Los cipreses creen en Dios (59 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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En opinión de mosén Francisco, lo que más perjudicaba a mosén Alberto era haber empleado la palabra «resignación» y frases como «los que sufren son los elegidos» o «el hombre puede sacar gran provecho espiritual de los contratiempos».

La reacción de todos los reclusos había sido instantánea. «¡Elegidos, y sin poder ver a nuestras mujeres! ¡Pues ahora que nos fusilen, así podremos sacar más provecho todavía!» Todo aquello era una lástima, pues la cárcel hubiera necesitado ciertamente un viento benéfico llégalo del exterior.

Las escenas penosas menudearon. Y su culminación llegó el domingo en que mosén Alberto juzgó oportuno celebrar la misa en el patio. Los detenidos fueron llevados al patio a media mañana. Eran unos trescientos, pues se habían incorporado los de los pueblos. Todos se alinearon, las mujeres a la derecha. Se improvisó un altar, dos guardias civiles hicieron de acólitos.

Después del Evangelio, mosén Alberto se quitó la casulla, y se volvió hacia los asistentes para hacerles una plática. Se había pasado la velada del sábado preparándola. Quería ser breve y conciso. Y empezó diciendo: «Cuando en el Huerto de los Olivos se acercaron a detener a Cristo…»

Se oyó un murmullo. Trescientos detenidos miraron a mosén Alberto. Éste continuó, sin darse cuenta de lo que ocurría. Los hermanos Costa apoyaron todo el peso de sus cuerpos sobre un solo pie. En el fondo del patio, en la última fila, Julio García se tocó un diente y sintió que también las venas de sus muñecas podían alterar su curso normal. Mosén Alberto habló de los sufrimientos de Cristo para redimir a la humanidad pecadora. Describió los interrogatorios a que fue sometido, su condena a muerte, su sed en la Cruz, su soledad. Dijo que aquel día, en el Calvario, empezó una nueva era, era que para los hombres tenía que ser jubilosa.

La atmósfera estaba muy cargada. Y se cargó más aún cuando, terminada la plática y reanudada la misa, los detenidos vieron que cinco de sus compañeros —los cinco del Orfeón Local— salían de la fila, se acercaban al altar y empezaban a cantar motetes religiosos. Mosén Alberto se lo había pedido, la afición pudo en ellos más que otras razones.

No existía consuelo para aquellos reclusos; excepto, tal vez, para David. David era, desde luego, un privilegiado: podía ver a Olga.

A Olga, de pie a la derecha del altar, inmóvil entre las otras cinco mujeres detenidas, mirando al maestro con amor infinito. Llevaba su jersey alto de siempre, pero se desprendía una gran tristeza de su pecho y de sus manos caídas.

¡Un pensamiento había aterrorizado al maestro!: el de que hubieran podido cortar al rape el pelo de su mujer. No había sido así. Allá estaba su cabellera, lisa, pegada a su cráneo tan amado.

El guardia civil acólito tocó el Sanctus; luego el corneta —el gitano de las gallinas— indicó a los asistentes que había llegado el momento de la Consagración.

Todos los reclusos hincaron la rodilla derecha, excepto los dos maestros y un tercero, Dimas, de Salí, para quien Ignacio había dado sangre. Los demás, al suelo, incluyendo a Julio. Julio con una piedrecita trazó triángulos en la arena. Joaquín Santaló pensó en el cañón aplicado al ojo de la cerradura.

Después de la misa, el corneta —el gitano— preguntó a mosén Alberto si al otro domingo podría pasar la bandeja.

Capítulo XXXI

A pesar de la grave advertencia de Matías, Ignacio no había renunciado a ver a Canela. Eligió la hipocresía como norma de conducta, organizó su entrevista en un lugar menos vigilado que en casa de la Andaluza —la buhardilla de sus ex compañeros de bachillerato reunía todas las condiciones— y en su hogar procuraba que su mirada fuera clara y sobre todo no exteriorizaba su fatiga. Para ganarse a Carmen Elgazu, en la mesa se mostraba alegre. Pero Matías no dejaba de observarle, y no las tenía todas consigo.

