Pathfinder (28 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—Pero no has recibido el mensaje dos veces, ¿verdad? Así que, ¿por qué tienes que transmitirlo dos veces?

—No lo sé —dijo Umbo—. No creo que sean dos veces. Creo que se trata de un único mensaje y que aún tengo que transmitirlo.

—Pero sólo sabes que tienes que hacerlo porque ya lo has hecho. Y ésa es la cuestión. Ya lo has hecho. En fin, no voy a discutir contigo. Aunque no tengas que enviar el mensaje de nuevo, sería útil que aprendieras a hacerlo y si eso te hace sentir mejor, adelante, transmite tus mensajes… si es que recuerdas lo que dijiste.

—Tengo que hacerlo porque sé que lo hice, sólo que cuando lo hice era el futuro, así que tengo que llegar al futuro para volver al pasado y hacer lo que ya he hecho… Suena tan absurdo que tiene que ser imposible.

—Pero ha sucedido, así que es posible. No estaremos en O mientras aprendes a hacerlo, porque podrían capturarnos. Pero tengo que volver a recuperar las joyas y el dinero. Necesitamos el dinero. Podemos coger un barco a El Atraque de Goteras y quedarnos allí un tiempo. Estaremos a salvo. Pero las joyas y las piedras… no podemos venderlas por ahora. Creo que volviste a advertiros a Rigg y a ti porque la primera vez que pasamos por esta experiencia, los soldados se quedaron con todo y eso empeoró las cosas para Rigg. La primera piedra… ¿será casualidad que era la única legendaria y de valor incalculable? ¿O las demás lo serán también y las cosas empeorarían para Rigg si lo cogieran con ellas? Y en cuanto al cuchillo… vaya usted a saber los problemas que podría causar. Es muy antiguo pero parece nuevo, ¿verdad? Y Rigg no sabe nada del hombre al que se lo quitó.

—Entonces debemos recuperar el dinero y enterrar el cuchillo y las piedras donde nadie pueda encontrarlas jamás —dijo Umbo.

—No —respondió Hogaza—. Porque no sabemos si las necesitaremos luego para comprar la libertad de Rigg. Y otra cosa. Son la herencia de Rigg, de su padre, así que lo que tenemos que hacer es impedir que caigan en las manos del Consejo de la Revolución o las de cualquier otro que nos desee mal. Pero tenemos que llevarlas a Aressa Sessamo para que Rigg pueda utilizarlas si llega a necesitarlo.

—Lógico, dado que nos han sido tan útiles hasta el momento —dijo Umbo.

Hogaza le dio un pequeño empujón.

—Mira la ropa que llevas. Mira lo que has vivido, la gente con la que hemos hablado y las cosas que hemos averiguado. Unas pocas semanas siendo rico me han enseñado muchas cosas.

—¿Por ejemplo? ¿Que es el mejor modo de acabar arrestado?

—A Rigg lo han arrestado por su nombre, no por su dinero.

—Bueno, ¿entonces qué te ha enseñado el ser rico… o el andar en compañía de un muchacho rico?

Hogaza sonrió.

—Que me gusta mucho más que ser pobre.

—Pues yo no tenía ningún problema con ser pobre. Ni siquiera sabía que lo era. De hecho, no sabía que existieran las cosas que hemos comprado, así que no las deseaba. La vida era agradable.

—Hablas como un verdadero privo —dijo Hogaza.

—Bueno, ¿qué hacemos entonces? Entramos en O, cogemos las piedras y el dinero…

—No has entendido absolutamente nada. Yo entro en O y yo cojo el dinero.

—¡No irás a dejarme solo!

—Sí —respondió Hogaza—. Y vamos a acordar una señal, para que cuando vuelva, pueda llamarte. Si silbo así… —Silbó— es que estoy solo y no hay problemas. Pero si silbo así… —un sonido distinto— es que voy con alguien y debes seguir escondido.

—No existe ningún pájaro que silbe de esa manera.

—Entonces es una suerte que no quiera llamar a ningún pájaro, ¿verdad? —repuso Hogaza—. Son señales militares de mi antiguo regimiento.

