Los clanes de la tierra helada (31 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Cuando se hubieron marchado los otros, Arnkel observó al Calvo con la mano apoyada en la espada.

El esclavo se hincó de rodillas.

—Piedad,
gothi
, piedad.

—Enséñame dónde guardaba mi padre sus cosas —le ordenó Arnkel con implacable tono—. Todas sus cosas, hasta las más secretas. Si me entero de que me has ocultado algo, acabarás colgando de esa argolla del acantilado, igual que los demás.

El Calvo lo llevó de un extremo a otro de la casa, mostrándole desesperadamente las tinas de conserva y los arcones de tela, ropa y avíos. Había montones de herramientas de hierro, todavía engrasadas y en buen estado, como azadas y palas. Había incluso carbón. El Calvo le enseñó la bolsa de dinero guardada en el banco de dormir y Arnkel la tomó, asintiendo con satisfacción cuando le explicó que era lo que quedaba de las monedas que él mismo le había pagado. Después el esclavo cogió un hacha y se puso a romper la pared encima de uno de los bancos.

—¿Qué haces? —preguntó Arnkel extrañado.

—Tesoro en las paredes,
gothi
—repuso el Calvo.

Del hueco que había entre la capa interior y exterior de tepe extrajo un baúl. Era un baúl grande, de más de medio metro de largo, reforzado con hierro. Arnkel abrió la tapa con el pie.

Contenía algunos objetos de cierto valor: un cáliz de plata abollado, proveniente de una iglesia cristiana, al que le habían sacado tiempo atrás las gemas con un cuchillo; un fino crucifijo de oro, tan largo como su dedo…

—Tenía intención de fundir todo eso,
gothi.

Arnkel asintió, aunque solo tenía ojos para los voluminosos paquetes de lona engrasada que había debajo de aquellos ornamentos. Dos de ellos ocupaban casi la totalidad del baúl. Los sacó para retirar la lona.

En un pliegue de tosca tela había una cota de malla compuesta de diminutas anillas de alambre interconectadas. El otro paquete abrigaba un yelmo de hierro, con un largo y ancho apéndice nasal y una pieza esculpida de bronce para la parte superior de la cara, semejante a una máscara, con orificios para los ojos, moldeada para adaptarse a la nariz y las mejillas. Arnkel tomó la cota sosteniéndola por los hombros y después se inclinó para hacerla pasar por la cabeza y brazos, tras lo cual dejó que cayera por su propio peso sobre su torso. Se ajustaba a su cuerpo a la perfección, hasta las rodillas casi. Luego cogió el yelmo y se lo colocó.

El Calvo retrocedió aterrorizado. Al
gothi
no se le veía la cara, salvó la barba y una parte de la boca.

—Te pareces a tu padre,
gothi
—susurró el Calvo.

—¿Eso es todo? —preguntó Arnkel.

El esclavo se estremeció al oírlo. Con la caja de resonancia del yelmo, su voz era el eco juvenil de la de Thorolf.

El Calvo asintió, temblando.

—Tú eres el último de los enemigos de mi padre —dijo entonces Arnkel.

El Calvo no intentó huir. Sabía que era hombre muerto y que corriendo solo prolongaría su sufrimiento.

Arnkel lo mató.

Limpió la espada con el borde de la camisa del esclavo. Después se quitó la armadura y el yelmo y los volvió a guardar, cuidadosamente envueltos, en el baúl. A continuación arrastró el cadáver afuera y lo dejó en el suelo.

El baúl se movía cargado a lomos del caballo, pero él lo mantuvo equilibrado con la mano de regreso a Bolstathr. Thorgils lo estaba esperando.

Arnkel le ordenó que volviera para enterrar al esclavo.

Al oírlo, los hombres que trabajaban en el potrero intercambiaron miradas y uno de ellos dirigió una queda plegaria a Thor. Thorgils solo asintió con la cabeza, pues ya sabía que el Calvo no iba a pasar de ese día. Previéndolo, había mantenido ensillado el caballo.

El sol despuntó entre el manto de cielo gris por el noroeste, proyectando rojos destellos bajo la nube pese a que caía una fina lluvia. Las gotas se encendieron como fuego con la maravillosa luz y todos quedaron sobrecogidos por aquel momento de intensa belleza con la que irradiaba su placer el dios del cielo.

—¿Lo ves? —dijo Arnkel al individuo que había rezado—. El gran Thor nos expresa su aprobación.

Los otros asintieron y se pusieron a discutir sobre el asunto mientras daban las últimas paladas del día. Pronto tendrían a su disposición carne y cerveza, y podrían charlar tranquilamente de la señal enviada por los dioses.

—Nadie va a querer vivir allí —señaló Thorgils mientras Arnkel desmontaba—. Deberías oír los rumores. El Calvo lo ha estado contando y todos han visto la cara de Thorolf.

—Me voy a instalar allí —anunció en voz bien alta Arnkel, de modo que los demás lo oyeran también. Después descargó el baúl y lo cogió bajo el brazo—. Adonde yo voy, también van mi familia y los míos.

Thorgils montó y afianzó la pala con una correa.

