Authors: Orson Scott Card
—¿Quién? —preguntó Rigg.
—Tu padre.
—Nadie lo llama así.
—Los niños lo hacíamos —dijo Umbo—. Todos lo llamábamos así, pero no delante de ti ni de él.
—Pero el Hombre Dorado es el Inmortal —dijo Rigg—. Y no creo que ese título le pegue a mi padre.
—Él te dio las piedras a ti, así que son tuyas. Además, ¿de qué nos van a servir si tengo que esconderme con Hogaza y Olivenko? Ya hemos comprobado lo que pasaba al tratar de vender una de ellas. —Alargó la mano hacia la cintura, donde guardaba el cuchillo que Rigg había robado en el pasado.
—Eso quédatelo —dijo Rigg—. Es tuyo. —Y al ver que Umbo amagaba con protestar, añadió—: Es un regalo.
Param respiró hondo y dijo:
—Rigg, no entiendo por qué tenemos que separarnos. Umbo pude llevarnos al pasado a todos a la vez. Lo demostró el día que nos llevó hasta Olivenko.
Rigg no tuvo que responder porque Umbo lo hizo en su lugar.
—Lo que le preocupa a Rigg no es viajar al pasado. Es volver al presente.
—Pero si lo habéis hecho una y mil veces —dijo Param—. Los mensajes que te enviaste a ti mismo, a Rigg, a Hogaza…
—Es distinto cuando sólo tengo que aparecerme a alguien y hablar. Parte de mí se queda en el presente y una parte regresa. O estoy en los dos tiempos a la vez. Pero cuando me desplazo por completo, como cuando Hogaza y yo saltamos el pasado para coger una de las piedras del lugar en el que la habíamos escondido, cerca de la Torre de O, al volver al presente no rehago el camino entero. Aquella vez volvimos un día antes de llegar a O. Más de un día antes de que saltáramos al pasado.
—Pero ¿qué es un día? ¿Qué más da un día? —preguntó Param.
—Disculpadme, señorita —dijo Umbo—. Nos sabemos si siempre es un día. Podría ser un solo día. Pero podría ser la misma diferencia en proporción. Saltamos seis meses hacia atrás y volvimos casi un día antes. Un año supondrían dos días de diferencia. Mil años serían más de dos mil días. Y once mil años podrían ser veintidós mil días. Casi cincuenta años.
Param asintió.
—Pero ¿qué importará eso, si abandonamos este cercado?
—¿Y si queremos volver a él algún día? —preguntó Rigg—. ¿Y si encontramos el modo de destruir el poder del general Ciudadano? Porque tengo la sensación de que Madre y él están a punto de recordarle a todos por qué estalló la Revolución. ¿Y qué podremos hacer si aparecemos treinta años antes de haber nacido?
—O trescientos —añadió Umbo—, porque podría ser al azar.
—O quizá —dijo Rigg—, si se remonta mucho en el tiempo, no pueda volver al presente y nos quedemos atrapados en un mundo anterior a la llegada de la raza humana. Es un experimento que no podemos permitirnos el lujo de hacer.
—Así que yo me quedo en el presente —dijo Umbo— y envío a Rigg, a Hogaza y a Olivenko al pasado, antes de que existiera el Muro. Y luego ellos esperan a que crucemos usando tu poder para hacernos invisibles. Si podemos.
—¿Y si no podemos? ¿Y si el Muro nos detiene incluso en ese estado? —preguntó Param.
—Entonces volveré —dijo Rigg— y te llevaré también conmigo.
—Y dejaremos a Umbo atrás.
—Sin nosotros —dijo Rigg—, Umbo no correrá peligro.
—¿Qué más les doy yo? —preguntó Umbo. Su voz pretendía parecer despreocupada, pero había algo en ella que contradecía esta idea. A Rigg se le ocurrió que realmente le fastidiaba que nadie lo tomara en mucha consideración.