—Vas a necesitar una más.

—¿Para qué?

—Una que signifique: «Estoy con alguien peligroso, pero necesito que vengas de todos modos.»

—Nunca te haría una señal así.

—Puede que tengas que hacerlo. A ver, sílbala.

—No vamos a necesitarla.

—¡De todos modos es mejor que la tengamos!

Hogaza arrugó el semblante, pero volvió a silbar, aunque con un sonido muy diferente.

—Aquí soy yo el que tiene experiencia, pero aun así crees que puedes dar las órdenes.

—Tú eres un hombretón y yo un niño. Yo no puedo salir de las situaciones peleando. Así que lo que hago es pensar en todas las opciones que podría necesitar. Eso es lo que se hace cuando uno es pequeño.

—Yo también fui niño en su día —dijo Hogaza.

—Y seguro que eras más grande que niños dos años mayores que tú.

Hogaza no dijo nada.

—Cuando no respondes, es porque tengo razón.

—Cierra el pico —dijo Hogaza—. Me parece haber vislumbrado la torre.

—¿Qué torre? —preguntó Umbo.

—La Torre de O —refunfuñó Hogaza—. ¿Es que eres tonto?

—Estaba pensando en otras cosas —dijo Umbo—. Estaba pensando en cómo volver atrás en el tiempo.

—Estabas pensando en lo listo que eres, en que me habías dicho: «Tengo razón», y luego resulta que no eres tan listo. Y no te molestes en discutir, porque los dos sabemos que me ha tocado quedarme con el chico tonto mientras el chico listo sigue prisionero a bordo de ese barco.

Eso dolió a Umbo. Más aún que los golpes de su padre. Y aunque Hogaza le dio un empellón amistoso y le dijo: «Venga, sabes que estaba bromeando», lo cierto era que los dos sabían que era verdad. Pero no era cuestión de ser listo o tonto. La cuestión era las cosas que les había enseñado El Vagabundo a Umbo y Rigg. A Umbo unas pocas y nada más. Las justas para ayudar a Rigg. Pero a Rigg lo había preparado para todo. Lo había entrenado para ser el heredero de una casa real… porque eso es lo que era en realidad.

«Si El Vagabundo me hubiera enseñado del mismo modo, yo también sería listo.

»¿No?»

Al final, a pesar de lo que habían acordado, Hogaza terminó por no emplear ninguna de las señales. La razón fue que Umbo lo desobedeció y, en lugar de quedarse donde le había dicho, lo siguió y, cuando estaba a poca distancia de la torre, se subió a un árbol. Desde allí pudo ver dónde había enterrado Hogaza la bolsa de las piedras y también que nadie lo seguía mientras regresaba siguiendo un camino entre los árboles. Así que volvió corriendo al lugar en el que se habían separado, trepó a otro árbol y se dejó caer desde una de las ramas bajas justo delante de Hogaza. Y luego se sometió alegremente al discurso de «haz-lo-que-te-digo-o-vamos-a-acabar-muertos» de Hogaza.

Cuando terminó la reprimenda del veterano soldado, Umbo preguntó:

—¿Las tienes? ¿Todas?

—Salvo que alguien haya encontrado la bolsa, sacado sólo una de las piedras y vuelto a esconder el resto, sí, las tengo todas.

—Pues veámoslo. Vamos a contarlas —dijo Umbo—. Porque ahora creo que sí que falta una.

Las contaron. Y volvieron a contarlas.

—No puedo creerlo —dijo Hogaza—. ¿Cómo ha podido desaparecer una?

—Y encima la más grande —dijo Umbo.

—¿Cómo lo sabías?

—No lo sabía —respondió Umbo—. Pensé que podía haber pasado, nada más.

—No tiene ningún sentido —dijo Hogaza con tono vehemente—. Nadie roba una sola piedra.

—Yo sí —dijo Umbo—. Y acabo de ver el escondite. Así que apuesto algo a que fui yo el que lo hizo.

Hogaza se volvió hacia él.

