Los conquistadores de Gor (13 page)

BOOK: Los conquistadores de Gor
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De nuevo me senté sobre mi improvisado trono.

La rubia de ojos grises y la más pequeña de cabello negro estaban de rodillas a mis pies. La chica que había bajado del mascarón se unió a ellas. Miré a la rubia y la morena, y luego a Thurnock y a Clitus.

—¿Qué os parecen? —pregunté.

—Bellas, muy bellas —respondió Thurnock.

Las chicas temblaron.

—Sí, a pesar de ser hijas de cultivadores de rence su precio será alto —comentó Clitus.

—Por favor —gimió la rubia.

—Son vuestras —dije, mirando a Thurnock y a Clitus.

—¡Ah! —exclamó Thurnock. Tomando un trozo de fibra y colocándose ante la joven alta y rubia ordenó—: ¡Sométete!

Aterrada, bajó la cabeza y cruzó las muñecas para que las atara. Thurnock lo hizo al instante. Clitus se agachó para recoger otro trozo de cuerda y miró a la morenita, que le devolvió la mirada con expresión de odio.

—Sométete —ordenó con voz queda.

Mostrando su disgusto, hizo lo que le ordenaba; luego, con expresión de sorpresa, levantó la mirada. El tacto de sus manos la había hecho comprender la fuerza de aquel pequeño hombre. Sonreí. Ya había visto aquella expresión en los ojos de otras mujeres. Clitus no tendría dificultades en conquistar a su morenita.

—¿Qué harán nuestros amos con nosotras? —preguntó la esbelta joven del primer mascarón.

—Seréis vendidas como esclavas en Puerto Kar —respondí.

—No, no —gimió.

La rubia lanzó un grito y la morenita empezó a sollozar agachando la cabeza hasta tocar la cubierta con la frente.

—¿Está la nave lista? —pregunté.

—Lo está —rugió Thurnock.

—La hemos amarrado junto a la balsa a estribor de este barco —dijo Clitus.

Cogí el rollo de fibra del cual había cortado tres pedazos para atar a Telima y até un extremo alrededor de la garganta de la chica esbelta de largas piernas.

—¿Cómo te llamas?

—Mídice, si este nombre complace a mi amo —respondió.

—Me complace. Te llamaré por ese nombre.

Mídice me parecía un nombre muy bonito. Se pronunciaba en tres sílabas, estando la primera acentuada.

Thurnock cogió el mismo rollo de fibra y, sin cortarlo, lo giró alrededor del cuello de la rubia; luego, también sin cortarlo, se lo entregó a Clitus, quien indicó a la morenita que ocupara su sitio en la reata.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Thurnock a la rubia de ojos grises.

—Thura, si ese nombre place a mi amo —respondió.

—¡Thura! —exclamó él golpeándose el muslo—. Yo me llamo Thurnock.

A la chica no pareció gustarle la coincidencia.

—Soy labrador —explicó Thurnock.

Ella le miró horrorizada.

—¿Sólo eres de la casta de los labradores? —susurró.

—Nosotros, los labradores, somos el buey sobre el que la Piedra del Hogar descansa —vociferó Thurnock haciendo retumbar su voz por el pantano.

—Pero yo pertenezco a los cultivadores de rence —gimió ella.

Generalmente se considera a los cultivadores de rence una casta superior a la de los labradores.

—No. Tú no eres más que una esclava —retumbó de nuevo la voz de Thurnock.

La joven gimió de nuevo e intentó liberarse de las ligaduras.

Clitus ya había atado la fibra alrededor del cuello de la morenita y el resto del rollo caía suelto en el puente del barco a sus espaldas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Ula, si este nombre place a mi amo.

—No me importa cómo he de llamarte.

Ella bajó la cabeza.

Me volví hacia la mujer y el niño a los que había liberado antes y que permanecían de pie a uno de los lados del barco.

Telima se enderezó, aún atada de pies y manos junto a las escaleras que conducían al puente del timonel.

—Si no recuerdo mal vas a llevarnos a todos a Puerto Kar para vendernos como esclavos —dijo.

—¡Cállate! —ordené.

—Si no es así, supongo que hundirás las naves para que alimentemos a los tharlariones.

La miré enojado.

Me sonrió.

—Eso, al menos, es lo que haría uno de Puerto Kar.

—¡Cállate!

—Muy bien, mi Ubar.

Me volví otra vez hacia la mujer y el niño.

—Cuando me haya ido, libera a tu gente y dile a Ho-Hak que me he llevado a algunas de las mujeres. Es poco, comparado con lo que han hecho.

—Un Ubar no tiene que dar explicaciones de sus actos —indicó Telima.

La cogí por un brazo y la levanté, sosteniéndola ante mí.

No parecía asustada.

—¿Esta vez me tirarás escaleras arriba? —preguntó.

—Se dice que la boca de las hijas de los cultivadores de rence es grande como el delta —comentó Clitus.

—Y es un dicho que encierra mucha verdad —añadió Telima.

La obligué a arrodillarse de nuevo. Me volví hacia la mujer y el niño.