—Mejor será que hables de ello con tu madre,
gothi.

Haciendo caso omiso de la recomendación, Arnkel apuntó un dedo hacia Thorgils.

—Cuando vuelva quiero que mandes a alguien allá arriba al Crowness. Hay que poner vigilancia. En el mismo momento en que Snorri vaya al bosque, quiero estar enterado.

Transcurrió un mes.

El verano comenzó a desfallecer y el frío se acentuaba con la llegada de cada crepúsculo.

Auln tenía el vientre cada vez más abultado, pero lo disimulaba con la ropa y un holgado delantal. Con su habitual mordacidad, Gudrid no paraba de quejarse de lo mucho que comía y solo presentaba tregua en sus ataques cuando estaba ocupada reprobando algo a Hildi o a Halla.

Thorgils se sentaba a su lado en la mesa cuando comían carne en Bolstathr. Sin decir nada, se limitaba a poner cara de resignación ante las regañinas de la anciana, provocando la risa de Auln, lo cual suscitaba una nueva reprimenda. Ninguno de los dos le daba mayor importancia, sin embargo. Cuando se cruzaban, intercambiaban miradas y Auln comenzó a rozarle el brazo cuando pasaba a su lado en el establo o fuera en el campo, y ambos estaban contentos.

El
gothi
Arnkel nunca censuraba a su madre, pero la impaciencia por sus constantes regaños hacía mella en él y lo volvía brusco e irritable. Una vez ordenó a Hafildi que montara guardia toda la noche porque por la mañana se había emborrachado y se quedó dormido en el pajar.

En Bolstathr no reinaba la alegría.

El interés de Thorgils por Auln resultaba ya evidente para todos. Hafildi y hasta Gizur le lanzaban constantes pullas, pero él no decía nada, sabiendo que ellos también la deseaban pero estaban sometidos a la vigilancia de sus esposas, dos hermanas bastante feas con rojas manos encallecidas y estridentes voces, acolitas de Gudrid, que no hacían más que repetir sus palabras en toda ocasión a fin de granjearse su favor. Para entonces todos pasaban el tiempo juntos por temor a los hijos de Thorbrand, y aquella apretura tenía cansados a todos. Los clientes que acudían a consultar al
gothi
buscaban excusas para marcharse pronto, consternados por el ponzoñoso ambiente y las riñas. Hafildi golpeaba a todo esclavo que lo miraba con mal genio y en una ocasión en que había bebido levantó la mano a Thorgils, que retrocedió desenvainando el cuchillo. Hafildi, que tenía todo el costado expuesto, supo que salió bien de aquella gracias solamente a la buena voluntad de Thorgils.

Los Hermanos Pescadores habían desaparecido.

El
gothi
envió jinetes a inspeccionar las orillas del fiordo en busca de indicios de la barca o de sus cadáveres, pero no encontraron nada.

—Deberíamos matar a uno de ellos —dijo Hafildi una noche mientras estaban sentados en torno al fuego.

Arnkel ocupaba, alicaído, su sitial, con la mano apoyado en la barbilla, y los demás se habían reunido a su alrededor. Gizur le dio la razón con nerviosismo y observó la cara de Arnkel por si percibía algún indicio de lo que pensaba. Su semblante siguió impenetrable, como de costumbre.

—Tendríamos que atrapar a uno de ellos solo, sin testigos. Si hubiera más, existe la posibilidad de que uno escapase y lo contase —analizó Thorgils—. Para eso hay que enviar exploradores, y ya tenemos un hombre que vigila siempre el bosque de Crowness. Si matáramos a uno de ellos y se supiera que hemos sido nosotros podrían destrozar al
gothi
en la asamblea, puesto que no hay ninguna prueba de que ellos mataran a los Hermanos Pescadores.

—¡Nosotros sabemos que fueron ellos! —estalló Hafildi.

—No, no lo sabemos. Puede que volcaran y que luego la corriente se llevara la barca hasta el mar. ¿Quién sabe?

—Yo sí lo sé —reiteró con tozudez Hafildi.

—Eso no es suficiente para los jueces, hombre, y puedes estar seguro de que el
gothi
Snorri no dejaría pasar la ocasión.

Siguieron bebiendo con desánimo. Gizur se distrajo atizando el fuego. El viento aulló afuera, acompañando la torrencial tormenta de lluvia y granizo, y al oírlo, más de uno sintió escalofríos.

—Kili dice que volvió a ver a Thorolf caminando por los pastos el otro día —comentó Hafildi. Había bebido un pellejo entero y hablaba sin traba. Gizur volvió a mirar con aprensión a Arnkel, pero este no reaccionó—. Con yelmo y armadura, y esa camisa roja asomándole por el cuello. Ya sabes, la que llevaba el día que murió.

—Calla,
bondi
—le dijo Gizur ansioso—. No quiero oír esas cosas. Son patrañas. Solo patrañas.

—¿Acaso no se murieron todos los bueyes que lo trasladaron al valle de Thorswater? Los dos se murieron, así de repente, una noche, en el establo.

—Te he dicho que te calles.

