Authors: Orson Scott Card
Se puso en pie.
—Madre, siento la curiosidad de un hijo, el deseo de saber cosas sobre mi padre. ¿Podemos ir a tu cuarto para que me cuentes con toda franqueza quién era y cuál fue su legado para mí? —Se volvió hacia los demás invitados—. No me refiero a posesiones materiales.
—¿Qué madre podría querer otra cosa que tiempo para pasar a solas en compañía de un hijo largo tiempo perdido? —respondió ella mientras se ponía en pie—. Confío en que nadie se ofenda por esto.
Flacommo también se puso en pie.
—La ley establece que no tenéis derecho a estar solos, pero quiero decir a todo el que pueda oírme que cualquiera que interrumpa este tierno encuentro entre madre e hijo no podrá considerarse amigo mío ni será bienvenido en mi casa.
Era un buen discurso, pero Rigg sabía que en aquel lugar no existía la privacidad.
Mientras Madre y él salían juntos de la sala —acompañados por Param, que caminaba invisible paralelamente a la pared—, Rigg se inclinó hacia ella y dijo:
—Estoy seguro de que sabes que tu habitación está sometida a una vigilancia constante.
Madre se puso tensa, pero no interrumpió el paso.
—No lo está —dijo. Al salir del comedor, continuaron por una galería llena de gigantescos retratos de escenas de las que Rigg no sabía nada.
—Hay pasadizos secretos en las paredes —continuó Rigg—. Hay alguien apostado allí, vigilándote siempre que estás en el cuarto.
Esta vez Madre sí que se detuvo, puesto que no había nadie más en la galería con ellos… aún.
—¿Cómo puedes saber eso, salvo siendo un espía tú mismo?
—Soy tan singular como Param, aunque a mi manera —murmuró Rigg—. Al llegar a tu dormitorio, me colocaré justo delante del agujero por el que te espían. De ese modo, si hay otro, el espía se desplazará hasta él y yo lo veré y podré taparlo también.
—No habías estado nunca en esta casa, ni siquiera de niño —susurró Madre con vehemencia. Al parecer, seguía preguntándose cuál podía ser su fuente de información, en lugar de asumir que podía haber más dones en el mundo como el de Param.
Rigg la rodeó tiernamente con los brazos, lo que le permitió acercar los labios a su oreja.
—Veo los rastros que dejan todos los seres humanos en el tiempo. Hasta los diez mil años de antigüedad alcanza mi vista. Veo a Param. Os vigilan cuando estáis solas.
Al separarse de ella, con la más genuina y afectuosa de las sonrisas, añadió:
—Sé que la privacidad debe de ser un tesoro de valor inapreciable para vosotras, debido a su escasez.
Madre había palidecido. La revelación de que las observaban a ella y a Param en todo momento parecía devastadora, pero ¿acaso creía realmente que el Consejo de la Revolución iba a dejarla sin vigilancia? Y cuando la heredera de la familia real pareció recluirse, ¿realmente pensaba que el consejo aceptaría sus explicaciones y no la buscaría?
«¿Se me da este juego mejor que a ella, que ha pasado toda su vida en esta prisión?
»No es eso, decidió. Poseo un don que me permite ver cosas que ella no puede saber. Conocer información oculta no es lo mismo que ser más inteligente.»
Mientras se aproximaban al dormitorio de Madre, Rigg pudo ver todos los rastros que había dejado por el pasillo que llevaba a su puerta. Miles de veces lo había recorrido en ambas direcciones. Siempre observada, siempre objeto de desconfianza, odiada por muchos, despreciada por más. ¿Cómo había podido soportarlo durante tanto tiempo?
Quizá también ella pudiera sentir las esperanzas y los anhelos de los muchos habitantes del país que detestaban el consejo y soñaban con una restauración de la monarquía. Puede que en el fondo de su corazón siguiera siendo una reina, dispuesta a soportar lo que tuviera que soportar por el bien de su pueblo.
O puede que en el fondo de su corazón, mientras caminaba con Rigg hacia la habitación cuya condición de refugio acababa de desvanecerse por culpa de las palabras de éste, estuviera planeando su muerte.
«No —se dijo—. He decidido fiarme de ella y tratar de ganarme honestamente su confianza. Nada de dudas y de duplicidades. O quiero a mi madre o no la quiero, no puede haber medias tintas.»
Aún podía oír la voz de Padre: «Para los niños, el amor es un sentimiento. Para los adultos, una decisión. Los niños aprenden a saber si su amor es verdadero viendo lo que dura. Los adultos convierten su amor en verdadero manteniéndose fieles en todo momento a su compromiso.»
Sí, bueno, Rigg ya había visto lo bastante del mundo para sospechar que, según esa definición, los adultos eran muy escasos, y que era posible encontrar niños de cualquier edad. Pero eso no cambiaba el hecho de que sólo podía evaluarse a sí mismo por esta vara de medir. «Querré a esta mujer mientras ella me lo permita.»
