Pathfinder (35 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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Pero no fue su madre la que respondió, sino un hombre.

—Es mi vida la que estás complicando, muchacho —dijo.

Rigg lo miró: era un hombre alto y corpulento, ataviado con ropa aparentemente sencilla, pero hecha con el mejor tejido y el corte más esmerado. Un atuendo destinado a transmitir al mismo tiempo sensaciones de modestia y de riqueza.

—¿Sois el bondadoso anfitrión de mi madre? —preguntó Rigg—. ¿Esta casa es vuestra?

El hombre hizo una profunda reverencia.

Había sido una deducción sencilla. Entre sus palabras y lo que le habían contado a Rigg sobre la forma de vivir de los miembros de la realeza, no podía ser nadie más. Y Rigg sospechaba otra cosa, aunque no la dijo: que aquel hombre también era un agente de confianza del Consejo de la Revolución, porque ¿cómo iban a dejar sus miembros que la realeza viviera en la casa de alguien al que no tuvieran totalmente en el bolsillo?

Como es natural, también existía la posibilidad de que sólo aparentara ser un servidor del consejo y que, en realidad, fuese un monárquico de un pelaje u otro. Como Padre le había dicho en varias ocasiones, un hombre en quien confían los dos bandos no se merece la confianza de ninguno. Si finges ser un agente doble con ambas facciones, ¿cómo puede saber cualquiera de ellas a cuál estás mintiendo? Normalmente, a ambas. Pero una cosa estaba clara: al margen de sus auténticas lealtades, el hombre no iba a ser amigo de Rigg.

—Me gustaría poder decir que puedo pagarme mi propio alojamiento —dijo Rigg—. Pero si Hagia Sessamin no se equivoca al reconocerme como hijo, todos mis bienes anteriores quedarán confiscados y no tengo otra alternativa que ponerme a vuestra merced.

—Encontrarás en mí a un auténtico amigo, igual que lo he sido para tu madre.

—Pues entonces sois un hombre en verdad valiente —dijo Rigg—, porque seguro que muchos desaprueban que ofrezcáis cobijo a la maldita familia de tiranos que oprimió al Mundo intramuros durante tantas generaciones. Y seguro que también hay muchos a los que no les agrada que aparezca un varón en la familia real cuando nadie lo estaba buscando.

Hubo varias inhalaciones bruscas entre los presentes, aunque Rigg se alegró de ver que su madre no era ninguna de las personas que revelaba sus emociones de manera tan evidente.

Se volvió hacia los demás —que, hasta donde él sabía, lo mismo podían ser criados, cortesanos, ciudadanos hostiles o miembros del Consejo de la Revolución— y dijo:

—¿Creéis que voy a fingir que no sé lo que saben todos? Antes ignoraba todas estas cosas. El hombre que me crió me mantuvo así, de modo que hasta hace pocas semanas no sospeché jamás que pudiera tener ninguna relación con la familia real. Pero muchas cosas se me han explicado desde entonces y ahora sé que mi existencia es inconveniente para todos. Incluido yo mismo.

—Inconveniente o no —dijo Madre—, tu existencia sólo me inspira dicha.

—He echado de menos una madre toda mi vida —le dijo Rigg—. Pero, criado como un buen ciudadano de la República, jamás he deseado una reina. Espero que me perdonéis si aspiro a ganarme el amor de mi madre, sin prestar atención alguna a la destronada emperatriz.

—Bien dicho —dijo su anfitrión—. Porque, por supuesto, la idea de la «realeza» no es más que una cuestión genealógica. En esta ciudad no hay una sola alma que no dé gracias por estar gobernada por el Consejo de Revolución en lugar de por la descendencia accidental de una casa particular.

La untuosa y a la par calculada retórica del hombre maravilló a Rigg. Aquella declaración de abyecta admiración al Consejo de Revolución estaba concebida como expresión de lealtad para sus amos o como una capa de mentiras bajo la que disimular sus auténticas lealtades. En cualquier caso, era tan evidentemente exagerada que Rigg daba por hecho que el hombre no pretendía que nadie se la creyera.

De lo contrario —y esto siempre era una posibilidad— era un idiota y no tenía ni la menor idea de cómo sonaban sus palabras.

—Miradle el pelo —dijo uno de los presentes.

—Y mirad qué ropajes tan ricos —dijo otro.

Rigg se volvió hacia el que había hablado de su ropa.

—Esto forma parte del vestuario que adquirí cuando pensaba que el dinero que me había dejado mi padre era mío y podía gastarlo a voluntad. Todo me fue confiscado por el general Ciudadano en el momento de mi arresto, pero me ha dejado utilizarlo porque tenía que estar limpio para ir en el palanquín en el que me han traído a la ciudad. Pero si necesitas esta ropa, amigo, de buen grado me la quitaré y me pondré cualquier cosa que alguien pueda prestarme para preservar un mínimo de pudor.

Murmullos.

—Ahora no pretenderás decirnos que no te han preparado para interpretar este papel —dijo un anciano.

—Mi padre, o quien yo creía que lo era, me preparó para interpretar muchos papeles.

