Los círculos de Dante (9 page)

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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: Los círculos de Dante
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El poeta no replicó. En este momento, ni siquiera se sentía físicamente en aquel lugar iluminado por las gruesas velas del vicario de Roberto en Florencia. Su desfallecimiento era casi completo, sentía como si las fuerzas le hubieran abandonado hacía una eternidad. El conde, con tono pausado, se dispuso a dirigirse ya sin rodeos a Dante.

—Sois un hombre inteligente, Dante Alighieri. Y estoy seguro de que lo habéis comprendido todo desde el primer momento… Querríais pensar que no es así y lo entiendo de veras, pero no hay duda, ni la más mínima, porque un detalle más lo confirma completamente. —Battifolle se detuvo un instante, sin duda para retomar la cuestión con más fuerza—. En los escenarios de todos y cada uno de esos cuatro crímenes había algo más que permitía relacionarlos entre sí sin ningún género de dudas: unos trozos de pergamino escritos con algunas palabras sueltas, distintas en cada caso, pero con una unidad incuestionable en su contenido. —El conde volvió a rebuscar entre sus documentos, para acabar leyendo lo que estaba escrito en uno de ellos—. «Cerbero, fiera cruel y aviesa, con sus tres fauces caninas ladra sobre la gente allí inmersa…» «Un tonel, cuya duela del fondo o medianera perdiera, no se vería hendido, como yo vi a uno, abierto desde el mentón hasta donde se ventea…» «Sin ningún reposo era la loca danza de las miserables manos, aquí y allí apartando de sí el fuego renovado…» —Battifolle dejó de nuevo la hoja sobre la mesa y, acodado sobre ella, clavó su mirada penetrante en las pupilas de Dante—. Os es familiar, ¿verdad?

—Son… —balbució Dante, estremecido, vapuleado por esta especie de pesadilla tan difícil de asumir.

—¡Son fragmentos de vuestro «Infierno»! —interrumpió bruscamente Battifolle—. Igual que los crímenes que os he descrito son imitaciones de las penas que en vuestra obra hacéis sufrir a los condenados. ¡Es vuestro «Infierno» en todo su esplendor trasladado a las calles de Florencia!

Capítulo 16

T
ras las últimas palabras, Dante se sintió atacado por una acusación que su orgullo le impulsaba a rechazar. Que esos salvajes crímenes hubieran seguido de manera tan indigna el guión de su trabajo no le convertía en absoluto en culpable. Su soberbia renacida le permitió reaccionar, como si la sangre volviera a fluir por sus venas.

—¿Acaso pensáis que tengo algo que ver con toda esa aberración?

—No —respondió apresurado Battifolle—. Al menos, no directamente, pero no se trata sólo de lo que yo piense…

—¿Insinuáis entonces que es opinión generalizada que el desterrado Dante Alighieri está detrás de estos abominables asesinatos? —replicó Dante francamente afectado.

—No puedo aseguraros hasta qué punto está extendida tal creencia, pero sí que puedo deciros que todos los ciudadanos conocen estos sucesos como los «crímenes dantescos»… —Battifolle volvía a administrar sus silencios entre frases—. El pueblo común es ignorante y fácilmente impresionable. Defenderían hasta la muerte que el Sol tiene el tamaño de un pie porque así es como lo ven. Han oído hablar de un ilustre conciudadano capaz de adentrarse en las profundidades del Infierno, conversar con los muertos, codearse allí con notables personajes y volver a nuestro mundo por intercesión divina. No han leído vuestra obra. Quizá porque ni siquiera saben leer. Pero les han contado que habíais podido predecir, en el año mismo del Jubileo de 1300, cosas que habrían de ocurrir tiempo después. Ahora se reproducen en su ciudad las mismas escenas que vos habíais descrito con tanto lujo de detalles. No es extraño, pues, que puedan pensar que tenéis algún tipo de poderes, digamos…, especiales.

