Pathfinder (71 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—¿Qué querías decir con eso de que «vuestros prescindibles» no nos han revelado su «verdadera naturaleza»? —preguntó Hogaza con voz poco amigable.

—Todo depende de cómo hayáis atravesado el Muro —dijo el prescindible.

—Todo depende de cómo respondas a mi pregunta —replicó Hogaza.

—Responderé las preguntas del primer humano que haya dominado el Muro al atravesarlo —dijo el prescindible.

—Lo hemos hecho entre todos —dijo Rigg—. Umbo y yo combinamos nuestros poderes para que pudiera desplazarme a una época anterior a la existencia del Muro y me llevé conmigo a estos dos hombres. Al final, cada uno de nosotros ha ayudado a los demás a llegar.

—¿Y ellos dos? —El prescindible señaló a Param y Umbo.

—No estoy seguro de cómo lo hicieron —dijo Rigg—. Pensé que tardarían días o semanas en llegar, pero parece que estaban aquí antes que nosotros, a pesar de que habían salido después.

—Después de que Param nos hiciera invisibles —dijo Umbo—, salté un par de semanas al pasado y luego cruzamos tranquilamente.

—¿Y cómo lo hicisteis? —preguntó el prescindible.

Umbo lanzó una mirada de indefensión a Param, y ésta a Rigg.

—Ella puede hacer algo que llama «ralentizar el tiempo» —dijo éste—. Es como si sólo existiera durante pequeñas fracciones de tiempo, con huecos entre medias. Así que tarda mucho en moverse por el espacio, porque está constantemente saltándose breves intervalos de tiempo.

El prescindible no dijo nada.

—El caso es que cuando lo hace, el poder del Muro se reduce mucho. Así es como pudo traer a Umbo a este lado. Al parecer, emprendieron el viaje hace un par de semanas y… ¿Qué habéis hecho? ¿Esperarnos aquí?

—Durante varios días —dijo Umbo.

—Esa explicación no parece plausible —dijo el prescindible—. Llegué aquí hace días, al recibir la alerta de que alguien había atravesado el Muro, pero vosotros no estabais aquí.

—Sí que estábamos —dijo Umbo.

—Te vimos —afirmó Param.

—¿No has oído a Umbo decir que Param los hizo invisibles? —dijo Rigg—. Cuando está saltando en el tiempo, no refleja la luz el suficiente tiempo, durante los escasos instantes en que existe, para que pueda detectarla un ojo humano.

—No teníamos comida ni agua —dijo Umbo—, así que decidimos esperar en ese estado a que llegarais con las provisiones. Para nosotros pasaron como quince minutos. A ojo de buen cubero.

—¿Tenéis sed? —preguntó Olivenko.

—Un poco —dijo Param—, pero podemos esperar un rato más.

Rigg miró al otro lado del Muro. A dos kilómetros de allí, los soldados de Madre y el general Ciudadano seguían peinando el aire con sus barras de metal.

—Así que ya no estáis allí, ¿no? —dijo.

—Oh, la verdad es que sí —dijo Umbo—. Hemos saltado desde la roca. Estábamos de camino al suelo cuando me remonté esas dos semanas. Eso sucederá pasado mañana, creo.

—Al día siguiente —dijo Param—. Madre no estaba dispuesta a rendirse y yo ya no podía ralentizar más el tiempo, así que Umbo nos salvó la vida.

—Y ella antes, al hacernos desaparecer —dijo Umbo—. Y tú, al hacernos la señal para que os devolviera al presente. Espero que no fuese demasiado espantoso cruzar la última parte del Muro sin ayuda.

Olivenko se estremeció.

—Fue lo más horrible del mundo.

—¿Habéis atravesado una parte del Muro sin ninguna ayuda? —preguntó el prescindible.

—Los últimos cincuenta pasos, más o menos —dijo Olivenko.

—Y luego volvieron a por mí —dijo Rigg—. Me había caído y no podía moverme. Ellos me llevaron al otro lado.

