Authors: Orson Scott Card
Una cosa era segura: Umbo nunca había visto uno de los rastros de los que Rigg hablaba constantemente. Así que, incluso en el caso de que lograra frenar el tiempo a su alrededor —o acelerarlo, o lo que quiera que hiciese—, no sabía si podría llegar a ver a alguien del pasado, aunque fuese el pasado de aquella misma mañana.
Al poco, estaba tratando de hacer consigo mismo lo que había hecho con Rigg, acelerarse… o frenarse, según como se mirara. Pero era como si su talento fuese una espada larga: era muy sencillo usarla para tocar a los demás, pero si quería clavársela a sí mismo, sus brazos eran demasiado cortos o la espada demasiado larga.
Era como lo que había dicho el Vagabundo durante el breve tiempo que había instruido a Umbo: «Tienes que encontrar el modo de aprender a mover las orejas.»
Como Umbo nunca había sido capaz de mover conscientemente las orejas —ni conocía a nadie capaz de hacerlo—, no le encontraba utilidad a su consejo.
Pero entonces, el Vagabundo le enseñó a hacerlo. Le dijo a Umbo que se mirara al espejo y que esbozara la mayor de sus sonrisas.
—¿Ves que suben y bajan un poco cuando sonríes?
Umbo podía verlo fácilmente ahora, una vez que el Santo Vagabundo se lo había enseñado.
—Eso significa que tienes músculos que mueven las orejas y que son funcionales. Lo que tienes que hacer es sonreír y luego dejar de sonreír, una vez tras otra, pero concentrándote en los músculos que mueven las orejas cuando lo haces. Sonríe mucho y luego trata de volver a mover las orejas solo, sin sonreír.
Umbo lo intentó una vez tras otra.
—No pasa nada —dijo.
—Te equivocas —dijo el Santo Vagabundo—. Ha pasado algo muy importante. Ahora sabes que existen esos músculos. Los nervios tardan algún tiempo en reforzar las conexiones para que los músculos se contraigan sin tener que sonreír. Practícalo siempre que te acuerdes: sonríes con ganas y luego tratas de hacerlo de nuevo, pero sin sonreír. Poco a poco, los músculos irán ganando fuerza. Pero procura ejercitar por igual las dos orejas, si no quieres acabar controlando sólo una de ellas.
Tardó tres días en conseguir que sus orejas se moviesen cuando se lo ordenaba, juntas o por separados. Al cabo de un par de semanas más, era un auténtico campeón en esta disciplina.
Y, tal como había dicho el Vagabundo, la analogía era casi perfecta. Antes, cuando lanzaba su pequeña red de velocidad sobre otra persona, el resultado era tosco, incontrolable. Cuando lo hacía repetidas veces le provocaba jaquecas a su madre. Pero con la práctica, a pesar de no saber en realidad lo que estaba sucediendo en su interior, comenzó a ser capaz de controlarlo, de aumentar la frecuencia y la fuerza del fenómeno. Sólo requería concentración y repetición, hora tras hora.
Ahora era cuestión de repetir el proceso, sólo que esta vez estaría él, y solo él, en la zona afectada.
El único indicio de que había hecho algún progreso se produjo cuando apareció el cocinero y dijo con tono de malhumor:
—¿Dónde están los nabos?
—Todos en la cazuela —respondió Umbo.
El cocinero puso cara de incredulidad, pero se acercó, miró en la cazuela y luego volvió a mirar a Umbo.
—Nadie pela tan deprisa. —Volvió a examinar con detenimiento el interior de la cazuela y tuvo que admitir que Umbo lo había hecho perfectamente.
—Habría jurado que era imposible hacerlo tan rápido.
—Me he aplicado.
—Aplícate con esto, payaso —dijo el cocinero mientras hacía un gesto despectivo que, según había oído Umbo, tenía algo que ver con los genitales femeninos, el acto de la cópula o la defecación. Le habían contado muchos significados posibles de aquel gesto, pero ninguno de ellos tenía sentido para él.
