Pathfinder (23 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—Bueno, pues he notificado a las autoridades de Aressa Sessamo que un muchacho que aseguraba ser el fallecido príncipe y que tenía una joya muy antigua…

¿«Rigg Sessamekesh» era el nombre de un príncipe muerto? Rigg nunca lo había oído. Pero claro, el Consejo de la Revolución había prohibido mencionar los nombres de los miembros de la realeza. Y no es que a la gente de Vado Otoño le preocupase mucho una ley así, emitida por un gobierno tan lejano. Simplemente, le importaban un pimiento los miembros de la realeza, y también el consejo, a decir verdad. De modo que, hasta aquel mismo momento, Rigg no tenía la menor idea de que el nombre que Padre había escrito en el papel significara otra cosa que Rigg.

—Todavía queda un asunto pendiente —dijo el oficial, que no era general—. Dijiste que había un hombre.

—Un gigantón, el dueño de una posada ribereña, lo llaman Hogaza —dijo Tonelero.

—¿Y este chico?

—Es como su mascota. No sé de qué le sirve, es el privo más ignorante de todos ellos.

Umbo no pudo impedir que se le pusiera toda la cara colorada.

El oficial se rió entre dientes.

—Parece que no le gusta lo que has dicho.

—He dicho que era ignorante, no sordo —dijo Tonelero.

—Veo que no estás negando nada —dijo el oficial a Rigg.

Rigg volvió la mirada hacia él durante un momento largo, y luego continuó mirando al general. Umbo sintió deseos de echarse a reír a carcajadas. Con esa simple mirada, Rigg había dicho al oficial que era un gusano, indigno de hablar con él, con tanta claridad como si lo hubiera expresado con palabras. Y todo ello sin que su expresión cambiase un ápice.

Obedeciendo a un impulso, Umbo comenzó a echar su red de tiempo acelerado alrededor de Rigg.

Pero éste se volvió hacia él y dijo:

—No.

Umbo se detuvo.

—¿No qué? —inquirió el oficial.

Rigg no dijo nada.

El oficial se volvió hacia Umbo.

—¿Qué te ha dicho que no hagas?

Umbo se encogió de hombros.

El oficial lo cogió por ellos con dolorosa brusquedad, como si quisiera perforarle los músculos con los pulgares.

—¿Qué te ha dicho que no hagas, muchacho?

—Estaba pensando en echar a correr —dijo Rigg.

—Ah, ¿le lees la mente? —dijo el oficial.

Uno de los guardias de la torre se les acercó con cautela.

—Si ya los habéis encontrado, ¿podéis dejar que la gente salga de la torre?

El oficial se volvió hacia él y le espetó:

—¡No molestes!

El general, ignorando a su propio subordinado se volvió hacia el guardia.

—No hay razón para seguir bloqueando la entrada. Gracias por ayudarnos.

Nada en la actitud del oficial revelaba que su superior acabara de contradecirlo.

El guardián de la torre hizo una profunda reverencia.

—Gracias, excelencia.

—En el Ejército Popular no existen las «excelencias» —repuso el oficial.

—Por triste que pueda parecer —dijo el general—, es cierto. Buen guardia, si no te importa, ¿podrías enviar un hombre o dos a la torre a buscar a un sujeto alto y con aspecto de soldado veterano? Antes estaba con estos dos muchachos y al ver a Tonelero ha vuelto hacia el interior de la torre fingiendo que buscaba algo.

Umbo estaba impresionado. Puede que los generales llegaran a generales porque eran más listos que los demás, o al menos más observadores.

Claro que el general parecía comportarse, mover la cabeza y hablar exactamente como lo estaba haciendo Rigg. Cuando éste le dijo que no, lo hizo con la misma autoridad tranquila que el general había mostrado con el guardia. Era una voz que esperaba ser obedecida, pero que no contenía furia ni emoción algunas, así que no provocaba resentimientos. Cuando Rigg había hablado, Umbo lo obedeció sin más, sin pensar siquiera en discutir, en dudar o incluso en titubear. ¿Cómo había aprendido Rigg a hacerlo? Nunca había estado en el Ejército. Puede que se lo hubiera enseñado su padre. Él sí que poseía dotes de mando.

Qué maravilla tenía que haber sido criarse al lado del Vagabundo. ¿Qué tendría el padre de Rigg planeado para él? No sólo las joyas, ni un nombre regio que, al parecer, pertenecía a alguien a quien se suponía muerto, sino también aquel aire de autoridad, los conocimientos sobre finanzas que poseía Rigg, su saber hacer a la hora de negociar con los adultos… Todo eso tenía que habérselo enseñado su padre.

¿Habría previsto aquel momento? ¿No lo convertía eso, la capacidad de ver el futuro, en uno de los héroes? Umbo nunca había oído hablar de un héroe dotado de tal poder, pero ése sí que sería un poderoso don de los dioses, ¿verdad? Lo único que Umbo y Rigg habían podido hacer, entre los dos, había sido tocar el pasado… y ya era un don muy raro y muy difícil de utilizar.

