada, aparte de que los visitantes tenían cierta categoría. La mayoría de ellos acompañaron a Flacommo a un cuarto anexo al jardín para ver a Madre, que, según mostraban los rastros pasaba allí la mayor parte del día. Pero el asesino se quedó atrás.
Eso sugería que se hacía pasar por un criado y que su señor lo había despedido. El asesino recorrió la planta de los dormitorios, explorando todos aposentos. Nadie lo detuvo, a pesar de que pasó al menos una hora dedicado a ello.
Luego se dirigió al cuarto donde el resto del grupo conversaba con Madre y, una vez allí, el grupo se marchó casi al instante.
¡Ay, si hubiera tenido a Umbo consigo! Habría podido ralentizar los rastros para averiguar si Madre sabía algo sobre el plan para asesinar a Rigg a su llegada.
Era un hecho: Madre había pasado una hora hablando con la gente que había metido un asesino en la casa.
Pero esto no demostraba que el resto del grupo estuviera al corriente de ese propósito, y mucho menos que Madre lo conociera. Y el hecho de que Flacommo no se hubiera encontrado con el asesino en ninguna de sus dos visitas a la casa no revelaba nada sobre lo que sabía, ni sobre lo que podía saber el Consejo de la Revolución. El don de Rigg le mostraba muchas cosas que nadie más podía saber, pero ni una décima parte de lo que habría necesitado.
Había alguien en el jardín con él…
Podía ver el rastro y era nuevo, porque se generaba mientras lo miraba. Pero se movía increíblemente despacio y se desvanecía más deprisa de lo habitual y cuando Rigg miraba con los ojos, no había nadie allí.
Corrían cuentos de hadas sobre gente invisible, sobre santos que poseían el poder de caminar en medio de una multitud sin que los vieran o sobre gente que había ofendido a un mago que los había vuelto invisibles para que estuvieran siempre solos. Pero Rigg nunca les había dado el menor crédito. Desde que Padre le explicara cómo funcionaba la visión —los fotones de distintas longitudes de onda, reflejados o absorbidos en las superficies, y detectados por la retina del ojo— Rigg pensaba que era imposible que alguien pudiera hacer que todos los átomos de su cuerpo fuesen transparentes a los fotones.
Pero ¿no había dicho Padre «Sólo un idiota dice “imposible”. El hombre sabio dice “improbable”»? Esto se había convertido en una broma entre ellos durante meses. En lugar de «no», se decían «improbable». En aquel momento, Rigg pensó que tal vez Padre tuviera un ejemplo concreto en mente cuando hablaban sobre la improbabilidad de la invisibilidad.
Con tozudez, Rigg decidió que de momento no iba a creer en un ser humano transparente a los fotones. Debía de haber otra explicación, así que cerró los ojos y estudió el lento desplazamiento del rastro en busca de alguna pista.
Para empezar, estaba el hecho de que se movía más despacio de lo que habría podido hacerlo un ser humano. Y, más importante aún, se desvanecía de forma excesivamente brusca. De hecho, la aparición del rastro en el jardín era anterior a la llegada de Rigg. Y delante del rastro, justo donde tendría que estar la persona visible, pero no lo estaba, el rastro parpadeaba.
No era que apareciese y desapareciese, sino que su color —o su sabor o el sentido, fuera el que fuese, que se usara como metáfora— parecía estar cambiando bruscamente a pequeños saltos.
Volvió a abrir los ojos. Si se trataba de otro asesino, no tendría dificultades en escapar de él, pues se movía con enorme lentitud. Claro que, también podía moverse lentamente cuando era invisible y luego hacerse visible de pronto y saltar sobre Rigg como un halcón en picado.
Sin embargo, tenía que averiguar más. Así que caminó directamente hasta el comienzo del rastro y se interpuso en su camino.
Tardó unos instantes, pero el rastro dejó de moverse y luego empezó a retroceder. Y en aquel momento de vacilación, cuando el ser invisible no estaba moviéndose hacia delante ni hacia atrás, su forma se hizo visible por un instante a los ojos de Rigg. No lo bastante para que pudiera verlo con claridad, pero al menos pudo saber dónde estaban sus ojos y cuál era su estatura. Pudo ver el contorno de la ropa y del cabello, que indicaba que se trataba de una mujer. Y en los ojos vislumbró un atisbo de… ¿qué, miedo? ¿Perplejidad?
Rigg sabía que acababa de revelar a la persona invisible que su invisibilidad no era completa. Pero también había descubierto que cuando dejaba de moverse, la perdía por un instante.
—¿Quién eres? —preguntó en voz baja. Estaba tan cerca que la mujer no podía por menos que oírlo, al contrario que la gente de la casa. Pero no hubo respuesta. La criatura invisible siguió alejándose, quizá un poco más deprisa que antes, aunque no demasiado.
Frustrado, Rigg caminó hacia el rastro y, sin detenerse, continuó avanzando por el lugar en el que tendría que haber estado la mujer.
