Pathfinder (50 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—O sea, que es todo una farsa.

—La farsa es una de las herramientas del gobierno, como los asesinos en la sombra —dijo Hogaza—. O los soldados a plena luz del día.

En lugar de volver a los barrios más seguros —más seguros para la gente pobre— Hogaza se adentró en calles cada vez más opulentas. Las casas pasaron a ser tan anchas como diez de los edificios de la zona modesta de la ciudad, y a perder todas las ventanas en los muros exteriores, salvo quizá en el tercer piso.

—¿Viven en la oscuridad? —preguntó Umbo.

—Todas tienen grandes patios interiores y sus ventanas miran hacia sus jardines privados. Son como castillos en miniatura.

—A mí no me parecen tan pequeñas —dijo Umbo.

—Eso es porque nunca has visto un castillo.

—¿Y en cada una de ellas vive una sola familia? —preguntó el muchacho.

—Una familia, más sus criados, guardias e invitados y sus animales. Cada una de ellas alberga tanta gente como un pueblecillo.

—A un ladrón no le sería fácil subir a su mozo de tejado a esa ventana —dijo Umbo.

—Aun así —respondió Hogaza—, ten la prudencia de no dejarte ver mirándola con tanto descaro.

De repente, el camino desembocó en un parque con amplias extensiones de césped, lechos de flores y matorrales, con algún que otro árbol aquí y allá. Hasta el canal de desagüe que mantenía seca la zona elevada estaba bordeado de hierba. Varios edificios de gran tamaño —con no más de tres pisos, pero muy anchos y de muy bella factura, con fachadas de piedra blanca y brillante— se levantaban, separados por generosas distancias.

—Aquí está —dijo Hogaza—. La Gran Biblioteca de Aressa Sessamo.

—¿Cuál de los edificios es?

—Todos ellos —dijo Hogaza—. Si fuera un solo edificio, no sería tan grande, ¿no te parece?

—¿Vamos a entrar?

—¿Estás de broma? —preguntó Hogaza—. ¿Tenemos aspecto de sabios? Nos meterían en un manicomio.

—¡Yo sé leer!

—¿Y cuánto hace que no te bañas? —preguntó Hogaza—. No, he pensado que si Rigg tiene alguna libertad de movimiento, tratará de venir aquí para buscar información sobre su don o para leer sobre la historia de la familia real o sobre política contemporánea… y si pasamos por aquí, aumentarán las probabilidades de que se fije en nuestros rastros.

—¿Crees que llegaremos a algún sitio donde pueda mear dentro de poco? —preguntó Umbo.

—Oh, puedes hacerlo ahí —dijo Hogaza—. Contra cualquiera de esas paredes.

—¿En las casas de los ricos?

—En un muro. De todos modos los blanquean cada seis meses. —Y como si Umbo le hubiera dado una idea excelente, comenzó a regar generosamente la base de un muro de estuco.

Umbo se fijó entonces en que había docenas de manchas amarillas por allí.

—Pensaba que Aressa Sessamo sería un lugar más civilizado —dijo Umbo—. En Vado Otoño…

—En Vado Otoño, al igual que en El Atraque de Goteras, es muy fácil encontrar un arbusto o un lugar discreto, así que la gente puede permitirse el lujo de mostrarse escrupulosa con sus funciones corporales. Pero esta ciudad es una ciénaga. Aquí cada palmo de terreno seco tiene valor y no van a derrocharlo levantando urinarios públicos.

Umbo se preguntó lo que harían las mujeres. Estaba bastante seguro de que no utilizarían las paredes, pero prefería no hablar del tema con Hogaza, que lo aprovecharía para encadenar una serie de bromas a sus expensas y mortificarlo, no tanto porque le gustaran mucho como por su crudeza.

—La única razón por la que el sistema funciona —dijo Hogaza— es que todo el mundo finge que no ve lo que pasa. No miras al pasar, no te quedas mirando, no hablas sobre ello e incluso intentas no verlo.

