Pathfinder (38 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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Pero, en realidad, aquello seguía sin tener sentido. ¿Cómo podía un ser humano dividir el tiempo en lapsos tan diminutos? ¿Cómo podía la invisible llegar siquiera a concebir intervalos como aquéllos?

Una vez más, Rigg reflexionó sobre sus propias objeciones. «La invisible entiende lo que hace tan poco como Umbo cuando “paraba el tiempo” y como yo la naturaleza de los rastros que sólo yo puedo ver. Es un instinto. Un reflejo.

»Como sudar. Sabes lo que causa el sudor, pero no hace falta que actives voluntariamente los poros de tu cuerpo para que comiencen a sudar.

»No, sudar es un acto involuntario. Más bien como caminar. No piensas en todos los músculos, hasta el más diminuto, que participan en el acto de caminar, simplemente decides caminar y tu cuerpo hace lo que hace. O como ver: decides lo que quieres mirar, decides que vas a abrir los ojos y durante cuánto tiempo vas a hacerlo, pero no necesitas comprender cómo chocan los fotones en tu retina.

»Hasta puede que la invisible no sepa que da saltos hacia delante en el tiempo. Solamente sabe que, cuando se vuelve invisible, comienza a moverse más despacio. Con años de práctica, habrá aprendido cuánto desplazamiento temporal necesita para permanecer invisible, porque si se hiciera demasiado invisible, su movimiento por el espacio sería tan lento que no podría desplazarse de un sitio a otro. Pero si no avanza lo bastante en el tiempo con cada salto, se haría visible y la gente podría verla. Como un fantasma, un sueño, una aparición o un recuerdo, pero la verían.

»Así que con el paso de los años ha aprendido a controlar su don, como Umbo aprendió a refinar su percepción del flujo temporal y yo a distinguir entre los rastros y saber de un solo vistazo su antigüedad relativa y a diferenciarlos en mi mente para poder concentrarme en los rastros de una persona o una época determinadas y no en todos los que cruzan un mismo punto en el espacio.

»Esta persona invisible es como yo. Y como Umbo. Tiene un don.

»A Umbo y a mí, Padre nos enseñó a perfeccionar nuestros talentos. Y también a Nox. ¿Conocería y enseñaría también a esta persona?»

Recordó la voz de Padre cuando estaba allí tendido, agonizante bajo el árbol caído.

«Tendrás que ir a buscar a tu hermana… Vive con tu madre.»

Había mandado a Rigg a buscar a su hermana, no a su madre. Su madre, la reina legítima, no era importante. La que le importaba a Padre era la hermana de Rigg, porque su hermana tenía un don.

Todo encajaba y tenía sentido. Esta teoría encajaba con todos los hechos y no dejaba de lado ninguno que se le ocurriera. Puede que más adelante descubriera montones de defectos en ella, pero de momento, tal como le había enseñado Padre, era lo bastante sólida para actuar basándose en la suposición de que era cierta.

Rigg volvió a centrarse en los rastros. La invisible estaba moviéndose hacia la puerta por la que había llegado… y esta vez mucho más deprisa. Lo que quería decir que estaba saltando en el tiempo en incrementos más pequeños, o con menos frecuencia, lo que a su vez quería decir que reflejaba menos fotones. Y en efecto, Rigg pudo distinguir un contorno borroso, que corría…. que corría tan despacio que podría haberlo alcanzado con una docena de pasos.

Así era como la invisible había aprendido a escapar, sacrificando un poco de invisibilidad a cambio de velocidad.

Sabía que tratar de hablar con ella sería perder el tiempo. Como sólo existía durante una milésima de cada momento en el espacio, era imposible que pudiera entender sus palabras.

La invisible. Tenía un nombre. Param Sissaminka.

Rigg entró en la cocina, donde el turno de mañana estaba comenzando sus quehaceres: panaderos que amasaban la masa que les habían dejado preparada sus compañeros del turno de noche, cocineros que comenzaban a preparar el estofado, criados de cara soñolienta que iban de acá para allá ocupándose de las necesidades de todos los demás para que pudieran trabajar…

—¿Habéis dormido algo, joven señor? —preguntó la jefa de los panaderos. Era una mujer a la que Rigg no había visto la noche antes, pero los miembros del personal hablaban entre sí, algo lógico teniendo en cuenta que Rigg era un desconocido que se había echado a dormir junto a la chimenea.

—Sí —respondió Rigg—. Pero me he despertado temprano. Seguro que vuelvo a echar otra cabezadita por la tarde, si no os importa.

La panadera lo miró con ojos divertidos.

—Si dormís lejos de vuestro cuarto por miedo a que os molesten, quizá deberíais hacerlo en un sitio distinto cada vez, en lugar de volver siempre a ese rincón.

A Rigg le sorprendió la franqueza de la panadera.

—¿Es que estoy en peligro? —preguntó.

—A mi hermana le parece que sí, así que podría ser. Es la panadera del turno de noche, Elella. Yo soy Lolonga.