Canela obsesionaba a Ignacio. La muchacha tenía algo inocente en el fondo de los ojos. No blasfemaba como muchas otras y bebía muy poco. Llevaba seis o siete medallas, cuando oía un vals mandaba callar a todo el mundo; y, sobre todo, su amor era alegre. Los calificativos que en la intimidad le daba a Ignacio ruborizaban al muchacho. La Torre de Babel le decía: «Esa chica es una alhaja. Es el tipo de mujer que, casada, vale más que las demás». Ignacio estaba desesperado porque no sabía cómo compaginar el horario. ¿Canela o el profesor de Derecho? Imposible faltar a clase. Sólo podría verla jueves y domingo, antes de cenar.

Una de las muchachas que trabajaban con Pilar en el taller de costura había descubierto casualmente el ir y venir de la buhardilla y había dicho a la chica: «¡Caramba, Pilar, tu hermanito no pierde el tiempo…!» Todas se rieron. Pilar quedó muy intrigada. Todo cuanto se refiriera a Ignacio le interesaba mucho más que lo que se refiriera a César. Estaba muy orgullosa de su hermano, y le gustaba que se hablara de él en el taller. Por ello siempre tenía a sus compañeras al corriente de las novedades.

—Ahora ha empezado abogado, con un amigo nuestro que se llama Mateo, que acaba de llegar de Madrid.

—¡Claro, claro! Si ya te dijo ésa que no pierde el tiempo…

—Si vierais, su cuarto está lleno de asignaturas.

—¿Y a qué horas estudia?

—De noche.

—¿En la cama…?

—Sí. Y vaya preguntita…

Una de las muchachas inquirió, enhebrando la aguja:

—¿Quién es ese Mateo?

Entonces fue Pilar la que jugó a intrigar a sus compañeras. Adoptó un aire de misterio y enarcó las cejas. Sus sonrosadas mejillas se colorearon más aún, y con sus húmedos labios mojaba la punta del hilo.

—Si os lo dijera, sabríais tanto como yo.

—¿De Madrid? ¡Uf, no nos interesa!

—Bueno, ya me interesa a mí.

—Anda, dinos quién es.

—Decidme lo que pasa en esa buhardilla.

—¡Bah, igual lo sabremos!

—Pero no este año…

—Será el otro.

—¡Ja, ja!

En el taller se hablaba poco de la cárcel. Interesaban más la Feria, las sardanas, que pronto volverían a estar permitidas.

También se hablaba de las mujeres de los detenidos, y de otras que habían pasado al primer plano de la actualidad: por ejemplo, la esposa y la hija del comandante Martínez de Soria.

A la hija del comandante, Marta, le eran seguidos todos los pasos, porque ella y Pilar eran las dos muchachas no gerundenses, forasteras, que más competencia hacían a las bellezas de la ciudad.

Marta gustaba mucho a todas, aunque a veces la criticaban, «porque se las daba de original con su flequillo». Ahora se habían enterado de que en el baile que se celebraría en el Casino por las Ferias sería presentada en sociedad, con un modelo de traje de noche que ellas tenían en un figurín parisiense en el taller. Se lo estaban cortando otras modistas, las más acreditadas de Gerona.

—Claro, ¿cómo no? La política rinde mucho…

—Hay que aprovechar y casarla.

Pilar salió en su defensa.

—Hablad lo que queráis, pero se nota de dónde es.

—¿Algo especial?

—De Valladolid.

—¿Y qué pasa allí? —Mirad la muestra.

—Mucho presumir…

—¿Presumir…? La que monte a caballo como ella que levante un dedo.

—Levántalo tú.

—Yo no la critico.

