Authors: Orson Scott Card
Les trajeron comida y la colocaron en una mesa frente a ellos, pero demasiado lejos para que pudieran alcanzarla sin acercar la mesa o mover los taburetes hacia ella. Rigg estiró el brazo izquierdo y tiró ligeramente de la mesa. Luego la dejó allí, esperando a que el Gritos hiciera lo mismo desde el otro lado.
Era evidente que al Gritos le dolía en el alma tener que colaborar con él, pero debía de haberse dado cuenta de que era necesario, porque alargó el brazo derecho y juntos tiraron de la mesa hacia sí hasta que los cuencos de cebada estuvieron a una distancia razonable de sus manos.
Rigg alargó la mano izquierda para coger la cuchara que había a la derecha del cuenco. El Gritos hizo lo propio.
—Esto no va a ser cómodo —dijo Rigg—. Soy diestro. Si cojo la cuchara con la izquierda en un barco que se mueve tanto como éste, lo más probable es que derrame su contenido.
Como se había dado cuenta de que el Gritos era zurdo, lo que estaba intentando era darle la ocasión de decir que tenía la misma desventaja. Pero en lugar de hacerlo, el Gritos, con cara de pocos amigos, comenzó a llevarse la cuchara a la boca, no sin manchar la mesa y su propio regazo durante el proceso.
Rigg había pasado no poco tiempo con Padre ejercitándose con las dos manos. Era capaz de disparar un arco, limpiar y desollar un animal y escribir de manera suave y legible con ambas. Podría haber comido perfectamente sin derramar nada, pero lo que hizo fue imitar la torpeza del Gritos, mancha a mancha.
—No creo que hayan atado tu mano izquierda a mi derecha por accidente —dijo Rigg—. Así seremos más torpes los dos.
El Gritos ni siquiera se dignó mirarlo.
Mientras seguían comiendo, Rigg hablaba entre bocado y bocado:
—Por si sirve de algo, mis amigos y yo no teníamos la menor idea de que iban a arrestarnos ayer y no tuve nada que ver con que te tiraran al agua.
El Gritos se volvió y lo miró con expresión furiosa, pero aun así se negó a hablar. Pero ya era algo. Había logrado entablar contacto y lo demás ya era sólo cuestión de tiempo.
—Así que no me odias por el chapuzón, me odias por quien se supone que soy. Pues para que lo sepas, no pretendo ser nadie más que yo mismo.
El Gritos soltó una carcajada.
—El único pariente que he conocido es mi padre, que me crió sobre todo en el bosque. Murió hace varios meses y me dejó…
—No te esfuerces —dijo el Gritos—. ¿Cuántas veces crees que va a funcionar esa historia?
—Todas las que pueda funcionar la verdad.
—Estoy aquí para matarte —dijo el Gritos.
Rigg sintió que una punzada de miedo recorría su cuerpo. El Gritos lo decía en serio. Bueno, indudablemente era una información útil.
—Muy bien —dijo Rigg—. Pues no puedo detenerte.
—Ni siquiera puedes frenarme.
Rigg aguardó.
—¿Y bien? —preguntó.
—Aquí no —dijo el Gritos—. En este cuarto no. Entonces tendrían que juzgarme y ejecutarme, y todo se haría público. Se correría la voz de que un soldado al mando del general Ciudadano ha asesinado al legítimo rey. Sería tan malo como dejarte con vida.
—Así que el general te ha ordenado que…
—Necio —respondió el Gritos—. ¿Crees que necesito órdenes para reconocer cuál es mi deber y cumplir con él?
Rigg volvió a pensar en el odio que se reflejaba en la cara del oficial.
—Esto no tiene nada que ver con el deber.
El Gritos no dijo nada durante largo rato. Y entonces:
—Matarte es más que un deber. Pero lo haré de un modo conforme al deber.
—Por curiosidad —dijo Rigg—, ¿vas a matarme porque crees que soy Sessamekesh? ¿O porque piensas que soy un impostor?