—Pues ya me la estás entregando, ladronzuelo.

—No te oí llamar ladrón a Rigg por llevarse aquel cuchillo.

—¡Pues claro que lo llamé ladrón!

—Es cierto, pero no lo agarraste como a mí. ¡Y me duele, así que déjalo! ¡No tengo la piedra porque yo no la he cogido!

—Pero si has dicho que la habías cogido.

—He dicho que apostaba algo a que había sido yo, aunque en realidad lo que tendría que haber dicho es que apuesto algo a que lo haré.

Hogaza suspiró.

—¿Por qué? ¿Qué sentido tiene?

—Ninguno, pero cuando has hecho ese comentario sarcástico sobre que alguien podía haber cogido una, he pensado: «¿No tendría gracia que mi futuro yo vuelva atrás en el tiempo, busque la bolsa de las piedras y saque la más grande?» Y en el mismo momento en que lo pensaba, decidí que si se presentaba la ocasión, lo haría. Así que supongo que se ha presentado la ocasión.

—¿Lo que estás diciendo es que cuando aprendas a viajar hacia atrás en el tiempo vas a utilizar tu don para gastarle bromas estúpidas a tus amigos?

—Por fin empiezas a entenderlo.

—Debería romperte el brazo.

—Pero sé que no lo vas a hacer.

—No estés tan seguro.

—Sé que mi brazo estaba perfectamente cuando mi yo futuro vino a visitarme. Y también sé que no voy a ahogarme, romperme el cuello al caerme de un árbol, ni morir con la garganta rebanada a manos de un bandido. No me voy a morir de una enfermedad, ni me va a caer un rayo y nadie me va a matar a golpes con un palo.

—Yo no estaría tan seguro.

—¿Cómo quieres que no lo esté? ¡Volví para vernos a Rigg y a mí! ¡Y saqué la piedra de la bolsa!

—Ojalá yo pudiera volver atrás en el tiempo y esconderla en un sitio distinto —dijo Hogaza.

—¡Por fin comienzas a entenderlo! —dijo Umbo—. Vamos, la gente siempre hace juegos con todo. Tú estuviste en la guerra de adulto… pero ¿acaso no jugaste a la guerra cuando eras niño? Yo sí. Como todo el mundo. Así que, cuando aprenda a retroceder en el tiempo, pienso jugar con ello. Hacer advertencias es una cosa… sólo hace falta aparecer y hablar. Pero sé que tendré que probar que puedo hacer lo mismo que Rigg o me sentiré como si hubiera perdido la partida. Él le coge un cuchillo a un desconocido. Yo cojo… cogeré… la joya, pero sólo nos la cojo a nosotros, para que nadie la eche en falta. ¿Lo ves? Un juego.

—Pues a mí no me divierte —dijo Hogaza.

—Porque eres viejo, estás cansando y sabes que vas a morir. —Y esta vez, cuando Hogaza amagó con golpearlo, Umbo lo esquivó—. ¿Lo ves? Somos amigos y bromeo contigo como hacen los amigos. ¿Entiendes? Eso es lo que hace la gente normal.

—Los niños normales no tratan así a los adultos —dijo Hogaza, y parecía un poco enfadado.

—Pero es que tú no eres un adulto normal —dijo Umbo—. Cuando me pegas, no intentas hacerme daño de verdad.

—Acércate un poco más, Umbo, y lo comprobaremos.

—Mi padre me habría tirado al suelo y una vez allí la habría emprendido a puntapiés conmigo —dijo Umbo.

—Demasiado trabajo —dijo Hogaza—. No merece la pena.

—¡Somos amigos! —exclamó Umbo con tono triunfante.

—Bueno, «amigo» —dijo Hogaza—, tengo una pregunta para ti. ¿Dónde está la joya ahora?