—Tienes razón —dijo Rigg—. Nadie se preocupará por ti… pero eso es porque son idiotas. Eres el más poderoso de nosotros. El que viaja en el tiempo eres tú. Tú eres el que puede cambiar las cosas. El único.
Vio que Param volvía a mirar a Umbo. Puede que nunca se le hubiera ocurrido —criada en un mundo en el que sólo importaba la realeza— que Umbo pudiera ser alguien especial. Era el hijo de un plebeyo del curso alto. Pero también era el único viajero temporal del mundo. A Param no le vendría mal darse cuenta de que la nobleza de sangre no significaba nada. Lo único que te convertía en importante o genuinamente noble era lo que podías y decidías hacer.
Avanzaron un poco más, hasta la cima de una loma, y Rigg vio que era un lugar apropiado. No era ideal: había afloramientos de roca y sitios que, a todas luces, habían sido erosionados por el viento. Pero estaba en lo alto de una colina en medio de un paisaje seco. Ningún río lo atravesaba. Y había rastros de animales antiguos y cuya posición revelaba que el nivel no había cambiado demasiado en el tiempo transcurrido.
—Esto nos servirá —dijo Rigg—. Como ha dicho Hogaza, si es que funciona…
Llevaron los caballos hasta el borde mismo de la influencia del Muro y descargaron los petates. Los animales comenzaron a pastar en la escasa hierba que pudieron encontrar.
Rigg se subió a unas rocas desde las que podía ver lo que se extendía al otro lado del Muro. Umbo fue tras él. Finalmente, Rigg localizó en la lejanía los rastros que necesitaba para saber hasta dónde tenían que llegar para cruzarlo.
—Es un kilómetro y medio, más o menos —dijo Rigg—. ¿Ves ese retoño de roble retorcido, junto a esa roca puntiaguda? Cuando lleguemos allí, puedes devolvernos al presente.
—Eso es más de kilómetro y medio —dijo Umbo.
—Puede que sí —dijo Rigg.
—¿Puedes caminar muy rápido, cargado con el equipaje?
—Lo suficiente. Param estará contigo.
—¿Y si el poder de Param no nos permite cruzar el Muro al final?
—Pues entonces al menos desapareced un rato, hasta que se marchen.
—Quizá deberíamos cruzar primero ella y yo —dijo Umbo—, para asegurarnos de que podemos hacerlo.
—Si no los tuviéramos a una hora de distancia —dijo Rigg—, sería una buena idea. Pero cuando Param se hace invisible, se mueve muy, muy despacio. Podríamos tener que esperar una semana para que atraveséis ese kilómetro y medio. O más.
—De acuerdo —dijo Umbo—. Me sentaré aquí para vigilar. Ayuda a Param a subir, ¿quieres?
—Que los santos te protejan —dijo Rigg mientras comenzaba a descender.
—Aguarda —dijo Umbo—. ¿No deberíamos quedarnos parte de las provisiones?
Rigg se echó a reír.
—Umbo, para vosotros sólo pasará una hora, como máximo. Por mucho que tardéis en atravesar juntos ese kilómetro y medio. No te entrará hambre. Ni siquiera tendrás ganas de hacer pis.
—Pues necesito hacerlo ahora mismo.
—Bueno, pues hazlo, pero por el otro lado de esta roca mientras nosotros subimos por este.
Rigg buscó a Param.
No estaba por ninguna parte.
Al ver su rastro se dio cuenta de que al final había decidido hacer una prueba. Pero se movía más deprisa que nunca en su estado invisible. Incluso pudo ver una leve perturbación del aire en el lugar donde se encontraba, con la forma de ella. Estaba en la frontera de la invisibilidad.
Aun así se movía mucho más despacio que una persona al caminar con normalidad. ¿Hasta dónde pretendía llegar? Porque los rastros de sus perseguidores seguían acercándose y, a la velocidad a la que avanzaban, el grupo de Rigg no podía demorarse demasiado. Necesitaban tiempo para cruzar el Muro antes de que Umbo desapareciera con Param. Era una irresponsabilidad emplear los pocos y preciosos minutos de los que disponían en experimentos. Para ella no serían más que uno o dos minutos, Rigg estaba seguro. No se había acercado al Muro más que diez o doce metros. ¿Qué podía haber descubierto con ello?