—De momento Aressa Sessamo no me impresiona nada —dijo Umbo mientras volvía a mirar el patrón formado por las manchas de orina sobre el muro. Y el hecho de que él estuviera dejando también la suya no restaba un ápice de intensidad a su desdén.

—Aquí estamos, de espaldas a la mayor biblioteca del mundo —dijo Hogaza.

—Pero no nos van a dejar entrar, así que, ¿qué más me da? —preguntó Umbo. Terminado su trabajo, volvió a ajustarse la ropa.

—Bueno, si quieres entrar, podríamos comprar la indumentaria adecuada —dijo Hogaza—. Pero también tendremos que alojarnos en otra parte de la ciudad, una zona en la que estaremos sometidos a la vigilancia de la guardia y los espías del gobierno.

—Yo pensaba que la guardia se dedicaba a vigilar a los pobres, principalmente.

—¿Por qué?

—Porque los criminales suelen estar entre ellos.

—Si te refieres a los mendigos y a los rateros, sí, pero a la guardia no le interesan demasiado mientras no haya una revuelta. Mientras se limiten a robar a los campesinos, peones y mercaderes, la guardia no se mete con ellos. Pero si tienes dinero suficiente para comprar ropa elegante y pagarte un alojamiento lujoso, podrías sentir la tentación de timar a los ricos, tratar de colarte en su sociedad, espiar a los poderosos o gastar tu dinero sin asegurarte de que una parte de él termina en los bolsillos apropiados. Y eso sí que les importa, ¿entiendes?

—Entonces mejor que no nos acerquemos a la biblioteca. Prefiero seguir siendo invisible —dijo Umbo.

—Cuanto más tiempo pasas conmigo, más cerca estás de convertirte en una persona inteligente.

Hogaza se dedicó entonces a contemplar boquiabierto los jardines y los edificios de la biblioteca y a señalarle las cosas a Umbo, sin hacer el menor intento de entrar en sus recintos ni permanecer demasiado tiempo en un mismo sitio. Luego se dirigieron hacia el sur y, al poco tiempo, los ruidos y los olores les indicaron que estaban acercándose al río, a la parte de la ciudad en la que volverían a pasar inadvertidos. De camino allí volvieron a cruzarse con un miembro de la guardia y Hogaza, una vez más, aprovechó la ocasión para acercarse a él y hacerle una pregunta estúpida.

—¿Alguno de esos edificios blancos tan elegantes era el palacio real?

Esta vez, el guardia sí que sonrió, aunque con una sonrisa desdeñosa y sarcástica.

—Es la biblioteca —dijo—. Ya no existe una familia real. Por si no te has enterado, hubo una revolución.

—Ah —dijo Umbo con su mejor voz de privo despistado—. ¿Finalmente el Consejo los ha ejecutado?

Hogaza lo fulminó con la mirada… y esta vez no era por su papel de padre impaciente.

—¿Vas a hacerle perder el tiempo a este soldado con tus estúpidas preguntas? —le soltó. Y luego propinó un golpe al muchacho en la cabeza, un movimiento que habían practicado para que Umbo girara y agachara la cabeza para absorber la mayor parte del impacto al tiempo que daba la impresión de que Hogaza le había dado con fuerza.

—Seguid vuestro camino —dijo el guardia.

Hogaza se llevó a Umbo a rastras hasta la zona mugrienta, bulliciosa, ruidosa, animada, violenta y feliz de Aressa Sessamo: el lugar en el que vivía la gente de verdad.

Encontraron una taberna que parecía el clásico establecimiento que alquilaba habitaciones. Allí no podrían alojarse en un encantador albergue a las afueras, como en O, porque las afueras de Aressa Sessamo estaban demasiado lejos del centro de la ciudad. El edificio de la hospedería con taberna no era más grande que cualquiera de las casas opulentas de tres pisos por las que acababan de pasar, pero de algún modo había conseguido encajar cinco pisos en la misma altura, cada uno de los cuales sobresalía hacia los lados unos palmos más que el inferior.

