Authors: Orson Scott Card
Y no es que Param hubiera sido rica. En realidad no poseía nada. Pero Umbo se había dado cuenta de que no poseer nada como miembro de la realeza era muy distinto a no poseer nada como campesino. Nunca le había faltado la comida. No había en ella ni el menor rastro de esa delgadez que provoca el hambre. Nunca había tenido que ir a buscar agua a un río o a un arroyo, la interminable tarea que convertía a las jóvenes chicas de pueblo en criaturas fibrosas, nervudas y fuertes que no tenían nada que temer de ningún hombre que no hubiera trabajado al menos tan duro como ellas.
Pero, débil o no, ahora lo único que importaba era que Param lo llevara al otro lado del Muro después de que él ayudara a cruzar a Rigg, Hogaza y Olivenko.
—¿Tengo que estar en silencio mientras te concentras? —le preguntó la muchacha.
—No lo sé —dijo Umbo—. Nadie me ha hablado nunca mientras hacía esto.
—Entonces estaré callada hasta que me hables tú —respondió ella.
Umbo observó cómo se cargaban sus petates Hogaza y Olivenko antes de acercarse a Rigg, que ya llevaba el suyo a la espalda. Tras unos últimos preparativos, estuvieron listos y Rigg dio la señal de inicio.
—Vamos allá —le dijo Umbo a Param mientras se disponía a alterar la percepción del flujo temporal para Rigg, Hogaza y Olivenko. De momento, no supondría ninguna diferencia para los dos adultos. Ellos no podían ver los rastros, así que no notarían nada. Pero Rigg sí y Umbo vio que volvía la cabeza en todas direcciones hasta encontrar el rastro que estaba buscando.
Y entonces, con una repentina sacudida, sintió el cambio que se producía cuando Rigg se concentraba y los tres salían disparados hacia el pasado.
En las ocasiones anteriores, cuando Rigg había hecho aquello, no había sentido más que un cosquilleo. Puede que un poco más intenso al alejarse más en el tiempo, como cuando habían saltado varios siglos para robar el cuchillo con incrustaciones de gemas que Umbo llevaba ahora al cinto.
Pero los más de once mil años que debían saltar esta vez convirtieron aquel hormigueo en una sacudida tan fuerte que Umbo perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Param tuvo que sujetarlo para que no se cayera del pequeño promontorio. Con la respiración entrecortada, vio cómo emprendía la marcha el grupo de viajeros por los casi dos kilómetros de anchura del Muro.
Quizá, si se sumergía también él en el tiempo alterado, pudiera ver a qué criatura estaban agarrados. Pero si lo hacía, los acompañaría al pasado —llevándose consigo a Param, que estaba agarrada a él— y quedarían todos perdidos allí. Así que refrenó la curiosidad que le inspiraba la forma invisible sobre la que apoyaban las manos sus compañeros y se concentró en mantener la proyección en el pasado lejano.
Cuanto más se alejaban, más se sentía como si algo estuviera tirando de él por dentro, estirándolo como las hebras con las que se forma un cordel. No era nada fácil. Nunca se le había pasado por la cabeza la idea de que adentrarse tanto en el tiempo pudiera suponer un peligro. Pero la sensación de que alguien lo tenía agarrado por las tripas y estaba tirando de ellas hacia el pasado no podía significar nada bueno.
Pero aun así siguió manteniéndolos allí, en el pasado remoto, mientras se adentraban cada vez más en el Muro. Podía ver que sus piernas se movían con rapidez, pero encorvados como estaban, aunque sólo fuese un poco para mantener las manos en contacto con el invisible animal, no podían dar zancadas demasiado largas. Se arrastraban como un insecto de seis patas.
Comenzó a marearse. Le entraron ganas de beber agua. Sintió la necesidad de respirar hondo y lo hizo. Tenía ganas de orinar, a pesar de que lo había hecho poco antes de subirse allí. Era como si su cuerpo quisiera distraerlo de lo que estaba haciendo y estuviera recurriendo a cualquier medio para conseguirlo.