«Tendré que aprender a usarlo solo.»

—Me llevaré a los muchachos a su barco —dijo el general—. Esperaremos allí mientras os encargáis de aprehender a ese hombre al que llaman Hogaza.

—Es su nombre de verdad —dijo Umbo.

El general le dirigió una mirada impasible.

—No es un mote ni nada parecido —dijo Umbo—. En su pueblo nativo llaman así a la gente. Su mujer se llama Goteras. —Umbo no sabía por qué lo había asaltado de repente la necesidad de hablar, pero había sido un impulso irresistible. En aquel momento, un minúsculo vestigio de sonrisa afloró a las comisuras de los labios del general. Umbo miró a Rigg para ver si había hablado de más, pero el rostro de su amigo estaba en calma y no revelaba nada.

—Claro —dijo el general—. Wassam, el nombre del sujeto es «Hogaza», así que no hay necesidad de preguntarle por ningún otro nombre. Traédmelo sin interrogar e intacto, por favor. —Con estas palabras, el general alargó las dos manos hacia Umbo y Rigg. Sin necesidad de más explicaciones, cada uno de ellos cogió una y echaron a andar con él en dirección a la ciudad.

Les sujetaba las manos con suavidad. Pero cuando Umbo pensó —simplemente pensó— en echar a correr, pudo sentir que los dedos se tensaban como una tenaza sobre él.

«¿Podrá oír mis pensamientos?

«No —pensó Umbo—. Lo que pasa es que me habré puesto tenso cuando la idea de echar a correr ha cruzado por mis pensamientos. O puede que se haya fijado en que miraba por un momento hacia ese cañaveral.»

Tonelero seguía sus pasos.

—Va a mentiros —dijo Tonelero—. ¡No lleva dentro más que mentiras y embustes!

—No obstante —dijo el general con voz templada—, aún no me ha dicho una sola mentira.

—Eso es porque aún no ha dicho una sola palabra. ¡Ya habéis visto que no ha negado nada de lo que he dicho!

—Señor Tonelero —respondió el general con voz amable—. Simplemente no os considera digno de su atención, eso es todo.

—¡Sí! —exclamó Tonelero—. ¡A esa arrogancia me refería, precisamente!

—La misma arrogancia que cabría esperar —dijo el general— si realmente fuese un miembro de la casa real.

—Oh, bueno, seguro que sabéis que eso es completamente imposible.

—¿No invertiríais mejor vuestro tiempo, señor Tonelero, quedándoos atrás para identificar al hombre conocido como… no, al hombre llamado Hogaza?

Una vez más, había en sus palabras aquel sutil aire de autoridad que hizo que Tonelero diera media vuelta y regresara rápidamente hacia la torre, murmurando:

—Claro, tendría que haberlo pensado yo mismo.

Y entonces su voz se perdió.

Tras la desaparición de Tonelero, la actitud del general cambió.

—Bueno, mis jóvenes amigos, ¿os ha gustado la ciudad de O?

—Es muy grande —dijo Rigg.

El general se rió entre dientes.

—Sois del curso alto, claro, y seguro que ésta es la primera ciudad de verdad que veis. Pero os puedo asegurar que en la República Popular hay catorce ciudades más grandes que O. No, a pesar de su tamaño, el auténtico interés que suscita O entre los sabios se debe a su antigüedad. Las reliquias de un tiempo anterior, cuya sabiduría aún no hemos recuperado y puede que nunca lleguemos a recuperar.

—¿Os referís a la bola del mundo del interior de la torre? —repuso Rigg.

El general caminó en silencio durante unos momentos y Umbo pensó que tal vez nunca se hubiera dado cuenta de que la cosa era un mapa del mundo, a ambos lados del Muro.

—La torre entera es un milagro —dijo el general al fin—. Los nervios de piedra del interior parecen elementos estructurales, pero no lo son.

—¿No sustentan las paredes y la cúpula, entonces?

—Los pilares de piedra no están unidos de ningún modo a las paredes. Sostienen las luces y el globo, pero hubo un terremoto hace más de tres mil años y tres de los pilares se desplomaron en el interior. El gran cronista de aquella época, Alagacha, que es la forma más parecida al nombre original que podemos pronunciar en nuestra lengua, dice que al volver a levantarlos descubrieron que no estaban en contacto con las paredes. Como si la torre fuera anterior y alguien hubiera decidido luego colocar las rampas y los pilares de piedra, las luces y el globo.

Rigg no parecía impresionado.

—¿Y qué tiene eso que ver con la antigüedad de la ciudad?

—Nada en absoluto. Salvo que dice la leyenda que la torre estaba aquí antes que la ciudad de O, y antes que cualquier otra cosa.

—Luego, la torre es realmente antigua —dijo Rigg.

Y Umbo pensó: «¿Cómo pueden arrestarnos y luego hablarnos como si fuésemos niños en la escuela?»