—Después de haber cruzado el Muro —preguntó el prescindible a Hogaza y Olivenko—, ¿volvisteis para salvar a este muchacho?

Los dos hombres de armas respondieron al unísono.

—Somos soldados —dijo Hogaza.

—Es nuestro amigo —dijo Olivenko.

Luego se miraron el uno al otro y añadieron:

—Lo que ha dicho él. —Y se echaron a reír los dos.

—Pues entonces los cinco sois seres humanos muy notables, porque habéis hecho todos, cada uno a su manera, algo que no es posible hacer.

—Entonces, ¿nos crees? —preguntó Param. Parecía un poco incrédula.

—Mientras vosotros hablabais —dijo el prescindible—, he estado en contacto con el prescindible activo en vuestro antiguo cercado. Me asegura que sois capaces de hacer lo que decís. —El prescindible señaló a Param—. Tú puedes dar microsaltos hacia el futuro. —A Umbo—: Tú puedes hacer lo contrario, acelerar la percepción del tiempo, de modo que parece pasar más despacio a tu alrededor. Y, según parece, también has aprendido a dominar una versión limitada del poder de él.

Señaló a Rigg.

—Él es el que viaja en el tiempo. Todos los momentos pasados están presentes antes que él y puede seleccionar el marco temporal de cualquier criatura viviente, entrar en él y así volver al «presente» ocupado por ella.

Entonces, para sorpresa de todos, señaló también a Hogaza y a Olivenko.

—Vosotros dos poseéis, en diversos grados, una fuerte resistencia innata al campo del Muro. Los humanos normales no pueden soportarlo. Su voluntad se desvanece en cuestión de pocos segundos, enloquecen, se dejan caer y mueren. Con suerte, pueden avanzar unos doce pasos, pero no más.

Olivenko y Hogaza se miraron entre sí y luego miraron a los demás.

—¿Qué probabilidades existían de que todos…? —preguntó Olivenko, al mismo tiempo que Hogaza decía:

—Debe de ser una habilidad bastante frecuente…

—Es una habilidad muy rara, de hecho, pero el prescindible activo en vuestro antiguo cercado me dice que vuestra sensibilidad al campo hace que atraigáis a aquellos que pueden manipular campos, como estos tres. No es raro que la gente que posee ese tipo de habilidades se encuentre. Al menos, eso dice el prescindible activo de vuestro antiguo…

—Te refieres a mi padre —dijo Rigg.

—Sí —dijo el prescindible—. Me confirma que es el prescindible al que tú llamabas «Padre».

—Pero si murió…

—En aquellos cercados donde los prescindibles siguen haciéndose pasar por humanos —dijo el prescindible—, es necesario que, de vez en cuando, finjan su muerte para que la gente no se dé cuenta de que no envejecen.

—Pero entonces, ¿qué sois? —preguntó Umbo.

—Máquinas —dijo el prescindible.

Rigg se encontró inexplicablemente embargado por la emoción. Y, para su sorpresa, no era rabia. Era algo que se parecía más a la tristeza. Sin poder evitarlo, se echó a llorar de manera convulsa. No entendía por qué y no podía parar.

—Lo siento, no…

Umbo le puso una mano en el hombro.

—Tu padre no está muerto —dijo.

—Una máquina —dijo Rigg al prescindible cuando logró controlar los sollozos—. Tendría que haberme dado cuenta. ¡No dejas rastro! Ni tú ni Padre.

Param le sonrió.

—Así que también a ti te ha criado un monstruo que fingía ser humano —dijo.

Rigg sonrió mientras se secaba los ojos.

—Otra cosa que tenemos en común.

—El prescindible al que tú llamas «Padre» no es un monstruo —dijo el prescindible—. Es un servidor de la raza humana.

—Me ha mentido durante todos los días de mi vida —dijo Rigg.

—Y también a mí —dijo Umbo.

—Os instruyó y os preparó —dijo el prescindible—. Que se sepa, sois los primeros seres humanos que atraviesan el Muro.

—Aparte de Knosso Sissamik —dijo Olivenko.

—¿Quién? —preguntó el prescindible.

