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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (6 page)

BOOK: Los círculos de Dante
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La muerte sorprendió a Enrique en agosto de 1313, en Buonconvento, cerca de Siena, mientras se dirigía con sus fuerzas hacia el rebelde reino de Nápoles. Dante y el resto de los imperiales desahogaron su impotencia y desesperación difundiendo las sospechas de un envenenamiento frente a los que atribuían su fallecimiento a la malaria. Durante años, la lacra de su asesinato recayó en la persona de un supuesto fraile dominico que habría utilizado una hostia emponzoñada durante la comunión.

El conde sonrió de nuevo incorporándose frente a su interlocutor y dispuesto a retomar el hilo de su discurso.

—Sean verdad o no esas historias, lo cierto es que desde Lombardía a la Toscana muchas fueron las voces que se alzaron contra la presencia de estos alemanes…

—Para caer en brazos de los franceses —interrumpió Dante—. Para rendir pleitesía a papas simoniacos que han abandonado Roma a su suerte, que han dejado caer la sede de san Pedro en la desolación, la humillación y la rapiña de las facciones, que han iniciado una vergonzosa segunda cautividad de Babilonia en Aviñón. Todo para ceder la soberanía y la dignidad de Florencia a los caprichos de los angevinos.

—¡Por Cristo —contestó el conde con vehemencia—, considerad la cuestión con un poco más de realismo! Por mí, bien pueden arder eternamente en las hogueras del Infierno tanto Clemente como nuestro actual Papa si de veras han sido simoniacos, usurpadores o lujuriosos; ninguna lágrima derramaré por ellos. Pero de bien poco os sirve empecinaros en el origen francés de los Anjou. Roberto es el rey de Puglia
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y, hoy por hoy, el único con fuerza y verdadero interés por establecer un orden unitario en Italia.

—Esa facultad sólo les corresponde legítimamente a los sucesores del Imperio romano —replicó Dante con gesto cansado, bajando el tono de su anterior protesta.

—¡Despertad, Dante! —espetó Battifolle, que acompañó sus palabras con una sonora palmada en la mesa—. ¿No estáis aún lamentando la ineptitud de Enrique? ¿Acaso confiáis todavía en las posibilidades de un imperio agonizante? Ese imperio que tanto añoráis tiene ahora mismo dos cabezas, dos emperadores en guerra abierta y ninguna posibilidad de florecer en Italia. De hecho, el propio Papa ha declarado vacante la sede imperial. ¿Y sabéis a quién está dispuesto a designar Juan XXII como vicario imperial para Italia? Sí, a Roberto.

Después, miró al poeta con gesto soberbio y el brillo del que sabe que sus argumentos son irrebatibles e invita a su interlocutor a unirse con él o a cabalgar a solas por inhóspitos territorios de soledad.

Capítulo 12

D
ante sabía de la controvertida doble elección proclamada tras la muerte de Enrique VII. Tanto Luis de Baviera como Federico de Habsburgo pretendieron sacar adelante sus pretensiones enzarzándose en una violenta guerra civil. El recién nombrado Pontífice, un francés que había sido obispo de Aviñón y que consolidaría la Santa Sede a orillas del Ródano, no perdió el tiempo para aplicar su estrategia de debilitar a cualquier emperador. Declaró la nulidad de las elecciones y la vacante del Sacro Imperio, abriendo nuevas posibilidades de dominación a los angevinos del sur peninsular. Era muy cierto que si en alguien podía residir la capacidad aglutinadora del Imperio en Italia, sólo era en los Anjou.

—Roberto, vicario imperial… —prosiguió inclemente el conde sin perder de vista a Dante—, rey de Puglia, conde de Provenza y Piamonte, duque de Anjou y de Calabria, señor y protector de Florencia…, sin olvidar sus más que apreciables posibilidades de recuperar a los aragoneses el trono de Sicilia. ¿Precisáis una nueva aventura?

Dante sentía un vértigo familiar. La política italiana siempre le había parecido como un inmenso ajedrez, un enorme y confuso tablero con sus piezas siempre dispuestas al albur de los acontecimientos. Recordaba su años de infancia, cuando acudía entre un tropel de chicos y grandes frente al palacio del Podestà a contemplar las portentosas exhibiciones del ajedrecista Buccecchia, un árabe que paseaba sus habilidades a cambio de un buen beneficio. Evocaba con admiración su capacidad para jugar «a memoria» sin tener delante el tablero y esas partidas múltiples en las que el sarraceno se enfrentaba simultáneamente a varios rivales alcanzando casi siempre la victoria. Distintas partidas, distintas piezas y distintas estrategias bajo la mano de un mismo hombre que determinaba su desarrollo. A lo largo de su vida, Dante había tenido ocasión de sentirse como uno de esos peones impotentes sacudidos por los avatares del juego: en el ahogo del sudor, la sangre y el miedo de la guerra; en la agitación política y social de la paz. Piezas blancas y negras…, güelfos y gibelinos, güelfos blancos y negros… en primera línea, cubriendo las posiciones de un papa, un emperador, un rey…