Madre abrió la puerta. Conforme a una interpretación parcial de la ley, no estaba cerrada. Una interpretación completa habría requerido que no hubiera puerta alguna, pero Rigg suponía que al Consejo de la Revolución le era más útil que los miembros de la familia real creyeran que disfrutaban de alguna privacidad. Rigg entró y la cerró tras de sí. Examinó las paredes de manera ostentosa, a pesar de que sabía exactamente dónde se encontraba el espía, agazapado junto a su mirilla.
—¿Escogen a propósito las más abominables obras de arte para colgarlas aquí?
—¿Cuánto tiempo has sido rico, tres semanas?
—Me acostumbré a ello muy deprisa.
—¿Y en ese tiempo te has convertido en un experto en arte? —preguntó Madre con un leve deje de sarcasmo.
—Soy un experto en aquello que me gusta —dijo Rigg—. Y aquí no hay ningún cuadro bueno. Las escenas siempre son planas y los colores no son los que deberían. No consiguen transmitir la densidad del aire. Así que durante el breve tiempo que pasé siendo un joven adinerado en O, descubrí que los cuadros que más me gustan son los que no pretenden recrear la realidad. Sobre todo los más antiguos, cuando O era la capital de su propio y modesto imperio, en absoluto comparable a… las tierras gobernadas por el Consejo de la Revolución. —Había estado a punto de decir «Stashilandia», pero ése era el nombre del país antes de la llegada de los Sessamoto y aún no sabía lo que sentía Madre respecto a ese tema.
—No pueden quedar cuadros de la época dorada de O —dijo Madre—. Serán copias, nada más.
—Copias de copias de copias —dijo Rigg—. Pero todas ellas ejecutadas con la máxima fidelidad al modelo.
—Pero para cuando el artista realizó la copia, el modelo, otra copia a su vez, ya estaba deteriorado. Por lo que sabemos, el original podría ser una recreación pseudorealista, como las que dices aborrecer, que sólo por la sucesión de copias, generación tras generación, adquiriría la misma falta de realismo que admiras.
—Y que no me admira menos por no ser intencionada —respondió Rigg. Se había colocado justo delante de la mirilla desde donde observaba el espía—. El presente, el ahora —continuó—, es donde la visión es más clara.
Madre asintió y frunció el ceño. Sin duda estaba tratando de recordar qué actividades había realizado delante de aquel lugar.
Pero entre tanto, el espía había cambiado de posición y al poco Rigg comprobó que su nuevo rastro se detenía. Debía de estar subido a algo, porque la nueva mirilla estaba demasiado alta para taparla con el cuerpo. Así que lo que hizo fue pegarse a la pared justo debajo de ella y dijo:
—Tú nunca podrás verlo como yo, porque hay gente que ve las cosas desde una posición más elevada. —Y subrayó sus palabras señalando hacia arriba.
Madre estaba lo bastante alerta a sus palabras como para captar la velada advertencia y no levantar la mirada hacia la segunda mirilla. Ahora sabía cuál era el punto ciego de la habitación, al menos respecto a aquellas dos mirillas, porque Rigg se encontraba justo en él.
A juzgar por los rastros que había dejado Param en el cuarto, casi nunca se había detenido en el punto ciego. Lo que significaba que cuando se hacía visible —para comer, para dormir, para lavarse, para cambiarse de ropa, para usar el orinal— estaba bajo constante observación. Adiós a la sensación de privacidad. Y al secreto de su poder de hacerse invisible.
Pero en honor a Madre, tenía que reconocer que no mostró más emoción que la que sería apropiada en respuesta a las palabras de su hijo. Lógicamente, comprendía lo importante que era que los espías no supieran que era consciente de su presencia. Pero seguro que nadie se daría cuenta si, a partir de entonces, el orinal se trasladaba al punto ciego. Lo mismo que el aguamanil.
—Aún no sé si me gustas —dijo Madre en aquel momento—. Pareces muy arrogante. Y es la humildad lo que nos ha mantenido con vida. La humildad y una lealtad a toda prueba. No le hemos dado al consejo ninguna razón para creer que podemos ser una amenaza para la República… porque no lo somos. No hacemos nada raro, así que la gente apenas es consciente de que existimos. No importamos. Pero tu comportamiento nos pone a todos en peligro. A estas alturas, todo el mundo debe estar hablando de ti. No creo que los criados puedan guardar el secreto de tu existencia.
—Sí, ahora me doy cuenta —dijo Rigg—. Perdona mi egoísmo. A partir de ahora seré tan humilde, inofensivo y aburrido como sea posible. —Pero dejó sin decir: «Ahora que todos saben que estoy vivo y aquí en la casa, contigo, puedo mostrarme discreto.» Estaba seguro de que su madre comprendía exactamente lo que estaba haciendo.
—Bueno, ¿y qué piensas hacer?
—Estoy en Aressa Sessamo —dijo Rigg, como si ésa fuese respuesta suficiente.
—No lo estás —dijo Madre—. Estás en esta casa. Y por lo que vas a ver de Aressa Sessamo, lo mismo podrías estar bailando en el Anillo.
