Pathfinder (33 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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Dos veces al día —una al despertar, después de utilizar el orinal, y otra cuando calculaba que se acercaba la hora de comer (y nunca se equivocaba en sus cálculos)— Rigg recorría con paso firme el perímetro de la habitación hasta que el corazón comenzaba a latirle con más fuerza y se le aceleraba la respiración, y seguía haciéndolo durante al menos media hora más, calculada a ojo. Por la mañana caminaba en una dirección y por la tarde en la contraria.

Cuando los que estaban fuera de su camarote almorzaban a mediodía, él, en lugar de comer, hacía los ejercicios que Padre le había enseñado a realizar a diario, para mantener fuertes los músculos que no ejercitase en el trabajo que estuviera realizando en cada momento. Y como en aquel momento no estaba realizando ningún trabajo, hacía todos los ejercicios.

Dormía dos veces al día, a razón de cuatro horas cada vez. Tiempo atrás había aprendido a dormir cuanto quería y a despertar a la hora que decidía. Así que después de desayunar y de nuevo después de almorzar, disfrutaba de sus sesiones de sueño. Esto significaba que, por las tardes y en las largas y silenciosas horas del amanecer, estaba completamente despierto. Para asegurarse de que no sucumbía al sueño, no se tendía en la cama salvo para dormir y cambiaba constantemente de posición: sentado en una silla, sentado en el suelo, de pie… A veces, incluso hacía el pino apoyándose en las manos o hacía equilibrios sobre la cabeza con el cuerpo apoyado contra la pared.

Se impuso a sí mismo la disciplina de la reflexión. Como estaba temporalmente reducido a la inactividad, despojado de la capacidad de obtener información o de influir en los acontecimientos, sólo había dos proyectos que le importasen: descubrir lo que podía deducir a partir de la información de que ya disponía y tratar de ampliar su don, con el fin de lograr lo que Umbo y él habían conseguido hacer juntos, y el propio Umbo, a todas luces, había aprendido a hacer solo. Sabía que era un pensamiento mezquino, pero no podía evitarlo: «Si Umbo puede hacerlo solo, a pesar de que no ha visto un rastro en toda su vida, yo también tengo que poder…»

Se dijo que este pensamiento no era una expresión de desprecio. Si uno de ellos podía adquirir o reemplazar la contribución del otro a los viajes en el tiempo que hacían entre los dos, el otro tenía que poder también. Pero, para ser sincero consigo mismo, debía reconocer que sí, que ese pensamiento contenía orgullo y desdén en grandes dosis, porque en su interior, la idea se expresaba con los siguientes matices: «Si incluso alguien como Umbo es capaz de hacerlo, yo tengo que poder… y mejor y con más facilidad.»

Había dado por sentado que cuando se producía el viaje en el tiempo, era él quien lo llevaba a cabo. Sí, había necesitado la ayuda de Umbo, pero era Rigg el que se había situado junto a un hombre y le había sacado el cuchillo de la vaina. Era Rigg el que veía los rastros y siempre los había visto, el que los había utilizado para cazar y para saber adónde había ido la gente, mientras Umbo no entendía gran cosa sobre su propio don.

«¿Tengo la arrogancia natural de la realeza? —se preguntó—. ¿Asumo automáticamente que todo lo mío es mejor que lo de los demás?

»Hasta donde yo sé, es Umbo el que posee un don precioso —la capacidad de alterar el tiempo, o al menos la velocidad a la que una persona se desplaza por él—, mientras que el mío es más digno de un explorador, buscar los rastros concretos con los que se podría utilizar el poder de Umbo. Umbo puede otorgar a otros el poder de viajar en el tiempo. Yo no puedo compartir mi don con nadie.»

Y a pesar de ello, había algo en su interior que le hacía pensar que Umbo valía menos que él.

Puede que se sintiera así porque Padre había pasado mucho tiempo con él, enseñándolo, y mucho menos instruyendo a Umbo. O puede que fuese la miserable arrogancia engendrada por las semanas de riqueza pasadas en O. Había fingido ser un joven rico, pero era muy posible que, de una manera inconsciente, hubiera llegado a creerse su propio papel, que se hubiera convertido en parte de su propia naturaleza. Pero en aquel momento decidió desembarazarse hasta del último rastro de aquella arrogancia, porque si no lo hacía, lo convertiría en la clase de idiota que cuando no consigue salirse con la suya responde: «¿Sabes quién soy?»

Padre siempre le había enseñado: «Una persona es lo que dice y lo que hace. Así descubres si es digna de su reputación o la ha inventado.»

Esto lo había constatado Rigg en su primer día de soledad y a partir de entonces, con toda humildad y asiduidad, trataba de conseguir solo lo mismo que Umbo le había ayudado a hacer: acelerar sus propias percepciones para que pudieran moverse a la misma velocidad que la gente del pasado por los rastros que dejaban.