—No ignoro que para vos —continuó hablando con dureza el conde, cuyo rostro, tallado en los claroscuros formados por las velas, se hizo pétreo— los angevinos son el centro mismo de vuestro odio. Y sé que es difícil persuadir a alguien como Dante Alighieri, un hombre de unas convicciones tan sólidas que le hacen preferir un exilio sin retorno a considerar las posibles virtudes de los que considera enemigos irreconciliables. Sin embargo, aunque sólo sea por mi honor comprometido ante vuestra opinión por la posición que ahora represento, debo recordaros que si Roberto es señor y protector de Florencia es porque acudió a una petición de ayuda por parte de esta ciudad, que temía su destrucción por los alemanes. ¿No es acaso más importante la pervivencia de la patria que sus ciudadanos?

Por supuesto que Dante estaba de acuerdo con esa premisa, pero no podía estar más radicalmente en desacuerdo con la utilización que de ella hacía Battifolle. No dijo nada, porque el gesto del conde dejaba poco margen a la discrepancia.

—También Roberto ha perdido mucho en estas guerras de las que vos mismo dudáis que sean verdaderamente suyas —continuó con el rostro aún más serio y duro, como una roca—. Apenas ha pasado un año del desastre de Montecatini, donde el Rey perdió a su sobrino Cario y a su hermano Piero, del que ni siquiera le quedó el consuelo de recuperar su cuerpo para proporcionarle sagrada sepultura. Os aseguro que la muerte de su hermano menor y más querido ha marcado con un intenso dolor el alma de Roberto.

Montecatini había sido el último episodio sangriento en la turbulenta historia de los belicosos florentinos, obstinados en procurarse siempre enemigos con los que ensangrentar sus estandartes. Esta vez, el gran rival había sido Uguccione della Faggiola, ex caudillo militar de Enrique VII, que se había hecho con el dominio de Pisa y Lucca. Una dolorosa derrota en la que pocas familias habían podido evitar llorar a algún pariente. Era cierto que, tanto Cario, hijo de Felipe, príncipe de Tarento y hermano de Roberto, como su otro hermano, Piero, habían caído en combate, sin que se pudiera recuperar el cadáver de este último. Políticamente, sin embargo, la contienda no había tenido grandes consecuencias para los florentinos.

—Por otra parte —prosiguió incansable el conde—, vos, que sois hombre de letras, tenéis que reconocer la importancia que para el mundo de las artes está adquiriendo la corte de Nápoles. En muchos lugares ya se empieza a conocer a Roberto con el sobrenombre de «el Sabio». Él mismo escribe sus discursos, e incluso es autor de algunos tratados sobre materia divina.

Dante pintó en su rostro una sonrisa leve. Roberto había intentado hacer de su corte napolitana un foco intelectual que brillara con luz propia dentro del mundo cultural italiano. Incluso había tanteado a importantes hombres de letras, pintores y escultores, y sabía que, incluso, su buen amigo Giotto había recibido insistentes proposiciones del soberano napolitano; sin embargo, sus sueños de esplendor y sus desesperados intentos por entrar en la vida intelectual de la época a través sus propias composiciones literarias no habían tenido mucho éxito. Dante, sin ninguna piedad, había calificado a Roberto como el «rey de los sermones» y se había burlado abiertamente de sus tratados teológicos aburridos y de esas prédicas públicas insulsas desarrolladas para captar el aplauso de sus cortesanos. Además, la piedad desmedida del monarca le había mostrado como un mojigato atrapado bajo la influencia de la Iglesia en su política pública y sus enemigos se dedicaban con saña a escarnecer esos aspectos de su personalidad. A pesar de todo, ningún observador imparcial —algo que no podía ser Dante en tales circunstancias— podía negar al rey de Nápoles el esfuerzo por hacer al menos un tipo de justicia que le separaba de la arbitrariedad de tantos tiranos como gobernaban la Italia de su tiempo.

Battifolle permaneció mudo y observando fijamente a un interlocutor que parecía extraviado. Finalmente, se volvió sobre sus pasos y se dejó caer pesadamente sobre su silla con un ademán entre resignado y desesperanzado.

—Decidme —volvió a hablar casi con desgana—, ¿es que nunca habrá nadie en esta ciudad vuestra que sea capaz de reconocer públicamente lo justificados que pueden estar los medios que se utilicen cuando se trata de alcanzar los fines deseados?

—Probablemente… —repuso Dante vagamente—. Sólo hará falta que alguien ponga por escrito lo que ya están practicando mis compatriotas desde hace mucho tiempo para beneficio propio.

El conde, sin abandonar su posición tras la mesa, giró la cabeza hacia su derecha y dirigió la vista a las profundidades de la estancia.

—¿Ves, Francesco? —dijo, y miró, para sorpresa de Dante, a esas profundidades en tinieblas—. Tal y como te dije. Nuestro admirado Dante Alighieri es un hombre sumamente inteligente y perspicaz, pero me temo que, a la vez, un tanto tozudo y dominado por un carácter pasional que le hace llegar a conclusiones precipitadas.