—Pues entonces deja que te diga algo, Lolonga —repuso Rigg—. Anoche dejaron algo en mi cuarto, razón por la que no dormí allí. Algo que debía matarme. Y tengo miedo de que si entra alguien en ese cuarto y toca la cama, la trampa prevista para mí salte sobre algún inocente que no merecería morir.

—¿Es que vos lo merecéis?

—Me gustaría pensar que no, pero hay gente que opina que el mundo sería un lugar mejor sin mí.

—Como no me habéis dicho cómo es esa trampa, asumiré que tiene que ver con la cama. Y supongo que querréis que avise a la servidumbre de que se mantenga lejos del cuarto sin decirles que la advertencia viene de vos.

—Estaría bien, sí, pero no merece la pena mentir por ello. Si alguien te lo pregunta directamente, alguien cuya confianza quieras conservar, entonces dile sin dudarlo que te he advertido yo. De todos modos, pronto se sabrá… Pero si no te lo preguntan, no hace falta que lo cuentes.

—La gobernanta, Bok, siempre se levanta temprano —dijo Lolonga—. Aunque seguro que los idiotas de mis aprendices arruinan el pan del día en mi ausencia, haciendo una masa demasiado seca o demasiado húmeda, iré a buscarla para decirle que puede salvar la vida de alguna estúpida e inútil doncella.

—Hasta la más estúpida e inútil de las doncellas merece que la salven —dijo Rigg.

—¿De veras? —preguntó Lolonga—. Nunca creí que alguien de vuestra condición pensaría de ese modo.

—Alguien de… ¿qué condición?

—La realeza. Los ricos. Los instruidos. Las personas a las que servimos, que poseen todo el dinero y ostentan todo el poder. La gente como vos.

—Ah, bueno, en eso te equivocas, amiga mía. Hasta hace pocos meses, yo era uno de vosotros. No, peor aún… era un trampero vagabundo al que la gente como tú miraba por encima del hombro y no dejaba entrar en su cocina.

Lolonga sonrió.

—Ya me parecía haber notado algo así —respondió ella—, razón por la que no os eché de la cocina nada más poner el pie en ella. No dejo entrar a vuestra madre, ¿sabéis? Al menos mientras estoy cocinando. Distrae al personal de la cocina y luego se echan a perder los panes, los bizcochos y los pasteles de todo el día.

—Señora —dijo Rigg—. Tengo que saberlo. De tu hermana y tú, ¿cuál es la jefa de los panaderos?

—Las dos. Es una batalla constante entre ambas. Ella puede decidir qué masa se prepara cada noche y yo me veo obligada a preparar el pan que ella piensa que vamos a necesitar. Pero luego me cobro venganza. He colocado al inútil y al vago de mi hijo Largo como aprendiz del turno de noche. Y ése es un castigo permanente.

—A mí me cae bien Largo —dijo Rigg.

—Y a mí. Por eso lo puse en su turno, para no tener que estar todo el día gritándole y maldiciéndolo por ser un estúpido y perezoso, hijo de otro estúpido y perezoso. Eso podría mermar el afecto que nos tenemos.

La mujer salió de la cocina para hacer lo que le había pedido Rigg. Él se fue por otra puerta y se encontró en el comedor, que en aquel momento estaba vacío y con la mesa limpia. Pronto la prepararían para el desayuno, sin duda, pero de momento era un lugar tranquilo, casi del todo a oscuras, iluminado por la luz de las estrellas que se colaba por las ventanas, pues la luz plateada del Anillo incidía sobre la otra fachada de la casa.

Rigg se sentó en una de las sillas y observó el camino que seguía Lolonga por la casa. Vio que se cruzaba con el de la gobernanta y luego lo seguía hasta donde estaban las doncellas, a buen seguro para darles instrucciones sobre la trampa de la habitación.

Luego centró su atención en el cuarto de su madre y, en efecto, la invisible Param había vuelto a él. Ahora que disponía de tiempo para estudiar los rastros de aquel cuarto, podía ver que Param regresaba allí todas las noches. Junto con alguien más, que siempre llegaba y se marchaba justo antes de que Param se hiciera invisible. Siguió el rastro y vio que se trataba del de una doncella a la que había conocido la pasada noche. De hecho, la vio salir llevando una bandeja de comida… a alguna parte. Ya sabía adónde. Al pensar en la bandeja de comida lo comprendió: «Así es como come Param. Un invisible tiene que permanecer inmóvil, hacerse visible para interactuar con el mundo físico el tiempo suficiente para poder comer, beber, lavarse, vaciar la vejiga y los intestinos… Ésos son sus momentos de mayor peligro. Por eso lo hace todo en el cuarto de Madre.

»Param está bajo la protección de Madre. Así que para Param, Madre es un refugio, no un peligro.

»Ojalá lo fuera también para mí. Pero no lo sé. No puedo estar seguro. Param es la heredera de la Radiante Tienda. Madre podría ser su protectora y mi más letal enemiga. Aquí todos los juegos son demasiado enrevesados.»

Rigg se sentó a la mesa para desayunar con Flacommo, Madre y una docena de invitados y cortesanos.