La atravesó.
¿Sintió algo raro al hacerlo? Puede que una levísima perturbación, o un poco de calor. O puede que sólo estuviera imaginando la sensación porque sabía que estaba pasando a través de una persona viva.
Al volverse de nuevo a mirar el rastro, éste seguía igual, excepto que había vuelto a moverse hacia delante, puede que un poco más deprisa que antes. Si se podía aplicar la palabra «deprisa» a una velocidad que habría resultado risible para un caracol.
Rigg tenía fundadas sospechas sobre la identidad de esa persona invisible. Si no podía hablarle ni obligarle a hacerse visible para él, al menos podía averiguar dónde había estado. Se apartó de su camino y cerró los ojos para concentrarse en su rastro en el pasado. A poca distancia en el tiempo, el rastro cambiaba. Dejaba de esfumarse con aquella rapidez y se volvía normal en sus movimientos por la casa. Hasta el aposento en el que dormía Madre.
La mujer invisible había salido del cuarto de Madre caminando con normalidad. Pero lo había hecho en mitad de la noche, cuando no había nadie despierto. Rigg llegó a la conclusión más razonable: cuando se movía a velocidad normal, era totalmente visible y no la habían visto porque la casa estaba a oscuras y todo el mundo dormía. En cuanto se dio cuenta de que había alguien en el jardín —Rigg—. aminoró sus pasos y se hizo invisible.
«No es que “aminore” —comprendió Rigg—. Lo que hace, sea lo que sea, afecta a su rastro y los rastros tienen que ver con el tiempo. Lo que está haciendo la persona invisible es desplazarse hacia delante en el tiempo a pequeñísimos saltos.»
Silenciosamente, en su mente, Rigg lo explicó todo como si estuviera exponiendo su teoría ante su Padre. «Supongamos que se mueve un centímetro por segundo. Supongamos que, al final de cada segundo, salta hacia delante un segundo en el tiempo. Desde su punto de vista, realiza un movimiento de avance continuo. Pero como, al final de cada segundo, avanza de un salto otro segundo más, desde la perspectiva de un observador exterior parece que se mueve un centímetro cada dos segundos, durante uno de los cuales da la impresión de que se desvanece del mundo.
»Ahora supongamos que en lugar de un segundo por centímetro, es una millonésima de segundo por millonésima de centímetro. La velocidad sería la misma, pero no existiría durante un periodo de tiempo lo bastante largo como para que un número significativo de fotones cayeran sobre ella.»
Casi pudo oír la objeción de su padre. Si existía en cualquier momento durante el mismo tiempo que el que no existía entre cada momento, sería medio visible, porque la mitad de los fotones pasarían a través de ella y la otra mitad serían reflejados o absorbidos.
«Muy bien —se respondió Rigg—. Supongamos que esa persona invisible existe durante una millonésima de segundo pero luego salta hacia delante una milésima. De este modo existe mucho menos tiempo del que no existe. Sólo refleja la luz durante una millonésima de segundo por cada milésima. Simplemente, nuestros ojos no pueden ver una cantidad de luz tan pequeña.
»Pero tiene que moverse constantemente. Y muy deprisa, de modo que cada milésima de segundo, al reaparecer durante un fugaz instante, esté en un sitio distinto. Cuando la he hecho detenerse y retroceder al colocarme justo delante de ella, durante ese momento no se ha movido con la suficiente velocidad y se ha hecho mucho más visible. He podido ver su estatura, su forma, sus ojos, la línea de su boca… y luego ha vuelto a acelerar y, al retroceder sobre sus pasos, ha desaparecido de nuevo.
»En realidad, nunca ha desaparecido. Siempre ha estado allí. Cuando he caminado a través de ella, estaba allí.»
Padre le había enseñado que, en realidad, los objetos sólidos estaban formados principalmente por espacio vacío, que los átomos estaban muy separados entre sí y que dentro de cada átomo, el núcleo y los electrones estaban separados por distancias muy superiores a su propio tamaño.
Así que al pasar a través de la mujer invisible, ésta debió de cobrar existencia varias veces, quizá un millar de ellas. La mayoría de las partículas de sus cuerpos no debieron de colisionar y la invisible saltó en el tiempo antes de que pudieran distorsionarse o destruirse mutuamente.
Pero seguro que algunas de las partículas de sus cuerpos sí que chocaron y las que lo hicieron…
No era de extrañar que la invisible hubiera retrocedido antes de encontrarse con Rigg. Aunque una colisión así no causara daños visibles, debía de liberar una cantidad significativa de radiación a causa de los choques entre átomos producidos durante su encuentro. Si la invisible no evitaba las colisiones, la radiación acabaría por alcanzar dosis significativas. Lo suficientemente, quizá, para hacerla enfermar o incluso matarla.
Por vez primera, Rigg comprendió lo útil que era que Padre le hubiera enseñado tanta física. «Quería que pudiese comprender cosas como ésta.»