Capítulo 13

L
as últimas palabras del conde provocaron en Dante un respingo. Siguió con su mirada los ojos del vicario de Roberto. Entre las sombras que luchaban por introducirse en el círculo de luz divisó una figura. Una presencia invisible hasta ese preciso momento. La sorpresa aún fue mayor cuando sus ojos dieron forma a aquella silueta. Entonces, pudo distinguir al joven caballero que había sido su guía y su carcelero durante el penoso viaje desde Verona. Su aspecto fatigado, que denotaba que tampoco había descansado, le hizo preguntarse cuál debía de ser su propia apariencia. Inconscientemente, se pasó la mano por la cara palpando la barba cerrada y dura y trató de figurarse cómo sería su imagen. Francesco, como por fin sabía que se llamaba aquel joven decidido y misterioso que le había traído hasta Florencia, no dijo ni una palabra. Ni siquiera hizo movimiento alguno. Permaneció en la sombra en la que debía de estar instalado desde antes de la llegada de Dante, atento a la conversación. El conde tampoco volvió a interpelarle ni trató de introducirle en el coloquio, algo que Dante agradeció íntimamente porque se encontraba cansado y no se creía capaz de soportar algún tipo de interrogatorio ante dos personas a la vez. El silencio fue interrumpido nuevamente por Battifolle.

—En cualquier caso, disculpad mi franqueza si en algo os ha resultado desagradable, porque no es mi intención ser descortés. —El rostro de Battifolle se distendió en una sonrisa mucho más conciliadora—. Ni para eso ni, por supuesto, para ejercer de verdugo es para lo que os he hecho venir hasta Florencia. Y me imagino que os preguntaréis por qué he demorado tanto esta aclaración…

—«Siempre aquello que se propone decir el que habla se debe reservar para después, porque lo último que se dice queda mejor en el ánimo del oyente…» —citó Dante, de memoria, algo que había escrito en su
Convivio
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.

—Efectivamente —prosiguió el conde—. Y porque, además, resulta algo, digamos…, delicado. Pero os ruego una vez más, Dante, que toméis asiento. Sé que necesitáis descansar y no es mi intención apartaros durante mucho tiempo de ese merecido reposo; no obstante, es importante que lo que os voy a contar quede profundamente grabado en vuestro ánimo, como vos mismo decís, y me sentiría mucho más cómodo si pudiéramos hablar de igual a igual.

Dante consideró las palabras de Battifolle. Tenía curiosidad por conocer los verdaderos móviles de su interlocutor y comprendió que, probablemente, la explicación que le esperaba resultaría larga. Entonces, tanteó hacia atrás hasta que sus brazos toparon con lo que parecía una recia silla de madera. Dejó caer despacio su cuerpo dolorido, que inmediatamente le dio muestras de agradecimiento. Comprobó que estaba dotada de respaldo y recostó la espalda consiguiendo relajar la tensión acumulada. Battifolle amplió su sonrisa. Percibía cierta disposición de Dante a ser más receptivo a sus argumentos.

—Como ya os he dicho —siguió hablando Battifolle con parsimonia, calculando las palabras—, el asunto es delicado. Y creo que, antes de poneros en antecedentes, tenéis derecho a conocer las causas de este inesperado viaje a Florencia. La razón es que… —titubeó el conde— deseo solicitar vuestra ayuda.

La frase, por lo inesperado, impactó tanto a Dante como si le acabaran de emplazar para el patíbulo. Se removió en su asiento y espetó al conde, entre exasperado y burlón:

—¿Decís que me habéis arrancado de mi refugio de Verona, arrastrado por media Italia entre lodo, sangre y miseria —comenzó Dante desviando la vista con intención hacia el lugar que sabía que ocupaba Francesco—, para traerme a mí, al más humilde de los florentinos errantes, a vuestro palacio con el único fin de solicitarme ayuda? ¿Ayuda para qué y para quién? ¿Para vos? ¿Para el poderoso rey Roberto?

—Para todos… —contestó Battifolle—. Pero, sobre todo, para Florencia.

—¿Ayuda para Florencia? —respondió Dante con la misma elocuencia—. Mis atentos conciudadanos llevan años persiguiéndome a mí y a mi familia con saña. Han expoliado mis bienes entregándose a la más abyecta de las rapiñas. Son incapaces de proporcionarme un retorno medianamente honroso a la ciudad que me vio nacer y de la que ya nada espero, salvo que acoja mis restos. Y ahora, ¿me han hecho venir a escondidas a Florencia para que les preste algún tipo de ayuda?

—No es exactamente así —puntualizó el conde—. A decir verdad, muy pocas personas sabemos de vuestra presencia en la ciudad. Y nadie más debe enterarse. Por vuestra seguridad y por el éxito de la misión. Lo más probable, incluso, es que la mayor parte de los florentinos nunca lleguen siquiera a ser conscientes de vuestra ayuda.

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