Una vez observadas las reglas de la etiqueta y consumida una cantidad razonable de alimentos sin distraerse conversando, Rigg se volvió hacia su madre y dijo:

—La verdad, mi señora madre, es que no partí en dirección a Aressa Sessamo con el fin de conoceros. Nada me ha hecho más feliz que descubrir que estabais con vida, aunque, como es natural, me preguntaba por qué no os conocía y por qué mi padre adoptivo no os mencionó jamás hasta el momento en que yacía agonizante. Pero su última orden fue que viniera a Aressa Sessamo en busca de mi hermana. Y no puedo sino preguntarme dónde está. ¿Acaso no se encuentra bien? ¿Es que no quiere conocer a su hermano?

Rigg fingió sorprenderse por el silencio que se hizo al mencionar a su hermana.

—¿Hay alguna razón por la que debiera abstenerme de preguntar por ella? Durante el viaje, nadie me insinuó siquiera que pudiese haber algo de malo en ello. Asumí que nos conoceríamos a mi llegada.

Todas las miradas estaban fijas en Madre. Pero ella parecía completamente hierática, sin prestar atención más que al bocado que estaba masticando, con una mirada intermitente clavada en Rigg.

—No me sorprende que sientas curiosidad —respondió al fin—. Pero, verás, tu hermana se retiró de la vida social hace más de un año. Tuvo una experiencia muy desagradable con uno de los plebeyos que, cada cierto tiempo, irrumpen en la casa de nuestro anfitrión para exigir que le dejemos afeitarnos la cabeza o quitarnos la ropa que llevamos. De hecho, lo que le pasó a ella fue esto último. Fue una terrible crueldad y desde entonces no ve a nadie.

«O, más bien, nadie la ve a ella», pensó Rigg.

—¿No hay nada que hacer, entonces? ¿Ni siquiera querrá ver a su perdido hermano? —preguntó en voz alta.

Lo que no dijo fue que sabía perfectamente que su hermana se encontraba allí en aquel momento. Había visto cómo avanzaba lentamente su rastro por la estancia y luego comenzaba a moverse adelante y atrás para no permanecer estática. Sin duda sentía tanta curiosidad por Rigg como Rigg por ella. Sabía que podía verla, o al menos saber dónde se encontraba. De hecho, tras sentarse a la mesa, se volvió en su dirección y le hizo un ademán casi imperceptible, aunque con la mano por debajo de la mesa para que nadie más pudiera verlo. Y lo hizo muy lentamente, para que ella pudiera detectar el movimiento.

—Algo se podrá hacer, seguro —dijo Madre—. Estoy convencida de que está impaciente por conocerte y cuando llegue el momento, te llevaré al lugar en el que está recluida.

—Imagino que su educación estará resintiéndose terriblemente —dijo Rigg.

—Su educación es algo insignificante, comparado con la humillación que tuvo que sufrir —respondió Madre.

Flacommo intervino con voz aflautada:

—Fue una vergüenza para todos que alguien utilizara a una pobre niña de manera tan abominable. El Consejo de la Revolución modificó al instante la ley para impedir que se pudiera arrebatar la ropa del cuerpo a las personas de la familia antes llamada real. Una modificación que se había hecho esperar demasiado.

—En otras palabras —dijo Rigg, que ya conocía la historia—, que el consejo descubrió que la humillación de la familia real ya no divertía a la masa, así que decidió prohibirla. ¿Podría ser que el odio hacia la familia real esté menguando?

—Creo que eso sería maravilloso —dijo Flacommo—. Algún día, como es natural, la realeza será como otra familia cualquiera. Pero de momento sigue siendo fuente de constante esperanza para determinadas facciones contrarrevolucionarias.

—Entonces no entiendo por qué no nos han ejecutado a todos —dijo Rigg.

Por toda la mesa se oyeron exhalaciones de sorpresa.

—Es cuestión de pura lógica —dijo Rigg—. Mientras sobreviva la familia real, un grupo u otro la utilizará como banderín de enganche, aunque no levantemos un solo dedo contra el Consejo de la Revolución. ¿No sería preferible, por el bien de la nación, que dejáramos de existir del todo?

—¡Me niego a aceptar esa idea! —exclamó Flacommo—. En su día se habló mucho de eso, pero vuestra madre, y su madre antes que ella, se condujeron con tal humildad y respeto al Consejo de la Revolución y sus leyes, y se mostraron tan contrarias a toda idea de revuelta, que el consejo decidió que sería más prudente tenerlas aquí, accesibles al pueblo aunque no tanto como antes. Vuestra madre, graciosamente, permite que el pueblo compruebe que la realeza no posee nada y sus miembros viven como obedientes ciudadanos.

—Pues comemos bastante bien —dijo Rigg, mirando la abundancia de la mesa.

—No —respondió Flacommo—, yo como bastante bien, así como vuestra familia, cuando compartís mi mesa como invitados. Pero muchos días vuestra madre cena con quienquiera que la invite, sea cual sea su condición y la generosidad de su mesa.

—Ya veo —dijo Rigg—. ¿Habrá alguna objeción a que yo haga lo mismo?

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