A Dante se le vino a la cabeza una situación vivida en Verana. En uno de sus paseos por la ciudad había escuchado murmurar a unas mujeres sentadas ante la puerta de una casa. Una de ellas le había identificado como «aquel que va al Infierno y regresa cuando le place». Otra, fijándose en el aspecto de Dante, le había respondido que aquello debía de ser verdad a juzgar por su barba crespa y tez morena, consecuencia lógica del calor y el humo presentes en aquel lugar maldito. Aquella anécdota reflejaba, a la vez que la ingenuidad y necedad del vulgo, lo muy extendida que estaba ya su obra entre sus contemporáneos.

—Y vos, ¿qué pensáis? —inquirió el poeta en un tono cortante.

—Yo lo que pienso —respondió el conde con franqueza— es que para tener todos esos poderes y estar bajo la especial protección de Dios nuestro Señor y algunas damas celestiales, podríais haber manifestado un poco más de confianza en aquel Infierno, en vez de mostrar tantas dudas, temores y lágrimas.

—Conocéis, pues, mi obra… —dijo Dante, casi para sí.

—Sí. Tengo más aprecio e interés por vuestra persona y vuestro trabajo que el que me suponéis —respondió el conde, que lució de nuevo su sonrisa conciliadora—. Conseguí un ejemplar de vuestro «Infierno» en Lucca, que he leído y releído con interés. Aunque os reconozco sin ningún pudor que algunas cuestiones tratadas en vuestros versos han escapado a mi entendimiento. Son enigmas que me veo incapaz de resolver…

La mención a aquella edición de Lucca trajo a la memoria de Dante algunas vicisitudes que la habían rodeado. En aquella ciudad habían circulado copias de su obra con estrofas o versos que el poeta hubiera preferido eliminar, porque no se ajustaban a su redacción definitiva. Pero eso era un problema de difícil resolución si se tiene en cuenta que la reproducción dependía de la labor de un copista que transcribía el ejemplar que caía en sus manos; era imposible controlar que el amanuense no acabara manejando la copia indeseada para seguir reproduciendo el error. De modo que algunos de estos ejemplares habían seguido circulando más allá de los deseos de su autor. Lo más probable era que el conde dispusiera de alguno de ellos. Dante no dijo nada al respecto porque, en realidad, aquel pensamiento le parecía sumamente fútil ante la gravedad de los hechos que acababa de escuchar.

—Y tampoco me veo capaz de encontrar una conexión, algún motivo para que estos crímenes sigan tan fielmente vuestra obra —dijo Battifolle mientras gesticulaba con vehemencia—. A no ser que verdaderamente sean obra del mismo diablo. Pero, por lo que a mí respecta, mientras no se demuestre tal cosa, los asesinos son hombres, seres humanos que se pasean con impunidad por las calles de Florencia, siembran el terror y hacen imposible cualquier intento de establecer un mínimo de paz y tranquilidad en la ciudad. Una tarea que ya de por sí es complicada con las fechorías del maldito Lando y sus secuaces. Y todo eso es algo que no estoy dispuesto a consentir mientras sea vicario del Rey —añadió el conde, acompañando su acceso de rabia con un sonoro puñetazo en la mesa.

Dante no osó inmiscuirse ni intervenir en medio de discurso tan apasionado.

—Para eso —continuó hablando más apaciguado— es para lo que os he hecho venir. Para que me ayudéis a encontrar qué o quién está detrás de todo esto.

—¿Cómo podría yo hacer tal cosa? —preguntó Dante con extrañeza.

—Ya os lo he dicho anteriormente —replicó el conde—. Sois un hombre inteligente, utilizáis vuestro raciocinio de una forma admirable, por mucho que a veces os ciegue la pasión. Y, lógicamente, conocéis vuestra obra mejor que nadie. Tal vez podáis reparar en aspectos que se nos escapan al resto; tal vez predecir y evitar nuevos crímenes. Además —añadió con malicia—, sois el primer interesado en que todo se aclare. Es vuestro nombre el que recibe una nueva mancha cada vez que actúan esos seres despreciables.