* * *

Mateo tenía un año más que Ignacio. Idéntica estatura. De su persona destacaban la frente y la cabellera. Tenía una cabellera abundante, oscura, que le aureolaba la cabeza. Era la cabellera que hubiera deseado el subdirector. La frente despedía un halo de energía. Cuando se daba una seca palmada en ella, uno estaba seguro de que acudiría a su piel el pensamiento exacto. Era la frente que hubiera deseado Ignacio. Mateo tenía unos ojos lentos; mentón algo agresivo, parecido al de don Jorge. Vestía con cierta indolencia, pero limpio. Zapato negro, nunca brillante. Invariablemente usaba pañuelo azul. Aquel detalle chocaba. Cuando se pasaba por la frente el pañuelo azul, su cabellera se oscurecía. También usaba mechero de pedernal. El color amarillo de la mecha era la única nota clara de su figura. Gesticulaba con una precisión que a su padre, don Emilio Santos, le recordaba la de su difunta esposa.

Mateo había llegado a Gerona desorientado. No conocía nada de la ciudad. Se preguntaba por qué su padre había sido destinado allí. «Hay que ver las bromas que gasta la Tabacalera.» Su hermano había sacado plaza en las oposiciones de Hacienda y fue destinado a Cartagena. Tampoco se les había perdido nada en Cartagena. «Hay que ver las bromas que gasta Hacienda.»

Le consolaba reunirse con su padre, saber la alegría que le daría a éste. Pero en Madrid había dejado todos sus amigos, que no eran pocos.

Don Emilio Santos, al recibir a su hijo en la estación, se sintió otro hombre. Le pareció que revivía. Quiso llevarle la maleta. Le avergonzó que Mateo viera la fonda en que él vivía; pero ocho días después, ya tenían piso alquilado, en la plaza de la estación, y una muchacha, Orencia, recomendada por Carmen Elgazu, que los cuidaría.

Don Emilio Santos le habló en seguida de los Alvear. «Son mis amigos y el hijo mayor, Ignacio, estoy seguro de que te va a gustar.» Mateo se encogió de hombros.

—¿Son catalanes?

—No, no. El padre es de Madrid; su esposa es vasca.

Pero Mateo se mostró escéptico. Sin embargo, la ciudad le impresionó. No la imaginaba tal cual era. Desde Madrid, mirando el mapa, Gerona aparecía en el confín nordeste de la Península, perdida como en un destierro. Cuando vio el río, los puentes, las casas colgando a uno y otro lado, cuando vio los campanarios y subió hacia la Catedral… sintió que algo le daba en el pecho. «¡Qué maravillosa es España! —exclamó—. En todas partes hay bellezas así.» Su padre le describió minuciosamente la provincia, «tan variada como la de Guipúzcoa». «Es un jardín —dijo—. Pero no como los de Aranjuez. Aquí hay montañas, ¿comprendes? Y un gran equilibrio. En fin, hay de todo.»

Mateo se organizó en el piso su despacho, pues se había traído muchos libros. Era muy serio. Ahora por las mañanas ayudaba a su padre en la Tabacalera, por las tardes estudiaba y de noche iba a clase en compañía de Ignacio, con el profesor don José Civil.

Cuando conoció a los Alvear, le gustaron. César le llamó mucho la atención. Dijo de él: «Ese muchacho es auténtico». Ignacio le pareció un poco desorientado. Pilar, físicamente, le gustó desde el primer momento. «Lo único que no me habías dicho era que Pilar fuese de rechupete», le dijo a su padre, bromeando.

Matías le pareció un tipo muy corriente en las tertulias madrileñas. Y Carmen Elgazu, una mujer que sabía preparar perfectamente el café.

Conocía la afición de su padre por los refranes y le trajo uno de Madrid, seguro de que le iba a gustar. «Guerra en Mieres o Almadén, banquero inglés toma barco o tren.»

En la Tabacalera quedó patidifuso al ver las montañas de tabaco que se fumaba la provincia de Gerona. «O es un pueblo de nerviosos, o de filósofos», sentenció. Don Emilio Santos le dijo: «Un poco las dos cosas».