Su hermana se hizo visible.
Chilló.
Rigg corrió hacia ella, lo mismo que Olivenko y Hogaza.
—¡Yo la cojo! —gritó Rigg—. ¡No os acerquéis! —Ya sentía cómo comenzaban a invadirle el corazón la congoja, la desesperación y el terror. Sabía que nunca podría alcanzarla, que todo estaba perdido. Sabía por qué había gritado.
Ella se movía tambaleándose hacia él, con una máscara de pesar y locura por rostro.
—¡Corre hacia mí! —gritó Rigg—. ¡No vuelvas a desaparecer! ¡No tenemos tiempo!
La alcanzó al cabo de un instante, pero para entonces el miedo ya era insoportable. Su mente comenzó a inventar razones para justificarlo. Estaban atrapados en el Muro y nunca podrían escapar. La tierra se abriría y se los tragaría. El general Ciudadano había llegado para matarlos. Nada saldría bien, todo fracasaría.
Param no habría podido llegar tan lejos de haber sentido aquello mientras se movía siendo invisible hacia el Muro. Y podía acabar con ello con sólo volver a hacerse invisible. Pero si lo hacía, entonces sí que tendrían buenas razones para preocuparse. Porque para cuando saliera de aquel estado, sus perseguidores estarían demasiado cerca y ya nunca lo conseguirían.
Param era más fuerte de lo que Rigg sospechaba. Y él también, más de lo que esperaba. Porque ni ella aceleró su movimiento para acabar con el tormento ni él le suplicó que lo hiciera, a pesar de que lo estaba deseando.
Dieron otro paso, luego otro más y de repente pudieron sentir cómo comenzaba a esfumarse el terror. Dos pasos después, ya no lo sentían. Estaban junto a los demás.
—Tenía que saberlo —dijo Param—. Tenía que saber si mi patético y pequeño poder podía llevarnos al otro lado.
—¿Y? —preguntó Rigg.
—Lo notas incluso con el tiempo ralentizado —dijo Param—. Era horrible. Pero al volver al tiempo real, se hizo mucho peor. Insoportable. Tú mismo lo has sentido. Así que mi poder sí que funciona y creo que si me ralentizo aún más, Umbo ni siquiera lo sentirá. O será tan leve que podrá ignorarlo. Y otra cosa. Después no empeora. Se convierte en un tormento muy rápidamente y luego continúa igual todo el rato. En ese momento me detuve, al darme cuenta de que no empeoraba con cada paso que daba. Lo que hemos sentido ahí, hermano mío, es lo peor que puede hacer el Muro, creo.
—Pues ya ha sido suficientemente malo —dijo Rigg.
—Tienes lágrimas y mocos por toda la cara —dijo Hogaza—. Estás horrible.
Rigg se limpió la boca y la nariz con un pañuelo y luego le dirigió una mirada hosca.
—Llevadla a aquella roca. Subid allí con Umbo y luego volved aquí y coged vuestros petates. Vamos a tener que atravesar corriendo ese kilómetro y medio si queremos conseguirlo antes de que nos alcancen el general Ciudadano y sus hombres.
—¿El general Ciudadano en persona?
—Conozco su rastro —dijo Rigg.
—¿Y Madre? —dijo Param.
Pronto podría comprobarlo con sus propios ojos.
—Madre también —dijo Rigg.
—¿Ha venido a ver cómo nos atrapa? ¿A vernos morir?
—O a ver cómo atravesamos el Muro —dijo Rigg—. Van a caballo, al galope. ¡Id a la roca!
A pesar de las prisas, los dos hombres tardaron no menos de cinco minutos en subir a Param a la roca, volver a bajar y recoger sus petates.
—¿Listos? —preguntó Rigg.
—Sí —dijo Olivenko.
—Por supuesto —dijo Hogaza.