—Por curiosidad —dijo el Gritos—, eso no importa.
—Pero la aversión que me profesas… ¿deriva de tu amor a la familia real o de tu odio hacia ella?
—Seas miembro de la familia real o un impostor, lo único que te permitirá alcanzar tus fines es restaurar a la familia imperial en el poder.
—Así que tu odio hacia ellos es por razones personales.
—Mi bisabuelo era un mercader muy rico y poderoso. Alguien lo acusó de comportarse como si fuese un miembro de la nobleza, un delito llamado «presunción suntuaria». Tratar de hacerse pasar por un señor. Vestir como un señor. Asumir las dignidades de un señor.
—¿Y eso era un crimen? —preguntó Rigg.
—No sólo un crimen. Cada cargo equivalía a una traición. Con la monarquía, la ley impedía cambiar de clase. Los mercaderes no podían convertirse en caballeros, los caballeros no podían convertirse en señores, y los nobles no podían aspirar a suplantar a los reyes. Si a mi bisabuelo lo hubieran acusado de vestir como un guerrero y llevar armas, la pena habría sido una multa considerable y un año de arresto domiciliario. Pero lo acusaron de comportarse como un noble, lo que significaba dos peldaños de diferencia en el escalafón social. La pena fue la misma que si hubiera tratado de asesinar a la reina.
Rigg nuca había oído un disparate semejante, pero no dudaba de la veracidad de la historia del Gritos.
—¿La muerte?
—Una ejecución pública lenta y atroz —dijo el Gritos—. En la que los pedazos de su cuerpo fueron arrojados a los sabuesos reales, delante del gremio de los mercaderes. Todos los bienes de su familia fueron expropiados, incluida la indumentaria propia de su clase, y sus miembros, ataviados sólo con taparrabos y andrajos de mendigo, fueron abandonados en las calles a merced de cualquiera.
—Qué injusticia —dijo Rigg.
—Al poco de la muerte de mi bisabuelo, su hijo mayor, mi abuelo, fue asesinado por los criados de un mercader rival. El mismo que había denunciado a su padre, sin duda. Sin protectores, sin dinero ni propiedades, todas las mujeres y los jóvenes de la familia se habrían visto obligados a practicar la prostitución, y los hombres a trabajar en las minas. Pero en lugar de eso, quedaron bajo la protección del Consejo de la Revolución. Mi padre sólo tenía nueve años por entonces y al crecer mostró al consejo la lealtad que se merecía. A mí me criaron en la idea de esa lealtad y aún la siento. Moriría antes de permitir que los gusanos de la realeza volvieran a infestar Stashilandia.
La había llamado Stashilandia, el nombre del valle y el delta del río Stashik antes de que llegaran los Sessamoto desde el noreste para conquistarla y establecer su imperio. Por primera vez, Rigg comenzaba a entender lo profundamente que podían estar arraigados el recuerdo y el dolor de sucesos acaecidos décadas atrás.
—Yo nunca…
—Sé que nunca me has hecho nada. Ni a mí ni a nadie. Pero si dejo que lleves a cabo tu juego, independientemente del tipo de jugador que seas, quienes sí tratarían a los plebeyos de ese modo te utilizarán para recuperar el poder. Como sistema de gobierno, el consejo no es ejemplar. Es corrupto, arbitrario, puritano y fanático. Pero es preferible a cualquiera de las alternativas. Y mi familia le debe su supervivencia.
—Bueno, tiene sentido —dijo Rigg—. Si tengo que morir, es lógico hacerlo asesinado por alguien cuya familia lo perdió todo a manos de gente a la que nunca he visto y con la que nunca me he declarado emparentado, y contra la que yo mismo lucharía si se comportara del modo que dices.
—No malgastes saliva —respondió el Gritos.
—Por curiosidad —dijo Rigg—, ¿podría conocer el verdadero nombre del hombre que va a asesinarme?
