Authors: Orson Scott Card
Y entonces, Umbo se dio cuenta de que tenía el poder de salvarlos y, tan pronto lo hubo pensado, arrojó la sombra del tiempo sobre Param y él mismo, y se lanzó en compañía de ella un par de semanas hacia el pasado.
Los hombres desaparecieron.
Transcurrieron tres días y tres noches más antes de que Param comprendiera lo que había hecho Umbo y devolviera al tiempo su velocidad normal.
Cayeron al suelo y rodaron. Param venía detrás de él; su peso le cayó encima y le impidió sujetarse a nada. Umbo cayó de bruces y el impacto del peso de la chica lo dejó sin aire.
Se quedó allí, jadeando, mientras a su alrededor el mundo frenaba su avance y los rayos del sol volvían a caer sobre él, hasta que pudo oír de nuevo su propia respiración entrecortada. Sintió un fuerte dolor en el pecho. ¿Le habría roto ella las costillas al caer? Y entonces oyó que Param le hablaba.
—¿Cómo lo has hecho? —le preguntó—. Qué poder tienes… Hacer eso mientras estábamos en ese estado, en el aire en mitad de un salto…
—Creo que me has roto las costillas —susurró Umbo entre jadeos. Pero entonces se dio cuenta de que era imposible. No le dolía más al respirar—. No —dijo—. Estoy bien.
—¿Dónde estamos? —preguntó Param—. ¿Hasta dónde nos has llevado?
—Un par de semanas a lo sumo —respondió Umbo—. Los caballos no están. Aún no hemos llegado.
Ella lo ayudó a erguirse.
—Siento haber caído sobre ti. Nunca había hecho eso antes, un salto así. No tuve tiempo de pensarlo.
—No puedo creer lo rápido que les has hecho moverse. Un día y una noche en un mero segundo. Es casi como si hubiéramos dejado de existir.
Param se echó a reír con nerviosismo y luego cambió de tema.
—Madre es horrible, ¿verdad? Espero no volverme como ella cuando sea mayor.
Entonces comprendió Umbo el miedo que debía haber sentido Param al caer en la trampa inexorable de su madre, donde no cabía otro desenlace que su propia muerte. Pero ahora estaba viva y Umbo la había salvado, los había salvado a ambos.
—No esperemos a nuestra propia llegada —dijo Umbo—. Debemos cruzar el Muro. Puedes ralentizar el tiempo todo lo que quieras. Tenemos semanas para llegar.
—Pero a nosotros nos parecerá que no pasa más de una hora.
—Apenas son dos kilómetros.
—Y yo no camino muy deprisa —dijo Param—. Empecemos.
Umbo aún no le había soltado la mano después de levantarse. Le agarró la izquierda con su derecha para mayor comodidad y así cogidos echaron a andar hacia el Muro. Al poco tiempo comenzaron a sentir que los embargaban el miedo y la desesperación, y Umbo comprendió que nada de lo que había sentido mientras estaba en la roca y al caer desde lo alto de ella podía compararse al terror y el desaliento que lo invadían al entrar en el Muro.
Pero entonces estos sentimientos se volvieron débiles y se desvanecieron, transformados en una permanente ansiedad y un deseo inefable de echarse a llorar. El sol avanzaba velozmente por el cielo. Miró a Param. Ella lo observaba con expresión interrogativa.
Dedujo su pregunta: «¿Puedes soportarlo?»
Asintió y siguió avanzando de la mano de ella. Param apretó un poco el paso, pero también le tiró de la mano. «No tan deprisa», venía a decirle.
La ralentización del tiempo hacía soportable el efecto del Muro, pero no agradable. Umbo se sentía morir y sólo quería que aquello terminara cuanto antes. Ella también caminaba a su lado, arrastrando los pies, y se dio cuenta de que las lágrimas resbalaban por su cara. Se preguntó por qué no frenaba aún más el tiempo, pero luego comprendió la razón: quería llegar al otro lado antes de que Rigg y los hombres aparecieran allí.