Hasta donde él sabía, dos cosas le impedían hacer el menor progreso. Primero, cada vez que Umbo le había permitido ver a la gente en sus rastros, estaban estáticos y él se había pasado no menos de doce segundos observándolos. Tardaba algún tiempo en discernir las formas de las personas concretas que se movían velozmente ante sus ojos y en escoger a una de ellas para concentrarse. Sólo entonces aminoraba su velocidad hasta un punto en el que Rigg podía escoger un momento de sus pasos y actuar.

En el barco, aquello era imposible. No es que hubiese incontables rastros corriente arriba y corriente abajo —y de una orilla a otra—. La cuestión era que cuando el barco estaba en movimiento, Rigg no tenía la ocasión de estudiar el mismo rastro durante el tiempo suficiente para discernir algo.

E incluso de noche, cuando estaban anclados, y tenía tiempo de estudiar alguno de ellos, se encontraba con el segundo problema, consistente en que no tenía la menor idea de cómo reproducir lo que hacía Umbo con su poder. Podía imaginar que la necesidad de Umbo de duplicar su propio don, la capacidad de localizar a una persona en el pasado para centrarse en ella, se podía soslayar escogiendo a alguien cuya ubicación en un momento dado fuese conocida y que permaneciera en el mismo lugar durante un tiempo considerable. En tales circunstancias, Umbo no necesitaría la capacidad de Rigg de ver los rastros. O, al menos, no la necesitaría tanto.

Pero Rigg había visto los rastros durante toda su vida, había aprendido a distinguirlos, a identificar uno concreto y seguirlo en su avance por el tiempo —pues siempre sabía en qué dirección fluían, aunque nunca hubiera sido capaz de explicarle a Padre cómo—, a pesar de lo cual, nunca había sospechado que los rastros fuesen la impronta borrosa de la interminable repetición de los movimientos de las personas. Al menos hasta que el don de Umbo le abrió los ojos.

Así que ahora sabía la verdad que había detrás de lo que siempre había sabido: dónde habían ido las personas y los animales desaparecidos tiempo atrás. Incluso podía discernir con bastante claridad qué rastros eran más antiguos y cuáles más nuevos, cuáles eran de adultos y cuáles de niños, o de qué especie, género y edad era el animal que había dejado cada rastro. Percibía esta información en forma de colores, de grosor, de intensidad, de texturas, como elementos visuales, en suma, pero ahora sabía que estaba extrayendo unos datos de los rastros que la visión, por sí sola, nunca podría haberle proporcionado. A cierto nivel estaba penetrando en los rastros y «viendo» a quiénes pertenecían, aunque, por supuesto, la visión no tenía nada que ver con ello.

Ahora incluso podía sentir la presencia de rastros detrás de colinas o paredes. Podía sentirla, por ejemplo, tras los confines del pequeño camarote que le servía de prisión. En la oscuridad, los percibía más que nada como manchas borrosas, y con los ojos cerrados eran como una neblina indistinta, pero estaban allí y podía sentirlos y si se concentraba, podía alcanzar cierto grado de claridad. Podía ver cómo los iban dejando los movimientos de los hombres a bordo, lo que lo ayudaba a encontrar sentido a los ruidos que oía. Y todo esto dependía poco de lo que veían sus ojos.

Pero sus ojos le proporcionaban contexto para lo que estaba viendo. Sabía detrás de cuál de sus paredes estaba cada rastro y recordaba la disposición general de la embarcación, así que podía entender lo que percibía. Las sendas que cruzaban en el aire sobre las cataratas Stashi, a muchas varas de allí, aún pasaban de lado a lado de los acantilados, así que la explicación de Padre de que las cataratas habían ido erosionando el curso del río y de que antaño habían existido otros puentes que lo cruzaban, cobraba visos de verosimilitud.

En el río, en cambio, los rastros eran más confusos, porque los movimientos de la gente —salvo la poca que nadaba o caminaba por la orilla— se habían producido en barcos o sobre puentes desaparecidos tiempo atrás. Un rastro podía subir de repente en el aire y pasar sobre su cabeza. Otros describían extraños movimientos circulares. Era una desquiciante madeja, porque la escalerilla o el mástil al que había trepado un hombre ya no se encontraban allí. Y si a esto le añadimos el hecho de que en el delta el curso del río había cambiado tantas veces que los rastros se movían en todas las direcciones imaginables, sin relación discernible alguna con los canales actuales, nadie habría podido culpar a Rigg por su incapacidad de elegir uno concreto y frenar su marcha (o acelerar su propia percepción) hasta poder ver a la persona que lo había dejado.

Sin embargo, el peor problema al que se enfrentaba era que no tenía ni la menor idea de lo que había hecho Umbo. Habían deducido, empleando únicamente la razón, que Umbo debía de estar acelerando las percepciones de Rigg para que éste pudiera «ver más deprisa», por decirlo así. Pero nada en lo que había experimentado Rigg le había hecho sentirse de aquel modo. De hecho, no había sentido nada en absoluto, por lo que mal podía deducir cómo reproducir la sensación. Lo único que había sucedido era que lo que hasta entonces había sido un rastro se había transformado de repente en una figura humana borrosa en la que, al concentrarse bien, había podido discernir a una persona, que luego había frenado. Y eso lo había hecho empleando la vista.

¿No?