—Mi bisabuelo se llamaba Talisco Caminobrillante. Mi abuelo también se llamaba Talisco, al igual que mi padre y yo, pero nos arrebataron el apellido Caminobrillante y lo reemplazaron por «Orines».
—No lo dirás en serio… —dijo Rigg.
—Es un nombre bastante frecuente en Aressa Sessamo —dijo el Gritos—. Se lo ponían a los convictos, junto con otros apelativos igualmente pintorescos y degradantes. Tras la Revolución, muchos de nosotros seguimos utilizándolo como señal de orgullo. No volveré a llamarme Caminobrillante hasta que todos los miembros de la familia real hayan muerto. Aunque es posible que decida que basta con tu muerte para recuperar mi antiguo apellido.
—Bueno, ¿y cómo piensas matarme?
—No voy a contarte mis planes.
«Ya lo has hecho —pensó Rigg—. Como pretendes matarme de modo que no se te juzgue por ello, debes conseguir que parezca un accidente, y como prueba de ello, pretendes morir conmigo. Una muerte al servicio del deber. Pero fingiré que no lo sé.»
Tras rebañar los últimos restos de la sopa con pan blando, Rigg examinó disimuladamente el cierre de los grilletes. Vio que no le costaría mucho abrirlos pues Padre le había enseñado los mecanismos de las cerraduras más habituales. Suponía que los grilletes de las piernas estarían sujetos del mismo modo, pero el problema sería llegar hasta ellos con alguna herramienta mientras el Gritos —no, Talisco Caminobrillante— trataba de impedírselo.
—Eres pequeño —le había enseñado Padre—, y si no demuestras agresividad, tus enemigos no esperarán una respuesta muy violenta por tu parte. La mayoría de los adultos son más fuertes que tú, pero eres más fuerte de lo que cabría esperar de un niño. Cuando actúes, tu acción debe ser definitiva, porque no tendrás una segunda oportunidad para sorprender al mismo hombre.
El mango de la cuchara era lo bastante fino como para forzar la cerradura, si conseguía encontrar el modo de guardársela. ¿Habría algo más? Vio unas plumas y otros útiles de escritorio en las estanterías, pero ninguno de ellos tenía la solidez suficiente, salvo el cuchillo de trinchar, y era imposible acercarse a él.
Estaba realizando un inventario mental de su atuendo para ver si contenía algo que pudiera utilizar, cuando de repente, Talisco gritó:
—¡Hemos terminado de comer! —Su voz sonó como el golpe de un mazo en el camarote. Ahora entendía Rigg de dónde había sacado su mote—. ¡Venid a buscar los platos antes de que el muchacho esconda la cuchara para forzar la cerradura!
«Así que no soy tan discreto como creía —se dijo Rigg—. O puede que sólo sea un truco.»
La puerta se abrió y entraron dos soldados. Desde el marco, inmóviles, observaron cómo uno de los tripulantes recogía los cuencos y las cucharas.
—Tengo que hacer pis —dijo Rigg.
—Te traeremos un recipiente —le respondió uno de los soldados.
—Oh, qué bien, me voy a manchar toda la mano —dijo Rigg. Levantó la mano engrilletada hasta donde le dejó Talisco—. ¿Creéis que voy a saltar al agua atado a él? Dejadme que lo haga desde la borda.
Los soldados lo miraron, luego siguieron al tripulante fuera del camarote y cerraron al salir.
—Conque acabas de decidir cómo voy a matarte, ¿verdad? —preguntó Talisco.
—Si vas a matarnos saltando al agua con los grilletes, adelante. Pero si piensas hacerlo otro día, por algún otro procedimiento, preferiría morir con la vejiga vacía.
La hebilla de su cinturón era su única posibilidad. El pasador estaba hecho de un hierro que parecía suficientemente sólido. ¿Podría desatárselo con una sola mano? Porque daba por hecho que Talisco, bajo el agua, le impediría utilizar las dos manos. ¿Podría utilizarlo para forzar la cerradura sin que se le cayera el cinturón? Si lo perdía en las aguas turbias del río, podía olvidarse de recuperarlo.