Pero los brazos de Param lo rodeaban desde atrás. Eran los brazos de una mujer, por débil que pudiera ser, y le recordaron a su madre, la única mujer que lo había abrazado así, que lo habían sujetado cuando lo invadía la rabia hacia su padre, cuando no quería hacer otra cosa que escapar corriendo.
Nunca había entendido por qué quería su madre que se quedara. ¿Para recibir palizas? ¿Para que le recordaran una vez tras otra que un niño de su estatura no podía encargarse de ninguna tarea de hombre? Sólo cuando lo dominaron la tristeza por la muerte de Kyokay y, aunque tratara de ocultarlo, la rabia hacia Rigg por haber dejado morir a su hermano pequeño, sólo entonces pudo escapar de aquel abrazo y salir a los caminos con Rigg.
Y ahora lo estaban abrazando de nuevo, y esta vez el abrazo no parecía una prisión. Era más bien como si Param estuviera prestándole sus fuerzas, como si algo fluyera al interior de su pecho desde las palmas abiertas de ella. Eran como una sola persona, allí subidos en aquella roca, y así permanecieron, los dos de rodillas, mientras Rigg, Hogaza y Olivenko dejaban atrás el punto que marcaba la mitad de su camino.
Los cascos de unos caballos resonaron y Umbo oyó que sus propias monturas, ya nerviosas por la proximidad al Muro, relinchaban mientras pateaban nerviosamente el suelo con los cascos.
Sintió que el cuerpo de Param se retorcía tras él. Sabía que estaba buscando el origen del sonido. En ese momento, Param se dio la vuelta y una de sus manos abandonó por un instante su pecho. Hizo unos movimientos bruscos y rápidos. Debía de estar indicando a Rigg que se apresurara. Y Rigg se volvió mientras corría y la vio.
—Están aquí —susurró Param—. Olvídate de ellos. Concéntrate en Rigg y en los hombres y sigue haciendo lo que debes mientras puedas. Yo hablaré cuando haya que hablar… y espero que no sea necesario.
Así que Umbo oyó, sin prestar atención, a la docena de caballos que se iban acercando y luego comenzó a oír cómo piafaban y relinchaban cuando sus jinetes trataban de obligarlos a acercarse al Muro. Los caballos se salieron con la suya. Los hombres armados tuvieron que desmontar para adentrarse en el espacio que separaba el Muro y el promontorio en el que estaban arrodillados Umbo y Param.
Aquellos hombres portaban espadas, pero en las manos llevaban las terribles armas de las que Rigg les había hablado al contarles el último encuentro de Param y él con su madre, la reina: gruesas barras de hierro con tiras anudadas a modo de empuñadura para que fuesen más fáciles de manejar.
—¡Bajad aquí los dos! ¡Llama a tu hermano, Param! —Era un hombre. La voz era la del general Ciudadano, fuerte, grave y autoritaria. Pero Umbo se limitó a tomar nota de ella sin desviar los ojos, mientras Rigg y los demás seguían avanzando por la pradera. ¿Cuánto les quedaba? ¿Habían recorrido ya tres cuartas partes del camino? «Daos prisa.» Ciudadano no mataría a Param, de eso estaba seguro, pero sus hombres podían ejecutarlo a él sin la menor compasión.
—Quietos ahí —dijo Param, y Umbo quedó sorprendido al oír la autoridad que se desprendía de su voz—. Entre los dos estamos conteniendo el Muro. Si nos hacéis daño, os destruirá.
Umbo comprendió al instante la estratagema de Param. Los hombres ya estaban nerviosos por el influjo del Muro, y comenzaban a acusar los primeros fuegos de la desesperación. Param estaba utilizando contra ellos aquel miedo.
—Somos lo único que os separa de la destrucción —dijo Param.
Entonces llegó una voz de mujer, aunque Umbo tampoco pudo verla. A juzgar por el sonido, los dos seguían a caballo.
—Param, cariño —dijo la reina Hagia—, deja que te acojamos de nuevo en el seno de la familia.