—¿Crees que llamaremos mucho la atención si pago un poco más para que nos den una habitación del tercer piso?

Umbo, pensando en las escaleras que tendrían que subir, dijo:

—¿Por qué no en el segundo?

—Hasta el segundo todavía llega el olor de la calle.

—Haz lo que te parezca mejor —dijo el muchacho—. Yo nunca he estado aquí.

El tabernero era un hombre alegre, aunque cuando Hogaza mencionó que también él regentaba una posada río arriba, no pareció importarle un comino.

—Esos ribereños son gentuza —dijo—. No les dejo entrar en mi casa.

—Entonces es una suerte que nosotros no seamos ribereños —dijo Hogaza—. Ya veo suficientes río arriba. Hemos venido a la ciudad a pie.

Pagaron por una habitación dos pisos más arriba, con un extra por un baño. El tabernero los miró de arriba abajo y, con expresión irónica, dijo:

—Será mejor que paguéis por dos, si no queréis que el segundo se dé un baño de lodo.

Hogaza se echó a reír y asintió.

—La comida huele bien —dijo.

—Cuando os hayáis bañado, podréis entrar al comedor —les informó el tabernero—. O, si queréis comer ahora, os serviré en el salón. Aunque habrá protestas.

—Bueno, hijo, ¿qué me dices? —preguntó Hogaza.

—Yo tengo hambre ya, señor —dijo Umbo.

—Pues al salón, entonces, por hoy —concluyó Hogaza—. Mañana cenaremos en el comedor.

—Le diré a la chica que lleve vuestro… equipaje a la habitación.

La chica era una niña de doce años de mirada insolente. Hogaza le arrojó un cheb y ella respondió con una sonrisilla.

—Si pensáis que con una propina tan generosa os dejaré meterme mano por debajo del vestido, estáis muy equivocado.

—Lo que espero por un cheb es que nuestras cosas lleguen al cuarto sanas y salvas, y que no te importe demasiado lo sucias que están tras el viaje. Pero si prefieres medio suerto en lugar de una reina, por mí encantado.

Como respuesta, la chica se guardó el cheb en un bolsillo del delantal, agarró los dos morrales y, con los brazos estirados para que no le rozaran el cuerpo, echó a andar escaleras arriba.

Umbo siguió a su olfato y sus oídos hasta el abarrotado salón. A aquella hora, mientras oscurecía, comenzaban a cenar los primeros comensales y estaba claro que el lugar servía una comida lo bastante buena —o al menos lo bastante barata— para atraer a muchos clientes. Y no se trataba de una parroquia de mala catadura: en algunas de las mesas se veían familias con niños. Ni siquiera los borrachos de nariz colorada parecían demasiado escandalosos o maleducados, y el ruido reinante era más de animación que de alboroto.

La comida, cuando llegó, tenía aromas a los que Umbo no estaba acostumbrado, pero aun así era sabrosa y abundante.

—Aressa Sessamo no destaca por su arquitectura —dijo Hogaza, mientras chasqueaba los labios después de tragarse una bolita de pescado empanado especialmente picante—, pero su cocina no tiene igual en todo el cercado.

—Ahora entiendo por qué está abarrotado este sitio —dijo Umbo.

—En Aressa, los plebeyos comen como reyes —dijo Hogaza.

Por desgracia, lo dijo en voz lo bastante alta para que lo oyera uno de los bebedores.

—¡Ya les gustaría a los reyes comer como los plebeyos! —proclamó.

Muchas miradas se volvieron hacia él. Su tono era beligerante. Al parecer, la realeza no contaba por allí con muchas simpatías.

Hogaza se limitó a sonreír y dijo:

—¡Bien dicho, señor!