—También liberaré a los esclavos que están en los bancos.

—Esos hombres son peligrosos —dijo la mujer mirándolos atemorizada.

—Todos los hombres son peligrosos —respondí.

Cogí la llave que abría los grilletes y la arrojé a uno de los esclavos.

—Cuando me haya marchado, y no antes, libérate y libera a todos tus compañeros. A todos los que están en los seis barcos.

Daba vueltas y más vueltas a la llave sin poder creer que estuviera en sus manos.

—Así lo haré —dijo.

Ahora todos los esclavos me miraban.

—Los cultivadores de rence os ayudarán, sin duda, a vivir en el pantano, si es eso lo que deseáis, pero si no es así os llevarán a otros lugares lejos de Puerto Kar, donde seréis libres.

Ninguno de ellos habló.

Me volví para abandonar la nave.

—Mi Ubar —oí a mis espaldas.

Giré de nuevo y miré a Telima.

—¿Soy tu esclava? —preguntó.

—Ya te dije en la isla que no lo eras.

—Si es así, ¿por qué no me desatas?

Enojado, fui hacia ella y con la espada corté la cuerda que la sujetaba por la garganta y las ligaduras de sus muñecas y tobillos. Se puso en pie mostrando las piernas bajo la breve túnica y se desperezó. Esto me encolerizó aún más. Bostezó, sacudió la cabeza y frotó las muñecas.

—No soy un hombre, pero supongo que uno consideraría a Mídice una plancha bastante agradable.

Mídice atada a la reata levantó la cabeza.

—¿Pero no es Telima mucho mejor que Mídice? —preguntó.

Me sorprendió ver que Mídice temblaba y, atada como estaba, se giraba para enfrentarse con Telima. Comprendí que se había considerado la más bella de las islas.

—Me escogieron para el primer mascarón —gritó a Telima.

—De haberme cogido a mí, sin duda hubiera ocupado el primer mascarón.

—No, no te hubieran elegido a ti.

—Pero yo no me dejé coger por la red como una tonta —dijo Telima.

Mídice no podía hablar debido a la furia.

—Cuando te encontré, estabas atada de pies y manos —recordé a Telima.

Mídice echó hacia atrás la cabeza y rió.

—Sea como sea, estoy segura de ser superior a Mídice.

Mídice levantó sus muñecas y las mostró a Telima.

—Es a Mídice a quien ha hecho su esclava y no a ti. Eso te demuestra cuál de las dos es la más hermosa.

Telima miró a Mídice, furiosa.

—Eres demasiado plana —dije a Telima.

Mídice rió de nuevo.

—Cuando era tu ama no decías eso —me recordó.

—Pero te lo digo ahora —añadí.

—Hace tiempo aprendí a no creer a los hombres —dijo Telima con aire de superioridad.

—Tiene la boca tan grande como el delta —repitió Clitus.

Telima daba vueltas alrededor de las tres chicas.

—Sí, no es un mal botín —iba diciendo. De repente se paró ante Mídice que encabezaba la reata. Ésta se enderezó, altiva ante la inspección. Entonces Telima para horror de Mídice, asió su brazo y probó su fuerza, golpeó su costado y una de las piernas.

—Algo enclenque —contestó.

—¡Amo! —suplicó dirigiéndose a mí.

—Abre la boca, esclava —ordenó Telima.

Llorando, Mídice hizo lo que Telima ordenara y ésta examinó el interior de su boca girando la cabeza de un lado a otro.

—¡Amo! —protestó de nuevo dirigiéndose a mí.

—Un esclavo tiene que aceptar todo abuso infligido por una persona libre —comenté en tono informativo.

Telima dio un paso hacia atrás para contemplar a Mídice.

—Considerando los pros y los contras, creo que serás una esclava excelente.

Mídice lloraba e intentaba romper las ligaduras de sus muñecas.

—¡Vámonos! —ordené.

Di media vuelta para marcharme. Thurnock y Clitus, al preparar la barca, ya habían colocado en ella mi casco, el escudo, el gran arco y las flechas.

—¡Espera! —gritó Telima.

Me giré para mirarla.

Me sorprendió verla quitarse la túnica de rence y ocupar una plaza en la reata. Sacudió su negra cabellera sobre los hombros.

—Seré la cuarta.

—No, no lo serás —dije.

Me miró enojada.

—Vas a Puerto Kar, ¿no es así? —preguntó.

—Sí.

—Pues yo también voy a Puerto Kar.

—No, tú no vas.

—Añádeme a la reata. Seré la cuarta de las chicas.

—No.

De nuevo me miró enojada.

—Muy bien —dijo.

Y entonces, enojada y orgullosa a la vez, se paseó por la cubierta y lentamente, ante mi sorpresa, se arrodilló sobre los talones, bajó la cabeza y extendiendo los brazos cruzó las muñecas para que las atara.

—Eres una estúpida —dije.

Levantó la cabeza y sonrió.

—Puedes dejarme aquí si lo deseas.

—No son ésas las reglas —dije.

—Creí que habías olvidado todo eso de las reglas y los cánones.