—Su verdadero padre —respondió Olivenko mientras señalaba a Param y a Rigg—. Hizo que lo narcotizara y cruzó el Muro en un bote, a la altura de la Gran Bahía.

El prescindible sacudió la cabeza.

—Los fármacos no bloquean la influencia del Muro. Al llegar al otro lado habría perdido todas las funciones cerebrales conscientes. —Hizo una pausa momentánea—. El prescindible activo de vuestro antiguo…

—Llámalo el Hombre Dorado —dijo Param.

—El Hombre Dorado me asegura que fue así. El prescindible del cercado al que había llegado siguió el protocolo establecido y procedió a aplicarle la eutanasia inmediatamente.

—¿Eutanasia? —preguntó Umbo.

—Lo mató —dijo Olivenko—. Lo asesinó.

—El hombre llamado Knosso ya no existía —dijo el prescindible—. Llegado a ese punto, el cerebro de aquel cuerpo humano sólo tenía un deseo, que era morir cuanto antes.

Esta vez fue Olivenko el que se echó a llorar. Hogaza le puso una mano en la espalda mientras él se inclinaba hacia delante con la cabeza enterrada entre las manos.

Param estaba mirando al prescindible.

—¿Por qué deberíamos creer nada de lo que nos cuentas?

—Porque sois los primeros humanos que cruzan el Muro —dijo.

—¿Y qué? —inquirió ella.

—Que ahora estáis al mando.

—¿De qué? —preguntó Rigg.

—De mí —dijo el prescindible.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Umbo.

—Quiere decir que cualquier cosa que me pidáis que haga y que tenga la capacidad de hacer, debo hacerla.

—Es una locura —dijo Param—. Está mintiendo. ¿Alguno de vosotros lo entiende? No puede obedecernos a todos. ¿Y si le damos órdenes contradictorias?

—En eso lleva razón —dijo Hogaza.

—Debo obedecer al primer humano que desarrolló la tecnología necesaria para atravesar el Muro.

—Los dos primeros que cruzaron el Muro fueron Param y Umbo —dijo Rigg.

—Fue Param la que lo hizo —dijo Umbo—. Yo me limité a acompañarla.

—No fuimos nosotros —dijo Param—. Os vimos cruzar el Muro a los tres antes de que saltáramos desde la roca.

—Creo que vamos a tener problemas con la definición de «antes» —dijo Umbo.

El prescindible titubeó un instante. Rigg ya entendía aquellas pausas. De algún modo, estaba comunicándose con Padre.

—¿Cuál de vosotros tiene las piedras? —preguntó el prescindible.

Rigg miró a Umbo, pero entonces se acordó de que éste se las había devuelto antes de que trataran de cruzar el Muro. Se metió la mano en los pantalones y sacó la bolsita que las contenía.

—¿Éstas?

—¿Las diecinueve? —preguntó el prescindible a modo de respuesta.

—Dieciocho —dijo Rigg mientras colocaba la bolsa abierta delante de él.

El prescindible se inclinó hacia delante y las miró, pero no las tocó.

—¿Por qué falta una?

—Está en manos del Consejo de la Revolución. O puede que de los secuaces del general Ciudadano —dijo Rigg.

—Estábamos tratando de recuperarla —dijo Umbo—. Pero entonces tuvimos que salir de la ciudad.

El prescindible asintió.

—Más adelante la necesitaréis —dijo—. Por suerte, la que falta es la tuya.

—¿No son todas mías? —preguntó Rigg—. ¿O… nuestras?

—La tuya es la que te permitirá desactivar el Muro de tu cercado, el cercado en el que naciste.

—¿Las piedras sirven para desactivar el Muro? —inquirió Hogaza—. Hemos estado viajando con ellas…

—No podréis desactivar vuestro propio Muro hasta haber desactivado todos los demás —dijo el prescindible—. Sólo podéis usar esa piedra en último lugar. Así que cuando todos los demás hayan desaparecido, volveréis a casa, recuperaréis la última piedra y anularéis el último de ellos.

