Authors: Orson Scott Card
Además, pensar en viajar entre los mundos le impedía obsesionarse con lo que le esperaba en Aressa Sessamo.
Porque ése era su otro proyecto y no podía permanecer demasiado tiempo sin dedicarse a él. ¿Qué sabía? ¿Qué podía deducir a partir de la información de que disponía?
El general había hablado sobre diversas facciones en Aressa Sessamo: los monárquicos, divididos a su vez entre los partidarios de la sucesión femenina y los que anhelaban un regreso de los varones al trono, y los partidarios de la Revolución, aunque si el general le había contado la verdad, había entre ellos algunos que, en realidad, más que apoyar la Revolución, se oponían a la sucesión femenina.
El militar parecía convencido de que Rigg era el hijo largo tiempo perdido de Hagia Sessamin y su esposo, Knosso Sissamik, así que la opinión que cada persona albergase sobre la realeza —o al menos sobre los miembros varones del linaje real, del que Rigg era, presumiblemente, el único representante con vida— sería su opinión sobre Rigg. Pero Rigg no sabía siquiera cuál era la facción que en aquel momento llevaba la voz cantante. Si el general Ciudadano realmente apoyaba la monárquico-masculina, se encontraba en manos de alguien que pretendía utilizarlo al servicio de la restauración. Pero si sólo estaba poniéndolo a prueba fingiendo pertenecer a este partido, podía estar en manos de un auténtico servidor del Consejo de la Revolución, o de un miembro del partido monárquico-femenino, en cuyo caso corría el peligro de ser asesinado en cualquier momento.
Y también podía haber otras posibilidades, igual de importantes que las más evidentes. El general Ciudadano podía ser miembro del partido monárquico-masculino y hallarse en unas condiciones en las que no podía hacer uso aún de la existencia de Rigg, lo que significaría que, de momento, estaba a salvo y sería entregado al Consejo de la Revolución en unas circunstancias que harían imposible (o al menos muy complicado) darle muerte.
O podía ocurrir que la familia real tuviera más influencia de la que parecía y que su madre deseara su muerte. Si creía realmente en la decisión de su abuela de ejecutar a todos los varones del linaje real, la presencia de Rigg en Aressa Sessamo sería algo tan abominable que tratarían de matarlo cuanto antes.
Los escenarios que se desplegaban en su mente eran tan numerosos que no tenía otra alternativa que apartarlos todos, en la medida de lo posible. «Sabré lo que sepa cuando lo sepa —se repetía una vez tras otra—. No puedo predecir el futuro a partir de los datos que tengo, así que no puedo prepararme más de lo que ya me preparó Padre para entender los entresijos generales de la política.»
Siempre, siempre, volvía a pensar en Padre, la única persona, el único tema, en el que no soportaba pensar.
Padre le había mentido. En el interior de todo lo que le había enseñado, contado y dicho residía una profunda y perdurable mentira, o al menos una ocultación de información de tal magnitud que equivalía a una mentira.
«Nunca me dijo quién soy ni cómo acabé viviendo con él. Dejó que creyese que era mi auténtico padre y nunca corrigió esta idea.»
»Y aunque me enseñó toda clase de cosas que me han sido útiles, me dejó en la ignorancia sobre muchas otras en las que me he adentrado completamente desprevenido, y ahora no dispongo de información suficiente para saber qué hacer.»
Rigg se adentraba por esta línea de pensamiento y enseguida se distraía. Un rastro que se movía por el camarote. Un ruido cualquiera en el exterior. Un sonido de las tripas, un dolor o un calambre repentinos. Cualquier cosa era mejor que seguir pensando en Padre y en la terrible ignorancia que era la auténtica herencia que le había dejado.
Quería dejar de pensar en él como «Padre». Su verdadero padre era un hombre llamado Knosso Sissamik, que supuestamente había muerto en el Muro, quizá tratando de atravesarlo. Un hombre realmente notable… o realmente loco. Todo el mundo sabía que ningún ser viviente podía cruzar el Muro. «Ése era mi padre, el hombre al que debo la parte masculina de mi mente. Ése es el que debo llegar a conocer, porque al estudiarlo, averiguaré cosas sobre mí mismo. ¿Podía él ver los rastros? ¿Heredé este don de él?»
Pero Knosso estaba muerto y Rigg no podía conocerlo. Hagia seguía viva, pero Rigg la temía, porque era posible que le deseara la muerte y que el hombre al que llamaba «Padre» lo hubiera salvado de ella.
Y «Padre» lo había enviado, no a buscar a su madre, sino a su hermana, Param Sissaminka. ¿Por qué ella y no otra persona? ¿Por qué esto, en lugar de una misión política? Era como si Padre estuviera diciéndole que, al margen de su supuesta identidad, no debía preocuparse por la política y las maniobras de la familia real y de la gente que los había depuesto y los mantenía cautivos, sino por la propia Param.