Dante sabía que aquello era cierto. Había sido muy doloroso imaginar su nombre voceado por las calles de Florencia en bandos que le acusaban de ladrón, malversador o bribón», Pero resultaba infinitamente más doloroso pensar ahora que ese mismo nombre fuera identificado con tan aborrecibles crímenes.

Desfallecía sólo de presentir un eterno exilio con tan terrible sombra sobre su persona y su honor.

—Por eso os he hecho venir a escondidas y en condiciones tan precarias —siguió hablando el vicario—. Vuestra presencia en Florencia debe ser un absoluto secreto. Deberéis pasar desapercibido. Tomad un disfraz, cambiad vuestro aspecto habitual para parecer un extranjero a los ojos de todos. Yo me encargaré de los medios que preciséis para realizar una investigación discreta. Francesco, a quien ya conocéis —dijo, volviéndose de nuevo hacia la porción de sombras que le escondían—, os acompañará en todo momento, os dará protección.

Dante permanecía en un hondo silencio rumiando para sí sus fúnebres pensamientos. Ni un solo gesto ni un movimiento que pudieran interpretarse como conformidad o disgusto con la propuesta del vicario de Roberto. El conde de Battifolle volvió a levantarse de su asiento, reanudó sus paseos y Dante no pudo evitar seguirlo fijamente con la vista, como si estuviera hipnotizado por sus movimientos.

—Y no es sólo vuestra reputación lo que está en juego —prosiguió el conde—. Es la misma Florencia. Quizás hasta su existencia como tal —añadió enfático—. Hoy por hoy, nadie se siente seguro, todos se miran como enemigos. Vivimos a un paso de un descontrolado baño de sangre. Apenas quedan unos días para que lleguen los idus de octubre, la renovación de cargos en el priorato. La incertidumbre es enorme. Debéis saber —dijo el conde con aire confidencial— que el propio Rey está cuestionándose si no sería mejor revocar su acuerdo de protección con la ciudad. Si eso sucede, las facciones se lanzarían unas contra otras como perros rabiosos —añadió con tono lúgubre.

Dante se sentía sobrecogido con los vaivenes del conde. Por un momento, se sorprendió a sí mismo admirando a aquel hombre. Su capacidad de persuasión, su habilidad dialéctica. El conde Guido Simón de Battifolle era un perfecto y astuto manipulador de conciencias. Se dio cuenta de cómo se estaba dejando atrapar en una sutil telaraña urdida a la luz de aquellas grandes velas y cayó en la cuenta de que, sin saberlo ni sospecharlo, también había estado atrapado tiempo atrás, en el castillo de Poppi, donde el conde le había dado alojamiento.

—¡Aprovechad el momento, Dante! —dijo el conde con un ímpetu tal que sobresaltó al poeta—. Limpiad vuestro nombre, restituid vuestro honor y posición injustamente mancillados. Eliminad cualquier duda respecto a estos abominables crímenes. Salvad Florencia. Vos también seréis recompensado. Como vicario del rey Roberto de Puglia os garantizo un retorno digno y honorable a Florencia. Mientras Dios me dé fuerza y salud en el desempeño de ese cargo procuraré que todos los florentinos reconozcan vuestros méritos injustamente cuestionados. ¿No es acaso eso lo que reclamabais en vuestra renuncia a la última amnistía? ¿No retornaríais así con pasos no lentos?
[12]
¿No asegurasteis una vez al salir de Florencia: «Si yo me voy quién se queda»?

Dante escuchó esas referencias a sus propias palabras encerrado en el hermético bullir de sus pensamientos. Replicó lo primero que se abrió camino desde ellos hasta sus labios. Una objeción, no muy firme; en realidad, el reflejo de una íntima rebelión a las evidencias que le habían sido presentadas.

—¿Y si… rehúso?

El conde frenó en seco sus paseos. Lentamente, retornó a su posición inicial, a su escaño frente a Dante y adoptó una pose de hombre decepcionado. La imagen misma de la desilusión.