Esto dejó a Umbo en silencio un buen rato. ¿Era posible que la joya se hubiese esfumado del mundo sin dejar rastro? ¿Había dejado de existir y luego volvería a aparecer, en medio de ninguna parte, salida de la nada? La idea llevó a Umbo a preguntarse lo que significaba existir. Cuando Rigg retrocedió en el tiempo para coger el cuchillo, no abandonó en ningún momento el mundo del presente. La única diferencia era que podía ver a la gente del pasado. Ellos no lo veían a él, pero aun así estaba allí. Pero la joya no. Había desaparecido.

¿Y el cuchillo? Estaba en poder de un desconocido. Rigg alargó la mano y lo cogió, y Umbo recordaba haber visto que aparecía de pronto en la mano de Rigg. Poseía una existencia continuada. Lo único que pasaba era que había dado un salto de siglos, puede que de milenios. Los había sorteado de un plumazo. Porque Rigg había alargado la mano hacia el pasado y lo había cogido. Esto era lo que le había pasado a la piedra. No había dejado de existir, había cambiado de lugar. Y de época. El cuchillo lo había cogido la mano de Rigg. La piedra la cogería la de Umbo.

Habían descendido el curso del río, transportados por una embarcación. Cada segundo transcurrido entre El Atraque de Goteras y O, habían seguido existiendo en algún lugar del mundo, en el barco. Pero para el cuchillo y la piedra no había barco. No había río. El desplazamiento había sido instantáneo. Y Umbo no quería seguir pensando en ello. Sobre todo por la cara de satisfacción de Hogaza, que había logrado callarlo con un simple comentario.

También eso era una especie de juego, ¿no? y Hogaza había ganado.

No cogieron pasajes en uno de los barcos que remontaban el río desde O, por si alguien, al reconocerlos, comprendía que debían haberse escapado y volvía a detenerlos, con piedras y todo. Lo que hicieron fue pasar a la otra orilla y luego embarcar.

No subieron al primer barco que pasó. Umbo no entendió por qué no les servía cualquier barco hasta que Hogaza llamó a uno de ellos —que no se había acercado a la orilla— gritando el nombre de su piloto.

—¡Rubal! —exclamó una primera vez, y luego una segunda, con más fuerza. Luego comenzó a agitar los brazos desde la orilla y siguió gritando «Rubal», hasta que finalmente el piloto lo vio o lo oyó.

—¡Hogaza, viejo ladrón!

—¡De ladrón nada, ella me eligió a mí! —respondió Hogaza. Pero a Umbo, entre dientes, le dijo—: La verdad es que sí que le robé la novia, pero por aquel entonces éramos soldados, casi niños. Ahora no lo haría.

—Menos mal —dijo Umbo—, porque Goteras te mataría.

—Es cierto. Como mínimo, por volver a llevar a Rubal a nuestra posada. Tendría que ofrecerle alojamiento, sería lo justo.

—¿Qué tiene de malo?

—Es un impenitente jugador de piedras y siempre está haciendo trampas. Se le da bastante bien, pero no tanto como para engañar a un jugador avezado.

—¿Como tú?

—No —dijo Hogaza—. Aunque una vez tuve que matar a uno que sí lo era para salvarle el cuello a Rubal.

—Entonces, te debe el pasaje.

—Nos habremos salvado el cuello mutuamente unas veinte veces. Lo hará como un favor, no para pagar una deuda.

—¿Cómo sabías que iba a pasar por aquí?

—No sabía que sería Rubal. Pero sí que más tarde o más temprano aparecería alguien de quien pudiera fiarme y que no nos robara y arrojara nuestros cadáveres al río. Vivo y trabajo en el río, Umbo. No hay tantos barcos ni tantos pilotos y al cabo de un tiempo acabas conociendo a la mayoría.

Remontaron el río sin contratiempos. Paraban aquí y allá. Hogaza se presentaba a los demás posaderos. Siempre se llevaban bien, porque no se hacían la competencia. Los ribereños paraban en la posada que se encontraba más cerca al caer la oscuridad. Nadie continuaría río arriba de noche para detenerse en su lugar favorito. Así que salvo que las chinches de los camastros fuesen tan numerosas o la comida tan infecta como para evitar el establecimiento, había dinero para todos, aunque en cantidades menguantes a medida que ascendían por el curso.

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