¿Era eso lo que preocupaba a Padre? No se podía negar que se había tomado su tiempo para instruir a Umbo y también a Nox en el uso de sus dones. Y había trabajado incesantemente con Rigg y sus rastros. Padre le había proporcionado a Rigg las habilidades que necesitaba para sobrevivir en el viaje, más o menos —su confinamiento en aquel camarote no era testimonio del glorioso éxito de sus esfuerzos—, pero el objetivo era que llegara hasta su hermana y nada más. A Padre le importaba un comino quién gobernara en Aressa Sessamo. Lo único que le preocupaba era que Rigg y Param se encontraran.
«Pero ¿y a mí? ¿Por qué dejo que mi padre siga dominando mis actos? ¿Y si yo deseo gobernar Aressa Sessamo? ¡Tal vez quiera reclamar mi antigua herencia! O sólo averiguar quién es mi auténtico padre y llegar a conocer y amar a mi auténtica madre, a quien tal vez se le partiera el corazón cuando me robaron de su lado.
»¡Quizá quiera hacer lo que me parezca con mi vida!
»El único problema es que no tengo ni la menor idea de lo que quiero hacer.»
Llegaron a Aressa Sessamo de noche. Tal como estaba previsto, dedujo Rigg, puesto que aquel mismo día habían esperado varias horas con el ancla echada. Los canales de entrada en el gran puerto estaban bien iluminados de noche, al parecer. Y cuando Rigg, recién bañado, ataviado con la ropa limpia que le habían traído, salió del camarote, lo hizo con una bolsa en la cabeza y las manos atadas a la espalda. Lo llevaron hasta un palanquín, donde continuó solo y en silencio, puesto que le habían advertido que si gritaba o hablaba, lo amordazarían.
Y así fue como entró en la gran ciudad, de noche, encapuchado, percibiendo únicamente los ruidos de las calles que cambiaban a medida que avanzaba pero de formas que era incapaz de entender. Lógicamente, era consciente en todo momento de los rastros que rodeaban el palanquín, tanto los antiguos como los nuevos. Sabía dónde estaban las calles ahora y dónde habían estado antes, pero no qué clase de edificios las jalonaban, aunque sí podía conocer su altura por los rastros recientes que ascendían dando vueltas piso a piso.
También podía ver sitios por donde nadie había pasado en mil años, porque los rastros que los atravesaban eran muy antiguos. Pero por qué razón habían quedado abandonados durante tanto tiempo, no alcanzaba a imaginarlo.
Finalmente, el palanquín se detuvo en un jardín —lo supo por los trinos de los pájaros y los numerosos rastros dejados por éstos por todo el lugar—, alguien abrió la puerta y alargó el brazo para quitarle la bolsa de la cabeza.
Era una mujer, ataviada con una sencilla túnica y con el cabello toscamente recortado. No era demasiado hermosa, pero se parecía bastante a él.
—Bienvenido a Aressa Sessamo, Rigg —dijo—. Soy tu madre.
LA CASA DE FLACOMMO
—Nos vimos atrapados en mitad de una turbulencia —dijo el prescindible—. Tratamos de impedirlo porque no sabíamos lo que nos pasaría en un caso así. La mayoría de los ordenadores predijeron que la nave quedaría seccionada o sería aniquilada.
Ram había estado estudiando los informes procedentes de todas las secciones de la nave.
—Pero no resultamos seccionados ni aniquilados. Seguimos intactos.
—Más que intactos —dijo el prescindible.
—¿Cómo se puede estar más que intacto? —preguntó Ram.
—Otras dieciocho copias de nuestra nave, aparte de nosotros mismos, atravesaron el pliegue.
Ram trató de visualizar lo que describía el prescindible.
—Pero no ocupaban el mismo espacio al mismo tiempo.
—La naturaleza cuantizada de la transición expulsó diecinueve versiones de la nave colonia a intervalos regulares. Estamos separados de las demás por unos cuatro segundos, lo que significa que hay una distancia segura entre nosotros, mientras no encendamos los motores o generemos un campo que pueda atravesar otra de las naves.
—¿Y en todas las naves —preguntó Ram— hay una versión de ti hablando con una versión de mí?
—Todos los prescindibles han informado de que todos los Ram Odín quedaron inconscientes en el mismo momento. Todos te colocamos en la misma posición, te pusimos el arnés y esperamos a que despertaras para que pudieras decirnos lo que debíamos hacer. Todos nosotros estamos hablando con nuestros respectivos Ram Odín y diciendo idénticas palabras al mismo tiempo.
—El espacio-tiempo es un cabronazo, ¿eh? —dijo Ram.
—Sí que lo es —dijo el prescindible—. Diecinueve veces.
—Así que, si todos mis yoes están diciendo lo mismo a la vez —dijo Ram—, yo diría que hay cierta redundancia.
—Cosa que no tiene nada de malo.
—Pero en algún punto, alguno de nosotros hará algo diferente. Divergiremos.
—Tal como están diciendo en este preciso instante todos tus yoes —dijo el prescindible.