Eligió la barbería de Raimundo, por lo de los toros. Pero su intención era recorrer todas las de la ciudad, sin exceptuar la de los comunistas. Lo mismo que todos los cafés, sin exceptuar el Cataluña y el de los radicales.

* * *

La primera clase con el profesor Civil fue importante. Al cortar la primera hoja de los libros de Derecho, a Mateo y a Ignacio les pareció que «rasgaban ante sus ojos el velo de la sabiduría».

—De la sabiduría, no —rectificó el profesor Civil—. Pero sí del sentido común. Esta carrera os ordenará el pensamiento.

La prueba de inteligencia a que el profesor Civil los sometió antes de aceptarlos quedó virtualmente terminada en cuanto vio el aspecto de uno y otro, sus despejadas frentes y sus ojos. Por lo demás, si de Mateo no sabía nada en absoluto, en cambio de Ignacio ya tenía referencias, excelentes de todo punto. Y sabía que su padre, Matías Alvear, era un hombre honrado, de tendencia republicana.

Cuando vio el pañuelo azul de Mateo se tocó las gafas de un solo cristal con ademán clásico de hombre que anda un poco encorvado. Cuando vio el mechero de pedernal dijo: «Caramba, son objetos más bien de montaña, ¿no?»

Mateo comentó:

—No comprendo que un chisme tan práctico llame tanto la atención.

El profesor Civil vivía solo con su esposa. Tenía dos hijos casados, uno arquitecto y el otro delineante. Le había costado mucho levantar los dos edificios. Ahora gozaba de la recompensa. Con cuatro lecciones podían vivir, pues sus hijos les ayudaban en lo que les hacía falta. Y tenían nietos rubios, que todos los días llamaban a la puerta… Por desgracia, a veces llamaban a la puerta a mitad de la lección.

El profesor Civil ofrecía ventajas como profesor: era minucioso, ordenado y no se echaba para atrás en el sillón, acariciándose la barbilla. Era un hombre complicado de pensamiento, pero de vida modesta. Bajito y feo, andaba algo encorvado no por el peso de las culpas sino por el del Derecho Romano, que se conocía al dedillo. Tenía un solo vicio: levantar con frecuencia la tapa del piano y pulsar una tecla, que acostumbraba a ser el sol. Intelectualmente tenía varias obsesiones: los judíos, creer que la técnica haría infeliz al hombre. Se había negado rotundamente a tener teléfono y radio; y no consintió en que su mujer comprara una plancha eléctrica hasta que se convenció de que el artefacto no hacía el menor ruido. También opinaba que si la ciencia continuaba avanzando sin que paralelamente avanzara en humildad el espíritu del hombre, sería la destrucción.

Una hora de charla le bastó para formarse una idea de Ignacio y Mateo. Charlaron de temas muy diversos. Al día siguiente, empezarían las clases.

Les habló de la revolución. Les formuló muchas preguntas en torno a los conceptos de justicia y caridad. A Ignacio aquello pareció fatigarle; en cambio, Mateo dio la impresión de encontrarse a sus anchas. El profesor Civil estaba de acuerdo con Mateo en que las raíces de aquel movimiento eran profundas.

—Es lógico —intervino Mateo—. Todo lo que ocurre en España es profundo.

El profesor Civil hizo un mohín que denotaba escepticismo.

—Éste es nuestro defecto —cortó—; el énfasis. En realidad, España es un pueblo cansado, ni mejor ni peor que los demás.

Mateo se estrechó el nudo de la corbata y dijo que ningún pueblo en el mundo contaba con las reservas de energía con que contaba el pueblo español.

—En realidad, quedamos agotados después de nuestro esfuerzo en América, pero eso pasó. Ahora ha sonado de nuevo nuestra hora y sólo nos falta recobrar nuestra conciencia de Imperio.

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