No se ofendió. En realidad, desde el punto de vista del cocinero, era una forma de alabanza. Y además, el hecho de que hubiera terminado tan deprisa significaba que estaba sucediendo algo. ¿Había conseguido acelerarse, aunque fuese un poco? Era un comienzo prometedor.
Estaba en la cubierta del pasaje, terminadas las tareas en la cocina, cuando vio que traían a Hogaza: en un carromato, cargado de grilletes. Al parecer, su arresto no había sido tan pacífico como el de Rigg y Umbo.
El general salió al instante para saludar a Hogaza y concederle libertad de movimientos en el barco.
También aprovechó para decirle al capitán que podían iniciar la travesía cuando su tripulación y él estuvieran listos. Luego volvió a entrar en el camarote del capitán para continuar con el interrogatorio de Rigg. Umbo habría dado casi cualquier cosa por estar en aquel cuarto. Pero en aquel momento, el primer oficial comenzó a vociferar órdenes y, al poco, el barco largaba amarras y se apartaba del muelle impulsado por las pértigas.
—¿Crees que Rigg estará bien allí dentro? —preguntó Hogaza.
Al volverse, Umbo se encontró con que el hombretón había subido a la cubierta del pasaje.
Pero también lo había hecho el oficial que se había encargado de su arresto. Al ver que Umbo y Hogaza lo observaban con mirada penetrante, esbozó una sonrisa ligeramente maliciosa y dijo:
—Puede que el general haya olvidado que sois prisioneros, pero yo no.
Umbo ignoró su presencia. El método de Rigg, no decir nada y actuar como si nada se hubiera dicho, parecía el mejor.
—Estoy practicando —le dijo a Hogaza con un tono deliberadamente alto para que el oficial pudiera oírlo—. Pero ni siquiera sé si es posible lo que quiero hacer. Hay cosas que puedes hacer por otros pero que no puedes hacerte a ti mismo.
—Como las cosquillas —dijo Hogaza.
—Exacto —respondió Umbo.
—¿A qué os referís con eso? —inquirió el oficial.
—¿Con qué? —preguntó Umbo.
—Con lo de las «cosquillas». ¿Estáis hablando en clave, o algo así?
Hogaza se volvió hacia él.
—El hecho de que no entiendas algo no significa que tengas derecho a andar incordiando a los adultos para que te lo expliquen todo. Tendrías que haber hecho todo el viaje con nosotros y no nos gustas lo suficiente como para perder el tiempo necesario explicándote todos los detalles.
La sonrisa maliciosa reapareció.
—El general no estará siempre aquí —dijo el oficial—. Entonces ya veremos si os gusto. —Se dirigió a la escalerilla y bajó a la cubierta de carga.
En cuanto estuvieron solos, Hogaza fue al grano.
—Me alegro de que estés haciendo progresos, aunque tampoco me preocuparía si no fuese así. Una cosa está clara: puedes aprender a hacerlo, porque ya lo has hecho. O lo harás.
—Eso es muy fácil de decir cuando no tienes que hacerlo tú.
—En efecto —dijo Hogaza—. Y ahora baja, coge lo que quieras llevarte contigo, asegúralo bien para que no se caiga al agua y vuelve aquí de inmediato.
—¿Para qué? —preguntó Umbo.
—¿Es que eres tonto? —preguntó Hogaza—. ¿Dónde estaba tu futuro yo cuando os dejó a Rigg y a ti esos incomprensibles e inútiles mensajes?
—Yo estaba en la cama, en la posada, y Rigg allí al lado del carruaje, mientras tú ya estabas dirigiéndote hacia la torre.
—En ese caso, salvo que también seas capaz de moverte en el espacio, no podemos alejarnos de O. ¿No tienes que estar en el punto exacto para hablar con alguien del pasado?