—Entonces —contestó sin apenas énfasis en su voz—, os procuraré un retorno rápido a vuestro escondrijo de Verona. Quizá pueda asegurar una vuelta más agradable, ya que no serán necesarias tantas precauciones. Allí podréis tranquilamente consumir vuestros últimos años como amargado «desterrado sin culpa» —añadió con sarcástica acritud—, dependiendo de la hospitalidad de Cangrande o de cualquier otro, esperando quizás el advenimiento de otro «Cordero de Dios» en Alemania, observando desde la lejanía qué suerte le deparan a Florencia los dados de la Fortuna…

Dante ni siquiera protestó por las invectivas del conde, evitando cualquier nuevo enfrentamiento. A cambio, un espeso silencio se instaló en la sala precediendo a la enésima intervención del vicario. Tenaz, voluble en su comportamiento, desde cordial hasta cercano a la ofensa, no parecía una persona dispuesta a darse fácilmente por vencida.

—Dante… —dijo suavemente—, pensadlo. Se os ha dispuesto una estancia para que descanséis sin más demora. Hacedlo, evaluad cuanto os he contado y tomad entonces una determinación. Sería conveniente, en cualquier caso, que tranquilizarais a vuestros familiares y amigos; especialmente a Cangrande. Tenéis preparado el material para que les escribáis unas líneas. Creo que no es necesario que os ruegue absoluta discreción sobre todo esto en vuestro mensaje. Mis mensajeros llevarán con la máxima celeridad vuestra misiva a Verona. Dormid después, aclarad vuestros pensamientos y tomaos el tiempo preciso para decidir. Lo que no os recomiendo —añadió el conde con una sonrisa mientras escrutaba con descaro las facciones desarregladas de Dante, su barba densa y cabello crecido— es que intentéis reparar vuestro aspecto personal en exceso. Resulta un perfecto camuflaje, tanto para permanecer en Florencia, si así lo decidís, como para iniciar un viaje secreto de retorno.

Acto seguido, el conde se puso en pie dando por entendido que la entrevista había llegado a su fin. Dante observó a su lado a un par de sirvientes dispuestos a acompañarle hasta sus aposentos. Habían aparecido tan de repente, que tuvo la impresión de que esas sombras que le rodeaban tenían más vida de la que él había sido capaz de advertir. Esas mismas sombras se tragaron con rapidez la figura corpulenta de Guido Simón de Battifolle un instante después de que éste, dirigiéndose al poeta florentino, exclamara:

—Volveremos a hablar, Dante.

Capítulo 17

U
n estruendo de viento y murmullo como de hojas secas inundaba sus oídos. Por momentos, las nubes, negras como carbón, se anidaban como un manto oscuro escondiendo la luz del cielo. Tronaba con fuerza, pero ni una sola gota de lluvia caía sobre la tierra seca y resquebrajada. Apenas unos rayos de sol, como flechas luminosas que se estrellaban con violencia contra el suelo, vendan la tupida red de tinieblas. Pero, a pesar de todo, veía. Distinguía con nítida claridad, a despecho de la reinante sensación de oscuridad, todo cuanto pasaba ante sus ojos. Suponía que eran sus ojos, porque ninguna parte más de su cuerpo le era visible; su esencia era poco más que esa mirada, testigo y protagonista de la escena. Ante él desfilaban, dando vueltas en círculo y sin dejar de mirarle, tres perros grandes y temibles; la mirada furiosa y penetrante, la rabia asomando en sus colmillos, supurando baba venenosa de puro odio. Eran blancos, casi albinos, y llevaban alrededor del cuello un curioso babero negro con capucha que el viento agitaba y hacía revolotear cerca de sus fauces. No paraban de ladrar y supo a través de esa parte de su existencia que vivía en su mirada que, a su manera, las bestias le recriminaban, le cubrían de insultos e ignominia. Esos mismos ojos, espías inconscientes, transmisores del horror que encogía un corazón cuyo latido no podía sentir, vieron cómo uno de los perros llevaba entre sus dientes un bloque irregular de pergaminos escritos y avanzaba a paso firme hacia una inmensa hoguera que debía de haber estado siempre allí, pero que él no había visto hasta ahora.

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