Al cabo de pocos minutos, los soldados volvieron y dejaron la puerta abierta. Luego se apartaron.
—Tienes que ser miembro de la realeza, sí —musitó Talisco mientras se levantaban—. Piensas que lo puedes controlar todo, incluso tu propio asesinato.
Al cruzar la puerta, uno de los soldados cogió a Rigg por el brazo libre y el otro a Talisco. Había otros soldados allí, observando. Estaban decididos a que, esta vez, no hubiera fugas.
«Como si yo quisiera escapar del barco, pensó Rigg. ¿No me dijo Padre que buscara a mi hermana? Me estáis llevando a donde quiero ir. Lo único de lo que quiero escapar es de este asesino.»
—Quiere asesinarme, ¿sabes? —dijo Rigg en voz baja al soldado que lo sujetaba—. Si tenemos un accidente, podéis estar seguros de que ha sido un asesinato.
El soldado no dijo nada y Rigg sintió que el cuerpo de Talisco se estremecía en una carcajada silenciosa.
—¿Crees que soy el único que te quiere muerto? —murmuró.
—Vaya —dijo Rigg en voz alta al soldado que lo sujetaba—. ¿Cómo propones que me abra los pantalones? Para hacerme pis encima, lo mismo podría haberme quedado dentro.
Como respuesta, el soldado, sin dejar de sujetarlo un instante, bajó la mano izquierda de Rigg en dirección a su entrepierna. Rigg introdujo la mano por debajo de la camisa y se desabrochó el cinturón. Como no le estaban ceñidos, los pantalones comenzaron a resbalar por su cintura, pero Rigg abrió las piernas y así impidió que cayeran sobre la cubierta.
—Si ni siquiera tiene culo —se burló uno de los ribereños.
—Silencio —dijo una voz que Rigg conocía. El general Ciudadano. Así que también él había acudido para verle mear.
El soldado que sujetaba a Talisco le preguntó:
—¿Tú también vas a mear?
—A mí no me hace falta.
—Venga, es tu oportunidad, no volveremos a hacer esto hasta dentro de varias horas.
—Que no me hace falta —repitió Talisco con un gruñido, y el soldado captó el mensaje.
Rigg tiró de su brazo derecho tratando de llevarse la mano a la entrepierna. Talisco tiró a su vez.
—¡Usa la izquierda!
—¡Soy diestro! —respondió Rigg, también a voces—. ¡No puedo apuntar con la izquierda!
—¡Es el río! —exclamó Talisco—. ¡No puedes fallar!
—¡No quiero mancharme la ropa! —gritó Rigg, dejando que el tono de su voz ascendiera un poco para parecerse más a la de un niño pequeño.
—Bastardo real… —murmuró el oficial mientras dejaba que Rigg llevara sus manos engrilletadas hacia su entrepierna.
—Probablemente sí —respondió murmurando. Entonces, deliberadamente, apuntó al dorso de la mano de Talisco con un chorrito de orina.
Talisco se movió por un acto reflejo, rápidamente y sin pensar. Soltó un rugido y tiró de su mano.
Rigg utilizó el tirón para impulsar la propia muñeca de Talisco, sumándole todas sus fuerzas, hacia la frente del propio Talisco y propinarle un golpe con los grilletes. Eso, más el efecto sorpresa tenía que ser suficiente. Otra lección de su padre.
Confiado en que el golpe hubiera bastado para aturdir a Talisco, Rigg fingió con toda clase de aspavientos que perdía el equilibrio, se soltó del soldado que lo sujetaba con una sacudida del brazo izquierdo y se colocó detrás del ahora inconsciente Talisco para que nadie pudiera sujetarlo. Con un segundo empujón —que disimuló lo mejor posible gritando «socorro» y agitando los brazos— lanzó el cuerpo fláccido de Talisco, que lo arrastró a su vez en su caída.