Umbo asintió.
—Tengo que quedarme aquí. En O.
—Demasiado tarde —dijo Hogaza—. Ya no estamos en O. Pero no pasa nada, tendremos que ocultarnos algún tiempo al escapar del barco. En O nos conocen demasiado bien y podrían capturarnos de nuevo. Ahora ve a buscar lo que necesites y luego vuelve aquí.
Umbo bajó corriendo la escalerilla y fue a buscar su equipaje. Pero no lo abrió. Contenía un montón de ropa nueva y elegante, pero ¿cómo iba a explicar que llevaba una muda a la cubierta del pasaje? No, realmente sólo necesitaba una cosa… y esa cosa estaba en la cocina.
Al entrar, el cocinero comenzó a vociferar.
—No tengo tiempo que perder contigo ahora y si vienes a robar algo, te prevengo: las gachas no están aún y si las pruebas, tienes muchas probabilidades de acabar enfermo, así que tú verás.
—Vengo a buscar algo que me he olvidado mientras pelaba los nabos —dijo Umbo.
—Pues cógelo y largo —dijo el cocinero.
El cuchillo seguía allí, en la misma bolsa de fino cuero que Rigg, en sus tiempos de bonanza, había comprado para guardarlo. Umbo se quedó allí el tiempo suficiente para anudar los cordeles de la bolsa alrededor de su cintura y dejarlo colgado por dentro de una de las perneras. Era bastante incómodo, pero por el momento no se le ocurría un sitio mejor para ocultarlo.
En la cubierta de pasajeros, Hogaza estaba hablando de nuevo con el oficial.
—El general ha dicho que somos libres para movernos por la nave —decía en aquel momento—. Así que si el muchacho y yo vamos juntos o nos separamos, no es asunto tuyo. Si el general hubiera querido que estuviéramos todos juntos, nos habría metido en el camarote del capitán, con Rigg.
Rigg. ¡Iban a abandonar a Rigg!
Pero Umbo sabía que no tenían alternativa. Rigg iba río abajo y no había forma de impedir eso sin que muriera alguien. Y aun así, seguramente fracasarían. Umbo tenía que quedarse en O porque allí era donde tenía que estar para advertirles, como ya había hecho. Hogaza tenía que quedarse en O porque allí era donde había escondido el dinero y las gemas. Rigg lo entendería.
—¿Lo has encontrado? —preguntó Hogaza.
Umbo asintió.
—¿El qué? —exigió saber el oficial.
—La espada de tu padre, en la caja donde la guardaba tu madre —dijo Hogaza.
El oficial palideció de rabia, pero luego se aplacó. Estaba excediéndose en su autoridad y lo sabía, y no quería tener que rendir cuentas ante el general por haber castigado a los prisioneros por incumplir una norma que él no había impuesto.
Hogaza le dio ostentosamente la espalda y llevó a Umbo hasta la barandilla del borde de la cubierta superior. Los dos contemplaron el río.
—Éste podría ser un buen momento para demostrar que sabes nadar —dijo Hogaza.
El río era mucho más ancho que en Vado Otoño. Umbo nunca había recorrido una distancia tan grande a nado.
—¿No podríamos coger uno de los botes?
—¿Puedes ganar la ribera? ¿Suponiendo que nadamos aprovechando la corriente y terminamos río abajo?
—Supongo que sí que sabes nadar. Porque no pretenderás que cargue contigo, ¿verdad?
—Si lo intentas con ganas —dijo Hogaza, sonriendo—, tal vez no mueras.
—¿Tal vez?
—Un viejo dicho de mi pueblo, olvídalo. Lo que tienes que hacer, cuando estés en el agua, es nadar por debajo del barco y salir por el otro lado, donde no nos estarán buscando.
—¿Y no quieres que pesque algunas ostras, ya que estoy allí?
—Si no puedes aguantar la respiración el tiempo suficiente, morirás. Pero si no pasas bajo la quilla del barco, te coserán a ballestazos al salir.