Incluso puede que estuviera pensando en rescatar a Rigg. Pero Umbo tenía la sensación de que sería muy complicado conseguirlo. Tendrían que estar en el sitio exacto en el que había tropezado. A su velocidad, si se encontraban siquiera a cinco pasos de él, nunca lo alcanzarían antes de que Olivenko y Hogaza acudieran a rescatarlo. No serviría de nada. Eran dos completos inútiles. De hecho, no había razón para que cruzaran el Muro. ¿Qué necesidad tenían Rigg y los hombres de cargar con un renacuajo como Umbo y una debilucha como Param?
Se estremeció y continuó avanzando. Sabía que aquella sensación de inutilidad y desolación no era más que el efecto del Muro sobre su mente. Pero eso no facilitaba las cosas. De haber existido un modo de conseguir que el sonido se transmitiera en el tiempo ralentizado, habría suplicado a Param que los frenara aún más para aplacar aquella desesperación y aquel temor. Pero también sabía que no serviría de nada pedirle eso, porque ella tenía razón, había encontrado el equilibrio justo. La sensación era mala, pero no tanto como para impedirles seguir. No tenía tanto miedo como para echar a correr y soltarla; no estaba tan deprimido como para dejarse caer en el suelo para esperar la llegada de la muerte. Mientras siguiera andando, llegaría al final.
A juzgar por las salidas y las puestas de sol, transcurrieron nueve días mientras recorrían aquellos dos kilómetros hasta el punto en el que sabían que estarían al otro lado.
Umbo soltó la mano de Param.
El mundo cambió al instante. Pudo oír el canto de los pájaros y sus propias pisadas sobre la hierba y los guijarros. Se volvió hacia donde sabía que estaría la Param invisible y asintió.
—No hay peligro —dijo. Y luego volvió a asentir, muy despacio para asegurarse de que ella lo veía.
Param apareció justo donde debía estar. Su rostro, manchado por los regueros de las lágrimas, parecía inefablemente triste, pero entonces su mirada se tiñó de alivio y afloró una sonrisa a su rostro. Cayó de rodillas, riendo y llorando.
—Oh, ha sido horrible —dijo—. Ha durado una eternidad.
—Pues no ha sido ni una hora —dijo Umbo. Se arrodilló a su lado.
—No me había sentido tan triste y aterrada en toda mi vida —dijo ella. Llevó una mano a la mejilla de Umbo y le limpió las lágrimas. Él hizo lo mismo por ella.
—Yo sí —dijo Umbo—. Muchas veces. Cuando pensaba que nunca podría librarme de mi padre o cuando sabía que iba a pegarme y no podía hacer nada para evitarlo. Todo lo que hacía empeoraba las cosas. Así es como me sentía.
—Pues entonces he llevado una vida muy feliz —dijo Param—, y tú una muy triste.
—Esa parte de mi vida terminó cuando abandoné Vado Otoño con Rigg —respondió Umbo—. Y el hecho de que no hayas sufrido ese miedo y esa desesperación no significa que todos los años que has vivido en casa de tu madre fueran felices.
—Pero lo cierto es que nunca supe cómo era en realidad, al menos hasta ahora —respondió Param—. Así que no sentía miedo a su lado. Me sentía segura y querida. Feliz de no tener más compañía. Ella era todo mi mundo y me parecía suficiente.
—O sea, que te has llevado una sorpresa al descubrir quién es en realidad. Mientras que yo, con mi padre, siempre lo supe. ¿Qué es peor?
—Yo creo que debió de ser peor para ti —dijo Param—. Vivir de ese modo y pensar que no había alternativa. Cuando Madre demostró sus verdaderas intenciones en casa de Flacommo, me quedé horrorizada, sí, pero para cuando por fin comprendí lo que había perdido, el miedo había desaparecido. No lo sentí todo de una vez. El Muro es una cosa terrible. Quien lo creó debía tener el mal en el corazón.