Esa misma noche se oyeron gritos fuera y en la sala todos se levantaron para ir a coger con precipitación las armas. Al salir encontraron al
gothi
, espada en mano, cogiendo de un brazo a Helga, que sollozaba y trazaba de zafarse.

—¡Lo he visto! —chillaba—. Lo he visto. Estaba ahí de pie y se veía tan claro como la luz del día.

Estaba desgreñada y descalza, con los pies ensangrentados y destrozados después de haber corrido por las piedras a oscuras. Rogó de rodillas al
gothi
que no la hiciera volver a Hvammr y este le permitió quedarse a pasar la noche allí. Gudrid salió y con agria actitud la acompañó a un jergón de la alcoba familiar y le dio un cuerno de hidromiel, pese a que a juzgar por el olor ya había bebido bastante. Después del entierro de Thorolf, Arnkel se había negado a acogerla en Bolstathr, aduciendo no sin razón que su casa ya estaba abarrotada.

Los hombres permanecieron indecisos bajo la luz de la luna, estremecidos de espanto, mirando en derredor, pero ninguno quería ser el primero en entrar y delatar su miedo.

—Thorolf debe de estar muy furioso para errar tanto por la tierra —dijo Hafildi.

El
gothi
volvió la cabeza para asestarle una airada mirada.

—¿Y por qué tendría que estar furioso mi padre, Hafildi? —espetó. Como Hafildi tuvo el buen juicio de no responder, Arnkel soltó un bufido y envainó la espada—. Iré yo mismo a ver. No habrá nada más que sombras y los sueños de una vieja embarullada por los tragos de hidromiel.

El
gothi
ensilló un caballo y se fue. Los demás volvieron a la sala y, puesto que parecía que faltaba poco para el amanecer, decidieron quedarse despiertos. Gizur mandó al esclavo que encendiera el fuego y añadiera turba a la llama, tras lo cual se instalaron, mudos y abatidos, en torno a su humeante calor. Por suerte, el ruido no había despertado a los niños y estos no acudieron a importunarlos.

Arnkel regresó mucho rato después. Al oír el tintineo de los arreos, los hombres salieron a su encuentro. El alba que iluminaba el cielo hacía disipar como humo el terror de la noche. Aunque el sol tardaría un poco en asomar, por la elevada montaña del lado de levante había llegado ya el día, el tiempo propicio para los hombres.

Ante las miradas interrogativas, el
gothi
se encogió de hombros.

—No he visto nada.

El trabajo transcurrió ese día como si nada hubiera ocurrido, pero tanto hombres como mujeres miraban por encima del hombro, sobre todo cuando salían afuera. Nadie quería estar solo. En la comida de la mañana casi nadie habló, y Arnkel solo dio breves instrucciones para las labores de la tarde, que se ejecutaron hasta que el sol comenzó a ocultarse de nuevo.

Helga se negó a volver a Hvammr, apretando con obstinación la desdentada mandíbula frente a las palabras tranquilizadoras de Arnkel, e incluso a sus órdenes.

Se encontraban en la mesa, tomando la última comida del día, compuesta de cuajada, cabra en escabeche y conejo. Observando al
gothi
, Auln percibió su irritación y se decidió a intervenir.

—Gothi
, deja que Helga vaya a vivir a Ulfarsfell. Yo iré con ella. Has sido generoso acogiéndome en tu casa, pero tu tierra necesita quien la cuide y yo pierdo tiempo yendo y viniendo cada día. Helga tiene fama de ser buena tejedora y podría usar el telar que yo tengo allí.

Miró con expectación al
gothi
, que no dijo nada. Luego dirigió una ojeada de complicidad a Thorgils mientras Helga los observaba con esperanzado semblante.

—Parece una propuesta sensata,
gothi
—apoyó Thorgils titubeante—. Ulfarsfell empieza a estar un poco cochambroso desde que murió Ulfar.

—Halla podría venir con nosotras, al menos por una temporada —añadió Auln como si acabara de ocurrírsele la idea—. Aunque haya conflicto con los hijos de Thorbrand, allí estaría totalmente segura como mujer, y Ulfarsfell no está tan lejos. Yo creo que le gustaría el cambio.

Arnkel frunció el entrecejo, sacudiendo la cabeza.

—Primero está demasiado lejos para ir andando, después está cerca y es seguro. ¿Con cuál nos quedamos? Además, no me fío de que Thorbrand o sus hijos no se acerquen a Ulfarsfell. Uno de ellos estuvo allí no hace mucho.

—Solo para presentarme el pésame por la muerte de mi marido,
gothi.

—Da igual. Estuvo allí. Otros podrían ir.

—Entonces yo las acompañaré —propuso de repente Thorgils—. Viviré allí también.

En la sala se hizo el silencio.

Auln miró a Thorgils enarcando una ceja. Habían hablado antes de lo que cada cual iba a decir. Thorgils permaneció impasible, como si no le importara demasiado la decisión final.

El
gothi
se arrellanó en el sitial, acariciándose la barba con una mano. Luego tomó una tajada de conejo y la consumió hasta el hueso, con aire pensativo.

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