—Quizás lo mejor sería matarte —dije entre dientes.

—Si fueras de Puerto Kar ya lo habrías hecho.

—O llevarte conmigo y enseñarte lo que significa llevar el collar de hierro.

—Sí, también podrías hacer eso —dijo sonriendo.

—No quiero llevarte conmigo.

—Entonces, mátame.

La cogí por uno de los brazos y la obligué a ponerse en pie.

—Debería llevarte conmigo y domarte.

—Sí, supongo que también podrías hacer eso, si quisieras.

La tiré al suelo lejos de mí.

Me miró enojada, pero con lágrimas en los ojos.

—Soy la cuarta en la reata —masculló entre dientes.

—Ve y ocupa tu puesto, esclava.

—Sí, amo —respondió ella.

Estaba ahí, con la cabeza alta, orgullosa, junto a Ula ocupando el cuarto lugar en la reata. Ahora tenía las muñecas atadas y el dogal alrededor del cuello. Miré a mi antigua ama, desnuda y formando parte de mi botín. No me disgustaba la idea de que fuera mía. Había muchas dulces venganzas que la obligaría a pagar. Yo no la había hecho mi esclava pero ella, por razones inconcebibles para mí, se había sometido a mi voluntad. Todo el odio que sentía por ella parecía derretirse en mí. Empezaba a creer que su decisión de someterse a mí no iba tan errada. Lo único que me llenaba de furor era no haberla desnudado y azotado tan pronto me apoderé de las naves. No parecía desanimada ante la posición que ocupaba.

—¿Por qué no la dejas aquí? —preguntó Mídice.

—Cállate, esclava —ordenó Telima.

—También tú eres esclava —gritó Mídice. Luego me miró con lágrimas en los ojos. Respiró profundamente y dijo—: Déjala aquí. Yo te serviré mejor.

Thurnock lanzó una gran carcajada.

Thura, la rubia de ojos grises, y Ula, la morenita, casi perdieron el aliento.

—Ya lo veremos —comentó Telima.

—¿Para qué la necesitas? —me preguntó Mídice.

—Eres tonta, ¿verdad? —preguntó Telima a la chica.

Mídice lloraba de rabia.

—Yo... yo te serviré mucho mejor —gemía.

Telima se encogió de hombros.

—Ya lo veremos.

—Necesitamos una esclava que cocine, limpie y nos haga los recados —dijo Clitus.

Telima le lanzó una mirada de ira.

—Sí, tienes razón —dije.

—Telima no es una criada, aunque sea esclava —protestó ella.

—La chica de la olla —dije.

—Yo diría de la olla y de la estera —dijo Thurnock haciendo una mueca que quería ser una sonrisa. Le faltaba un diente en la parte derecha de la mandíbula superior.

Sujeté el rostro de Telima por la barbilla mientras la miraba.

—Sí, sin lugar a dudas, de la olla y de la estera —comenté.

—Como quiera mi amo —respondió sonriendo.

—Creo que te llamaré Esclava Linda.

Para sorpresa mía aquel nombre no pareció molestarla ni disgustarla.

—Yo diría que Bella Esclava es mucho más apropiado —dijo corrigiéndome.

—Eres una mujer extraña, Telima.

Encogió los hombros.

—¿Crees que la vida junto a mí te será fácil? —pregunté.

Me miró francamente a los ojos.

—No, no lo creo.

—Creía que no querías volver a Puerto Kar.

—Te seguiría... incluso a Puerto Kar —respondió.

No podía comprenderlo.

—Más vale que me temas —contesté.

Levantó los ojos para mirarme, pero en ellos no se reflejaba temor alguno.

—Soy de Puerto Kar —añadí.

Volvió a mirarme.

—Los dos somos de Puerto Kar.

Recordé lo cruel que había sido conmigo.

—Sí, supongo que así es —murmuré.

—En tal caso, amo, vayamos a nuestra ciudad.

9. PUERTO KAR

Miraba a la bailarina que se retorcía en el cuadrado de arena intentando escapar de los latigazos que los amos trataban de emplazar sobre su cuerpo. Estaba en una de las tabernas de Paga en Puerto Kar.

—Tu Paga —dijo la esclava que me servía, desnuda excepto por las cadenas que sujetaban sus muñecas—. Está caliente como lo pediste.

Cogí la copa sin mirar a la chica y la apuré. Se había arrodillado junto a la mesa que ocupaba.

—Más —dije devolviendo la copa y sin dirigirle la mirada.

—Sí, amo —respondió ella levantándose para ir a rellenar la copa.

Me gusta el Paga caliente porque hace hervir la sangre en las venas. La bailarina continuaba con la Danza del Látigo. Vestía una túnica delicada con una cadena haciendo de cinturón que había sido adornada con pedacitos de metal brillante. También tenía aros en los tobillos y brazaletes de esclava con colgantes de metal brillante y un collar que hacía juego con los demás adornos. Bailaba bajo linternas que colgaban del techo de la taberna que estaba ubicada en los muelles próximos al gran arsenal. Escuchaba el chasquido del látigo y sus gritos.

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