—No lo sé —dijo Umbo mientras se ponía en pie y la ayudaba a ella a hacer lo mismo—. Sus creadores no querían que lo atravesáramos. Su único fin era mantenernos alejados, no torturarnos.
Param se volvió y miró el camino que habían recorrido.
—Y ahora tenemos que esperar a que aparezcamos. —Se estremeció—. El lenguaje se creó para un flujo temporal de un solo sentido. Todo lo que decimos es disparatado.
—Hay un problema con lo de esperar —dijo Umbo—. Ellos tienen todas las provisiones, porque siempre pensamos que tendrían que esperarnos.
—¿Ves agua por alguna parte? —preguntó Param—. No me vendría mal algo de beber.
Umbo se alejó del Muro en dirección a una loma cercana, por si había agua al otro lado. Pero no era así.
—Nada —dijo. Luego se volvió y añadió—: No hay nada de beber, me temo. Bueno, ¿vamos a buscar agua o esperamos aquí?
—¿Sabemos cuántos días faltan para que lleguen… ellos… nuestros pasados yoes?
Umbo se encogió de hombros.
—No estaba en condiciones de medir con exactitud nuestro viaje hacia el pasado.
—Hablas como Rigg —dijo ella con una risilla.
—La pedantería es contagiosa.
—¿Eso es lo que es? ¿Pedantería? Pero Rigg sólo habla así cuando está entre adultos que hablan de la misma manera —dijo Param.
—Oh, ya lo sé —dijo Umbo—. En casa nunca hablaba así. La primera vez que lo oí hablar como un… un…
—Un miembro de la realeza —sugirió ella.
—Yo iba a decir «como un idiota» —dijo Umbo, sonriendo—. La primera vez que lo oí hablar así fue cuando estaba tratando de impresionar a un banquero de O. El señor Tonelero. Parece que hayan pasado siete años.
—Pero hace siete años, ¿qué edad tenías tú? ¿Cuatro?
—¿Qué edad crees que tengo? —preguntó Umbo, ofendido—. No tengo once, sino catorce.
—¿En serio?
—Soy bajito para mi edad —dijo Umbo mientras se volvía, avergonzado—. Estoy esperando que la pubertad me llegue con toda su fuerza en cualquier momento.
—No era una crítica —dijo Param—. Sólo pensaba que eras más pequeño de lo que eres. Y no mucho más que yo, en realidad. Un par de años, como Rigg.
—A ver qué te parece esto —dijo Umbo, cambiando de tema—. Ya que tenemos que esperarlos de todos modos, ¿por qué no nos vamos detrás de ese árbol, donde no podrán vernos, y tú ralentizas el tiempo? Podremos verlo todo desde allí. Cuando lleguen a este lado, volvemos a la velocidad normal y así todo habrá terminado antes de que nos entre hambre o sed de verdad.
—O sea, quieres que nos sentemos y los veamos pasar.
—Pero esta vez más deprisa —dijo Umbo—, gracias a ti.
—Y no hacemos nada para ayudarlos.
—Consiguieron pasar —dijo Umbo.
—¿Ah, sí? No vi que Rigg lo consiguiera.
—Los otros volvieron a buscarlo.
—Pero ¿llegaron hasta él? Todo pasó volando. Estábamos cayendo. Yo estaba contemplando mi propia muerte, debajo de nosotros. Cuando me volví de nuevo hacia allí, ya nos habías llevado al pasado, así que ya no estaban.
—No creo que tuviera alternativa —dijo Umbo—. Tenía que hacerlo para salvarnos.
—¡Claro! Oh, pero mírate… Ni que esto fuese el fin del mundo.
—Es que es el fin del mundo —dijo Umbo—. Nuestro mundo está al otro lado del Muro. Aquí no conocemos a nadie. No sabemos nada sobre este cercado. Y mira lo que hemos tenido que pasar para llegar hasta aquí. ¿No te gustaría que las cosas hubieran salido de otro modo?
—Yo tampoco conozco a nadie en ese mundo —dijo Param—. Creía conocer a mi madre, pero estaba equivocada. ¿Y tú, Umbo? ¿Dejas a alguien atrás?