—¿Como actor? —preguntó el viejo.

—Sí, y de la peor calaña —dijo Rigg—. Como político.

Los jadeos fueron más fuertes esta vez y algunos de ellos desembocaron en pequeñas risillas.

—Sois el secretario del Consejo de la Revolución, ¿verdad, señor? —preguntó Rigg—. Al menos, eso es lo que creo. —Padre le había contado que el secretario del consejo era, en realidad, su líder. En aquel enrevesado sistema de gobierno, cuanto más poderoso era el cargo, más humilde parecía el título. Padre había señalado que, en casos como aquél, el significado de todas las palabras cambiaba, hasta que «secretario» se convertía en el equivalente a dictador, rey o emperador.

—Es el puesto que ocupo de momento —dijo el hombre.

—Por favor, señor. Aquí estamos entre leales ciudadanos —dijo Rigg—. Ocupáis el cargo de por vida.

—Lo ocupo por un periodo fijo de un año.

—Que ya se ha renovado un total de catorce veces —dijo Rigg con una sonrisa— y que a buen seguro volverá a renovarse hasta que vuestro cuerpo marchito y babeante se desplome muerto.

Eran afirmaciones ciertas hasta la última de ellas. Todo el mundo sabía que el secretario del consejo era un cargo vitalicio, pero reconocerlo en voz alta era un peligroso ejercicio de mala educación. Esta vez no hubo inhalaciones ni risas, sólo murmullos sordos. «¿Qué te parece cómo juego a esto, madre? ¿Eres lo bastante inteligente como para entender lo que estoy haciendo?»

El secretario, que respondía al nombre de Erbaldo, se adelantó un paso, ligeramente alterado.

—Mi padre decía: «No niegues lo que sabe todo el mundo» —dijo Rigg—. Me inclino ante vos por los servicios que prestáis al pueblo del mundo y por el sacrificio que hacéis al consagrarnos todos los días de vuestra vida. —Dicho lo cual, Rigg se arrodilló ante él.

—Mi hijo se cree inteligente y sincero —dijo Madre tras él—. Pero lo único que demuestra es su falta de educación. Si hubiera podido criarlo yo misma, veríais en él más cortesía y menos arrogancia.

«Eso es, madre —se dijo Rigg en silencio—. Que vean divisiones entre nosotros.»

Y al volverse, dejó que afloraran a su rostro unos sentimientos heridos que en realidad no sentía.

—Madre —dijo—, ¿cómo puedo ser un maleducado, en esta república de honradez, por decir las cosas como son en realidad? —Decidió seguir ahondando en la misma idea—. Por ejemplo, nuestro generoso anfitrión no podría dar cobijo a la familia real sin el consentimiento del consejo, lo que significa que trabaja para maese Erbaldo. Y como sabemos que el consejo nunca tolerará que se instaure otro gobierno hereditario en sustitución de la ancestral sangre de nuestra familia, el hecho de que Urbain, padre de Erbaldo, fuese secretario antes que él, con la única interposición del afable Chaross entre ambos, sólo demuestra que las grandes virtudes del padre se transmitieron al hijo. Sólo un necio podría suponer que tales virtudes serían fáciles de reemplazar.

Vio que un par de personas hacían mutis por el foro discretamente, por miedo a que Erbaldo supiera que habían oído las profundamente ofensivas —y atinadas— palabras de Rigg. Al ver sus rastros tomó la decisión de descubrir a la menor ocasión adónde habían ido, puesto que, con toda probabilidad, se trataba de gente que ya sabía que no disfrutaba de la confianza del gobierno. Si en algún sitio tenía alguna posibilidad de encontrar amigos, era entre ellos.

Había decidido correr el riesgo de hablar como lo había hecho porque todos los niños en edad escolar sabían que la ética oficial de la Revolución era «decirle la verdad al poder», así que nada de lo que había dicho podía utilizarse en su contra en un juicio. De hecho, lo que estaba haciendo con toda deliberación era ponerle las cosas más difíciles a sus enemigos si decidían llevarle ante un tribunal, porque ahora que había demostrado que estaba dispuesto a decir cosas que nadie se atrevía a expresar en voz alta, el consejo tendría miedo de dejar que el pueblo pudiera oír lo que podía decir en una audiencia pública.

Un régimen que se envuelve en la bandera de la verdad es el que más la teme, porque a poco que se aparte de ella, su autoridad se desvanece.

Además, Rigg se lo estaba pasando en grande. Ya que Padre le había proporcionado las herramientas de la maniobra política y la inteligencia necesaria para utilizarlas, y ya que ni sabía a qué fin servía su vida ni tenía el menor deseo de servir a los planes de otros, ¿por qué no divertirse mostrándose un poco maleducado, aunque eso pusiera su vida en peligro?

—Este jardín es muy hermoso —dijo Rigg—. Y la casa que rodea es de una elegancia extraordinaria. Me asombra que el consejo deje en manos de un solo hombre una casa como ésta, cuando tanta gente vive en la pobreza. ¿Cómo os llamáis, mi buen anfitrión? Quisiera saber quién es la persona a la que el consejo ha encomendado la custodia de tan impresionante tesoro público.