Pero Rigg le había contado que la vida con su padre era así: siempre caminando solos y hablando de toda clase de cosas. Por lo que era posible que a él le pareciera normal. Puede que el general ya fuese como una especie de padre para él.

«Bueno, también lo es para mí. La diferencia es que para mí un padre es alguien que te castiga, sin razón alguna y sin que puedas hacer nada para impedirlo, y no alguien con quien charlas sobre Historia.»

—En todas las demás ciudades, cuando alguien excava para poner los cimientos de una construcción nueva, los peones desentierran piedras y huesos. Muros antiguos, suelos antiguos, enterramientos antiguos… Todo está construido encima de otra cosa. Vayas adonde vayas en la llanura aluvial del Stashik y por la costa, alguien ha estado allí antes, capa tras capa de edificios antiguos. Pero en O no.

—No pretenderéis decir que los edificios del puerto tienen miles de años —dijo Rigg con un resoplido—. Tan cerca del río, la madera se habría podrido hace milenios.

—Oh, no me refería a las estructuras de madera. Éstas se reconstruyen y reemplazan, en efecto. Pero los edificios de piedra y la muralla grande… son los originales. Cada mil años, más o menos, los grandes edificios llegan a un punto en el que se hace necesario reconstruirlos. Y cuando lo hacen, descubren que no hay nada debajo de sus cimientos. Cuando construyeron originalmente las murallas de la ciudad y los grandes edificios blancos, lo hicieron sobre terreno virgen. Es aquí en O donde podemos sentir nuestros once mil años de Historia.

Entonces, inesperadamente, la mano del general apretó un poco la de Umbo y éste, al levantar los ojos, se encontró con que lo estaba mirando… pero con una leve sonrisa. ¿De mofa? ¿O de simpatía?

—A tu joven amigo, maese Rigg, no parece interesarle mucho la Historia.

—Tiene un año más que yo.

Umbo esperó a que el general hiciera algún comentario sobre su estatura. Pero en su lugar, lo que el general dijo fue:

—Once mil años de Historia, eso es lo que tenemos. Para ser exactos, once mil ciento noventa y un años más once. Dicen que hay una piedra en la base de la Torre de O que, cuando la mueven durante las reparaciones, permite ver una inscripción: «Esta piedra se colocó en el año 10.999.» Está en una lengua que sólo conocen los eruditos, claro, pero eso es lo que dicen.

—¿Así que el mundo sólo tenía ciento noventa y dos años cuando colocaron las piedras de la torre? —preguntó Rigg.

El general volvió a guardar silencio durante unos instantes.

—Eso parece. Es el edificio más antiguo del mundo.

—Pues los guías de las visitas se pierden buenas propinas al no decírselo a la gente —musitó Umbo.

—Estoy seguro de que se lo dirían si lo supieran. Pero sólo a unos cuantos les interesa lo bastante el pasado lejano como para escarbar entre los antiguos archivos, aprender las lenguas muertas y luego escribir libros nuevos sobre cosas viejas, y sólo algunos de nosotros nos molestamos en leerlos. No, la única historia que interesa en estos tiempos es la que cuenta lo maravillosas que son nuestras vidas desde que la Revolución depuso a la familia real y lo codiciosos y crueles que eran los miembros de ésta cuando gobernaban el mundo dentro del Muro.

—Y lo felices que estamos todos de que haya sido así —dijo Rigg.

El general dejó de caminar.

—Estoy tratando de decidir si lo has dicho con tono sarcástico.

A lo que Rigg respondió repitiendo la misma afirmación con la misma entonación, es decir, sin ninguna entonación discernible.

—Y lo felices que estamos todos de que haya sido así.

El general se rió.

—Ahora veo a qué se refería ese ignorante banquero. Por la Estrella Inmutable, muchacho, eres como un ave que repite la misma canción una vez tras otra, sin la menor variación.

—No sé nada sobre la familia real, mi señor —dijo Rigg—. De no ser así, tal vez me habría dado cuenta de que había algo extraño en el nombre que, según dice el testamento de mi padre, me pertenece a mí también.

—Ahí estamos —dijo el general.

Umbo miró a su alrededor. No parecían estar en ningún sitio especial.

—No lo decía en sentido literal, mi joven amigo —dijo el general a Umbo—. Lo que quería decir es que ése es el quid de la cuestión. Por eso me han enviado a arrestar a maese Rigg y a llevarlo a Aressa Sessamo. Sí, tenía la piedra preciosa y cuando ese necio trató de venderla, lo único que consiguió fue alertar al Consejo de la Revolución. ¿De verdad creía que se podía vender una reliquia real sin llamar la atención de gente poderosa? ¿Lo creías tú?

—Sí, señor —dijo Rigg—. Así es, en efecto. A mí me parecía una piedra que debía de tener gran valor. Pero no esperaba la respuesta de Tonelero al enterarse de que era una joya muy antigua. Ni tampoco las sumas exorbitantes de las que habló inmediatamente. Mi padre la dejó al cuidado de una amiga para que ella me la entregara en caso de que muriera. Y murió. La amiga me la entregó y aquí estamos.

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