—A mi madre.
—La dejaste hace un año. Y a tus hermanos y hermanas, salvo al niño que murió, y fue él quien te dejó a ti.
—A mis amigos.
—¿Mejores que Rigg y Hogaza?
—No.
—Y ellos vienen aquí para reunirse con nosotros. Aunque puede que Rigg se quede ahí dentro demasiado tiempo. Puede que se vuelva loco. Y puede que cuando los demás entren para sacarlo, enloquezcan también.
—Pues estaremos observándolo todo y si las cosas no salen bien, retrocederemos al pasado e iremos al punto exacto donde nos necesitarán, y esperaremos allí con el tiempo ralentizado para salvarlos. Si conseguimos localizar el sitio preciso, podremos volver al pasado y resolver las cosas.
Param asintió. Umbo le devolvió el gesto.
—Me da vergüenza preguntar esto, pero…
—¿Qué? —dijo Umbo.
—¿Somos amigos?
La pregunta dejó a Umbo totalmente estupefacto.
—Tengo que preguntarlo —dijo Param— porque nunca he tenido uno. Tengo un hermano y tampoco lo había tenido nunca. Y Rigg es bastante bueno como hermano. Yo intento ser una buena hermana para él, aunque no tengo mucha experiencia en eso.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo Umbo.
—Pero tú y yo… —dijo Param—. ¿Somos amigos? ¿Es suficiente esto para considerarse amigos, saltar juntos desde la roca, salvarnos la vida mutuamente…?
—Por lo general se considera suficiente, sí —dijo Umbo.
—Pero no se trata sólo de una deuda de gratitud, ¿verdad? Tiene que ver con disfrutar de nuestra mutua compañía, ¿no?
—Tú eres la Sissaminka —dijo Umbo—. La heredera de la Radiante Tienda.
—Ya no —dijo Param—. Puedo confiar en ti, ¿verdad?
—Igual que yo he confiado en ti —respondió Umbo.
—Hemos cruzado el Muro juntos.
—¡Somos amigos, sí, definitiva e incuestionablemente!
Param suspiró.
—Y ahora estás enfadado conmigo.
—¡Estoy irritado! Porque no sé cómo responder. Eres mayor que yo. Cuando dos muchachos son amigos y uno de ellos es mayor que el otro, no le pregunta al pequeño si son amigos. Es el mayor el que lo decide y el joven puede darse con un canto en los dientes si le dice que sí.
—Oh. O sea, que no es porque sea de sangre real.
—¡Tienes dieciséis años! ¡Eres una chica! ¡Yo todavía soy un niño pequeño! ¡Sí, somos amigos y es una suerte para mí!
Param lo pensó.
—No sabía que la diferencia de edad fuera tan importante.
—Cuando el chico es mayor, no es así. Pero cuando lo es la chica, es la cosa más importante del mundo.
—Pero… tú eres el que salta en el tiempo —dijo Param—. Posees una habilidad increíble.
—Y tú eres la que corta el tiempo en pedacitos —dijo Umbo—. Y Rigg es el que encuentra los rastros… Somos todos increíbles.
—Entonces se trata de una amistad entre iguales —dijo Param.
—Entre iguales de los que dos son príncipes de sangre real y el otro un niño privo, sí. Exacto.
Param se echó a reír.
Umbo se acordó entonces de que habían cruzado el Muro cogidos de la mano. Se acordó de que ella lo había agarrado para llevarlo hasta el borde de la roca y lo había obligado a saltar. Se acordó de los brazos de Param a su alrededor y de sus manos pegadas a su pecho. Se ruborizó. Ni siquiera sabía por qué. No había nada de malo en todo ello. No se sentía avergonzado. Pero se ruborizó.
—Venga, aceleremos el tiempo y a esperar —dijo Param y luego se rió.
—Supongo que eso es lo que haces, ¿no? —dijo Umbo—. Esperas mientras el mundo pasa volando a tu lado.