Pathfinder (52 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—Que es exactamente lo que una forma de vida suficientemente superior podría hacer algún día con la Tierra —dijo el prescindible—, lo que justificaría la expansión de la raza humana a otros mundos para garantizar que la extinción en uno de ellos no represente una extinción total. Allí donde puede existir la vida, ya existe. Nunca encontraremos un planeta habitable que no esté habitado. Pero si te sirve de algún consuelo en ese estado de ánimo sentimental y melancólico en el que te encuentras, debo recordarte que la vida está constantemente desplazando a otra vida. Todas las especies nuevas desplazan a las que no pueden competir con ellas. No vamos a hacerles nada a las formas de vida de este mundo que no se hubieran hecho ellas a sí mismas, más tarde o más temprano.

—No sabía que las justificaciones vacías formaran parte de vuestra programación —dijo Ram.

—No seríamos compañeros apropiados para los humanos sin ellas.

A Rigg le vigilaba con un solo guardia, aunque se trataba de un hombre de aspecto atlético que apenas le dirigía la palabra y se comportaba siempre como si hubiera querido que Rigg tratara de echar a correr, porque sería divertido atraparlo. Una mañana, al salir por la puerta de la casa de Flacommo, Rigg le dijo:

—Creo que tengo que ir a la Biblioteca de la Vida.

—Ése no era el campo de investigación de tu padre —dijo el guardia.

—Pues entonces es una suerte que no sea mi padre el que va a visitarla —dijo Rigg con tono alegre—. La decisión de conocer las investigaciones de mi padre fue mía. No se establecieron restricciones en mi acceso a las bibliotecas.

El guardia lo miró un momento como si no tuviera la intención de creer una sola de sus palabras, pero entonces debió calcular el tiempo que le llevaría comprobarlo para, al final, descubrir que le había dicho la verdad.

—Si te echan de allí, luego no me culpes a mí —dijo.

—¿Podemos ir corriendo? Juntos, digo. No he hecho nada de ejercicio desde que llegué a Aressa Sessamo y mis piernas se mueren por ejercitarse.

—No —dijo el guardia.

—No puedo ganarte corriendo… por eso eres el primer guardia al que le pido que me deje hacerlo. Mírate. Por muy rápido que corriera, me pillarías en tres zancadas. Y tiene que gustarte correr, o no tendrías ese cuerpo.

El rostro del guardia expuso el escepticismo que le inspiraban las adulaciones de Rigg, pero lo estaba escuchando y, al parecer, lo que le había dicho tenía sentido para él.

—Quédate en todo momento delante de mí —dijo.

—Serás tú el que deba permanecer detrás de mí. Estoy desentrenado. Ahora mismo no conozco a nadie que no me venciera en una carrera.

Así que corrieron juntos a la Biblioteca de la Vida, Rigg delante y el guardia justo detrás, a su lado, siempre lo bastante cerca como para estirar una mano y agarrarlo del pelo. Al llegar, Rigg respiraba entrecortadamente, mientras que al otro ni siquiera se le había acelerado la respiración. «No debería haberme abandonado así —pensó Rigg—. ¿Y si tengo que escapar corriendo?

»Pero no huiré sin Param, pase lo que pase. En todos los años de vida cómoda que ha llevado, siempre entre cuatro paredes, Param nunca ha tenido que cultivar la resistencia ni la velocidad. Es muy flaca y no tiene músculos. Por muy lento que me haya vuelto yo, siempre seré más veloz que ella. Eso es lo que pasa cuando eres prisionero, por muchos lujos que te rodeen. Tu cuerpo se vuelve blando y débil, así que aunque logres escapar, eres fácil de atrapar.»

Ya en la Biblioteca de la Vida, se acercó al mostrador principal y preguntó a la bibliotecaria que estaba de guardia:

—¿Está Bleht hoy aquí?

—¿Quién?

—Bleht. Es microbióloga.

—Ya sé quién es Bleht —dijo la bibliotecaria—. Lo que querría saber es quién eres tú.

—Me llamo Rigg Sessamekesh.

La bibliotecaria miró un momento al guardia que Rigg tenía detrás. Éste debió asentir, porque el rostro de la mujer enrojeció ligeramente.

—Por supuesto —dijo con modales obsequiosos mientras se levantaba de la mesa e iba en busca de la gran microbióloga.

—Nunca dejará de sorprenderme —murmuró Rigg al guardia— que la gente siga reaccionando ante mi nombre, como si aún significara algo.

—Significa muchas cosas para mucha gente —respondió el guardia.

—¿Y para ti? —preguntó Rigg.

—Que tengo que procurar que no se te acerque nadie que quiera matarte.

—¿Y si la persona que quisiera matarme fueras tú? —preguntó Rigg.

—Eres un muchacho extraño —dijo el guardia—. Pero también lo era tu padre y era un buen hombre.

Sólo entonces examinó Rigg los rastros para ver si alguien había coincidido con Knosso en aquella biblioteca con alguna regularidad y, en efecto, allí estaba el del guardia, aunque por aquel entonces era poco mayor que el propio Rigg.