Su anfitrión, con el rostro colorado, hizo una ligera reverencia.

—Tengo el honor de llamarme Flacommo.

—Mi querido amigo Flacommo —dijo Rigg—, ¿podemos entrar? Me temo que los mosquitos de Aressa Sessamo han probado mi sangre y la han encontrado deliciosa.

—La región del delta es una verdadera ciénaga —dijo Flacommo con vehemencia—. Por desgracia, quienes vivimos aquí ya estamos acostumbrados a tener media docena de picaduras por el cuerpo en todo momento. Sígueme a la cocina, por favor, allí podrás pedir al cocinero que te sirva alguna cosa de comer.

—Será un placer ayudarlo en la cocina para ganarme el sustento, si dais vuestro consentimiento, señor Flacommo. Tengo buena mano con los pucheros, sobre todo para preparar guisos de caza bien sazonados.

Rigg era perfectamente consciente del insólito retrato que estaba dibujando en la mente de todos los presentes. Una inocencia muy capaz de ofender, unos modales toscos derivados de la vida en el bosque y ningún problema para realizar labores manuales. La escena no tardaría en conocerse por toda la ciudad. Aunque el consejo hubiera dado órdenes de que nadie relatara la llegada del supuesto heredero al trono, Rigg se había asegurado de que la historia fuese demasiado buena como para no contarla.

En esencia, había sobornado a los criados y cortesanos con una moneda mucho más apetecible que el dinero. Les había proporcionado secretos maravillosamente escandalosos. Nada confería tanto prestigio como conocer los secretos más ocultos de la gente más importante y pocos de ellos podrían resistirse a la tentación de contárselos a alguien. Cada persona que oyera la historia la contaría a otros y al llegar la mañana, miles de ciudadanos la conocerían.

Cuanta más gente lo conociera en la ciudad —cuanta más gente se preocupara por su suerte, sintiera simpatía por él y se hubiera divertido con las historias de sus payasadas—, más seguro estaría, porque el pueblo vigilaría cómo lo trataban. Y si Umbo y Hogaza lograban llegar hasta Aressa Sessamo, los rumores los conducirían hasta él.

Rigg se daba cuenta de que Madre desaprobaba lo que había hecho. Pero no era de extrañar. Por lo que él sabía, lo quería muerto y tenía la esperanza de que el consejo le hiciera el trabajo sucio, cosa que ahora era un poco menos probable. Tampoco Flacommo estaba muy contento. Probablemente, la mayoría de los cortesanos hubieran creído hasta entonces que era un amigo de la familia real, que los cobijaba voluntariamente corriendo gran riesgo personal. Pero ahora tenían razones para pensar que no sólo no era un amigo de la familia real, sino que en realidad se trataba de su carcelero.

Sin embargo, la reacción más importante era la de Erbaldo. Madre llevó a Rigg al interior de la casa, insistiendo en que era hora que su amado hijo comiera con ella por primera vez desde que se lo arrebataran. Erbaldo anunció su marcha y rodeó con un brazo el hombro de Rigg.

—Acompáñame a la puerta, joven Rigg —dijo en voz alta.

Rigg fue con él hasta el portón de la calle.

—Has jugado bien, para ser un aficionado —dijo Erbaldo en voz baja.

—¿Se trataba de un juego? —respondió Rigg con voz monocorde—. Pues nadie parecía estar divirtiéndose mucho.

—Una popularidad transitoria te mantendrá a salvo por el momento, pero nunca se puede contar con el apoyo del pueblo. Cuando comience a circular algún rumor que te retrate bajo una luz diferente, en especial si es cierto, te harán mil pedazos.

Y con estas palabras, Erbaldo salió a la ciudad dejando a Rigg al otro lado del cerrado portón.

En la cocina, Rigg se encargó de sentarse justo al lado de los criados que estaban preparando la comida del día siguiente. No se le daba demasiado bien la cocina —en especial, la preparación del pan y de los bollos le parecía cosa de magia, aunque Padre le había hablado de la levadura—, pero sí sabía cortar zanahorias, pelar patatas, sacarles el corazón a las manzanas o extraerles las semillas a las peras para preparar estofados y pasteles. Así que antes de que Flacommo tuviera tiempo de dar órdenes al cocinero sobre Rigg, éste ya tenía un cuchillo en la mano y se había sentado junto al pinche que más se había retrasado con sus tareas y estaba más necesitado de ayuda.

—Ése no es trabajo para un miembro de la casa real —dijo Flacommo.

Rigg levantó al instante una mirada de asombro hacia él.

—Si existiera una casa real, señor mío, estoy seguro de que tendríais razón. Pero no existe tal casa y por tanto tampoco tales sus miembros. Lo que hay es trabajo que hacer y yo lo estoy haciendo. —Se volvió hacia el cocinero—. ¿Acaso no lo hago satisfactoriamente, señor?

—Muy bien, señor —respondió el cocinero—, pero no sois vos el que debe llamarme a mí señor.

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