—¿Por qué íbamos a hacer eso? —preguntó Param.

—¿Por qué otra razón íbais a cruzar el Muro? —preguntó el prescindible.

—Para salvar la vida —dijo Rigg—. Al otro lado hay gente que quiere matarnos.

Umbo se echó hacia atrás para poder mirar de nuevo el lugar donde, al otro lado del Muro, la reina y el general Ciudadano permanecían aún montados en sus caballos.

—Pensé que ya habrían mirado hacia aquí y habrían visto que Param y yo estamos a este lado —dijo Umbo.

—No se les ha pasado por la cabeza —dijo Param.

—Estáis detrás de Hogaza y Olivenko —dijo Rigg—. No pueden veros si no os asomáis.

El prescindible indicó a Rigg que guardara las piedras.

—Así que ignoras para qué has venido en realidad —dijo.

Rigg recogió las piedras.

—No —dijo—. Sabemos perfectamente para qué estamos aquí. Lo que no sabemos es para qué crees tú que hemos venido, ni por qué Padre, el Hombre Dorado, me dio estas piedras y nos hizo emprender este camino.

—A partir de ahora escogeremos nuestro propio camino —dijo Param.

—Ya veremos lo que sucede —dijo el prescindible. Se levantó y comenzó a alejarse.

—¡Espera! —exclamó Hogaza.

El prescindible siguió caminando.

—Díselo tú —dijo Hogaza—. Oblígale a detenerse, Rigg.

—Espera —dijo éste—. Vuelve.

El prescindible volvió.

—Esto no me gusta nada —murmuró Rigg mientras se acercaba—. No quiero darle órdenes a nadie.

—Si te sirve de consuelo —dijo Umbo—, con nosotros no tienes ninguna autoridad.

—Necesitaremos tu ayuda para sobrevivir aquí —dijo Rigg—. No hablamos la lengua del cercado.

—Sí que la habláis —dijo el prescindible.

—Antes no entendimos una sola palabra de lo que dijiste —dijo Rigg.

—No importa, todas las lenguas que se han hablado en este mundo están contenidas dentro del Muro. De no ser así, yo no podría hablaros.

—Así que el Muro conoce todas las lenguas —dijo Rigg.

—Y después de atravesarlo, vosotros también —dijo el prescindible—. Puede que tarden algún tiempo en despertar en vuestra memoria, pero están ahí.

—Tengo hambre —dijo Hogaza—. Estoy harto de hablar.

—Vamos a alejarnos del general Ciudadano y sus payasos —dijo Olivenko—. Ya hemos terminado con ellos.

—De momento —dijo Param—. Hasta que volvamos.

—¿Y por qué íbamos a volver? —preguntó Hogaza.

—Para conseguir la última joya —dijo Param—. Para desactivar el último Muro.

—¿Así que crees que deberíamos hacer lo que los prescindibles quieren que hagamos? —preguntó Rigg.

—Creo que no nos dejarán en paz hasta que lo hagamos —dijo Param—. Creo que su supuesta obediencia es un fraude y que seguirán controlándonos, como siempre han hecho.

—Por si a alguien se le ha olvidado —dijo Olivenko—, en los demás cercados no sólo viven buenas personas. Ni siquiera en el nuestro. ¿Qué haría el general Ciudadano si el Muro desapareciera ahora mismo?

—Venir y matarnos a todos —dijo Umbo.

—No si yo lo mato a él primero —dijo Hogaza.

—Guerras de conquista —dijo Olivenko—. Hasta ahora, el gran logro de los Sessamoto fue unificar el cercado entero bajo un solo gobierno. Pero si desaparecieran los Muros, ¿cuánto tiempo tardaremos en tratar de conquistar el mundo entero? ¿O en que los de otros cercados intenten conquistarnos a nosotros? Supongo que los humanos siguen siendo humanos en todos los cercados. —Se volvió hacia el prescindible—. ¿O acaso ha cambiado la naturaleza humana en alguno de ellos? ¿Existe alguna variedad humana que haya abandonado los hábitos de la depredación y la territorialidad?

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