Volvió a pensar en lo que había experimentado en las cataratas, cuando estaba tendido sobre la roca. ¿No había visto al hombre con los ojos? ¡Desde luego! Sin embargo, su imagen tenía algo distinto, comparada con la manera en que sus ojos habían percibido la propia roca y al hermano de Umbo, Kyokay. Como Padre le había enseñado muchas cosas sobre el funcionamiento del cerebro humano, Rigg dedujo que las rocas, el agua, el cielo y Kyokay llegaban a su cerebro por el medio normal, a través de la vista, mientras que el hombre que había caído lo había hecho de un modo distinto, no a través de los ojos. Lo que su cerebro había hecho en realidad era interpretar la percepción como una visión y superponerla a lo que le mostraban sus ojos. Era algo que se había incorporado a su visión, cosa que, ahora que lo pensaba, era lo que había sucedido siempre con la información que le transmitía su don.

Pero nada de todo esto lo ayudaba a saber cómo había hecho Umbo para cambiarlo —o cambiar los rastros, o el mismo paso del tiempo—, de modo que un rastro que para Rigg no había sido hasta entonces más que una serpentina ininterrumpida se convirtiera de repente en la mancha borrosa dejada por el movimiento de una persona. Y Rigg tampoco podía hacer ningún progreso concentrándose con todas sus fuerzas o tratando de insuflar mayor energía a sus emociones.

Incluso, en algunos experimentos absurdos, trató de caminar paralelamente a un rastro que sabía de persona, con la esperanza de ver aparecer una figura humana. Hasta corrió junto a uno de ellos por un instante, pero como es lógico se estrelló con la pared y provocó que uno de los guardias entrara en el camarote. Rigg le explicó con tono avergonzado:

—Me he quedado dormido y la silla se ha caído —cosa que el guardia no podía saber si era cierta. En cualquier caso, tenía prohibido hablarle, así que sólo podía volver a salir y cerrar la puerta o despertar al general Ciudadano para que viniera. El guardia se decantó por el más sencillo de los caminos y se limitó a cerrar y volver a atrancar la puerta.

Rigg dedicó entonces algún tiempo a reflexionar sobre lo que las experiencias vividas por Umbo y él demostraban respecto a la naturaleza del tiempo. Por ejemplo: los rastros no seguían los contornos actuales del paisaje. Permanecían en el sitio exacto donde se habían producido, al margen de cómo hubiera cambiado bajo sus pies el suelo… o el agua, o los vehículos o los edificios.

Pero Rigg sabía que el mundo era un planeta esférico, rodeado por un anillo de fragmentos rocosos que giraba a su alrededor, que se desplazaba en una órbita que a veces lo acercaba y a veces lo alejaba del Sol, como los andares vacilantes de un borracho. El Sol, por su parte, tampoco permanecía estático, sino que se desplazaba a través de un enorme océano de estrellas que orbitaba alrededor del centro de la galaxia, mientras que ésta, la galaxia, también avanzaba a través del espacio. Así que, si el mundo se había desplazado distancias inmensas desde que la gente echara a andar por primera vez por su superficie, ¿por qué los rastros no se quedaban en el espacio, donde los habían dejado, en lugar de seguir al mundo en su desplazamiento?

El paso de los seres vivos se conservaba en rastros que estaban ligados, no a las posiciones absolutas de tales criaturas en el espacio, sino a sus posiciones respecto al centro del planeta. Sus rastros continuaban en el mismo sitio exacto de ese mundo en rotación.

Desde el punto de vista de Rigg, esto quería decir que existía una profunda conexión entre los seres vivos y el propio planeta, aparte de la gravedad que los mantenía pegados a su superficie. El tiempo recordaba los movimientos de todas las cosas que tenían vida y mantenía este recuerdo grabado en relación exacta con el centro de gravedad del planeta en el que vivían, el planeta Jardín, conservando además su relación original entre sí.

Por qué razón estaba vinculado el tiempo a la gravedad, Rigg no lo sabía, pero estaba claro que era así. En su soledad, se preguntaba toda clase de cosas: como, por qué no se conservaban los movimientos en relación al Sol, cuya gravedad era tan potente que mantenía anclado al planeta Jardín e impedía que saliera despedido por el espacio; o si un hombre que pudiera navegar entre los mundos, del mismo modo que lo hacía por los ríos y los océanos, dejaría algún rastro tras de sí, o éste saltaría directamente de mundo en mundo. Eran preguntas muy extrañas y podía imaginarse a Hogaza diciéndole que se trataba de una completa pérdida de tiempo, puesto que los hombres no podían volar y desde luego nunca podrían hacerlo entre los planetas. Pero Padre le había enseñado desde niño que no existe nada que no merezca la pena ser pensado y que todas las ideas se pueden examinar desde un punto de vista lógico para comprobar si contienen algo útil. Ciertamente, Rigg no alcanzaba a imaginar qué utilidad podía tener la idea de viajar entre los mundos y la cuestión de la permanencia de los rastros en tales viajes, pero reflexionar sobre ello le proporcionaba placer y como en aquellos días sus placeres eran tan escasos, trataba de disfrutarlos siempre que podía.

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