—Lo conocías —dijo.

—Lo acompañaba a la biblioteca —dijo el guardia—. Y lo ayudé a subir al bote en su último viaje.

—¿Viste las manos de las criaturas que lo agarraron y lo hundieron?

—No tenía telescopio. Vi que algo tiraba de él desde la borda. Parecían unos brazos, más que unos tentáculos o unas mandíbulas.

—¿Cómo era mi padre? —preguntó Rigg.

—Como tú —dijo el guardia.

—¿Cómo te llamas?

—Cuando vigilo a un prisionero, no tengo nombre.

—¿Y cuando estás en casa? ¿Cómo te llamas entonces?

—Mi señora me llama varias cosas.

—¿Por qué no me lo quieres decir?

El guardia se rió.

—Olivenko —dijo—. Como mi padre.

—¿Estabas presente cuando mi padre descubrió la información que lo llevó a pensar que podía cruzar el Muro estando inconsciente?

—Sí —respondió el guardia.

—¿Qué estaba estudiando en aquel momento? —preguntó Rigg.

—Nada —dijo Olivenko—. Ni siquiera nos encontrábamos en la biblioteca.

Rigg suspiró.

—Así que la idea surgió de la nada.

—Eso creo.

—Su investigación fue una pérdida de tiempo. No lo llevó a ninguna parte.

—Me dijo que le mostró todos los caminos que no lo llevarían a donde quería ir.

Rigg sintió deseos de preguntarle por qué no se había molestado en contárselo hasta entonces. Pero fueran cuales fuesen las razones, a Olivenko no le gustaría tener que ponerse a la defensiva y Rigg no quería ganarse su enemistad. Hasta aquel momento, había supuesto que se trataba de uno de los hombres que despreciaban a la familia real. A fin de cuentas, ¿no era lógico que el Consejo de la Revolución escogiera hombres así para encargarse de custodiarlo?

Pero Olivenko había conocido al padre de Rigg y al parecer, había sentido simpatía por él. Puede que ahora se mostrase un poco huraño porque no le gustaba Rigg, simplemente. Eso explicaría también que no le hubiera contado hasta aquel momento que sabía que Knosso no había encontrado las respuestas que buscaba en sus investigaciones. Aunque si se lo preguntaba, seguro que le diría: «No me lo preguntasteis.»

—Así que arriesgó la vida —dijo Rigg— por una suposición.

—Eso mismo le dije yo —dijo Olivenko.

—¿Y qué respondió?

—«Cada día arriesgamos la vida mil veces por mil suposiciones distintas.»

—Sólo que mi padre la perdió.

Olivenko asintió. Rigg notó un leve incremento de la tensión en la actitud del hombre.

—No te gusta que lo llame «padre» —dijo Rigg.

—Llámalo como te parezca —dijo Olivenko. Pero se volvió más frío y retraído aún.

—¿Porque realmente no crees que sea su hijo?

—Te pareces a él. Tu voz es como la suya. Y tienes la misma seguridad y la misma arrogancia que él.

—No sabría decir —dijo Rigg—. Nunca creí que tuviera otro padre que el hombre que murió en el bosque el pasado otoño. Me trajeron aquí porque otras personas creyeron que podía ser el hijo de Knosso y Hagia. Era como un mosquito en este mundo, volando feliz. Pero me acerqué a la oreja de la persona equivocada y me aplastaron de un manotazo.

Olivenko no respondió nada.

—Entonces, ¿por qué no te gusta que llame «padre» a Knosso?

—¿Qué otra cosa podríais llamarle?

—He visto cómo te ponías rígido cuando lo he mencionado.

—¿Ah, sí? Pues entonces he cometido un error.

Rigg decidió tratar de atravesar sus barreras con ironía.

—¿Cuál es el castigo en el Ejército para una falta como ésa? ¿Un golpe con la parte plana de la espada? Imagínate: un soldado que demuestra una reacción humana.

—No ha sido el soldado Olivenko el que me ha decepcionado —dijo Olivenko—. Ha sido el jugador de arcillas.

Las arcillas era un juego de apuestas en el que se usaban unas cuentas que podían ser huecas, macizas o tener un agujero. Había que sacar las nueve cuentas de una bolsa, sin mirar, y dejarlas caer por un conducto de madera, por donde descendían dando vueltas a la vista de todos. El jugador podía levantar tres de ellas, pero sólo tres, para sopesarlas. Los huecos de las agujereadas se veían a veces al caer y a veces no. El jugador no debía exhibir emoción alguna al sopesarlas. Una tensión visible en el rostro era una de las peores emociones que podía manifestar un jugador.

—¿Y qué estábamos apostando? —preguntó Rigg—. He ganado… pero no había apuestas sobre la mesa.

—No has ganado nada, joven ciudadano —dijo Olivenko.

—Información, diría yo —respondió Rigg, aunque lo cierto era que si Olivenko sabía algo, Rigg no tenía idea de qué se trataba.

—No has averiguado nada, salvo que yo no debería jugar.