—Y cuando diverjamos, será imposible para los prescindibles y los ordenadores de todas las naves saber a qué versión de Ram Odín deben obedecer —dijo Ram—. Por ello, os ordeno a ti y a todos los demás prescindibles que matéis inmediatamente a todas las demás copias de Ram, salvo a mí.
La reina —su madre— lo ayudó a bajar del palanquín y a ponerse de pie sobre el suelo de suaves losetas del patio del jardín.
—Mi precioso muchacho —dijo, mientras se apartaba un paso para examinarlo.
—He tenido días mejores —dijo, porque le resultaba extraño que lo llamaran «precioso». Nadie lo había llamado nunca «precioso». Ni siquiera «apuesto». En O, los únicos objetos de admiración habían sido su dinero y su ropa.
Ella alargó los brazos, y lo estrechó entre ellos.
—Te veo con los ojos de una madre que llevaba mucho tiempo dándote por muerto.
—¿De veras, madre? —preguntó Rigg en voz baja—. ¿Creías que estaba muerto?
No era sólo una pregunta personal, también lo era política e histórica. Si pensaba que estaba muerto, no era la responsable de que se lo llevaran para ponerlo a salvo. Además, significaba que no lo habían secuestrado, porque de haber sido así, su madre podía haber pensado que alguien lo tenía cautivo para utilizarlo por sus derechos al trono. Para que pensara que estaba muerto, o bien los secuestradores tenían que haberla engañado —con una nota cruel, manchada con sangre de animal u otro tipo de prueba— o bien ella misma lo había enviado lejos de sí con intención de que lo mataran.
Había precedentes, a fin de cuentas. Las madres de su familia no siempre eran muy amorosas con sus pequeños.
—No seas indiscreto —murmuró ella con los labios pegados a su cabello.
El mensaje estaba claro: aquél no era un encuentro privado, sino público. Todo lo que dijera estaría gobernado, no por la simple verdad, sino por lo que ella necesitara que oyeran y creyeran los espectadores. Por consiguiente, no averiguaría nada sobre su pasado o el de ella, sino sobre lo que estaba sucediendo en el presente.
Como su propio futuro estaba en juego, no necesitaba que le advirtiera que tuviese cuidado. Pero al mismo tiempo, no sabía muy bien lo que podía considerar ella una indiscreción. Así que quizá estuviera pidiéndole que no dijera nada.
Podía esperar. De momento, incapaz de impedirlo, sintió una punzada de compasión hacia ella, una mujer que incluso cuando daba la bienvenida a un hijo perdido mucho tiempo atrás, tenía que vigilar cada una de sus palabras, cada uno de sus gestos, cada una de sus acciones y cada una de sus decisiones.
Una especie de prisionera a causa de los crímenes de sus antepasados; pensaba como una reclusa aterrada por sus guardianes. Para ella, todo el mundo era un informador.
¿Y dónde estaba su hermana? ¿Por qué no la había mencionado nadie? No se atrevió a preguntarlo, en aquel momento no, aún no.
Rigg se apartó al sentir que ella relajaba su abrazo. Miró a su alrededor y vio que había al menos una docena de personas en el patio y posiblemente más tras él. Era una ceremonia de enorme importancia política. La emperatriz Hagia Sessamin había decidido reconocerlo como príncipe de la casa real incluso antes de tener la ocasión de verlo a la luz del día. Era una decisión política que probablemente hubiera tomado tras oír los informes de los mensajeros enviados por el general Ciudadano. Si él era amigo de la casa real, eso explicaría el cautiverio solitario de Rigg, así como los grilletes con los que lo había cargado entre el barco y la ciudad. Había que hacer una exhibición pública de la severidad con la que el general Ciudadano trataba al primogénito real recién encontrado. Del mismo modo que Hagia Sessamin tenía que hacer una exhibición pública de cariño con un abrazo amoroso, aunque en secreto, el deseo de su corazón fuera asesinarlo tan pronto como fuese prudente hacerlo, para preservar la ley de su abuela Aptica sobre la precedencia femenina en la línea de sucesión.
—Cuánto te estoy complicando la vida, madre… —dijo con una sonrisa.
Observó con detenimiento cómo reaccionaba ella a estas palabras. En un primer momento, con un destello de furia. ¿Teñido quizá con un poco de miedo? Sí, en efecto. Puede que temiera que al final se mostrara indiscreto y pudiera decir algo que lo pusiera todo en peligro. Pero ¿de qué otro modo podía decirle él que entendía el dilema en el que se encontraba, al margen de los planes que tuviera reservados para él? Si se hubiera limitado a seguirle el juego, sin decir nada, ella estaría preguntándose a qué estaba jugando, lo bien que lo habían entrenado e instruido y quién había sido el responsable. En cambio, lo que él quería era que viese que pretendía comportarse, no como alguien que hubiera sido entrenado e instruido, sino más bien como él mismo. Estaba haciéndose el ingenuo. Si su madre era astuta, le dejaría seguir su juego, porque cuanto más inocente pareciera, menos temor inspiraría a los antimonárquicos y menos decididos estarían los miembros de la facción promasculina a matarla para hacer de él el único candidato al trono.