—Lo dice la misma mujer que trae esas barras de hierro para matarme.
—Sólo si desapareces y tratas de escapar, querida mía. Si te quedas con nosotros, nadie te hará el menor daño.
—Todo cuanto dices, mi señora reina, es falso —dijo Param, no con cólera, pero sí con autoridad.
—Como tú —respondió la reina—. No puedes hacer nada con el Muro, ni contenerlo ni liberarlo. Aquí no tienes poder.
—Reconozco al muchacho —dijo el general Ciudadano y su caballo se adentró lentamente en el campo de visión de Umbo, avanzando por los bordes del Muro con pasos cuidadosos—. Saltaste desde el barco en el río, si no recuerdo mal.
Umbo sintió el impulso de responder, pero los dedos de Param se le clavaron en el pecho y no dijo nada. Se limitó a medir la distancia que aún les faltaba por cubrir a Rigg y a los demás.
—Nunca nos tocarán —susurró Param—. Aquí no tienen ningún poder.
—Os necesitamos a los dos —dijo el general Ciudadano—, o a ninguno. Si no haces volver al hijo de la reina desde el Muro, tú tampoco nos servirás de nada.
Param se echó a reír. Su risa resonó cálida y ronca en los oídos de Umbo, y sintió su vibración por la espalda, donde se tocaban sus cuerpos.
—Ciudadano —dijo Param—, ¿asistes el milagro de alguien que cruza el Muro y lo único que se te ocurre es pedirle que vuelva? ¿Es que no te importa nada más que tus mezquinos deseos y ambiciones? Eres un hombre demasiado pequeño para la Radiante Tienda. Si de verdad estás destinado a ser el rey, ve al Muro tú mismo y tráelo de vuelta. Sólo el rey de la Radiante Tienda puede atravesar el Muro… y ése nunca serás tú. Careces del valor para intentarlo y de la fuerza para conseguirlo. Es mi hermano el rey legítimo, por su sangre, por sus derechos y por su fuerza. El Muro lo acepta. Él gobierna el Muro. Tú no gobiernas nada en este mundo, salvo a unos hombres temerosos.
Lo dijo con voz lenta y parsimoniosa. No gritó las palabras, sino que las entonó como si fuesen una música. Umbo se dio cuenta de que los soldados, al oírla, se ponían tan nerviosos como los caballos y comenzaban a agitarse inquietos de un lado a otro.
Ya no quedaba mucho tiempo. A Rigg no le faltaban más de doscientos metros por recorrer. ¿Por qué no echaba a correr? Pero su amigo no hacía más que mirar hacia atrás, como si estuviese observando a Ciudadano y a la Reina. «No puedes hacer nada por nosotros, salvo llegar al otro lado —sintió ganas de gritarle—. Así que apresúrate y corre sin apartar los ojos de la meta.»
—Creo que hay que matar al muchacho —dijo la reina—. Está haciendo algo. Creo que es el que hace posible que Rigg atraviese el Muro.
—Los arcos —ordenó el general Ciudadano.
—No le haréis ningún daño a este muchacho —dijo Param—. Está bajo mi protección.
—Creo que mi hija no puede hacerlo desaparecer hasta que Rigg esté a salvo al otro lado —dijo la reina—. Es él quien tiene el poder, el mago.
—Apuntad al muchacho, pero no hagáis daño a Param Sissaminka —dijo el general.
Desde lejos, Rigg levantó un brazo y bajó el puño violentamente. Era la señal convenida para que Umbo los devolviera al presente, pero era obvio que se había equivocado. Aún no habían llegado al otro lado.
—Dos minutos más —murmuró Umbo.
—¡Matadlo ahora mismo! —gritó la reina—. ¿A qué estáis esperando?
Rigg volvió a bajar el puño, con más urgencia esta vez, y Umbo pensó de repente que cabía la posibilidad de que no estuviera preocupado por su seguridad y no hubiera echado a correr para que Param y él pudieran desaparecer. Puede que tuviese sus propias razones, allá en la época en la que se encontraban, para regresar al presente cuanto antes.