—Algo creo que sí sé —dijo Rigg y en aquel momento se dio cuenta de que quizá fuese cierto—. Se te ha endurecido el semblante cuando he llamado padre a Knosso. Pensé que era un enfado disimulado, pero me equivocaba. Era pena, porque tú también lo llamabas de ese modo. ¿Me equivoco?

Olivenko apartó la mirada.

—La partida es tuya, lo reconozco.

—Me sorprende que me coloquen al cuidado de un soldado que conocía y apreciaba a mi padre.

—Pocos saben que conocí a tu padre. Yo no era soldado entonces. Te he dicho que lo acompañaba a la biblioteca, pero no como guardia, sino como su joven pupilo. Le llevaba agua. Cargaba con sus libros. Lo escuchaba cuando hablaba en voz alta. Escribía lo que me dictaba y él me deletreaba las palabras difíciles. Me educó.

—Entonces sería una educación mayor a la que corresponde a un soldado.

—No tiene nada de malo que un soldado reciba una educación.

—Con ella le es más difícil aceptar órdenes de idiotas —dijo Rigg.

—Bueno, eso es cierto —dijo Olivenko—. Y explica mi falta de galones.

Rigg se disponía a pedirle que se sentaran a una mesa para que le contara todo lo que pudiera sobre su padre, pero en ese momento llegó Bleht y no tuvo más remedio que continuar con la misión que lo había llevado hasta allí.

La microbióloga parecía suspicaz y disgustada. Fuera lo que fuese lo que estaba haciendo cuando la llamaron, la interrupción no le había hecho ninguna gracia. Rigg se disculpó rápidamente y luego fue al grano.

—Creo que mi padre, Knosso, no realizó ningún gran descubrimiento sobre física antes de tratar de atravesar el Muro por mar.

—Pues salvo que creas que hizo un gran descubrimiento sobre microbiología, ignoro cómo puedo contribuir a tus investigaciones.

—Creo que mi padre había emprendido una línea de investigación completamente distinta.

—¿En el campo de la microbiología?

—En el de la Historia —dijo Rigg—. Para ser más exactos, el de los calendarios. Creo que leyó vuestro estudio sobre la dualidad de la flora y la fauna del cercado. Dos orígenes distintos para la vida del cercado. Sospecho que os escribió u os envió algún mensaje y que fuisteis varias veces a la Biblioteca de las Vidas Pasadas para veros con él. —Lo cierto es que Rigg tenía la certeza de que era así, pues había visto cómo se entrecruzaban sus rastros, pero hasta aquel momento había creído que significaba algo completamente distinto.

Bleht se sentó y dio unas palmaditas sobre el asiento contiguo.

—Ahora reconozco a tu amigo —dijo antes de volverse hacia Olivenko con expresión a la vez lúgubre y divertida—. Eras su escriba, ¿verdad? Has crecido bastante.

—El joven ciudadano Rigg ya había pedido hablar con vos antes de que le contara eso —dijo Olivenko, muy tieso.

—Pero eso no quiere decir que ya lo supiera.

—No lo sabía, pero ¿qué importa eso? —preguntó Rigg—. Quiero saber de qué hablasteis.

—Del tiempo —respondió Bleht.

—Sí —dijo Rigg—. Ceo que hablasteis del tiempo. Y del clima y todo lo demás, porque ambos os habíais vuelto hacia el pasado en busca de razones, él y vos, y él quería que compararais lo que habíais encontrado.

—Si tan listo eres —dijo Bleht—, ya sabrás lo que encontró vuestro padre.

—Sólo lo sabré si me lo decís. ¿Qué os hace pensar que ya lo sé?

—Creo que si no tuvieras una idea bastante aproximada, no habrías acudido a mí. Creo que ya lo sabes todo, pero que te divierte fingirte joven e ingenuo.

—Sólo me tropecé con ello por accidente en la Biblioteca de las Vidas Pasadas: una cronología. Estaba en una hoja de papel muy larga. O muy ancha, más bien, doblada y metida dentro de un libro escrito por un antiguo erudito de la dinastía Losse. La cronología fue objeto de tres copias, a juzgar por el número de iniciales de los copistas.

La mujer no dijo nada, lo que Rigg interpretó como que no tenía la menor intención de alentarlo. Y cuanto más profunda era esta sensación, más aumentaba su convencimiento de que podía tratarse de una vía productiva.

—La cronología comienza en el año once mil ciento noventa y uno.

—Como todas las que conocemos, basadas en nuestros calendarios —dijo Bleht—. Lo que no quiere decir que no sean ficticias.

—Pero hay una anotación al margen… escrita por el autor de la cronología y luego reproducida fielmente por los tres copistas. Dice que, con toda la certidumbre que se puede extraer contrastando todos los calendarios conocidos, la historia del hombre comenzó realmente hace once mil años… casi doscientos años después del comienzo del calendario.

—Siempre es complicado establecer con precisión las fechas de los sucesos imaginarios —replicó Bleht. Pero tampoco se levantó ni se marchó.

—Mi padre quería saber si la cronología lossena coincidía con vuestras deducciones sobre uno de los árboles de la vida.

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