—Y ahora encima nos salen con ese bastardo que dice ser uno de ellos —continuó el borracho.

Umbo miró a Hogaza y sonrió. Rigg seguía vivo.

—¿Qué pensáis que pretenden? —dijo el borracho—. ¡Restaurar la monarquía, para que puedan reclutar a nuestros hijos y mandarlos a hacer más guerras! ¡Quitarnos la comida de la boca y el dinero de los bolsillos con sus impuestos!

Hogaza sonrió aún más, pero Umbo reconoció en su expresión el peligro de una disputa inminente. Hasta podía adivinar lo que se disponía a decir Hogaza: «O sea, que ahora no pagáis impuestos, ¿verdad? Y el Consejo de la Revolución no tiene Ejército.»

En ese mismo momento, Umbo oyó una voz que procedía de debajo de la mesa y sintió una mano sobre su rodilla.

—¡No lo digas! —dijo la voz con un fuerte susurro.

Umbo tuvo el tiempo justo de bajar la mirada antes de que el propietario de la voz desapareciera. Pero durante el instante en el que lo vio, se reconoció a sí mismo, vestido exactamente igual que lo estaba en aquel momento, sólo que con la ropa hecha jirones, un ojo ennegrecido y un labio hinchado.

Umbo levantó la mirada hacia Hogaza y vio que también él había recibido el mensaje. De hecho, el mensaje estaba dirigido a Hogaza. Se volvió hacia el muchacho con expresión de perplejidad.

—Sólo iba a decir…

Umbo abrió los ojos de par en par y separó ligeramente las manos de la mesa, para indicarle con gestos que no dijera nada. Si una versión futura de sí mismo había decidido que era necesario viajar hacia atrás en el tiempo para decirle a Hogaza que mantuviera el pico cerrado y éste, aun así, se empeñaba en decir en voz alta lo que acababan de decirle que no dijera, es que era seis veces más estúpido de lo que parecía.

Pero a esas alturas el borracho había reparado en el titubeo de Hogaza.

—¿Es que acaso te gustan los niños de la realeza? —preguntó—. ¿Querrías tener un niño rey? Con Hagia, la no-reina, ya tenemos realeza suficiente, y sólo para los nostálgicos. No hace daño a nadie y no tiene ambición. Pero ese niño… ¡Habrá echado mano a nuestros bolsillos y a las faldas de nuestras mujeres cuando queramos darnos cuenta!

Se había puesto en pie y algunos de los demás parroquianos lo estaban imitando.

—¡Soy el ciudadanos más leal que se pueda encontrar! —exclamó el borracho—. ¡Pero por el codo izquierdo de Ram que no permitiré que nadie defienda a ese tal Rigg!

—¡Si por mí fuera lo haría azotar! —gritó Hogaza mientras se ponía en pie con otra bolita de pescado entre los dedos, que levantó para que todos pudieran verla. —. Soy partidario de mantener a la reina, como tú, amigo mío, mientras el Consejo de la Revolución lo considere conveniente. Pero ahora mismo lo que tengo es hambre, más que nada, así que yo digo: «¡Arriba las bolitas de pescado!»

El borracho beligerante, junto con otros que también se habían levantado con él, alzaron las copas solemnemente, mientras algunos de los demás clientes se reían y unos cuantos aplaudían. Momentos después volvía a reinar la calma en el salón.

Una vez terminada la cena, cuando la chica vino a llevarse los platos y las jarras, se inclinó en dirección a Hogaza y susurró:

—Bien hecho, señor. El patrón tendría que haberos advertido de que éste es un local de la reina la mayoría de las noches.

—Deberíais anunciarlo en un cartel —murmuró Hogaza.

—¿Y que la policía nos arreste por monárquicos? No, gracias —dijo la muchacha—. Pero habéis mantenido la paz, señor, y os estoy agradecida.

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