Tras él, Param se puso en pie.
—¡Esperad! —dijo—. ¡Ya bajamos! Arriba, amigo mío. —Sus manos sujetaron a Umbo bajo los brazos y lo ayudaron a levantarse. Éste pudo ver por el rabillo del ojo que una docena de arcos, sin dejar de apuntarlo, subía lentamente a medida que él se levantaba.
La urgencia de Rigg era evidente. «Tráenos ya de vuelta», decían sus señales. Así que, al fin, Umbo tiró de ellos.
Vio que se tambaleaban, afectados de repente por el impacto del poder del Muro. Vio también que se habían traído el animal consigo, una extraña criatura de pelaje brillante, de cuatro patas y con una gruesa cola. El animal corría a toda velocidad, lo mismo que los dos hombres, lo mismo que Rigg. El animal era el más rápido, seguido por Olivenko y Hogaza. Rigg iba el último. De pronto se tambaleó.
«No tendría que haberlo traído —pensó Umbo—. Va a volverse loco antes de ponerse a salvo.»
—Los he traído de vuelta —dijo en voz baja—. Ya no puedo hacer nada más por ellos.
Las manos de Param seguían alrededor de su pecho, apretándolo contra ella.
—Bajad los arcos e iremos…
En mitad de la frase, hizo algo y el mundo quedó totalmente en silencio. Y al mismo tiempo, todo comenzó a suceder mucho más deprisa. De un vistazo, Umbo vio que los hombres llegaban al final del Muro mientras Rigg, todavía dentro de sus límites, se retorcía en el suelo como un gusano al que le hubieran prendido fuego. Al instante, Olivenko y Hogaza volvieron y lo recogieron. Todo sucedió muy deprisa. Antes de que hubieran pasado cinco segundos, y mientras él observaba, sintió que Param lo arrastraba a un lado. Sus manos tiraron del cuerpo de Umbo y luego bajaron por su pecho hasta encontrarse con las de él, que estaban subiendo. Todavía detrás de él, lo agarraron e hicieron que se agachara.
Los soldados ya no tenían los arcos en las manos. ¿Habían llegado a disparar sus flechas? Si lo habían hecho, había sido demasiado rápido para que Umbo lo viera. Sentía un hormigueo en un par de sitios y se preguntó si sería lo que se sentía cuando te atravesaba una flecha estando invisible en el tiempo ralentizado de Param.
Algunos de ellos trepaban a la roca con sus barras de metal. Llegaron arriba y comenzaron a moverlas de un lado a otro. Se desplazaban a gran velocidad. Pero Param saltó desde la roca y Umbo con ella. Y en aquel momento Param debió ralentizar mucho más el paso del tiempo, porque los hombres comenzaron a corretear más deprisa que hormigas, más deprisa que veloces colibríes, agitando sus barras en el aire. De repente todo se puso negro y Umbo dejó de ver. La luz reapareció al momento, mientras ellos seguían cayendo.
Los soldados seguían moviéndose de acá para allá con sus barras. No sabían que Umbo y Param habían saltado desde la roca en lugar de correr en línea recta, así que durante el segundo día peinaron sobre todo la zona situada enfrente del promontorio. Luego la reina apareció correteando entre ellos como un insecto y cambiaron de posición, así que al terminar el segundo día, el baile de los hombres de las barras se trasladó directamente debajo de ellos.
Pero ellos seguían cayendo y se hizo de noche, y luego amaneció de nuevo y el correteo no cesó. En todo caso se hizo más frenético aún y las barras comenzaron a sondear el aire por todas partes. Invisibles ya durante dos días —durante dos segundos— Param y Umbo corrían más peligro que antes, porque la reina no estaba dispuesta a rendirse y no permitiría que los hombres lo hicieran. En cuestión de instantes estarían a su altura, donde las barras podrían alcanzarlos. Morirían antes incluso de haber llegado al suelo.