—Me has malinterpretado, mi querida madre. No tengo la menor intención de mezclarme con la multitud. Pero mi padre y yo… es decir, el hombre al que llamaba «Padre», siempre quisimos venir a estudiar a la biblioteca de la ciudad.
—Hay varios cientos de bibliotecas en Aressa Sessamo —dijo Madre—, pero no te dejarán visitar ninguna de ellas.
—Lo entiendo —dijo Rigg—. Pero las bibliotecas que están agrupadas como la Gran Biblioteca de Aressa, ¿no son públicas? ¿No prestan libros a los sabios para que se los lleven a casa?
—¿Estás sugiriendo que eres un sabio? —preguntó Madre. Parecía divertida.
—Mi único maestro fue Padre —dijo Rigg—, pero creo que es posible que me enseñase lo suficiente. Antes de morir, compartíamos un mismo amor por la ciencia. Había centenares de preguntas a las que aún no me había respondido y otras de las que no conocía ninguna respuesta útil. Todo el conocimiento que ha sobrevivido dentro de este cercado durante los últimos diez mil años se encuentra en la biblioteca… Si la respuesta se puede conocer, la quiero.
—¿Con qué objeto?
—Para saber por qué construyeron la Torre de O —dijo Rigg, y no tuvo que fingir su pasión—. Para saber lo que se conoce sobre las tierras más allá del Muro. ¿Hay gente en los otros cercados? ¿Por qué razón se construyó el Muro? ¿Cómo funciona? No puede ser natural… Alguien tuvo que construirlo. ¿Lo entiendes?
—¿Y qué harás con todas las respuestas cuando las encuentres?
—¡Las conoceré! —dijo Rigg—. Y si el consejo cree que lo que averigüe puede serle útil a otros, lo publicaré. ¿No lo entiendes? ¿No lo entienden ellos? Mientras no nos dejen hacer nada, no podremos ser otra cosa que la antigua familia real. Pero si puedo convertirme en un sabio de prestigio, alguien que publica cosas que sólo interesarían a los científicos, dejaré de ser un simple miembro de la realeza, ¿verdad? ¡Seré un sabio!
—Un sabio de la realeza.
—Claro. Pero con el tiempo, al cabo de varios años, seré un anciano mucho más conocido por sus publicaciones que por su parentela. Nadie me tendrá miedo, ni depositará absurdas esperanzas en mí, ni en ningún otro miembro de nuestra familia, porque nos habremos convertido en otra cosa.
—De todos modos no te dejarán ir a la biblioteca.
—Pero quizá tu querido amigo Flacommo pueda mandar a un criado para buscar los libros que necesito.
—No eres un erudito —dijo Madre—. Sólo te estoy diciendo lo que sé que Flacommo te dirá.
—Entonces, ¿por qué no invitar a otros sabios a examinarme, para comprobar si soy lo bastante instruido para acceder a la biblioteca? No digo que hablemos cara a cara… Lo último que quiero es que arrastren hasta aquí a un erudito que no sabe una palabra de política y lo obliguen a hablar con nosotros. Pero pueden sentarse en una sala y mandarme preguntas por escrito. Yo las responderé en voz alta para que puedan oír mi voz y sepan que nadie me está escribiendo las respuestas. Me someteré enteramente a su juicio.
—Parece bastante enrevesado y no se me ocurre por qué iban a prestarse a hacerlo.
—Ni a mí. Pero ¿y si acceden?
—Bueno, merece la pena preguntárselo a Flacommo.
—Dile que mi padre era un hombre muy notable. Que haber estudiado con él es como haber asistido al mejor colegio del cercado.
—Al mejor colegio de la República, querrás decir —dijo Madre.
—Sus fronteras son las mismas.
—Pero alguien podría pensar que dices «el cercado» para no tener que decir «la República».
Rigg se puso serio de repente.
—Oh, no pensé… Sí, de ahora en adelante diré siempre «la República». Que nadie crea que deseo olvidar al Consejo de la Revolución, o no mostrarle el debido respeto. Considero que el Consejo de la Revolución y el Muro son igualmente duraderos.
—Tengo otra preocupación —dijo Madre—. A tu padre, tu verdadero padre, mi marido, mi amado Knosso Sissamik, lo obsesionaba el Muro y todo lo que la ciencia sabía sobre él. Pasó toda su vida buscando un modo teórico de atravesarlo. Y murió en el intento.
—Nunca había oído que el Muro matara a nadie —dijo Rigg.
—Tuvo la idea de atravesarlo en barco.
—Seguro que otros lo han intentado ya miles de veces, como mínimo por accidente, como los pescadores arrastrados por una tormenta.
—Ya sabes que el Muro hace enloquecer a la gente que trata de atravesarlo. Cuanto más se acercan a él, más se intensifica la locura, hasta que huyen de allí gritando o pierden del todo la cabeza y se dedican a vagar de acá para allá sumidos en un estupor del que nunca se recuperan. Con toda seguridad, los pescadores que cruzan el Muro están locos al llegar al otro lado. Ninguno de ellos ha regresado.
—¿Y compartías el interés de Knosso, mi padre?