Umbo echó a andar hacia la escalera. Al instante, el oficial se movió hacia ellos.
—Vuelve aquí —dijo Hogaza en voz alta. Umbo lo hizo.
El oficial volvió a la barandilla contraria.
—Desde aquí —susurró Hogaza.
Umbo miró hacia abajo.
—No mires —dijo Hogaza.
—¿Y si no consigo saltar limpiamente? —preguntó Umbo—. ¿Y si choco con la barandilla de la cubierta inferior, me parto una pierna y luego, al caer al agua, me ahogo?
—Ya he pensado en eso —dijo Hogaza.
Y sin decir otra palabra, agarró a Umbo por el cuello de la camisa y el cinturón y lo arrojó por encima de la barandilla con tanta fuerza que cayó mucho más allá de la cubierta inferior.
Apenas pudo ver lo que había a su alrededor. Los gritos se alzaron al instante en la cubierta y cuando emergió del agua a respirar por primera vez, Umbo vio que otro cuerpo era catapultado hacia el agua… y comprobó con sorpresa que se trataba del oficial, que comenzaba a chapotear y a tragar agua pidiendo ayuda.
Umbo barajó por un instante la idea de acudir a socorrerlo, pero al fin decidió que no era asunto suyo. Lo que hizo fue obedecer las instrucciones de Hogaza y sumergirse bajo el barco. Más que oírlo, sintió el estruendo provocado por la llegada de Hogaza al agua. Pero a esas alturas se encontraba en la oscuridad que reinaba junto a la quilla. No veía nada en las turbias aguas del río y sentía un miedo atroz a que, al salir a respirar, su cabeza chocara contra el casco por no haber nadado lo suficiente, eso sería su fin… así que siguió buceando hasta sentir que los pulmones le iban a reventar.
Cuando finalmente emergió, la corriente había alejado bastante el barco y toda la tripulación se encontraba en la otra borda, ocupada en sacar al oficial del agua.
Momentos después, la cabeza de Hogaza apareció unos diez metros río abajo. Umbo no era tan tonto como para agitar los brazos o decir algo a modo de saludo. Desde el barco podían ver cualquier movimiento u oír cualquier ruido. El sonido hacía cosas extrañas al desplazarse por el agua. Así que se dejó llevar por la corriente mientras Hogaza nadaba para mantenerse estático y al cabo de unos momentos estaban lo bastante cerca como para hablar entre susurros.
Sin embargo, no había mucho que decir, salvo:
—Esperemos a que estén más lejos.
Lo más importante no lo dijeron. Umbo esperaba con todo su corazón que Rigg entendiera por qué habían saltado del barco. Aunque, técnicamente, no era saltar lo que había hecho.
Al cabo de un rato, cuando pensaron que el barco ya se había alejado lo bastante, Hogaza comenzó a nadar en diagonal hacia la ribera y Umbo hizo lo propio, aunque sin molestarse por mantener el ritmo de las largas y fuertes brazadas de su compañero.
No tenía prisa por llegar a la costa. Nadar era algo que sabía hacer. Cuando ganara la ribera, tendría que averiguar cómo retroceder en el tiempo.
CIUDADANO
Transcurrió una semana antes de que los ordenadores terminaran sus diecinueve cálculos y el prescindible pudiera decir:
—Los ordenadores han calculado un sistema de leyes físicas bajo el que dos transiciones por el pliegue utilizarían la misma energía.
—¿Y ese sistema de leyes físicas guarda algún parecido con el funcionamiento constatado del universo real? —preguntó Ram.
—No —respondió el prescindible.
—Pídeles a los ordenadores que vuelvan a calcular la transición por el pliegue una y otra vez, primero hacia el pasado y luego en sentido contrario, hasta que den con un modo de equilibrar el gasto de energía sin quebrantar ninguna de las leyes conocidas de la física.