Rigg se adelantó dos pasos hasta el antiquísimo rastro que iban a seguir, hasta el lugar en el que se adentraba en el Muro. Cogió la mano de Hogaza y éste la de Olivenko. Y entonces, mientras observaba el rastro con toda su atención —porque era muy antiguo y borroso—, Rigg estiró el brazo y bajó el puño en el aire, como si accionara una palanca.
Al instante vio que el rastro comenzaba a revelar la forma de un animal que corría, corría y corría. «No —pensó—. Se mueve demasiado deprisa, no podremos seguirlo.» Pero entonces se dio cuenta de que sólo era el efecto del rastro. El animal estaba caminando. Como él esperaba.
Nunca había visto una criatura como aquélla. Era un poco más pequeña que un ciervo y se trataba obviamente de un herbívoro, no de un depredador. No se había equivocado en su análisis. Pero no estaba cubierta de pelo ni de escamas, sino de algo cortante.
«Oh, qué maravilla. Acabo de encontrar un puercoespín gigante.»
Pero vio que, mientras se limitara a poner la mano sobre él con firmeza, sin acariciarlo a contrapelo, no se haría daño.
«Tócalo», se dijo.
Pero sabía que si lo asustaba, si echaba a correr, nunca lo conseguirían. Se obligó a seguir con la mirada el rastro de la criatura por detrás. Así podía tocarla sin que supiera que él se encontraba allí.
Alargó la mano, la posó sobre los cuartos delanteros y al instante echó a andar a su misma velocidad. Las cerdas puntiagudas eran ásperas al contacto, pero no le hicieron daño. A su alrededor, el paisaje había cambiado. Se encontraba en el pasado. El cielo era más brillante. Era mediodía y el clima era más caluroso. No había una sola nube en el cielo.
El animal no reaccionó a su contacto ni a su presencia. Puede que no le tuviese miedo porque nunca había visto ni olido un ser humano. Puede que aquélla fuera su manera de demostrar el miedo, seguir moviéndose sin cambiar el paso.
Rigg se tomó la libertad de mirar hacia atrás un instante y vio que los demás seguían con él.
Olivenko estaba estirando su brazo libre en aquel mismo instante. Tocó al animal en la grupa, justo encima del lugar en el que la gruesa cola, muy similar a la de un reptil, se separaba de las ancas. Ni aun así saltó la criatura. Hecho esto, Olivenko soltó la mano de Hogaza para que también él pudiera tocarla.
Una vez que Hogaza tuvo la mano apoyada sobre el animal, Olivenko lo rodeó, dio un pequeño salto sobre la cola sin dejar de estar en contacto con él y luego avanzó por el otro lado hasta colocarse casi a la misma altura que Rigg.
«No, no avances más», pensó éste.
Olivenko no lo oyó, pero al parecer tenía el suficiente sentido común como para entender el peligro. No dejarse ver por el animal, ése era el plan, porque Rigg se había dado cuenta en aquel momento de que los ojos no estaban en la misma posición que los de una vaca o un ciervo. Los tenía justo delante, como un lémur, un búho o un humano. Si seguían en la posición que habían adoptado en aquel momento no podría verlos. Puede que los nervios de su dermis no fuesen tan sensibles como los de los mamíferos. Puede que las púas le impidieran sentir su presencia si no hacían movimientos bruscos.
Y hasta donde ellos sabían, podían dejar ir al animal, ahora que estaban en su tiempo, sin abandonar el pasado. Pero Rigg no podía estar seguro. Nunca había retrocedido tanto en el tiempo. Sin el animal para mantenerse firmemente anclados en aquel momento, ¿bastaría con el poder de Umbo para que no volvieran al presente?
Habían recorrido medio kilómetro de este modo cuando Rigg recordó que no había sentido la presencia del Muro. Como si no existiera. Porque no existía. Estaba en un tiempo en el que los humanos aún no habían llegado a Jardín y no había Muro, ni enemigos que les ganaran terreno a toda velocidad.